Horror

Horror


Entre los muertos

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Vergüenza y culpabilidad se apoderaron de Bruckman en ese momento, unas emociones que creía haber olvidado, unas emociones oscuras, intensas y amargas que lo agarraron por el cuello del mismo modo que Wernecke había agarrado al novato.

Bruckman no recordaba haber vuelto a su tabla de dormir, pero de pronto se encontró allí, echado de espalda y contemplando la sofocante oscuridad, rodeado por la gimiente, inquieta y maloliente masa de durmientes. Había cruzado las manos sobre su cuello para protegerse, aunque no recordaba haberlas puesto allí, y temblaba convulsivamente. ¿Cuántas mañanas había despertado con un vago dolor en el cuello y pensado que era simplemente un dolor más, uno más de los dolores musculares que todos los prisioneros acababan considerando como algo natural? ¿Cuántas noches se había aprovechado Wernecke de él para alimentarse?

Nada más cerrar los ojos, Bruckman vio la cara de Wernecke flotando en la luminosa oscuridad que había detrás de sus párpados…, Wernecke con los ojos entrecerrados, semblante vulpino, cruel y saciado…, la cara de Wernecke acercándose y acercándose, sus ojos abriéndose como un negro pozo, sus labios esbozando una sonrisa y dejando al descubierto los dientes…, los labios de Wernecke, pegajosos y enrojecidos por la sangre…, y luego creyó notar el húmedo tacto de los labios de Wernecke en su cuello, los dientes de Wernecke mordiendo su carne, y los ojos de Bruckman se abrieron bruscamente. Estaban contemplando oscuridad. Allí no había nada. Nada, y sin embargo…, Bruckman veía las mismas escenas en cuanto cerraba los ojos.

El amanecer era una oscura y grisácea inminencia en la ventana del barracón antes de que Bruckman pudiera apartarse del cuello sus protectores brazos, y de nuevo no había pegado ojo.

El trabajo de ese día fue una pesadilla de dolor y agotamiento para Bruckman, la jornada más dura que había conocido desde los primeros días en el campo. Sin saber cómo logró levantarse, consiguió tambalearse hasta el patio y recorrer el camino de la cantera, y pensó flotar sobre el suelo, como si su cabeza fuera un globo hinchado y los pies estuvieran a mil kilómetros, al final de unos tallos, al final de unas piernas sin huesos que apenas podía controlar. Cayó dos veces, y le dieron varias patadas antes de que lograra ponerse en pie y lanzarse hacia delante como un borracho. El sol se hallaba ante los prisioneros, un cruel disco rojo en un enfermizo cielo amarillento, y Bruckman pensó que era un ojo vidrioso y sin párpados que contemplaba con indiferencia el mundo, para ver a los prisioneros agitándose, luchando y muriendo, igual que el ojo de un científico mientras observa un laberinto de laboratorio.

Veía el disco del sol mientras se tambaleaba hacia él; parecía oscilar y rielar paso tras penoso paso, parecía crecer, hincharse, inflarse casi hasta engullir el cielo…

Luego se encontró levantando una roca, gimiendo a causa del esfuerzo, notando que la irregular piedra le desgarraba las manos…

La realidad iba deslizándose, apartándose poco a poco de Bruckman. Durante largos períodos el mundo estaba vacío, y el preso regresaba lentamente a su cuerpo como si recorriera una gran distancia. Oía su voz diciendo palabras incomprensibles para él, lloraba absurdamente, gruñía de un modo ronco, animalesco, y descubría que su cuerpo estaba trabajando mecánicamente, que se agachaba, recogía y llevaba piedras sin querer hacerlo…

«Un Musselmann», pensó Bruckman, «estoy convirtiéndome en un Musselmann»…, y un escalofrío de espanto recorrió su cuerpo. Pugnó por aferrarse al mundo, temeroso de que la próxima vez que se escabullera no fuera capaz de regresar, se golpeó deliberadamente las manos en las rocas, se hirió, despejó su cabeza con dolor.

El mundo se estabilizó alrededor de Bruckman. Un guardián lo reprendió con rudos gritos y le dio un golpe con la culata del fusil, y Bruckman se esforzó en trabajar con más rapidez, aunque sin poder reprimir mudos sollozos por el dolor que le producían sus movimientos.

Notó que Wernecke estaba mirándole, y le devolvió la mirada, desafiante, mientras las amargas lágrimas continuaban surcando sus sucias mejillas. «No me convertiré en un Musselmann para ti, no te facilitaré las cosas, no seré otra víctima indefensa para ti…». Wernecke sostuvo su mirada un momento, luego hizo un gesto de indiferencia y se alejó.

Bruckman se agachó para coger otra piedra, los músculos de su espalda crujieron y el dolor le traspasó como cuchillos. ¿Qué estaba pensando Wernecke, qué ocultaba tras la vaguedad de su inexpresivo semblante? ¿Habría captado debilidad, habría señalado a Bruckman como su próxima víctima? ¿Le desilusionaba, le turbaba la fuerza de voluntad de Bruckman para sobrevivir? ¿Concentraría por ello su atención en otro prisionero?

Pasó la mañana, y Bruckman se sintió nuevamente febril. Notó la fiebre en su cara, la fiebre que era como ardiente arena en sus ojos, la fiebre que le tensaba la piel en los pómulos, y se preguntó cuánto tiempo podría mantenerse en pie. Vacilar, debilitarse e insensibilizarse equivalía a una muerte segura. Si los nazis no lo mataban, Wernecke se encargaría de hacerlo… Wernecke no estaba cerca en ese momento, se hallaba en el otro extremo de la cantera, pero Bruckman pensaba que los crueles y pedernalinos ojos de su compañero le seguían a todas partes, flotaban alrededor de él, se desviaban un instante de la nuca de un soldado nazi, le observaban desde el descolorido lado metálico de un vagón, le escudriñaban desde diez ángulos distintos. Se agachó pesadamente en busca de otra roca, y tras levantarla del suelo descubrió los ojos de Wernecke debajo, mirándole sin pestañear en la mojada y pálida tierra…

Por la tarde hubo grandes fulgores en el horizonte oriental, a lo largo de la interminable extensión de la estepa, destellos en rápida secuencia que iluminaron el cielo triste y grisáceo, sin ruidos. Los nazis se reunieron en un solo grupo, miraron hacia el este y conversaron en voz baja, olvidándose momentáneamente de los prisioneros. Bruckman reparó por vez primera en el aspecto de los guardianes durante los últimos días, todos ellos desaseados y sin afeitar, como si se hubieran cansado, como si nada les importara ya. Sus semblantes estaban tensos y preocupados, y más de uno parecía fascinado por los fuegos que brillaban en el lejano borde del mundo.

Melnick dijo que sólo se trataba de una tormenta, pero el viejo Bohme afirmó que era una batalla de artillería, y que ello significaba que los rusos estaban avanzando, que pronto iban a liberarlos. Bohme se excitó tanto que se puso a chillar.

—¡Los rusos! ¡Son los rusos! ¡Los rusos vienen a liberarnos!

Dichstein y Melnick trataron de hacerlo callar, pero Bohme siguió brincando y chillando, bailando una grotesca jiga sin dejar de gritar y agitar los brazos…, hasta que atrajo la atención de los soldados. Enfurecidos, dos de ellos se abalanzaron sobre Bohme y le dieron una brutal paliza: lo golpearon con las culatas con desacostumbrada fuerza, lo derribaron y siguieron pegándole y pateándole en el suelo. Bohme se retorció como un gusano herido bajo las brutales botas. Seguramente habrían acabado con el infeliz allí mismo, pero Wernecke organizó una maniobra de distracción con otros prisioneros y, mientras los soldados se alejaban para ocuparse del nuevo alboroto, ayudó a Bohme a ponerse en pie y renquear hacia el otro extremo de la cantera, donde los demás presos lo taparon con sus cuerpos lo mejor que pudieron durante el resto de la tarde.

Ciertos detalles, la forma como Wernecke había instado a levantarse a Bohme, cómo lo había ayudado a alejarse, cojo y dando tumbos, la protectora, posesiva curva de su brazo sobre los hombros del infeliz, indicaron a Bruckman que el vampiro había elegido su próxima víctima.

Esa noche Bruckman vomitó la magra y rancia cena que les dieron; su estómago se crispó irremediablemente tras los primeros bocados. Temblando a causa del hambre, el agotamiento y la fiebre, se apoyó en la pared y observó los desvelos de Wernecke con Bohme. El vampiro lo atendió como si fuera un niño enfermo, le dijo palabras cariñosas, le limpió parte de la sangre que aún brotaba de las comisuras de sus labios, le obligó a tomar unos sorbos de sopa y finalmente dispuso que Bohme se acostara en el suelo lejos de las tablas para dormir, para que los demás no le dieran empujones…

En cuanto la luz interior se apagó esa noche, Bruckman se levantó, recorrió el barracón rápidamente y sin vacilar y se tendió en las sombras cerca del lugar donde Bohme murmuraba, se retorcía y gemía.

Tembloroso, Bruckman esperó en la oscuridad, percibiendo el intenso olor a tierra, aguardó la llegada de Wernecke…

En su mano, mantenida cerca del pecho, había una afilada cuchara, con una punta fina e irregular, la cuchara que había robado y empezado a afilar en la prisión civil de Colonia, hacía tanto tiempo que casi no lo recordaba. La había frotado sin cesar contra la pétrea pared de su celda, todas las noches varias horas, y logró ocultarla en su cuerpo durante el viaje de pesadilla en el bochornoso furgón y los horribles primeros días en el campo de concentración. No comentó con nadie la existencia de la cuchara, ni siquiera con Wernecke durante los meses en que lo consideró casi como un santo. Mantuvo oculta su arma mucho tiempo después de que la posibilidad de fuga fuera tan remota como para no fantasear siquiera al respecto, y a partir de entonces la conservó más como vínculo tangible con la tierra de ilusión de su pasado que como herramienta que pensara realmente emplear. Había cuidado la cuchara casi como si fuera una reliquia sagrada, un resto del esfumado mundo que de no ser por eso podía suponer que jamás había existido…

Y finalmente había llegado el momento de usarla. Bruckman se mostraba poco dispuesto a utilizarla, a mancharla con sangre de otro hombre…

Acarició nerviosamente la cuchara, le dio vueltas y más vueltas. Era dura y lisa y estaba fría, y Bruckman la apretó con todas sus fuerzas, esforzándose en no percibir el suave temblor de sus manos.

Tenía que matar a Wernecke…

Náuseas y una extraña sensación de pánico abrumaron a Bruckman tras ese pensamiento, pero no tenía alternativa, no había otra solución… No podía continuar así, sus fuerzas estaban agotándose. Wernecke estaba matándolo, tan ciertamente como había matado a los otros, al impedirle conciliar el sueño… Y mientras Wernecke viviera, él nunca estaría a salvo, siempre existiría la posibilidad de que el vampiro atacara en cuanto bajara la guardia… ¿Iba a tener escrúpulos Wernecke para matarlo, si creía poder hacerlo con impunidad?… No, naturalmente que no… Si tenía ocasión, Wernecke acabaría con él sin pensarlo un momento… No, debía atacar él primero.

Bruckman se humedeció los labios, muy nervioso. Esa misma noche. Tenía que matar a Wernecke esa misma noche…

Hubo un susurro, un crujido: alguien estaba levantándose, separándose de la masa de hombres que dormían en una de las plataformas. Una umbría silueta cruzó el barracón en dirección a Bruckman, y éste se puso tenso, pasó el pulgar por la mellada punta de la cuchara, se preparó para levantarse, para atacar…, pero en el último instante la silueta varió de dirección y se dirigió tambaleante hacia otro rincón. Se oyó un ruido como de lluvia repiqueteando en un trapo. El desconocido se tambaleó un momento y acto seguido, muy despacio, volvió a su tabla arrastrando los pies, como si hubiera orinado su vida en la pared. No era Wernecke.

Bruckman se acurrucó de nuevo en el suelo. Le pareció que el corazón hacía estremecer todo su consumido cuerpo con la fuerza de los latidos. Tenía la mano empapada de sudor. Se la secó en sus harapientos pantalones y aferró nuevamente la cuchara…

Fue como si el tiempo se hubiera detenido. Bruckman continuó esperando, se tendió en las duras tablas del piso y la tosca madera le arañó la piel y el polvo le obstruyó la garganta y la nariz. Se sintió igual que si hubiera muerto ya, un cadáver depositado en un basto ataúd de madera de pino, y la eternidad se amontonó sobre su pecho como pesados grumos de húmeda y negra tierra… Afuera resplandecían los focos, anulaban la noche, la prohibían. Pero en el interior de la barraca era de noche, ahí la noche sobrevivía, quizás fuera el único resto de noche en un planeta iluminado por luces de klieg, y los rayos de luz que se colaban por la ventana de rejilla sólo servían para realzar la oscuridad del ambiente, para aumentarla y hacerla más intensa por contraste… En la oscuridad nada cambiaba, nunca…, sólo había un calor sofocante, el peso de la eterna negrura, los inalterables segundos que no pasaban porque no había nada para diferenciar uno de otro…

En numerosas ocasiones, mientras Bruckman aguardaba, sus ojos se fatigaban y cerraban poco a poco, pero se abrían de nuevo bruscamente, y miraban fijamente las sombras en busca de Wernecke. El sueño no podía dominarle ya, era un reino cerrado para él, un reino que lo expulsaba en cuanto intentaba entrar en él, del mismo modo que su estómago expulsaba el alimento introducido…

Pensar en comida condujo a Bruckman a un más acusado estado de vigilancia, y continuó en la oscuridad, agazapado con su hambre, lo que le permitió olvidarse momentáneamente de cualquier otra cosa. Jamás había estado tan hambriento… Pensó en la comida que había desperdiciado horas antes, y tan sólo los últimos jirones de dominio de sus emociones le impidieron gemir audiblemente.

Bohme gimió audiblemente en ese momento, como si el nerviosismo fuera contagioso. Bruckman miró a su compañero.

—Anya —dijo el herido en tono claro y sosegado. Murmuró algo y luego, en voz un poco más alta, añadió—: Tseitel, ¿has puesto ya la mesa?

Y Bruckman comprendió que Bohme no estaba ya en el campo de concentración, que Bohme había vuelto a su sencillo piso de Dusseldorf con su obesa mujer y sus cuatro saludables hijos, y sintió una punzada de envidia, envidia de Bohme, que había huido.

En ese preciso instante Bruckman vio que Wernecke estaba allí mismo, al otro lado de Bohme.

Bruckman no había visto movimiento alguno. Wernecke, al parecer, se había materializado lentamente en la oscuridad, átomo tras átomo, fragmento tras infinitesimal fragmento, hasta que en determinado momento su presencia tuvo la solidez suficiente para quedar registrada por el cerebro de Bruckman, de tal modo que lo que había sido una sombra se transformó brusca e inconfundiblemente en Wernecke aunque todavía conservara su apariencia de sombra.

La boca de Bruckman quedó reseca a causa del terror, y casi creyó oír la voz de su fallecida abuela musitándole cosas al oído. Leyendas supersticiosas… Wernecke había dicho «No soy un espíritu nocturno». Sí, lo había dicho…

Wernecke se hallaba casi al alcance de la mano. Estaba contemplando a Bohme. Su cara, iluminada por un polvoriento rayo de luz que entraba por la ventana, era fría y remota; tan sólo la total falta de expresión sugería el ardor que bullía y se agitaba detrás de la máscara. Poco a poco, con enorme calma, Wernecke se inclinó sobre el herido.

—Anya —repitió Bohme, con cariño, y la boca de Wernecke se lanzó hacia su cuello.

Que se alimente, dijo una fría y despiadada voz en la mente de Bruckman. Será más fácil sorprenderlo cuando esté casi harto, cuando esté absorto, cuando se sienta aletargado y pesado…, cuando esté lleno…

Muy despacio, con infinito cuidado, Bruckman se preparó para saltar, sin dejar de ver, fascinado, cómo se alimentaba Wernecke. Oyó el ruido que éste hacía al succionar el jugo de Bohme, como si el necio viejo no tuviera sangre suficiente para saciarlo, como si no hubiera bastante sangre en todo el campo de concentración… O quizás en el mundo entero… Y Bohme redujo su débil forcejeo, se iba quedando más y más inmóvil…

Bruckman se lanzó sobre Wernecke. Lo apuñaló dos veces en la espalda antes de que su peso hiciera caer a ambos. Hubo un momento de confusión, rodaron y lucharon, sin un solo ruido, y por fin Bruckman se encontró a horcajadas encima del vampiro, con la cara de éste vuelta hacia él. Le hundió el arma en el cuerpo otra vez, y el impacto le hizo vibrar el brazo hasta el hombro. Wernecke no chilló. Tenía los ojos vidriosos, pero miraba a Bruckman sabiendo quién era el atacante, con fría cólera, con amarga ironía y, curiosamente, con algo similar a resignación o alivio, casi con pena… Bruckman lo acuchilló una y otra vez, asestó los golpes con histérica fuerza, jadeante y bamboleándose encima de su víctima. Notó las salpicaduras de sangre en su cara, envuelta por el calor y el vapor que brotaban del desgarrado cuerpo de Wernecke igual que una asfixiante nube negra. Tosió y se atragantó al percibir el vapor que penetraba por sus poros y se introducía en la médula de sus huesos. Creyó que el mundo temblaba, bullía y cambiaba alrededor de él, como si de pronto viera gracias a otros ojos, como si hubiera nacido algo en su interior, y de repente notó el olor de la sangre de Wernecke, el cálido tufo orgánico, y se agachó para embeberse en aquel olor bruscamente irresistible, mejor que el aroma del pan recién hecho, mejor que cualquier cosa que recordaba, un olor rico, embriagador, intenso, inimaginable.

Hubo un instante de asco y horror, y Bruckman tuvo tiempo para preguntarse desde cuándo la antiquísima perversión estaba pasando de hombre a hombre, hasta qué época del pasado se remontaba la cadena de vidas, cómo había sido atrapado el mismo Wernecke. Y finalmente sus resecos labios tocaron humedad, y Bruckman bebió, chupó con fuerza y voracidad, y su paladar se deleitó con el intenso y puro sabor cobrizo.

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