Horror

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Las flechas

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Satisfecho de su aspecto por primera vez desde hacía más de una semana, Witlin decidió llevar su espejo al estudio. Hasta entonces había desdeñado tales métodos, pero puesto que le quedaba poco tiempo y el cuadro estaba casi acabado, corrió el riesgo y esperó que la intrusión no alterara los logros anteriores. Le costó casi una hora, y el pintor lamentó hasta el último segundo perdido, situar el espejo de forma que le permitiera contemplarse sin reflejar inoportuna luz en el lienzo. Después se puso a trabajar febrilmente, ya que no deseaba perder ni un segundo más en tales consideraciones. Los olores de la pintura y la trementina eran como drogas para él y el tufo saciaba sus sentidos con más intensidad que el vino.

Estaba tan absorto en su trabajo que no oyó los golpes en la puerta hasta que se convirtieron en estruendo. Se apartó del lienzo con una mano en la frente, a fin de despejar su mente lo bastante para responder.

—¡Señor Witlin! —gritó la señora Argent, que estaba usando los dos puños para llamar.

El pintor se alejó del cuadro dando tumbos y buscó una inclinada viga de madera para sujetarse.

—¡Sí, señora Argent! —contestó—. ¡Estaba… durmiendo un rato!

—¡Abra la puerta inmediatamente!

No había incertidumbre en su voz, ni rastro de la plañidera vacilación que Witlin consideraba ya normal, y el pintor se estremeció ligeramente al comprender que la patrona estaba completamente enojada con él.

—En seguida —dijo mientras avanzaba a tientas hacia la puerta—. Un momento.

—Ahora mismo, señor Witlin —le ordenó la mujer.

La señora Argent asomó su enrojecida y afilada cara en el instante en que la puerta estuvo suficientemente abierta para permitírselo.

—Tengo que hablar con usted, señor Witlin.

—Pase —balbuceó el pintor—. Estaba trabajando y…

—Sé que ha estado aquí —dijo ella, negándose a usar el término trabajo para las ocupaciones del inquilino—. En toda la casa estamos escuchando sus murmullos, su ir y venir.

—Es necesario —repuso él mientras pensaba en un medio para librarse de la patrona. La mujer le distraía, con sus ojos voraces y sus rapaces manitas—. No pretendía molestarle…

—Me parece muy bien —le interrumpió. Sus manos se dirigieron hacia sus caderas—. Pero hay quejas. ¿Lo entiende? No puedo gobernar esta casa si todo el mundo viene a verme para quejarse del inquilino de arriba.

—Señora Argent… —empezó a decir, pero no imaginó palabras que ella pudiera aceptar o entender.

—¿Bien?

—Tengo trabajo que hacer. Casi he terminado.

Apenas oía su propia voz, y la mirada de la mujer le indicaba que ella no estaba prestando atención alguna a lo que decía.

—¡Este cuarto apesta! —afirmó la señora Argent con más irritación que nunca—. ¿Qué ha estado haciendo aquí, señor Witlin? —Recorrió la buhardilla con los ojos—. No ha limpiado el suelo, ¿eh? Me prometió que limpiaría el cuarto antes de marcharse…

—Señora Argent —la interrumpió el pintor, incitado a protestar por la conducta de la patrona—. Limpiaré el cuarto, todo lo que hay ahora, en cuanto termine el cuadro. Hacerlo antes sería una inútil pérdida de tiempo. ¿Lo comprende? Me queda poco trabajo que hacer, y será… —Señaló el lienzo—. Mírelo, señora Argent. Quiero que vea lo que hago. Tiene que comprender cuánto significa para mí.

De nuevo la patrona miró iracunda la buhardilla

—Veo el cuadro. Pintarrajos y manchas… Bueno, no sé nada de arte. Estoy muy ocupada atendiendo a los inquilinos de esta casa, señor Witlin. No dispongo de tiempo para el arte. O lo que sea esto.

El pintor no escuchó casi nada de lo anterior; su mente se había concentrado en una frase concreta.

—¡Pintarrajos! —exclamó—. ¿Opina que son simples pintarrajos? ¿Es que no ve…? No, naturalmente, no lo ve. Gente como usted tira huevos a la «Mona Lisa». Derriban un mural de Rivera para poner una casa de vidrio llena de oficinas. Piensa tener derecho a ignorarme porque no tengo un trabajo regular. ¡Piensa que eso me convierte en un vago y en un gorrista! Pero no es cierto.

Se apartó de la mujer, convencido de que ella jamás le entendería dijera lo que dijese, por mucho que se esforzara en explicarle su opinión y su trabajo.

—Está loco —musitó la señora Argent mientras se alejaba del pintor, con un brazo en alto a modo de protección—. Está loco de remate.

Witlin suspiró.

—Supongo que lo estoy, para usted.

—Usted es un peligro —prosiguió ella, sin escucharle.

—Señora Argent, no hable…

—Quiero que se vaya. No me importa el alquiler. Quiero que esté fuera de mi casa mañana por la noche. —Sus ojos estaban vidriosos, su cara paralizada en una desagradable sonrisa—. Tiene que irse.

Witlin frunció el ceño.

—Me quedan algunos días, y ya le prometí que pagaría el alquiler. —Notaba que el dolor de cabeza iba aumentando en su cráneo, arrebatándole la sensación de bienestar que había experimentado pocos momentos antes—. Tengo que acabar el cuadro, señora Argent.

—Naturalmente. Lo acabará. Pero no en mi casa.

Era su última palabra. Todos los detalles de su postura, expresión y tono lo confirmaban. Se acercó a la puerta, flaca, estirada y precavida como un insecto. Witlin pensó en una mantis, en una delicada y rapaz criatura a la espera de devorar desventuradas víctimas.

—Le pagaré el alquiler —dijo el pintor con un tono que confiaba fuera razonable.

—No quiero dinero. Quiero que se vaya de aquí.

Quizás estaba más resuelta que nunca cuando cerró bruscamente la puerta.

Witlin contempló el pomo y deseó pensar que el encuentro había sido un sueño. Contuvo el impulso de bajar tras la patrona hasta los pisos inferiores, donde seguramente ella estaría deleitando al resto de los inquilinos con extravagantes historias sobre las actividades del pintor. Su trabajo era más importante que unas insignificantes mentiras, más importante que el dinero, el tiempo o cualquier otra cosa.

Aguardó en silencio varias horas, vio desaparecer la luz, las espectrales sombras de la noche que se apoderaban de la buhardilla, blanqueando primero a san Sebastián, cubriéndolo luego con una gasa color índigo. Había escasa corriente de aire, por lo que Witlin pensó que las motas estaban eternamente suspendidas como minúsculos planetas en el cargado ambiente. La noche rodeó al pintor, dejándolo con una sensación de vacío y carencia de forma. Ya no sabía quién era, porque el color le había abandonado y su mundo estaba sumido en tinieblas. Para pasar el tiempo, se buscó el pulso en la muñeca, y sufrió una moderada sorpresa al percibir el latido. Bajo su mano, su pecho se alzaba para respirar. Todavía estaba vivo, pero ya no creía estarlo, no cuando tanta noche le rodeaba.

Cerca de la medianoche salió de la buhardilla y bajó furtiva y quedamente la escalera, deteniéndose al menor ruido. Una vez en la calle arrastró los pies hacia la tienda de licores, donde ofrecían bocadillos del día anterior a mitad de precio. Al manosear la pelusa de su cara se preguntó si tendría suficiente valor para robar un paquete de cuchillas de afeitar. Deseaba estar aseado cuando terminara el cuadro.

Al final se encerró en la buhardilla, con todas sus antiguas e insatisfactorias obras formando una barricada junto a la puerta. No tenía intención alguna de marcharse, cuando san Sebastián revoloteaba de forma tan tentadora cerca ya de la culminación. Dos veces había oído voces el pintor, fuertes y tumultuosas, al otro lado de la puerta, pero finalmente le habían dejado en paz para continuar su trabajo.

Apenas le quedaba pintura, y ese detalle debería haberle preocupado, pero no era así. Bastaría. San Sebastián no le decepcionaría. Sólo los rojos eran precariamente flojos, ya que los tubos sólo vertían grumos de color. Witlin tocó con el dedo el rosado pezón de pigmento que había puesto en la paleta. El acto le devoró con su sensualidad, tan pura que se quedó sin aliento. Si no le hubiera importado desperdiciar la pintura, la habría aplastado para notar como trepaba por su dedo como un calamar, más complaciente que la carne.

Witlin dudó. Ése era el problema de la pintura, se dio cuenta, y la verdad le abrumó terriblemente. Era una pintura blanda y dúctil, maleable, una sustancia cuya fuerza no superaba la potencia de tonos y matices de gran intensidad. Gritó, soltó el pincel y se llevó las manos a la cara para ocultar la enormidad de su fracaso. San Sebastián no era real, jamás lo sería. No podía terminarlo. Cualquier cosa que pusiera en aquel lienzo, aunque la obra fuera de mayor tamaño y tuviera colores más brillantes y sombras más acentuadas, no sería nunca más que un simple reflejo, pálido y tímido, del poder de su visión.

Su mano cayó con fuerza sobre el lienzo, confundiendo todos los colores en una mancha al agitarla deliberadamente. El cuadro le había fallado, siempre le fallaría y traicionaría su talento de todas las formas concebibles. ¡Había aceptado un fraude!

Hizo un esfuerzo para dejar de sollozar, pero era imposible contener tanta angustia y al cabo de unos instantes cesó en sus intentos. Su cuerpo se estremeció y tembló, sus manos se convirtieron en garras, armas para extirpar la parodia burlesca que el mismo, falsamente seducido, había creado. Su mano fue de la paleta al lienzo, agarró pintura, embarró la superficie con otros pigmentos que tenían ya el color y la consistencia del barro. Era una satisfacción pírrica pero no le quedaba otra. Imposible vengarse de modo apropiado. Había llevado a ambos a la ruina, a él mismo y a san Sebastián, por culpa de la brillante promesa de productos químicos diluidos en óleos. ¡Cuántos pintores se habrían arruinado de forma similar! La idea le produjo mareo y Witlin aulló a causa del dolor. ¿Y cuántos pintores supieron antes de morir el peligro que corrían?

De pronto Witlin se irguió, su pena se aquietó. Había un medio, aún quedaba un medio. Él demostraría qué era el arte, no con aquella insignificante imitación que había disfrazado de arte durante tanto tiempo. Sí, existía un medio, y sólo se precisaba un poco de resolución. Sería más fácil hacer frente a eso que arrostrar su total desesperación. El pintor se limpió la cara con el borde de la manga, manchada también de pintura, y no se preocupó por los rojos y amarillos que quedaron en su piel. Eso no era nada, menos que nada.

Tuvo que estar buscando casi una hora, pero por fin encontró la navaja bajo unos andrajos. La cogió con imperioso gesto y fue a buscar los pinceles con los ojos rebosantes de ansiedad. Los artistas que no se ponían a prueba jamás conocían el terrible gozo de la dedicación, y a lo largo de sus meses de soledad Witlin había notado que su devoción pasaba de una esperanza mal definida a la total certidumbre. Pero su atención había estado erróneamente concentrada, y él iba a remediarlo, iba a rehabilitarse. Empezó a tallar las puntas de los mangos de los pinceles, cuidando de que quedaran simétricas y afiladas. Luego cogió el paquete de hojas de afeitar que había robado en la tienda de licores, y recordó que debía reservar un par de cuchillas para hacer pedazos el embustero y engañoso lienzo.

Cuando por fin la puerta se vino abajo, Witlin apenas pudo alzar la cabeza. Le fue imposible ver quién había entrado, ya que la buhardilla estaba sumida en las sombras del ocaso. Oyó una apagada exclamación de asombro y un consternado juramento que le disgustó. Él no había hecho eso para disgustar, sino por arte.

—Oh, Dios mío —balbuceó la señora Argent antes de salir aturdida de la buhardilla para no vomitar por culpa de lo que había visto.

—No —protestó Witlin.

Pero le quedaba escasa voz para que alguien le oyera. Además, al respirar, las flechas hundidas profundamente en su carne le dolían. El dolor había sido agudísimo al principio, cuando se las clavó, como las flechas de san Sebastián, en el muslo, el hombro, el brazo, el costado y el abdomen, atado con las ligaduras apresuradamente obtenidas con los restos del lienzo. Sufrió un espasmo, y otro, tensando las ligaduras que lo ataban a la viga. Pero no importaba. Había usado solamente sus mejores y más largos pinceles para hacer las flechas, y le complacía pensar que por fin había logrado algo de mérito.

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