Horror

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¡Muerte al Conejito de Pascua!

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Puesto que la universidad cerraba con motivo de la fiesta, salimos pronto el Viernes Santo. Los viajes de cuatro horas en coche a Deacons Kill habían sido cada vez más silenciosos en las últimas semanas, pero éste lo hicimos en silencio total. El único sonido que oímos fue el de los neumáticos al rozar la carretera. Todos sabíamos qué nos esperaba y los cuatro nos hallábamos, estoy convencido, sumidos en nuestros pensamientos particulares. Y en nuestros temores particulares.

La gente del hotel ya nos conocía por entonces, naturalmente. Siempre se mostraban muy atentos y desde hacía tiempo nos consideraban «clientes regulares», pero también habían sabido con rapidez que no nos gustaba hablar de nuestras salidas de los sábados. Supongo que ese día estábamos especialmente tensos, ya que recuerdo que la mujer nos entregó las llaves sin pronunciar palabra. Por entonces teníamos habitaciones fijas, que tenían reservadas para nosotros los viernes. Después de las primeras visitas me habían preguntado un día si íbamos a venir todos los fines de semana; contesté que sí y nos hicieron una reducción en el precio. Son gente buena y generosa, personas decentes, y no tienen la menor idea del peligro que les amenaza. Por gente como ellos hacemos esto. Pensar en gente como ellos nos proporciona la fuerza y el valor que precisamos.

Cenamos esa noche en el comedor del hotel (lo llaman el Comedor) y nadie habló, y recuerdo que hubo mucho silencio porque poca gente salía de casa para cenar un Viernes Santo. Los cuatro pedimos una buena cena, intentando hacer acopio de fuerzas, supongo, aunque estoy convencido de que los demás no tenían más apetito que yo.

Pero nos obligamos a comer y en cuanto acabamos fuimos arriba. Paul y Susana marcharon a su habitación y Bárbara y yo a la nuestra sin decirles una sola palabra. Nadie podía hablar, de nada.

No dormimos demasiado. Yo estuve contemplando el techo casi toda la noche y sé que Bárbara se agitó y revolvió a mi lado. Estoy seguro de que dormité un rato, pero creo que en general estuve más despierto que dormido. Por la mañana, Paul y Susana también tenían aspecto cansado y ojeroso.

No pronunciamos palabra cuando subimos al coche y fuimos al bosque para reunimos con el anciano. No había nada que decir.

Esta vez fue distinto. Muy distinto.

El anciano no dijo nada; simplemente nos condujo a la casa. Las afiladas estacas que habíamos preparado la semana anterior estaban alineadas en la pared. Nos estremecimos al verlas. El tiempo había sido lluvioso y frío cuando salimos del hotel y fuimos hasta la senda en busca del viejo, y también eso nos había hecho temblar. Creo que en ese momento no habríamos apostado demasiado por nuestras posibilidades.

El anciano estaba claramente nervioso. No podía apartar los ojos de las estacas apoyadas en la pared, las miraba constantemente, como si quisiera asegurarse de que continuaban allí. Pero él sabía cómo nos sentíamos nosotros, y no tardó en indicarnos que debíamos descansar un poco, dormir tanto como pudiéramos durante el día ya que por la noche íbamos a estar en el bosque, antes de las primeras luces del alba, y ya sabíamos lo que nos aguardaba.

Sin más conversación, nos echamos en las mantas y nos dormimos al momento.

El anciano nos despertó de noche, poco antes del amanecer. Todavía noto sus huesudos dedos estrujando mi hombro.

Me estremecí y vi que los demás estaban despertando también.

En silencio, el viejo se acercó por turno a nosotros y nos entregó cuatro de las estacas que habíamos preparado. Al coger las mías, noté la frialdad de la madera en mi mano.

Y salimos.

El ambiente era húmedo y frío y todos nos apretamos la chaqueta. El anciano se volvió para mirarnos.

—¡Muerte al Conejito de Pascua! —musitó.

Su aliento flotó como niebla por el aire húmedo.

Luego dio media vuelta y se adentró lenta pero resueltamente en la parte más oscura del bosque, y nosotros fuimos tras él.

Cuando llevábamos caminando varios minutos, el ambiente pareció alterarse. La espesa niebla cambió y se convirtió casi en una fina bruma ordinaria. Después empezó a lloviznar y pudimos ver un poco mejor; los detalles de árboles y ramas fueron aclarándose conforme nuestros ojos se acostumbraban al bosque. Además, poco a poco, el ambiente iba iluminándose. El frío y la humedad, tanto como el miedo, nos hacían temblar sin interrupción pero nos esforzamos en superar el inconveniente. Comprendimos con gran rapidez que una persona puede estar asustada y sin embargo resuelta a hacer lo que debe.

Permanecimos muy juntos, y muy silenciosos, mientras nos abríamos paso entre los árboles detrás del anciano.

Finalmente, nuestro guía se detuvo y levantó una mano a modo de señal para nosotros. Nos acercamos a él y vimos que nos encontrábamos en el borde de un pequeño claro natural del bosque. En silencio, el anciano señaló con el dedo y vimos, gracias a la iluminación cada vez más brillante, el tenue rastro de una senda que entraba en el claro por un lado y salía por el otro. Allí debíamos aguardar al Conejito de Pascua.

Por gestos, siempre en silencio, el anciano nos indicó dónde debíamos ocultarnos. Aparte de los crujidos de las ramas en lo alto, el suave murmullo de los pinos y el constante goteo de los árboles, el bosque se hallaba silencioso alrededor de nosotros.

Sintiéndonos fríos, mojados y nerviosos iniciamos la espera.

No fue larga.

Yo estaba sentado en el suelo, notando el frío y la lluvia que empapaba mis ropas y esforzándome en no pensar en lo que sucedía. Estirando un poco el cuello veía a Bárbara en su escondite a pocos metros de distancia e imaginaba qué debía tener en la cabeza en ese momento. Ella no había querido creer en esto, no había querido que fuera real. Como todos nosotros. Pero, naturalmente, no teníamos alternativa: el anciano se había explicado con detalle, y cuando te enteras de una realidad como ésta no puedes continuar sentado e ignorarla. Y por eso estábamos allí. Flexioné los dedos en torno a los tallos de mis cuatro lanzas. Temía que, si permanecía quieto demasiado tiempo, se helaran mis dedos y quedara a merced de la bestia.

Desde nuestros escondites veíamos la casi oscura senda que entraba en el claro por la parte opuesta. Nuestros ojos estaban fijos en ella mientras aguardábamos.

Y de repente vi algo.

Más allá del claro, a cierta distancia de la apenas visible senda, creí ver movimiento, creí ver algo blanco que se movía entre los oscuros árboles. Me incliné hacia delante, sin soltar las lanzas, y escudriñé la bruma. Creí volver a verlo, algo blanco, más blanco que la bruma, y un instante después lo perdí. Mi corazón latía con fuerza, martilleaba mi pecho, y casi no podía respirar. Y entonces lo vi otra vez.

Me erguí un poco, lo suficiente para ver a Bárbara, y por el ángulo que formaba su rígido cuerpo deduje que también ella lo había visto.

Contuve el aliento.

Y volví a verlo, más cerca esta vez.

Había sido una simple mancha blanca al principio, un retazo de blancura que avanzaba sobre el tono blancuzco de la bruma. Pero en ese momento tenía forma. Iba erguido, y era alto. Parecía flotar o planear entre los árboles y se aproximaba cada vez más al claro donde nos ocultábamos, pero a pesar de todo no pude distinguir los detalles.

A mi izquierda, oí un suave y apagado jadeo del anciano y entonces comprendí que el momento se acercaba realmente.

Cerré los ojos un segundo, los abrí rápidamente y los fijé en el último lugar donde había visto a la criatura. Allí estaba, avanzando hacia nosotros, su silueta oculta por los árboles un segundo, fugazmente visible a través de la espesa y remolineante bruma, luego oculta de nuevo. La niebla, la escasa luz y el miedo daban un aspecto enorme al fantasma, pensé. No podía ser tan enorme como parecía.

Era un conejo. Un descomunal conejo. Su grueso pelaje era de un blanco brillante, velludo y blando. Cuando estuvo un poco más cerca vi sus largas y fofas orejas y creí distinguir incluso una pincelada de rosa en la parte interna. Sus patas delanteras eran cortas…, cortas comparadas con el tamaño del cuerpo pero enormes de todas formas, y al parecer las tenía pegadas al pecho. No iba dando saltos, como haría un conejo real al apoyarse en sus potentes patas traseras, sino caminando. Lo vi con claridad, caminaba resueltamente a lo largo de la senda. Imposible equivocarse. Caminaba erecto del modo más grotesco.

Lo contemplé, fascinado y horrorizado al mismo tiempo, mientras su tamaño iba aumentando y se materializaba poco a poco como si hubiera surgido, así lo parecía, de la niebla. Imposible negarlo. Estaba observando al Conejito de Pascua, y todo cuanto había dicho el anciano era cierto.

Era real e irreal al mismo tiempo, un ser que se movía en este mundo, el real, y sin embargo no pertenecía a este mundo. Un monstruo.

Había que matarlo.

—¡Muerte al Conejito de Pascua! —dije en un susurro, y me agazapé dispuesto a saltar.

Estaba tenso pero ya no asustado. Sabía qué debía hacer.

Por un extraño tipo de comunicación que sólo se presenta en momentos de crisis extrema, supe que los demás me imitaban, se preparaban para atacar a la bestia en cuanto estuviera a nuestro alcance.

Y en ese instante el enorme conejo llegó al borde del claro. Unos pasos más lo conducirían al espacio despejado donde podríamos atacarlo. Y, Dios mío, era enorme, quizá dos veces más alto que yo. Lo vi entonces, lo vi con auténtica claridad por primera vez. Vi su cara, su rosada nariz, sus blancos bigotes horriblemente largos. Y vi lo que llevaba en las patas que alzaba ante él. Era una cesta de Pascua, brillantemente adornada con satinadas tiras amarillas y púrpuras, una cesta de paja. Tuve que hacer un esfuerzo para no quedar paralizado por la visión.

La criatura entró en el claro, casi llenándolo con su inmenso tamaño.

Y nos lanzamos sobre él.

El anciano fue el primero. Tras un grito ronco, casi inaudible, salió de los árboles junto al Conejito de Pascua, saltó sobre él y le clavó una lanza en el blando y blanco pelaje del cuello. Sorprendido, el Conejito de Pascua retrocedió dando tumbos.

Los otros cuatro ya estábamos en acción, con las lanzas apuntadas al corazón del animal, tal como nos había instruido el anciano. No sé si las lanzas de los otros alcanzaron su objetivo en ese primer alocado ataque, pero sé que la mía lo alcanzó. Noté el impacto, noté cómo la carne se resistía a la entrada de la estaca. Sabiendo que había hincado la lanza, me alejé rápidamente (el anciano nos había enseñado bien), cogí otra y avancé dispuesto a herirlo de nuevo. La técnica era similar a la del toreo: clavar y dejar allí las primeras banderillas para debilitar y entorpecer a la bestia, luego atacarla con el resto de varas. Pese a todo, el animal no emitió sonido alguno.

Ahora pude ver las otras lanzas hundidas en su cuerpo, colgadas de él, agitándose mientras el conejo se revolvía aún confundido por el repentino ataque. Varios chorros rojos corrían por su pelaje. Continuaba apretando desesperadamente la cesta a su pecho, quizá para protegerse de las estacas que le lanzábamos, pero ese gesto nos proporcionó otro momento ventajoso e hicimos buen uso de él. Una de las lanzas arrojadas, creo que por el anciano, lo alcanzó en la cara y uno de sus ojos comenzó a sangrar.

Soltó la cesta y dio varias vueltas, cayó de patas y, desesperado, buscó una dirección que le permitiera huir y ponerse a salvo. Tenía la boca abierta y de ella brotaba espuma salpicada de sangre. Sus sonrosados ojos parecían desorbitados. Pero nosotros lo atacábamos por todas partes, lo pinchábamos y acometíamos con nuestras lanzas sin ofrecerle posibilidad alguna de huida.

El anciano fue el que más se acercó a la bestia, casi se puso encima de ella, para darle lanzazos y más lanzazos. Cuando la estaca que usaba se hundió en un costado del monstruo y se partió, empleó el fragmento restante para aguijonearle los ojos y hacerle sangrar más. La criatura se agachó aún más, casi se pegó al suelo, dio media vuelta, retrocedió, pero no le dejamos espacio para continuar. Estaba debilitándose ya, y cubierto de sangre. Luego se alzó de pronto sobre las patas traseras, unos miembros de fuertes músculos capaces de partir la espalda a un hombre de una sola coz. Si hubiera tenido una sola oportunidad de abalanzarse con fuerza hacia delante, tal vez se nos hubiera escapado. Vi que Paul atacaba y hundía su lanza en el vientre del animal. Bárbara y Susana le pincharon repetidas veces la cara y el conejo trató de alzar sus fuertes garras delanteras para protegerse. En ese momento el anciano aprovechó la ocasión para acercarse más, se situó casi junto al animal exponiéndose al aplastamiento si le caía encima, y con ambas manos a fin de tener más fuerza clavó la vara en el corazón del monstruo y la hundió hasta el mismo punto por donde la empuñaba.

La criatura se estremeció violentamente, quedó inmóvil un momento más tarde, en delicadísimo equilibrio. Media docena de lanzas sobresalían de su cuerpo. Sangre de color rojo brillante manchaba su blanco pelaje. Ambos ojos estaban sangrientos y ciegos. La cesta de paja yacía pisoteada y destrozada bajo sus enormes patas. Saltamos para apartarnos cuando el conejo se derrumbó. El ruido que produjo al tocar el suelo pareció hacer temblar la tierra del bosque y el lecho de roca de la montaña.

Permanecimos allí, sudorosos, temblorosos y jadeantes, con las lanzas preparadas, dispuestos a un nuevo ataque si un solo músculo se movía o retorcía.

Aguardamos largo rato, respirando roncamente, de pie en círculo alrededor del sangrante cuerpo, viendo cómo la sangre empapaba la tierra, pero el Conejito de Pascua no volvió a removerse.

Los cuatro vivimos ahora en Deacons Kill.

Terminamos el trimestre escolar en Nueva York, pero no firmamos contratos por otro año. Todos encontramos trabajo en Kill y aquí trabajamos ahora. En realidad no importa nuestra ocupación, mientras podamos subsistir, y además, vivimos con gran sencillez. Tras reunir todos nuestros ahorros, tuvimos lo suficiente para comprar una casa muy cerca del bosque del anciano. Los cuatro vivimos aquí y congeniamos estupendamente.

Bárbara y yo nos casamos en junio. Susana también quería ser novia de junio, por lo que celebramos una ceremonia doble. Es fantástico tener amigos con los que poder contar, y estar cerca de ellos.

Y naturalmente ahora vemos siempre al anciano.

La casa es bonita. Pequeña, pero hemos logrado que fuera muy confortable. Su mejor detalle, todos estamos de acuerdo, es el gran hogar. En cuanto llega el frío en octubre, apreciamos mucho nuestro hogar. A ninguno nos disgusta tener que cortar leña, ya que es maravilloso tener encendido el fuego por las tardes y no tener frío por las noches.

Pero no hay fuego en el hogar esta noche. Los inviernos son muy fríos en las montañas, hace mucho frío en la casa ahora mismo y los cinco estamos apretujados para calentarnos. Pero no nos importa. Cumpliremos con nuestra obligación y aguardaremos pese al frío y la oscuridad tanto como sea preciso.

El pasado mes de abril, cuando matamos al Conejito de Pascua, nuestro trabajo acababa simplemente de empezar. Aquél sólo fue el principio. Ahora tenemos nuevas tareas, y aguardaremos aquí tanto como sea necesario, junto al hogar y la chimenea, porque esta noche es Nochebuena, tenemos colgados los calcetines y estamos preparados.

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