Horror

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El cuarto de goma

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Prometieron que me pondrían en otra celda, dijo Emery. No quiero estar aquí. No estoy loco.

Un vigilante dijo tranquilo, el médico vendrá a darle algo para que pueda dormir.

Y la puerta se cerró estruendosamente.

Emery volvía a encontrarse en el cuarto de goma, pero en esta ocasión no paseó, y no gritó que lo sacaran. De nada iba a servirle. Ya sabía cómo se había sentido el Redentor, traicionado y a la espera de la crucifixión.

También Emery había sido traicionado, traicionado por el abogado judío, y lo único que podía hacer era esperar la llegada del doctor judío. Para que durmiera, había dicho el vigilante. Así funcionaba la conspiración: lo obligarían a dormir para siempre. Pero él no lo consentiría, permanecería en vela, exigiría un juicio justo.

Eso era imposible. Los policías explicarían que habían oído gritar a la niña, que entraron en la casa y encontraron a Emery. Lo acusarían de pederasta y asesino. Y el juez lo sentenciaría a muerte. El juez creería en los judíos tanto como Poncio Pilato, igual que los aliados cuando mataron a nuestro Führer.

Emery no había muerto todavía pero no tenía escapatoria. No podía rehuir el juicio, no podía escapar del cuarto de goma.

¿O sí?

La respuesta surgió de improviso.

Alegaría locura.

Emery sabía que no estaba loco, pero podía engañarlos para que lo creyeran. Estar loco no era una desgracia, algunas personas opinaban que Jesucristo y el Führer también estaban locos. Y lo único que debía hacer era fingir.

Sí, ésa era la respuesta. Y bastó con pensar en ello para que se sintiera mejor. Aunque lo encerraran en un cuarto de goma como ése sobreviviría. Podría andar, hablar, comer, dormir y pensar. Pensar en cómo los había engañado, a todos los terroristas judíos dispuestos a matarlo.

Debía tener mucho cuidado. No debería mentir, no como había mentido al abogado. Podía admitir la verdad.

Matar a la pequeña judía no fue un accidente, él sabía qué hacía en el momento que le rodeó el cuello con sus manos. Apretó tanto como pudo porque ése había sido siempre su deseo. Apretar los cuellos de las chicas que se reían de él, los de los compañeros de trabajo que no le escuchaban cuando hablaba de su colección y sí, lo diría, había querido apretar también el cuello de su madre porque ella siempre había hecho lo mismo con él, lo había ahogado, lo había estrangulado, había destrozado su vida. Pero sobre todo quería estrujar a los judíos, los asquerosos terroristas semitas que pretendían acabar con él y destruir el mundo.

Y eso había hecho él. No había partido el cuello de la niña, ella no estaba muerta cuando la llevó abajo y abrió la puerta del horno.

Lo que había hecho en realidad era resolver el problema judío.

Lo había resuelto y ellos no podrían tocarle un dedo. Se hallaba a salvo ya, a salvo de todos los terroristas y espíritus malignos ansiosos de venganza, a salvo para siempre allí, en el cuarto de goma.

Lo único que le disgustaba eran las sombras. Recordaba haberlas visto antes, recordaba que la del rincón del fondo había parecido volverse más oscura y más espesa.

Y en ese momento estaba ocurriendo lo mismo.

No la mires, pensó. Estás imaginando cosas. Sólo los locos ven moverse las sombras. Moverse y retorcerse como una nube, una nube de humo que sale de un horno de gas.

Pero tuvo que mirar porque la sombra estaba cambiando, cobrando forma. Emery lo vio de pie en el rincón, la figura de un hombre. Un hombre vestido de negro, con la cara negra.

Y estaba avanzando.

Emery retrocedió mientras la figura se deslizaba hacia él suave y silenciosamente por el acolchonado suelo, y abrió la boca para chillar.

Pero el chillido no brotó. La amenazadora figura avanzaba delante de Emery, que se apretó a la pared del cuarto de goma. Vio el negro rostro con gran claridad…, pero no era un rostro.

Eran unas gafas de esquiador.

Los brazos de la figura se alzaron y las manos se extendieron, y Emery vio negras gotitas que caían de las humosas muñecas en el momento que los dedos se cerraban en torno a su cuello. Emery golpeó las gafas de esquiador, introdujo los dedos en los agujeros de los ojos, pinchó los mismos ojos. Pero no había nada detrás de las gafas, nada en absoluto.

Fue en ese momento cuando Emery enloqueció realmente.

Cuando se abrió la puerta del cuarto de goma la sombra había desaparecido. Sólo encontraron a Emery, y estaba muerto.

Apoplejía, dijeron. Fallo cardiaco. Mejor redactar un rápido informe médico y cerrar el caso. Cerrar también el cuarto de goma mientras se ocupaban del informe.

Era sólo una coincidencia, por supuesto, pero la gente podía pensar cosas raras si lo averiguaban. Dos muertes en la misma celda, Emery y el otro chiflado que la semana anterior se abrió las venas de las muñecas a mordiscos, el terrorista loco que llevaba unas gafas de esquiador.

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