Horror

Horror


Petey

Página 16 de 45

—Que no tenía ningún hijo.

—Vaya, vaya, vaya. Pobre tipo.

—Sí, bueno, eso pensé yo. Pero Cipriano dice que el hombre no tenía un carácter muy encantador. Según me contó, los alguaciles tuvieron que taparse la nariz, literalmente, en cuanto derribaron la puerta. Así estaba la casa. Igual que las leoneras del zoo, me dijo Cipriano. Es posible que el tipo tuviera animales domésticos y no se preocupara de limpiar lo que iban dejando en el suelo. George gastó una fortuna para arreglar la casa. —Milton observó el vaso. El hielo se había desecho y flotaba en la superficie igual que una medusa que hubiera seguido una evolución invertida—. A pesar de todo, George hizo su agosto. Compró la casa al estado, y la consiguió prácticamente regalada.

—¿Y las otras personas que desalojaron? ¿También echaron pestes?

—¿Es un juego de palabras?

Herb lanzó una risotada.

—¡No me había dado cuenta!

—No lo entiendes, nunca tuvieron que echar a nadie más. Aguardaron a que George estuviera cómodamente instalado y entonces Brodsky anunció el recorte de fondos. Las notificaciones quedaron anuladas, y todo el mundo quedó contento.

—Ah, ya lo entiendo. —Herb estaba desilusionado—. Ya es demasiado tarde, ¿no?

—Demasiado tarde ¿para qué?

—Para conseguir una casa como ésta para mí.

—H. U. I. R. ¿Huir?

El hombre de la cama asintió. Su pie dio cinco golpes, uno y nueve más, tres, uno, uno y seis, uno, uno y ocho finalmente.

—Escapar.

El hombre de la cama asintió.

Irene Crystal puso su mano en la de Phyllis.

—Perdóname —musitó—, nos vamos ahora, sólo quería despedirme.

Phyllis dejó que Cissy mirara por sí misma.

—¡Oh, qué lástima! —exclamó automáticamente—. ¿No podéis quedaros un poquito más? Aún es temprano.

—Me encantaría, querida, créeme. Pero los padres de Jack vendrán mañana por la mañana, y suponiendo que yo sepa cómo son —puso los ojos en blanco en un cómico gesto—, llamarán al timbre a las nueve.

Phyllis dejó hablar a Irene mientras la acompañaba al armario de los abrigos, nerviosa por temor a que la visión de tan temprana partida creara un éxodo masivo por parte del resto de invitados.

—Bien, espero de verdad que muy pronto tengáis tiempo para visitarnos otra vez. No estamos tan lejos como parece, en realidad, en cuanto se sabe el camino.

—Oh, no, francamente, el viaje no ha ido mal —aseguró Irene. Jack estaba ya junto al armario. Phyllis miró nerviosamente a los otros invitados—. Es porque van a venir sus padres, de lo contrario ni se nos ocurriría marchar tan pronto.

Jack se inclinó hacia Phyllis.

—Quería dar las gracias por todo a George —dijo solemnemente, como un niño que de pronto recuerda cómo ha de comportarse—, pero él estaba en el lavabo. ¿Querrás darle las gracias de mi parte?

—Dios mío, ¿otra vez está en el lavabo? —Phyllis sonrió—. Sí, por supuesto que lo haré.

—Dile que creemos que es la casa más fantástica que hemos visto en toda nuestra vida. Un verdadero hallazgo.

Algunos de los que estaban en el bar habían visto a los Crystal. Fred Weingast consultó su reloj.

—Sí, por supuesto que lo haré.

Phyllis ansiaba que el matrimonio se apresurara y saliera en silencio.

—Todavía estoy asombrada después de lo que dijiste arriba.

—¿Cómo dices?

—Arriba —prosiguió Irene—. En tu dormitorio. Sobre el hombre que vivió aquí antes que vosotros.

Phyllis miró a Weingast por el rabillo del ojo.

—Todo un carácter, ¿no te parece?

—Pero ¿por qué un cuarto para los niños?

—¿Qué? ¡Ah, el cuarto para los niños! Bien, intentamos dejar las cosas tal como las encontramos al principio. Ese cuarto estaba igual cuando llegamos. Tal vez lo transformemos en otra habitación para huéspedes. —Esbozó una amplia sonrisa—. Así podréis venir más a menudo, sin…

—No —insistió Irene—. El cuarto ya estaba aquí cuando hicisteis el traslado, ¿no? Pero has dicho que aquel hombre no tenía hijos.

¡Maldición! Arthur Faschman estaba mirando el reloj.

—Yo no lo sé —contestó precipitadamente Phyllis—. Supongo que el cuarto estaría aquí cuando él se trasladó.

—¿Con todos esos juguetes? Muchos parecen usados.

—Es posible que el hombre jugara con ellos. Ya os he dicho que estaba loco.

—Cariño, nos espera un largo trayecto —dijo Jack—. No quiero volver muy tarde. —Avanzó por el recibidor mientras se abotonaba el abrigo.

Phyllis les abrió la puerta.

—¡Fiu! ¡Estas noches de noviembre son glaciales! Es el campo, dice George, el viento no encuentra resistencia. —Se apartó de las ráfagas de aire frío y, como si recitara, añadió—: Conducid con cuidado para que lleguéis sin problemas.

Irene sonrió.

—Sólo le he permitido tomar dos copas en toda la noche. —Besó a Phyllis en la mejilla—. Adiós, querida, y gracias.

—Acuérdate de dar las gracias a George —dijo Jack mientras se cerraba la puerta.

—Así pues, piensas que vas a escaparte, ¿eh? —El hombre de la cama contestó que no con la cabeza—. ¡No, señor! No vas a ir a ninguna parte, no. La última vez que un paciente se escapó, lo cogimos en menos de doce horas, y eso fue antes de que instaláramos el nuevo sistema de alarma. ¡Ah-ah, olvídalo!

El hombre de la cama sacudió de nuevo la cabeza, en esta ocasión con más violencia. Sus labios se crisparon gruñonamente.

—Ah, ya te entiendo, quieres que me vaya yo.

Más furia todavía. Acto seguido, con gran rapidez, una serie de golpes con el pie: ocho, uno, uno y tres, dos…

H. A. M. B. R. I. E. N. T. O.

Las voces del salón se perdían en los recodos del pasillo, y la biblioteca estaba a oscuras y abandonada. La puerta había quedado abierta, pero Ellie se demoró en el pasillo, reacia a entrar. Pasó la mano junto a la parte interior del marco y, al no encontrar interruptor alguno, avanzó poco a poco hacia una de las pesadas lámparas de pie situadas junto a un escritorio, las dos siluetas perfiladas por la luz de la luna. Notó la alfombra gruesa y silenciosa bajo sus pies, igual que la piel de un animal. La habitación poseía un rasgo que obligaba a recorrerla de puntillas, por temor a molestar a cierta presencia.

El repentino resplandor de la lámpara deslumbró a Ellie, y en el momento anterior a la ceguera vio algo que se alzaba en el escritorio. Hubo dos gritos, pero la persona que lanzó el otro fue la primera en hablar.

—¿Quién…? Ah, oh, ¿qué hora es?

—¡Doris! ¡Dios, qué susto me has dado! ¿De quién te escondes?

—Lo siento, debo haberme quedado dormida. Estaba leyendo esto —señaló el libro que yacía abierto en el escritorio— y he pensado que me iría bien echar una cabezada. Nos espera un largo viaje de vuelta y sé que Sid no estará en condiciones de conducir. —Se frotó los ojos—. ¿Ha estado buscándome él?

—Lamento decir que no has sido echada de menos.

—Bueno, ¿qué hora es?

—Aún no son las once, creo.

—Vaya, qué alivio. Todavía es temprano, pues. Siento haberte asustado. No debería haber apagado la luz.

—¿Qué estabas leyendo?

Doris empujó el libro hacia la otra mujer.

—Es otra versión del que hay en el salón. Me asombra que el hombre comprara dos ejemplares. Un libro infantil, creo.

—Deduzco que lo has usado como almohada.

Doris sonrió.

—Sí, yo… ¡Oh, Dios mío! ¿Me han quedado marcas en la mejilla? —Inclinó la cara hacia la luz para que Ellie pudiera examinarla—. El polvo y el tizne se pegan mucho a este maquillaje, sobre todo en la ciudad.

—Estás perfectamente. Pero es posible que hayas manchado un poco la ilustración. —Señaló un pequeño grabado en boj en el centro de la página izquierda—. ¡Dios santo! ¿Qué es eso?

—Encantador, ¿no? Se llama el Diablillo. —Pasó páginas hacia el principio del cuento—. Mira, el campesino planta esta semilla, la riega todos los días —fue señalando las ilustraciones— y cuando llega el otoño y el tiempo de la siega, ahí está él, brotando de la tierra. Ellie arrugó la nariz.

—Precioso.

George apagó de un manotazo la luz del cuarto de baño y caminó por el pasillo hacia la puerta del otro extremo. Al abrirla, una ráfaga de aire helado fustigó su cuerpo. Mientras subía los escalones de madera anotó mentalmente, por décima vez, que debía preocuparse de aislar el desván. De lo contrario tendrían que mantener cerrada la puerta todo el invierno.

Ya arriba su aliento se convirtió en bruma, pero el frío le serenó; era un agradable contraste con el ambiente sofocado de la planta baja. De todas formas sólo pensaba estar allí un par de minutos, el tiempo suficiente para comprobar si los recuerdos se correspondían.

Se abrió paso entre los montones de revistas, unas pulcramente atadas con cordel, resultado de la limpieza de la casa, otras esparcidas por el suelo. Los trastos se habían acumulado en la parte alta de la casa como restos tras una inundación. Una sombra en el rincón atrajo la atención de George, un objeto rosa y vulnerable: el maniquí, con la cabeza destrozada, apretado en la grieta donde el inclinado techo se unía a las tablas del piso. Al desviarse hacia los armarios metálicos apoyados en la pared opuesta, George se sintió nervioso sabiendo que el maniquí estaba detrás de él. Alguien había apartado la vieja manta que él había echado encima del muñeco, Herb o alguno de los otros. Pensó brevemente en buscar un trapo, quizás una vieja lona, pero el frío se había filtrado por su fina camisa de algodón y reforzaba su creciente sensación de urgencia. En el exterior, el viento hacía crujir las vigas del techo.

El camino hacia los armarios estaba obstruido por los destrozados restos de una cómoda y, apoyado en ella, un botiquín con la curvada puerta abierta y el espejo milagrosamente intacto. George evitó ver la imagen de su cara al pasar por allí: un antiguo temor, revivido por la tenue iluminación del desván, ver otra cara mirándole. Hizo un esfuerzo, apartó la cómoda y tiró de la puerta más próxima, que cedió quejumbrosamente con el roce de metal contra metal. Dentro, había un colgador con ropa de niño; otras prendas yacían arrugadas en el suelo de metal, cubiertas de polvo. Toda la ropa estaba arrugada, como si la hubieran guardado después de mancharla, y el armario, igual que una taquilla de gimnasio, apestaba a rancio sudor. George dejó la puerta abierta.

El siguiente armario tenía amplios estantes, vacíos aparte de algunas oxidadas herramientas que se habían deslizado hacia la oscuridad. Y la puerta del tercer armario estaba separada de las bisagras, doblada, metida en el interior y con un mellado extremo que sobresalía. La puerta del último armario se abrió con más facilidad, pero era imposible abrirla por completo, obstruida como estaba por la cómoda. George dio un tirón que hizo mover ligeramente el armario, pero nada más que eso. Bordeó la cómoda y contempló el interior.

Estaba tal como lo recordaba. Los potes vibraban al rozar el metal como en respuesta al frío, y los líquidos que contenían se agitaban rítmicamente. En la hilera anterior arrugados cuerpecillos flotaban serenamente en formaldehído: fetos de perros, cerdos y hombres, los bulbosos ojos cerrados como en un gesto de arrobamiento, con sólo las etiquetas para diferenciarlos. George apretó la cadera contra la cómoda. La puerta se abrió varios centímetros más y el tajo de luz se ensanchó.

Al meter la mano en la oscuridad, George volcó uno de los potes. Bajo una etiqueta adhesiva que indicaba «Cerdo» una acurrucada forma subía y bajaba. La abertura continuaba siendo demasiado estrecha, el pote tan grande que era imposible sacarlo, pero en el espacio posterior George distinguió una segunda hilera de recipientes. Movió uno hacia afuera, hacia un aislado rayo de luz que atravesaba una grieta de la puerta, y limpió la fina capa de polvo que oscurecía el contenido. En la etiqueta se leía «PD ≠ 14», escrito con bolígrafo negro. Tras lamentarse de no conocer el significado de aquellos signos, arrancó la etiqueta para observar mejor el contenido.

Sí, los recuerdos se correspondían. Aquello era igual que la criatura de la carta. Pero el proceso de descomposición estaba mucho más avanzado que en los recuerdos de George, mucho más que el de los otros especímenes, como si la criatura se hubiera encogido y deformado. Medio enterrado en sedimentos, el grumito gris reposaba en el fondo, dando ociosas vueltas en el turbio líquido. Anteriormente, la primera vez que estuvo allí, George había tenido deseos de rascar la cera que cerraba la tapa, desenroscar ésta y tirar el contenido al retrete igual que si fuera un trozo de carne en mal estado. Pero esa noche dedujo, aunque sólo fuera por el suave aroma que flotaba en los estantes, que el olor podría marearlo con facilidad. Empujó el pote hacia el sitio que le correspondía, entre los recipientes que llevaban las etiquetas «PD ≠ 13» y «PD ≠ 14», donde chocó con otra hilera de vasijas… y aún había una cuarta fila detrás de ésa. Los estantes eran muy profundos. Había veintidós potes en total, vio George, y los especímenes aumentaban de tamaño número tras número. En ese momento recordó haber visto un recipiente en el fondo del armario, oculto en parte, casi repleto de algo cuya putrefacta carne flotaba en jirones. Había sido muy desagradable mirarlo de cerca.

Cerró el armario y se abrió paso hacia la escalera, y tropezó con el diminuto brazo (o la pierna) de algún muñeco desechado hacía tiempo. Mientras bajaba por la escalera pensó cuánto costaría arreglar el desván. En cierto sentido la casa había acabado siendo más cara que el precio de compra.

Notó la frialdad y la delgadez de la barandilla de hierro bajo su mano, y vio que cedía ligeramente si se apoyaba en ella; un hombre fuerte podría arrancarla con facilidad. Cuántas reparaciones precisaba una casa antigua… George lamentó no ser más diestro en esa clase de tareas. Una vez, hacía mucho tiempo, había tenido la habilidad necesaria, y disfrutaba trabajando con las manos. Por entonces él era universitario; el mundo albergaba menos secretos. La biología fue su afición especial, incluso había soñado, en tiempos, matricularse en la escuela de medicina. Cuántas cosas había olvidado desde entonces y cuán desconcertante se había vuelto el mundo.

Quizá pudiera localizar un doctor en la región, algún médico general digno de confianza. Le formularía numerosas preguntas: sobre cosas que flotaban silenciosas en potes, y de qué se alimentaban. Y qué tamaño podían alcanzar.

—Oh, El, eres un vulgar vejestorio. ¿No te gustan los cuentos de hadas? —Doris señaló el grabado en boj—. ¿Ves? El campesino le pone un vestidito, lo acuesta por la noche y ya tiene un amiguito.

—No creo que me gustara eso como amigo.

—Bien, ése es el problema. Por eso lo llaman el Diablillo. Debe ayudar al campesino a cuidar el huerto y limpiar la casa, pero hace travesuras y come cualquier cosa que tiene al alcance. Como por ejemplo algunos vecinos.

Ellie se alzó de hombros.

—Me temo que no apruebo los cuentos de hadas, al menos no para niños pequeños. Son muy aterradores, y muchísimos de ellos innecesariamente violentos, ¿no te parece? Nuestros dos hijos crecieron tranquilamente sin necesidad de esos cuentos, gracias a Dios. —Hizo una pausa antes de continuar—. Aunque una dieta constante de superhéroes y muñecas tampoco es mucho mejor.

—Oh, estos cuentos no asustan a nadie. Están narrados con ironía. Típicamente franceses.

—Franceses, ¿eh? Eso me recuerda algo: para eso he venido aquí, en busca de un libro francés. ¿Cómo se llama éste? —Miró la portada—.

Cuentos populares de la Provenza. Hum, no menciona ningún autor, ya veo. ¿Y el cuento?

—Tampoco. Lo único que sé es que se titula «El Diablillo». Desconozco cuál será el título francés.

Cerró el libro bruscamente. El sordo ruido pareció excesivamente fuerte en una habitación tan silenciosa.

La puerta del desván se cerró estrepitosamente; George no había contado con el viento. Inundado por el calor del pasillo, giró hacia la izquierda y se quedó involuntariamente paralizado al ver la silueta en el umbral…, aunque su cerebro la había identificado ya.

—Lo siento, Walt. ¿Te he despertado?

Walter se dejó caer otra vez en la cama, con los ojos hinchados y casi cerrados. Las arrugas de la colcha habían quedado marcadas en su mejilla.

—Dios —murmuró, todavía con cierta flojedad en los labios—, has hecho bien. Estaba teniendo una pesadilla infernal.

George entró en la habitación y permaneció junto a la cama, azorado. Ojalá Walter hubiera elegido otro sitio para dormir. Había dejado un rancio olor a licor en el dormitorio.

—Chico, me costará un rato olvidar este sueño. Parecía tan condenadamente real…

George sonrió.

—Igual que todos los sueños, ésa es la verdad.

El otro hombre no se sintió aliviado por ello.

—Aún puedo verlo. Era de noche, lo recuerdo…

—¿Seguro que quieres comentarlo? Lo olvidarás antes si te lo quitas de la cabeza.

Le fastidiaban los sueños de otras personas.

—No, hombre, lo has entendido al revés. Debes hablar de tus pesadillas. Te ayuda a librarte de ellas. —Walter sacudió la cabeza y se puso cómodo encima de la colcha. Los muelles de la cama vibraron hasta con el más ligero movimiento de su cuerpo—. Era de noche, ¿sabes?, pero temprano, poco después de la puesta del sol… No me preguntes cómo lo sé. Y yo iba en el coche, de vuelta a casa. Los alrededores eran exactamente éstos.

—¿Éstos? ¿Esta parte del estado?

—Sí. Pero eran las siete, hace unas horas, y Joyce no me acompañaba. Yo iba solo en el coche, y quería llegar a casa. Y no sé cómo, ya sabes lo que pasa en los sueños, comprendí que me había perdido. Todas las carreteras tenían el mismo aspecto, y recuerdo haber notado claramente que cada vez oscurecía más, y que si oscurecía demasiado no llegaría nunca a casa. Iba por esa carretera que atraviesa un tabacal, igual que la que hemos recorrido esta noche.

—Cierto, hay una gran cosecha en los alrededores. Hay plantaciones a lo largo de la carretera.

—Sí, plantas extravagantes, planas y regulares… Pero yo apenas veía el campo. Ya estaba todo a oscuras, aparte de un fulgor en el cielo, y yo conducía despacio, muy despacio, para encontrar el camino. Imagínatelo, como si siguiera las luces de los faros… Y luego, a cierta distancia, vi un granjero, o algún peón, metido en el tabacal. Paré en la cuneta y me incliné hacia la otra ventanilla, para preguntar… Y después de bajar la ventanilla he empezado a llamar a gritos al tipo, que hacía un curioso gesto con la cabeza, como si me saludara. Pero no podía verle la cara, y después se ha acercado al coche, se ha inclinado y he visto que no era un hombre.

George le concedió un momento de silencio antes de hacer la pregunta.

—Bien, ¿qué era pues?

Walter se frotó los ojos.

—Oh, algo oscuro, abultado, no totalmente formado… No lo sé, sólo era un sueño.

—¡Pero, maldita sea, si acabas de decir que era muy real!

Miró hacia la ventana, observó la sombra del olmo, y se sintió irritado.

—Bien, ya sabes con qué rapidez se olvidan los sueños, en cuanto los explicas… No lo sé, no quiero seguir pensando en eso. Vamos abajo a tomar algo.

George siguió a su amigo mientras el típico dolor aumentaba de nuevo en su estómago. Se sentía traicionado tanto por el mundo como por su organismo.

—Un libro francés, ¿eh? ¿Buscas algo especial? —preguntó Doris.

Dejó el libro de cuentos en la estantería.

Ellie sonrió.

—Parece que seas la dueña de la casa.

—Bien…, me gustan los libros. A diferencia de mi marido.

—Te lo explicaré… —Ellie inspeccionó la habitación con las manos en las caderas—. En realidad estoy buscando un diccionario francés. ¿Hay algún orden aquí? ¿Algo parecido a una sección de libros de consulta?

—Por aquí,

madame.

Si bien casi todos los libros del salón estaban forrados en piel, obviamente seleccionados por su rasgo decorativo, la colección de la biblioteca era estrictamente funcional. Lustrosos libros de bolsillo de reciente adquisición aparecían apretados contra raídos libros en cuarto cuyos títulos había borrado el paso del tiempo. Una

Guía Práctica de los Mamíferos en rústica estaba perdida en la sombra de una colección de dibujos de Audubon, y raros ejemplares de revistas de fantasía se apoyaban en una resistente hilera negra de publicaciones de Arkham House; los dorados caracteres de los lomos de éstas perdían su color junto a los llamativos colores primarios de las revistas.

La sección de libros de consulta era relativamente pequeña, como si el coleccionista hubiera comprendido cuán poco se aprende con libros que intentan enseñar mucho. Había, sin embargo, un diccionario francés en el estante inferior, junto a un tomo titulado

El libro del Ocultismo.

—Sólo quería descifrar una palabra de ese estúpido folleto —explicó Ellie mientras pasaba las hojas—. El que iba incluido con las cartas.

Doris vio cómo leía su amiga.

—¿La has encontrado?

—Sí,

écartée. Significa aislada, apartada.

—¿Era tu carta?

Ellie asintió.

—Esa soy yo, supongo. La original mujer aislada. —Se rió un momento—. ¡Eh, mira esto! ¡Hablando del rey de Roma…! —Señaló la estantería, un poco por encima del nivel de la vista, donde tres libros de Tarot se agazapaban entre una historia de la superstición y

El callejón de las almas perdidas de Gresham—. Cogeré los tres —decidió. Dos eran libros de bolsillo, el tercero un grueso volumen forrado con papel marrón—. Milt debe de estar muriéndose por salir de aquí, pero antes tengo que hacer una lectura correcta a cierta persona.

—¡Hambriento! Oh, por el amor de Dios, otra vez eso, no. Te aseguro que estoy asqueado de eso, de verdad. Acaban de darte de cenar, no hace más de…

El hombre de la cama meneó la cabeza.

—Ah, de pronto has dejado de tener hambre, ¿eh? Y harás muy bien no teniendo hambre, porque voy a irme dentro de un momento. En serio. No tengo necesidad de estar aquí encerrado y escuchando estupideces. —Hizo una pausa y, con ostentosos gestos, miró su reloj de pulsera—. De acuerdo, no tienes hambre.

Un movimiento afirmativo con la cabeza.

—¿Tiene hambre otra persona?

Otro gesto afirmativo, más enérgico.

—Bueno, ¿y a quién narices le importa que…? Oh, de acuerdo, adelante.

El pie estaba deletreando otra palabra. Un golpe y seis más. P. Cinco. E. Dos y un silencioso movimiento sin tocar la pared. T. Cinco. E. Dos y cinco finalmente. Y.

—¿Petey? Ya, Petey tiene hambre, pobrecito. Y seguramente debe de ser algún animalito, algún perro o algún gato tuyo, ¿eh? Muy bien, ya basta.

El enfermero se levantó. Los golpes continuaban, pero él se metió el papel en el bolsillo.

—Ya basta, tío. Ya he perdido mucho tiempo contigo. ¡Puedes derribar la pared a golpes si quieres! Me importa un pito. —Dio media vuelta y se fue por el pasillo murmurando—: Maldito amante de los animales…

Hubo una Expansión Piramidal, una Expansión del Mágico Siete, una Expansión del Deseo, una Expansión de la Vida, una Expansión del Horóscopo y, según uno de los libros de bolsillo, algo denominado «Expansión del Sefirot», así como una Expansión Cabalística y una Expansión de la Cruz («que abarcaba», tal como sugirió Milton, «casi todas las religiones, aunque no había Expansión de la Estrella de David»…). Pero los Brackman tenían prisa por partir, otros ya se habían ido y Milton los hizo pasar a todos por una sencilla «Expansión del Sí o el No» que precisaba solamente cinco cartas.

—Las dos de la derecha son el pasado, las dos de la izquierda el futuro y la del centro es el presente.

Ellie estaba leyendo en voz alta uno de los libros de bolsillo.

El tomo forrado en piel había sido una desilusión. El autor deprimió el ánimo de todos desde el primer momento al explicar a los lectores que el invento del Tarot databa del siglo quince y, detalle peor aún, era obra de charlatanes. La baraja de setenta y ocho cartas se componía en realidad de dos barajas erróneamente unidas, la primera formada por cincuenta y seis naipes, los Arcanos Menores, y la segunda por veintidós cartas de figura, los Arcanos Mayores, que mostraban diversos símbolos mágicos. Cualquier atributo de adivinación de la suerte, sostenía el autor, era meramente ilusorio. Cuando acabó de facilitar esta información a los invitados, leyendo extensos fragmentos al pie de la letra, Ellie alzó la vista y descubrió que el auditorio había pasado de más de diez personas a incluir a su esposo, Sid y Doris Gerdts y Paul Strauss. El grupo estaba reunido en torno a una mesa de

Ir a la siguiente página

Report Page