Horror

Horror


Nona

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Ninguno de los dos le contestamos. Estábamos cerca del lugar al que deseábamos ir. De no haber tenido ese curioso contacto mudo con ella, lo habría deducido igualmente por su forma de sentarse en el asiento lleno de polvo de la camioneta, sus manos dobladas con fuerza en su regazo, los ojos fijos en la carretera con feroz intensidad. Noté un escalofrío que me recorría el cuerpo.

Proseguimos por la carretera 136. No había muchos coches circulando. El viento era fresco y la nieve estaba alcanzando alturas sin precedentes. Al otro lado de Gretna Village pasamos junto a un enorme Buick Riviera que tras patinar se había subido a la cuneta. Todos sus intermitentes estaban encendidos y yo vi una espectral imagen doble del Impala de Norman Blanchette. Aquel coche debía de estar ya cubierto de nieve, reducido a un bulto fantasmal en la oscuridad.

El conductor del Buick trató de hacerme parar, pero yo pasé junto a él sin reducir velocidad y lo dejé atrás salpicado de barro. Los limpiaparabrisas estaban atascados a causa de la nieve acumulada. Extendí una mano y di un golpe al que tenía delante. Parte de la nieve se soltó y conseguí ver con algo más de claridad.

Gretna era un pueblo desierto, todo estaba a oscuras y cerrado. Conecté el intermitente de la derecha para cruzar el puente que conducía a Blainsville. Las ruedas traseras intentaron eludir mi control, pero evité el patinazo. Delante, al otro lado del río, vi la oscura sombra que era el local de la Liga Juvenil de Blainsville. Tenía un aspecto abandonado y solitario. De pronto me sentí apenado, apenado por tanta violencia. Y por tanta muerte. En ese momento Nona habló por primera vez desde la salida de Gardner.

—Tenemos a la policía detrás.

—¿Nos…?

—No. Llevan las luces apagadas.

Pero el detalle me puso nervioso y quizá por eso ocurrió lo que ocurrió. La carretera 136 tiene una curva de noventa grados en la orilla del río donde está Gretna y luego sigue en línea recta por el puente y entra en Blainsville. Tomé la curva, pero había hielo en el lado de Blainsville.

Maldita sea…

La parte trasera de la camioneta patinó y, antes de que yo pudiera dominar la situación, chocó con uno de los gruesos puntales de acero del puente. Dimos varias vueltas como en un coche loco de parque de atracciones, y lo siguiente que vi fue el brillo de los reflectores del vehículo policial que iba detrás de nosotros. El coche frenó (vi los reflejos rojos en la nieve que caía) pero el hielo también le afectó. Se echó encima de la camioneta. Topamos de nuevo con los puntales del puente y hubo un estridente chirrido. Caí sobre el regazo de Nona e incluso en esa confusa fracción de segundo tuve tiempo de saborear la lisa firmeza de su muslo. Después todo quedó quieto. El vehículo policial tenía encendida la luz giratoria. Proyectaba azuladas e inquietas sombras que cruzaban el techo de la camioneta y las riostras llenas de nieve del puente de Gretna-Blainsville. La luz interior del coche se encendió en el momento en que el policía se apeaba.

Si él no hubiera ido detrás de nosotros no habría pasado nada. Ese pensamiento daba vueltas y más vueltas en mi cabeza, como una aguja de tocadiscos confinada a un surco defectuoso. En mi semblante había una tensa mueca fija cuando busqué a tientas en el suelo de la camioneta. Buscaba algo para golpear al policía.

Había una caja de herramientas abierta. Encontré una llave de cubo y la dejé en el asiento entre Nona y yo. El policía asomó la cabeza por la ventanilla. Su rostro se alteraba como el de un diablo con la intermitente luz azul.

—Circula con demasiada velocidad dadas las condiciones, ¿no le parece, amigo?

—Usted iba demasiado cerca, ¿no le parece? —pregunté—. Dadas las condiciones.

Quizá se sonrojara. Difícil asegurarlo con las fluctuaciones de la luz.

—¿Está acusándome de algo, hijo?

—Sí, si es que piensa cargarme con la culpa de las abolladuras de su coche.

—Enséñeme su carnet de conducir y los documentos del vehículo.

Saqué la cartera y le di el carnet.

—¿Y la documentación del vehículo?

—Es la camioneta de mi hermano. La documentación la tiene él.

—¿Ah, sí? —Me miró fijamente, intentando hacerme bajar los ojos. Cuando comprendió que iba a tardar demasiado, miró a Nona. Le habría arrancado los ojos por la expresión que vi en ellos—. ¿Cómo se llama usted?

—Cheryl Craig, señor.

—¿Y que hace usted en la camioneta del hermano de este hombre en plena tormenta de nieve, Cheryl?

—Íbamos a ver a mi tío.

—¿En Blainsville?

—Sí.

—No conozco ningún Craig en Blainsville.

—Se llama Barlow. Vive en Bowen Hill.

—¿Ah, sí?

Se acercó a la parte trasera de la camioneta para mirar la matrícula. Abrí la puerta y asomé la cabeza. El policía estaba anotando el número. El hombre volvió y yo seguía inclinado hacia afuera, iluminado de cintura para arriba por el destello de los faros del coche policial.

—Voy a… ¿Qué lleva por toda la ropa, hijo?

No tuve que mirar qué llevaba yo por toda la ropa. También lo llevaba Nona en su ropa. Lo había olido en el abrigo color canela de ella cuando la besé. Hasta ahora yo creía que aquel gesto, inclinarme con la puerta abierta, había sido un acto impensado. Pero después de escribir esta crónica he cambiado de opinión. No creo que fuera un acto impensado, ni mucho menos. Creo que deseaba que el policía lo viera. Agarré la llave de tubo.

—¿A qué se refiere?

Él dio dos pasos hacia mí.

—A usted le pasó algo… Se ha herido, eso parece. Será mejor…

Blandí la llave. Había perdido la gorra en el choque y su cabeza estaba descubierta. Le golpeé en el cráneo, por encima de la frente. Jamás he olvidado el sonido del golpe, igual que medio kilo de mantequilla que cae a un suelo duro.

—De prisa —dijo Nona.

Apoyó su tranquilizadora mano en mi cuello. La tenía muy fría, como el ambiente de un húmedo sótano. Mi madre adoptiva, la señora Hollis…, tenía un sótano para guardar alimentos…

Es curioso que recuerde ese detalle. La señora Hollis me mandaba allí en invierno a buscar conservas que ella misma preparaba. No en latas de verdad, naturalmente, sino en gruesos potes de vidrio con gomas bajo la tapa.

Bajé allí un día a fin de coger una lata de judías en conserva para la cena. Todas las conservas estaban en cajas, con letreros escritos pulcramente por la señora Hollis. Recuerdo que ella siempre deletreaba mal la palabra frambuesa, y eso me hacía sentir secretamente superior.

Aquel día pasé junto a las cajas señaladas con el letrero «franvuesas» y me dirigí al rincón donde estaban las judías blancas. El lugar estaba frío y oscuro. Las paredes eran de tierra oscura y cuando el tiempo era húmedo exudaban agua que formaba goteantes y torcidos regueros. El olor era un secreto y siniestro efluvio compuesto de seres vivos, tierra y alimentos en conserva, un olor notablemente similar al de las partes íntimas de una mujer. En un rincón había una vieja y destrozada prensa que estaba allí desde mi llegada a la casa, y a veces yo jugaba con la máquina y fingía que podía hacerla funcionar de nuevo. Me encantaba aquel sótano. En aquellos tiempos (yo tenía nueve o diez años) era mi lugar favorito. La señora Hollis se negaba a poner los pies allí, y la dignidad de su marido se resentía si tenía que bajar a buscar conservas. Por eso iba yo, y olía aquel peculiar aroma secreto y gozaba de la intimidad de su uterina reclusión. Estaba iluminado por una solitaria bombilla llena de telarañas colgada por el señor Hollis, seguramente antes de la guerra con los bóers. De vez en cuando yo retorcía las manos y obtenía enormes y alargados conejos en la pared.

Cogí las judías y me disponía a salir cuando oí crujidos bajo una de las viejas cajas. Me acerqué y la levanté.

Había una rata parda, de costado. Movió su cabeza hacia mí y me miró. Su lomo se agitó con violencia y sus dientes asomaron. Era la rata más grande que había visto yo, y me acerqué más. Estaba alumbrando. Dos de las crías, peladas y ciegas, mamaban ya en la barriga del animal. Otra estaba saliendo al mundo.

La madre me miró, desesperada, preparada para morder. Sentí deseos de matarla, de acabar con las crías, de aplastarlas, pero no pude. Era lo más horrible que había visto. Mientras observaba, una araña de color marrón (un falangio, creo) se arrastró con rapidez por el suelo. La rata la atrapó y se la comió.

Huí. Al subir la escalera caí y rompí el pote de judías. La señora Hollis me zurró, y jamás volví a bajar al sótano salvo por obligación.

Estaba mirando al policía mientras recordaba.

—De prisa —repitió Nona.

Aquel cuerpo era mucho más ligero que el de Norman Blanchette, o tal vez mi adrenalina estaba fluyendo con más libertad. Lo cogí con ambos brazos y lo llevé al borde del puente. Las cataratas de Gretna apenas eran visibles corriente abajo, y al otro lado el puente de caballetes del ferrocarril era una solitaria sombra, igual que un patíbulo. El viento nocturno aullaba y bramaba, y la nieve golpeaba mi cara. Por un momento sostuve al policía contra mi pecho como si fuera un dormido niño recién nacido, y luego recordé quién era realmente y lo lancé por la barandilla hacia la oscuridad.

Volvimos a la camioneta y subimos, pero el vehículo no arrancaba. Lo intenté una y otra vez hasta que olí el dulzón aroma a gasolina en el desbordado carburador, y me detuve.

—Vamos —dije.

Fuimos al coche policial. El asiento delantero estaba repleto de impresos para multas, y había dos tablillas con sujetapapeles. La radio de onda corta situada bajo el tablero crujió y crepitó.

—Unidad cuatro, adelante, cuatro. ¿Me recibe?

Bajé la mano y apagué el aparato, no sin antes golpearme los nudillos con algo mientras buscaba el interruptor apropiado. Era una escopeta de caza. Seguramente propiedad personal del policía. La desenganché y la entregue a Nona, que la puso en su regazo. Di marcha atrás al coche. Estaba abollado pero no averiado. Tenía neumáticos para nieve que se aferraban perfectamente al hielo causante de los desperfectos.

Y llegamos a Blainsville. Las casas, aparte de algún remolque vivienda apartado de la carretera, habían desaparecido. La misma carretera estaba sin hollar todavía y no había marcas aparte de las que dejábamos nosotros. Monolíticos abetos sobrecargados de nieve se alzaban imponentes alrededor de nuestro coche, y me hicieron sentir minúsculo e insignificante, un pequeño bocado atrapado por la gigantesca garganta de la noche. Eran más de las diez.

No hice mucha vida social durante mi primer año en la universidad. Estudié mucho y trabajé en la biblioteca, guardando libros, reparando encuadernaciones y aprendiendo a catalogar. En la primavera jugué en el equipo suplente de béisbol.

Casi al final del año académico, poco antes de los exámenes, se celebró un baile en el gimnasio. Yo no tenía nada que hacer, estaba bien preparado para los dos primeros exámenes finales, y bajé a dar una vuelta. Había pagado ya el dólar de la entrada, y fui al gimnasio.

El lugar estaba a oscuras, atestado, lleno de sudor y frenesí como sólo un baile universitario antes del hacha de los exámenes finales puede estar. Había erotismo en el ambiente. No hacía falta olerlo. Casi podías extender los brazos y asirlo en ambas manos, como un grueso trapo mojado. Podías prever que se haría el amor más tarde, o algo similar a hacer el amor. La gente lo haría bajo las gradas, en el aparcamiento de la planta generadora de vapor y en los dormitorios. Harían el amor desesperados hombres-niños a punto de ir al servicio militar y bonitas universitarias que abandonarían los estudios ese año para volver a casa y fundar una familia. Lo harían con lágrimas y risas, ebrios y sobrios, tensamente y sin ninguna inhibición. Pero, sobre todo, lo harían rápidamente.

Había algunos varones solos, pero no muchos. No era una noche para salir solo. Pasé junto a la tarima del conjunto. Al acercarme al sonido, el ritmo, la música se convirtió en algo palpable. El conjunto tenía detrás un semicírculo de amplificadores de metro y medio de altura, y podías notar la fluctuación de tus tímpanos siguiendo el ritmo de la signatura del bajo.

Me apoyé en la pared y miré. Los bailarines ejecutaban los movimientos prescritos (como si fueran tríos en vez de parejas, con un tercer elemento invisible pero entre los otros dos, encorvado por delante y por detrás) y agitaban los pies sobre el serrín esparcido anteriormente en el barnizado piso. No vi a nadie conocido y empecé a sentirme solitario, placenteramente solitario. Me hallaba en esa fase de la noche donde imaginas que todo el mundo está mirándote, a ti, el romántico desconocido, por el rabillo del ojo.

Media hora más tarde salí y pedí un refresco en el vestíbulo. Cuando volví a entrar alguien había iniciado un baile circular y me obligaron a participar. Mis brazos se apoyaron en los hombros de dos chicas hasta entonces desconocidas. Dimos vueltas y más vueltas. Tal vez había doscientas personas en el círculo, y éste ocupaba medio gimnasio. Luego una parte del círculo se deshizo y veinte o treinta personas formaron otro en el centro del primero y se movieron en dirección contraria. Me mareé. Vi una chica parecida a Shelley Roberson, pero comprendí que se trataba de una fantasía. Cuando quise localizarla de nuevo, ni la vi a ella ni a nadie que se le pareciera.

En cuanto el numerito terminó, me sentí débil y no muy bien. Pasé otra vez junto al conjunto y me senté. La música sonaba con excesiva fuerza, el ambiente era empalagoso. Oí los latidos de mi corazón en la cabeza, igual que sucede después de la peor borrachera de tu vida.

Hasta ahora pensaba que lo que sucedió a continuación se debió a que yo estaba cansado y un poco mareado después de tantas vueltas, pero tal como he dicho antes, este relato ha aportado mayor claridad. No puedo seguir pensando lo mismo.

Alcé los ojos otra vez hacia los bailarines, hacia las maravillosas personas que corrían en la penumbra. Pensé que todos los varones estaban aterrorizados, con la cara alargada hasta componer grotescas máscaras que se movían a cámara lenta. Era comprensible. Todas las féminas (universitarias con suéteres, faldas cortas o pantalones acampanados) estaban transformándose en ratas. Al principio ese detalle no me asustó. Incluso me reí. Sabía que estaba presenciando una alucinación, y durante un rato contemplé la escena con práctico desapasionamiento.

Luego una jovencita se puso de puntillas para besar a su compañero, y ya no aguanté más. Un rostro peludo y retorcido con negros ojos que parecían postas se alzó con la boca abierta, dejando ver los dientes…

Me fui.

Permanecí en el vestíbulo un momento, medio distraído. Había un cuarto de aseo al final del pasillo, pero pasé junto a él y subí la escalera.

El vestuario se hallaba en la tercera planta y tuve que echar a correr en el último tramo de escalera. Abrí la puerta de un empujón y corrí hacia uno de los retretes. Vomité entre los combinados olores de linimento, sudorosos uniformes y cuero aceitado. La música de abajo quedaba muy lejos, y el silencio del vestuario era virginal. Me sentí aliviado.

Habíamos llegado a una señal de «Stop» en Southwest Bend. El recuerdo del baile me había excitado por alguna razón incomprensible para mí. Estaba temblando.

Nona me miró, me ofreció la sonrisa de sus oscuros ojos

—¿Ahora?

No pude responderle. Temblaba demasiado para hablar. Ella hizo un lento gesto de asentimiento.

Me dirigí hacia un desvío de la carretera 7 que debía de ser un camino forestal en verano. No me introduje demasiado porque tenía miedo de perderme. Apagué los faros y escamas de nieve empezaron a amontonarse en silencio en el parabrisas. Algo así como un sonido escapaba, era arrastrado fuera de mi boca. Creo que debió de ser una imitación oral de los pensamientos de un conejo atrapado en un cepo.

—Aquí —dijo Nona—. Aquí mismo.

Fue un éxtasis.

Casi no pudimos volver a la carretera principal. El quitanieves había pasado por allí, con sus anaranjadas luces parpadeando con brillantez en la noche, dejando un enorme muro de nieve en nuestro camino.

Había una pala en el maletero del coche. Tardé media hora en apartar la nieve, y por entonces ya era medianoche. Nona conectó la radio policial mientras yo hacía eso, y el aparato nos informó de lo que debíamos saber. Habían encontrado los cadáveres de Blanchette y el jovencito de la camioneta. Sospechaban que nosotros habíamos robado el vehículo policial. El policía se llamaba Essegian, un apellido curioso. Había un importante jugador de rugby llamado Essegian…, creo que jugaba con los Dodgers. Quizá yo había matado a un familiar suyo. No me inquietó enterarme del apellido del policía. Él había estado siguiéndonos demasiado cerca y nos había molestado.

Salimos a la carretera principal.

Noté la excitación de Nona, intensa, caliente, ardiendo. Me detuve el tiempo suficiente para limpiar el parabrisas con el brazo y luego proseguimos nuestro camino.

Atravesamos la parte oeste de Blainsville y supe por dónde girar sin necesidad de que me lo dijeran. Un letrero cubierto de nieve informaba que ésa era la carretera de Stackpole.

El quitanieves no había pasado por allí, pero un vehículo nos había precedido. Las huellas de sus neumáticos continuaban marcadas en la turbulenta nieve.

Dos kilómetros; después menos de dos kilómetros. La brutal ansiedad, la urgencia de Nona llegaba hasta mí y de nuevo me sentí nervioso. Doblamos una curva y allí estaba el camión de la empresa eléctrica, carrocería de brillante tono anaranjado y luces de aviso que vibraban con el color de la sangre. Estaba bloqueando la carretera.

No pueden imaginar la rabia de Nona (de los dos, en realidad, porque después de todo lo ocurrido éramos una sola persona). No pueden imaginar la abrumadora sensación de intensa paranoia, la convicción de que todo el mundo pretendía fastidiarnos.

Había dos hombres. El primero era una sombra acurrucada en la oscuridad. El segundo sostenía una linterna y se acercó a nosotros haciendo oscilar la luz como un espeluznante ojo. Y había algo más aparte de odio. Había miedo…, miedo de que todo saliera mal en el último momento.

El hombre estaba gritando, y yo abrí la ventanilla.

—¡No puede pasar por aquí! ¡Vaya por la carretera de Bowen! ¡Tenemos un cable cargado aquí mismo! ¡No puede…!

Salí del coche, alcé la escopeta y disparé los dos cartuchos. El hombre salió forzosamente despedido hacia atrás y chocó en el anaranjado camión y yo me tambaleé y caí contra el coche. El herido fue deslizándose hacia el suelo centímetro a centímetro, sin dejar de mirarme incrédulamente, y por fin se derrumbó en la nieve.

—¿Hay más cartuchos? —pregunté a Nona.

—Sí.

Me los dio. Abrí la escopeta, expulsé los cartuchos usados y puse los nuevos.

El compañero del muerto se había incorporado y estaba observándome con enorme incredulidad. Me gritó algo que se perdió en el viento. Parecía una pregunta, pero no importaba. Yo iba a matarlo. Me acerqué a él y el hombre permaneció inmóvil, mirándome. No se movió, ni siquiera cuando alcé la escopeta. Creo que no tenía la menor idea de lo que estaba pasando. Creo que pensó estar soñando.

Disparé, demasiado bajo. Un torbellino de nieve hizo erupción y cubrió al desgraciado. Después el hombre chilló, lanzó un enorme chillido de terror y echó a correr, pasando con un gigantesco salto sobre el cable eléctrico extendido en la carretera. Disparé el segundo cartucho y fallé de nuevo. El hombre se perdió en la oscuridad y yo me olvidé de él. Ya no nos molestaba. Volví al vehículo policial.

—Tendremos que ir a pie —dije.

Pasamos junto al cadáver, saltamos sobre el chisporroteante cable y seguimos caminando por la carretera, siguiendo las espaciadísimas huellas del fugado. La nieve acumulada alcanzaba a veces las rodillas de Nona, pero ella se mantuvo siempre por delante de mí. Ambos jadeábamos.

Llegamos a una elevación y bajamos por una estrecha pendiente. A un lado se alzaba una torcida y abandonada cabaña con ventanas sin vidrios. Nona se detuvo y asió mi brazo.

—Allí —dijo, y señaló hacia el otro lado.

Me tenía agarrado el brazo con fuerza, dolorosamente a pesar de estar mi abrigo en medio. Su semblante estaba fijo en un feroz rictus de triunfo.

—Allí. Allí.

Era un cementerio.

Resbalamos y caímos al cruzar la cuneta y trepamos por una pared de piedra cubierta de nieve. Yo también había estado allí, por supuesto. Mi madre real había nacido en Blainsville, y aunque ella no había vivido allí con mi padre, el terreno de la familia había estado ubicado allí. Mi madre lo recibió como regalo de sus padres, que habían vivido y muerto en Blainsville. Durante el incidente con Shelley Roberson yo había ido con frecuencia al cementerio para leer poemas de John Keats y Percy Shelley. Supongo que pensarán que hacer tal cosa es una condenada extravagancia, pero yo no pensaba lo mismo. Ni siquiera ahora lo juzgo así. Me sentía cerca de ellos, consolado. Después de que Ace Carmody me diera aquella paliza jamás regresé al cementerio. No hasta que Nona me condujo allí.

Resbalé y caí en el suelto polvo de nieve, y me torcí el tobillo. Me levanté y continué andando con esa pierna levantada y la escopeta a modo de muleta. El silencio era infinito e increíble. La nieve caía formando suaves líneas rectas, se amontonaba sobre las inclinadas lápidas y cruces, enterraba todo excepto las puntas de los oxidados mástiles, que sólo sostenían banderas del Día de los Veteranos y la festividad dedicada a los soldados muertos en campaña. El silencio era impío por su intensidad, y por primera vez sentí terror.

Nona me condujo hacia una construcción de piedra que se alzaba en la arrugada pendiente de la colina, detrás del cementerio. Una cripta. Ella tenía la llave. Yo sabía que ella tendría una llave, y así fue.

Nona sopló para apartar la nieve de la cerradura y localizó el agujero. El ruido de las guardas al girar pareció extenderse por la oscuridad. Nona se apoyó en la puerta y ésta giró hacia adentro.

El olor que brotó del interior fue frío como el otoño, frío como el ambiente del sótano de los Hollis. Sólo pude ver una pequeña parte de la cripta. Había hojas secas en el suelo de piedra. Nona entró, se detuvo, me miró por encima del hombro.

—No —dije.

Ella se rió de mí.

Permanecí en la oscuridad mientras percibía que todo iba confluyendo: el pasado, el presente y el futuro. Sentí deseos de correr, de correr y chillar, de correr con la suficiente rapidez para anular todo lo que había hecho.

Nona seguía mirándome, la mujer más hermosa del mundo, la única cosa que había sido mía en toda mi vida. Me hizo un gesto con las manos sobre el cuerpo. No voy a explicarles el significado. Lo habrían sabido si lo hubieran visto.

Entré. Ella cerró la puerta.

La cripta estaba a oscuras pero yo veía perfectamente. El lugar estaba iluminado por un fuego verde que ardía despacio. Se extendía por las paredes y serpenteaba por el suelo cubierto de hojas como si fueran retorcidas lenguas. Había un féretro en el centro de la cripta, pero estaba vacío. Pétalos de marchitas rosas yacían diseminados alrededor. Nona me llamó por gestos y señaló la puertecilla situada en la parte trasera. Una puerta pequeña, sin letrero alguno. Me produjo pavor. Creo que en ese momento lo comprendí. Ella me había utilizado y se había reído de mí. Iba a destruirme.

Pero no pude contenerme. Me acerqué a la puertecilla porque debía hacerlo. Aquel telégrafo mental seguía emitiendo algo que yo consideraba gozo, un gozo terrible, demente, y triunfal. Mi mano se extendió trémula hacia la puerta. Estaba cubierta de verde fuego.

La abrí y vi lo que había dentro.

Era la chica, mi chica. Muerta. Sus ojos contemplaban inexpresivos aquella cripta de octubre, miraban los míos. Olía a besos furtivos. Estaba desnuda y la habían rajado desde el cuello hasta las ingles. Su cuerpo era un estéril útero. Y sin embargo algo vivía allí. Las ratas. No pude verlas pero las escuché, oí sus murmullos allí dentro, en las entrañas de ella. Sabía que al cabo de un momento la reseca boca de la chica se abriría y me hablaría de amor. Retrocedí, con todo el cuerpo entumecido y el cerebro flotando en una oscura nube de espanto.

Miré a Nona. Ella estaba riéndose, con los brazos extendidos hacia mí. Y en una repentina llamarada de comprensión lo comprendí, lo comprendí, lo comprendí. Había pasado la última prueba. ¡Estaba libre!

Volví la cabeza hacia la puertecilla y naturalmente no era más que un vacío armario de piedra con hojas muertas en el suelo.

Me acerqué a Nona. Me acerqué a la vida.

Sus brazos me rodearon el cuello y yo atraje su cuerpo hacia el mío. En ese momento ella empezó a cambiar, a fluctuar y derretirse como cera. Los oscuros ojazos se volvieron pequeños, como cuentas. El cabello se hizo burdo, perdió color. La nariz se acortó, las ventanas nasales se dilataron. Su cuerpo se aterronó y encogió junto al mío.

Me estaba abrazando una rata.

Su boca sin labios se extendió hacia la mía.

No chillé. No me quedaban chillidos. Dudo que vuelva a chillar.

Qué calor hace aquí.

No me importa el calor, realmente no. Me gusta sudar si después puedo ducharme, siempre he considerado el sudor como una virtud masculina, pero a veces hay bichos que pican…, arañas, por ejemplo. ¿Sabían que las hembras de las arañas pican y devoran a sus compañeros? Lo hacen, inmediatamente después del apareamiento. Y además oigo ruidos presurosos en las paredes. No me gusta eso.

Tengo el calambre de los escribientes, y la punta de fieltro de la pluma está blanda y espumosa. Pero ya he terminado. Y las cosas parecen distintas. No las veo igual que antes.

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