Horror

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Entre los muertos

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GARDNER DOZOIS y JACK DANN

Los horrores inherentes a este tema son muy obvios. Pensar que sería posible aumentarlos mediante una pincelada de Fantasía Siniestra y el reconocimiento de lo que un ser humano puede hacer (y hará) cuando se le ofrece la oportunidad precisa en el momento adecuado, no es simplemente añadir ácido a la quemadura. Éste es un relato de terror en todo el sentido de la palabra.

Gardner Dozois vive en Filadelfia, es autor de la aclamada novela Strangers (Extraños) y ha compilado, tanto con Jack Dann como por su cuenta, la flor y nata de las antologías editadas en la última década. Jack Dann vive en Binghamton, Nueva York, y es autor de obras tan apreciadas como Junction (Empalme) y Timetripping (Viaje en el tiempo). Escribe con poca frecuencia, pero con una fuerza tan suave como la de un martillo.

Bruckman descubrió que Wernecke era un vampiro cuando ambos fueron a la cantera aquella mañana.

Estaba agachado para coger una gran piedra cuando creyó oír algo en la hondonada cercana. Miró alrededor y vio a Wernecke inclinado sobre un

Musselmann, un muerto viviente, otro hombre que no había podido soportar la terrible realidad del campo de concentración.

—¿Necesitas ayuda? —preguntó Bruckman en voz baja.

Wernecke alzó la cabeza, sorprendido, y se tapó la boca con la mano, como si indicara a Bruckman que guardase silencio.

Pero Bruckman estaba convencido de haber visto manchas de sangre en la boca de Wernecke.

—El

Musselmann, ¿está vivo? —Wernecke había arriesgado su vida a menudo para salvar a algún prisionero. Pero ¿arriesgar la vida por un

Musselmann?—. ¿Qué pasa?

—Fuera.

De acuerdo, pensó Bruckman. Mejor dejarlo en paz. El hombre estaba pálido, quizás tenía tifus. Los guardianes lo trataban con gran dureza, y Wernecke era el prisionero de más edad de la cuadrilla. Que se sentara un momento y descansara. Pero ¿y esa sangre?…

—¡Eh, tú! ¿Qué estás haciendo? —gritó a Bruckman uno de los jóvenes guardianes de las SS.

Bruckman cogió la piedra y, como si no hubiera oído al nazi, se alejó de la hondonada, caminando hacia el oxidado carretón situado en los carriles que llevaban a la valla de alambre de púas del campo. Intentaría desviar la atención del guardián. Pero éste le gritó que se detuviera.

—Descansando un poco, ¿eh? —preguntó, y Bruckman se puso tenso, preparado para recibir una paliza.

Aquel guardián era nuevo, iba pulcramente vestido, sin una mancha…, y era una incógnita. Se acercó a la hondonada y vio a Wernecke y al

Musselmann.

—Ajá, así que tú amigo está cuidando enfermos.

Hizo un gesto para que Bruckman lo siguiera a la hondonada.

Bruckman había hecho lo imperdonable: metido en un lío a Wernecke. Maldijo en silencio. Llevaba en aquel campo de concentración el tiempo suficiente para saber tener la boca cerrada.

El guardián dio una violenta patada en las costillas de Wernecke.

—Quiero que pongas al

Musselmann en el carretón. ¡Venga!

Dio otra patada a Wernecke, como si acabara de pensar en hacerlo. El prisionero gimió, pero se puso en pie.

—Ayúdalo a llevar al

Musselmann al carretón —dijo el guardián a Bruckman.

Después sonrió y trazó un círculo en el aire: el símbolo del humo, el humo que brotaba de las altas chimeneas situadas detrás de ellos.

Aquel

Musselmann estaría en el horno al cabo de una hora y sus cenizas pronto flotarían en el ardiente y viciado aire, igual que si fueran las partículas de su alma.

Wernecke dio una patada al

Musselmann y el guardián rió entre dientes antes de hacer un gesto a otro miembro de las SS que estaba observando y retroceder un par de metros. Se detuvo con las manos en las caderas.

—Vamos, muerto, levántate o vas a morir en el horno —susurró Wernecke mientras se esforzaba en poner en pie al caído.

Bruckman ayudó al tambaleante

Musselmann, que gemía débilmente. Wernecke le dio un bofetón.

—¿Quieres vivir,

Musselmann? ¿Quieres volver a ver a tu familia, notar el tacto de una mujer, oler a hierba después de segarla? Pues muévete.

El

Musselmann arrastró los pies entre Wernecke y Bruckman.

—Estás muerto, ¿eh,

Musselmann? —lo provocó Bruckman—. Tan muerto como tu padre y tu madre, tan muerto como tu cariñosa esposa, si es que alguna vez tuviste una, ¿no? ¡Muerto!

El

Musselmann gimió y sacudió la cabeza.

—No está muerta, mi mujer…

—Ah, habla —dijo Wernecke, en voz lo bastante alta para que la oyera el guardián que caminaba un paso detrás de ellos—. ¿Tienes nombre, cadáver?

—Josef, y no soy un

Musselmann.

—El cadáver dice que está vivo —comentó Wernecke, de nuevo en voz alta para que el nazi lo oyera. Luego, en un susurro, añadió—: Josef, si no eres un

Musselmann, debes trabajar ahora, ¿lo entiendes?

Josef tropezó y Bruckman lo agarró.

—No lo toques —dijo Wernecke—. Que camine él solo hasta el carretón.

—Al carretón no —tartamudeó Josef—. La muerte no, no…

—Entonces agáchate y coge piedras, demuestra al cerdo del guardián que puedes trabajar.

—No puedo. Estoy enfermo, soy…

—¡Un

Musselmann!

Josef se agachó, cayó de rodillas, pero cogió una piedra y se levantó con ella en la mano.

—Ya lo ve —dijo Wernecke al nazi—, aún no está muerto. Todavía puede trabajar.

—Te he ordenado que lo lleves al carretón, ¿no es cierto? —dijo el guardián, malhumorado.

—Demuéstrale que puedes trabajar —dijo Wernecke a Josef—, o seguramente vas a ser humo.

Y Josef se alejó de Wernecke y Bruckman dando tumbos, inclinado como si fuera detrás de la piedra que sostenía.

—¡Cogedlo! —gritó el guardián.

Pero su atención se vio desviada de Josef por otros prisioneros que, intuyendo complicaciones, estaban congregándose en las cercanías. Otro guardián se puso a chillar y a dar patadas a los hombres más cercanos, y el nuevo lo ayudó. De momento, se había olvidado de Josef.

—Pongámonos a trabajar, no sea que venga otra vez —dijo Wernecke.

—Siento haber…

Wernecke se rió e hizo un agitado gesto con la mano: humo ascendiendo.

—Todo es azar, amigo mío. Suerte. —De nuevo la risa—. Ha sido un pecado venial —y su semblante pareció oscurecerse—. Pero no lo hagas otra vez, no sea que piense que tú eres gafe.

—Carl, ¿te encuentras bien? —preguntó Bruckman—. He visto sangre cuando…

—¿Te sangran las llagas de los pies por la mañana? —repuso Wernecke, enojado.

Bruckman asintió, sintiéndose estúpido y turbado.

—Lo mismo pasa con mis encías. Y ahora vete, desgraciado, y déjame vivir.

Se separaron y Bruckman intentó hacerse invisible, intentó imaginar que estaba dentro de las rocas, la tierra y la arena, en el aire asfixiante. Solía jugar a eso cuando era niño. Cerraba los ojos y, puesto que él no veía a nadie, fingía que nadie podía verlo. Y así era nuevamente. Fingir que los guardianes no podían verlo era una forma de sobrevivir tan buena como cualquiera.

Debía otras excusas a Wernecke, otras disculpas que no podía pedir. No debía haber preguntado por la enfermedad de Wernecke. Daba mala suerte hablar de esas cosas. Así se lo había dicho Wernecke cuando él, Bruckman, llegó a los barracones. De no haber sido por Carl, que había compartido su comida con él, podía haberse convertido en un

Musselmann. O estar muerto, que era lo mismo.

El día era supurantemente caluroso, y tanto vigilantes como prisioneros tosían. El aire estaba viciado, el sol era una mancha en el turbio y amarillento cielo. Todos los colores eran ilógicos: las cenizas de los hornos alteraban la luz, y los hombres iban asfixiándose poco a poco con los restos de amigos, esposas y padres muertos. Los guardianes estaban reunidos tranquilamente, hablaban en voz baja, observaban a los prisioneros, y se percibía una perversa libertad…, como si vigilantes y presos no mantuvieran ya la misma relación, como si todos fueran partes de la misma carnosa máquina.

Al atardecer, los vigilantes interrumpieron la hipnosis de coger, gruñir y sudar y formaron en filas a los prisioneros. Volvieron al campo a través de los campos, junto a las vías férreas, la valla electrificada y las torres cónicas y cruzaron la entrada principal.

Bruckman trató de anular un peligroso recuerdo extraviado de su esposa. La recordó como en una alucinación: ella estaba en sus brazos. El vagón apestaba a sudor, heces y orina, pero Bruckman había estado tanto tiempo allí que ya se había acostumbrado al olor. Miriam estaba durmiendo. De pronto descubrió que estaba muerta. Mientras chillaba, los olores del vagón abrumaron a Bruckman, los olores de la muerte.

Wernecke le tocó el brazo, como si comprendiera, como si pudiera ver a través de los ojos de Bruckman. Y éste sabía qué estaban diciendo los ojos de Wernecke: «Otro día. Estamos vivos. Contra viento y marea. Hemos vencido a la muerte». Josef caminaba junto a ellos, pero continuaba tambaleándose mientras se deslizaba de nuevo hacia la muerte, mientras se transformaba en un

Musselmann. Wernecke lo ayudaba a marchar, lo empujaba.

—Deberíamos dejar morir a este hombre —dijo a Bruckman.

Bruckman se limitó a asentir, pero notó que un escalofrío recorría su sudorosa espalda. Estaba viendo de nuevo la cara de Wernecke como la había visto un instante por la mañana. Manchada de sangre.

Sí, pensó Bruckman, deberíamos dejar morir al

Musselmann. Todos deberíamos estar muertos…

Wernecke sirvió el agua tibia con trozos de nabo que flotaban encima, el líquido que pasaba por sopa para los prisioneros. Todos se hallaban sentados o arrodillados en las toscas tablas del suelo, ya que no había sillas.

Bruckman tomó su ración, contó sorbos y bocados, hizo un esfuerzo para demorarse. Más tarde daría un mordisquito al pan que guardaba en el bolsillo. Siempre guardaba un bocado de comida para más tarde. En el mundo sin fin del campo de concentración había aprendido a ofrecerse cosas deseables. Mejor soñar con pan que perderse en el presente. Ése era el sino de los

Musselmänner.

Pero siempre soñaba con comida. El hambre le acompañaba todos los instantes del día y de la noche. Los momentos que pasaba comiendo realmente eran en cierto sentido los más difíciles, porque nunca había suficiente para satisfacerle. Notaba el gusto de algo blando en su paladar, y al cabo de un instante la sensación desaparecía. El vacío adoptaba forma de dolor: comer dolía. Por comida, pensó, habría matado a su padre, o a su mujer. Que Dios lo perdonara, y miró a Wernecke… Wernecke, que había compartido el pan con él, que había muerto un poco para que él pudiera vivir. «Es mejor persona que yo», pensó Bruckman.

Había oscuridad en los barracones. Una simple bombilla colgaba del techo y formaba nítidas sombras en los cavernosos dormitorios. Dos hileras de tablas de metro y medio de anchura ocupaban tres lados del barracón, estantes de madera donde los presos dormían sin mantas ni colchones. En lo alto de la pared norte había una ventana de rejilla que dejaba pasar la austera luz de los focos

klieg. En el exterior, las luces convertían el terreno en una cadavérica imitación del día; sólo dentro de los barracones era de noche.

—¿Sabéis qué noche es hoy, amigos míos? —preguntó Wernecke.

Se hallaba sentado en el fondo del barracón con Josef, que hora tras hora recuperaba su condición de

Musselmann. La cara de Wernecke tenía un aspecto hueco, contraído a la luz de la ventana y la bombilla. Sus ojos estaban hundidos y en su alargada cara profundas arrugas aparecían desde la nariz hasta las comisuras de los finos labios. Su cabello era negro, y mucho menos abundante que cuando Bruckman conoció al prisionero. Era un hombre muy alto, de casi metro noventa de estatura, y ello lo hacía sobresalir entre un gentío, detalle peligroso en un campo de concentración. Pero Wernecke tenía métodos secretos para confundirse entre el gentío, para volverse invisible.

—No, dinos qué noche es hoy —dijo Bohme, el viejo loco.

Que hombres como Bohme sobrevivieran era un milagro o, como pensaba Bruckman, la confirmación de que existían hombres como Wernecke, que de alguna forma encontraban fuerzas para ayudar a vivir a los demás.

—Es Pascua —dijo Wernecke.

—¿Cómo lo sabe? —murmuró alguien, pero poco importaba cómo lo sabía Wernecke, porque él lo sabía…, aunque en realidad no fuera Pascua en el calendario.

En los pobremente iluminados barracones, era Pascua, la fiesta de la libertad, el momento de dar gracias.

—Pero ¿cómo podemos celebrar Pascua sin un

seder? —preguntó Bohme—. Ni siquiera tenemos

matzoh —se lamentó.

—Tampoco tenemos velas, ni una copa de plata para Elías, ni el hueso de pierna, ni

haroset…, y tampoco celebraría yo el rito con el

traif que los nazis tienen la generosidad de darnos —replicó Wernecke, sonriente—. Pero podemos rezar, ¿no? Y cuando salgamos de aquí, cuando estemos en nuestros hogares el año que viene si Dios quiere, entonces comeremos doble: dos

afikomens, una botella de vino para Elías y los

haggadahs que nuestros padres y los padres de nuestros padres usaron.

Era Pascua.

—Isadore, ¿recuerdas las cuatro preguntas? —preguntó Wernecke a Bruckman.

Y Bruckman oyó su propia voz. Volvía a tener doce años y se hallaba en la mesa alargada junto a su padre, que ocupaba el lugar de honor. Sentarse al lado de su padre era un honor de por sí. «¿En qué se diferencia esta noche de las demás? Las demás noches comemos pan y

matzoh. ¿Por qué esta noche sólo comemos

matzoh?».

M’a nisht’ana balylah hareah

El sueño no acudió a Bruckman esa noche, aunque estaba tan cansado que se sentía como si la médula de sus huesos estuviera borrada y sustituida con plomo.

Yacía en la penumbra, notando el dolor de sus músculos, notando la ácida mordedura del hambre. Normalmente estaba tan aturdido por el cansancio que podía vaciar su mente, cerrarse y caer con rapidez en el olvido, pero no esa noche. Esa noche estaba percibiendo cosas de nuevo, el ambiente calaba en él otra vez, de un modo desconocido desde su llegada al campo. El calor era sofocante y el aire estaba cargado de hedores, de muerte, sudor y fiebre, de rancia orina y seca sangre. Los que dormían se agitaban y revolvían, como si pelearan con el sueño, y mientras dormían, muchos hablaban, murmuraban o chillaban. Vivían otras vidas en sueños, condensadísimas vidas soñadas rápidamente, porque pronto amanecería y una vez sucediera eso iban a mandarlos al infierno. Apretujado entre ellos, con durmientes apelotonados por todas partes, Bruckman pensó de pronto que aquellos pálidos cadáveres estaban muertos ya, que estaba durmiendo en una tumba. De repente vio de nuevo el vagón. Y su esposa, Miriam, estaba muerta otra vez, muerta, pudriéndose y no iban a enterrarla…

Resueltamente, Bruckman vació su mente. Se encontraba desasosegado y tembloroso, y pensó si volvería a presentarse el tifus, pero no podía permitirse esa preocupación. Los que no dormían no podían sobrevivir. «Regula tu respiración, esfuérzate en relajar los músculos, no pienses. No pienses».

Por alguna razón inexplicable, pese a lograr anular incluso el recuerdo de su fallecida esposa, Bruckman no pudo librarse de una imagen, la sangre en los labios de Wernecke.

Había otras imágenes mezcladas con ésa, los brazos alzados y la cara levantada hacia arriba de Wernecke mientras él dirigía los rezos, el pálido y tenso rostro del tambaleante

Musselmann, Wernecke levantando la cabeza, sobresaltado, mientras se hallaba inclinado sobre Josef… Pero los febriles pensamientos de Bruckman volvieron a la sangre, y vio una y otra vez en la susurrante y fétida oscuridad: el acuoso lustre de la sangre en los labios de Wernecke, el embreado goteo de la sangre en las comisuras de sus labios, igual que un gusanillo escarlata…

En ese momento una sombra pasó por delante de la ventana, negramente perfilada un momento en el áspero resplandor blanco, y Bruckman dedujo por la altura y el extraño encorvamiento de la sombra que se trataba de Wernecke.

¿Adónde iba? A veces un prisionero era incapaz de aguardar la mañana, cuando los alemanes les permitían hacer una nueva visita a la trinchera utilizada como letrina, e iba avergonzado a un rincón apartado para orinar en la pared, pero Wernecke era demasiado veterano para hacer eso… Casi todos los prisioneros dormían en las tablas, en especial en las noches frías, que pasaban apiñados para darse calor. Pero algunas veces, en tiempo caluroso, algunos se apartaban de las maderas y dormían en el suelo. El mismo Bruckman había pensado hacerlo, ya que los inquietos cuerpos de los durmientes que le rodeaban aumentaban sus dificultades para dormir. Tal vez Wernecke, que siempre tenía problemas para acomodarse en los atestados huecos, estaba buscando un sitio donde tumbarse y estirar las piernas…

En ese momento Bruckman recordó que Josef se había dormido en el rincón del barracón donde Wernecke había estado sentado para rezar, y que los demás lo habían dejado allí, solo.

Sin saber por qué, Bruckman se encontró de pie. Tan silenciosamente como el fantasma en el que a veces creía estar transformándose, caminó por el barracón en la misma dirección seguida por Wernecke, sin comprender qué hacía ni por qué lo hacía. El rostro del

Musselmann, Josef, parecía flotar ante sus ojos. Le dolían los pies y sabía, sin necesidad de mirarlos, que estaban sangrando, dejando tenues rastros detrás de él. En ese rincón había menos luz, al estar lejos de la ventana, pero Bruckman sabía que debía de encontrarse ya cerca de la pared, y se detuvo para que sus ojos se amoldaran a la casi oscuridad.

En cuanto su vista se adaptó a la menor iluminación, Bruckman vio a Josef sentado en el suelo, apoyado en la pared. Wernecke estaba inclinado sobre el

Musselmann. Besándolo. Una mano de Josef estaba enredada en el cada vez más escaso cabello de Wernecke.

Antes de que Bruckman pudiera reaccionar (sabía que esa clase de incidentes había ocurrido un par de veces anteriormente, pero le asombró enormemente que Wernecke estuviera implicado en tal indecencia) Josef soltó el cabello de Wernecke. El brazo levantado cayó fláccidamente a un lado, y la mano chocó con el suelo con un golpe apagado pero fuerte que necesariamente debía de ser doloroso…, pero Josef no emitió sonido alguno.

Wernecke se incorporó y dio media vuelta. La luz más intensa que entraba por la elevada ventana iluminó momentáneamente su cara mientras se levantaba.

La boca de Wernecke estaba manchada de sangre.

—¡Dios mío! —exclamó Bruckman.

Sobresaltado, Wernecke se asustó. Después dio dos rápidas zancadas y agarró por el brazo a Bruckman.

—¡Silencio! —musitó.

Sus dedos eran fríos y duros.

En ese momento, como si el brusco movimiento de Wernecke fuera una señal, el cuerpo de Josef se deslizó hacia el suelo pegado a la pared. Mientras los otros dos observaban, fugazmente atraídos por la visión, Josef cayó al suelo y su cabeza golpeó las tablas del piso con el mismo ruido que podría haber producido un melón. No hizo gesto alguno para evitar la caída o proteger su cabeza, y en ese momento yacía inmóvil.

—Dios mío —repitió Bruckman.

—Silencio, ya te lo explicaré —dijo Wernecke, con los labios aún lustrosos a causa de la sangre del

Musselmann—. ¿Quieres perdernos a todos? Por el amor de Dios, guarda silencio.

Pero Bruckman se había soltado bruscamente de la mano de Wernecke y se hallaba arrodillado junto a Josef, inclinado sobre él igual que el otro prisionero unos momentos antes. Apoyó la palma de su mano en el pecho de Josef, sólo un instante, luego le tocó un lado del cuello. Bruckman alzó la vista lentamente hacia Wernecke.

—Está muerto —dijo, en voz más baja.

Wernecke se acuclilló al otro lado del cadáver de Josef, y el resto de la conversación tuvo lugar en murmullos muy cerca del pecho del fallecido, como amigos que conversan junto al lecho de otro amigo enfermo que por fin se ha entregado a un espasmódico sueño.

—Sí, está muerto —dijo Wernecke—. Estaba muerto ayer, ¿no? Hoy simplemente ha dejado de andar.

Sus ojos quedaban ocultos en las más pronunciadas sombras próximas al suelo, pero aún quedaba luz suficiente para que Bruckman viera que su compañero se había limpiado los labios de sangre. O se los había relamido, pensó Bruckman, y sintió que se apoderaba de él un espasmo de asco.

—Pero tú… —balbuceó Bruckman—. Tú… estabas…

—¿Chupando su sangre? —repuso Wernecke—. Sí, he chupado su sangre.

La mente de Bruckman estaba aturdida. No podía enfrentarse a eso, no podía comprenderlo.

—Pero ¿por qué, Eduard? ¿Por qué?

—Para vivir, naturalmente. ¿Cuál es el objetivo de todos los que estamos aquí? Si quiero vivir, necesito sangre. Sin sangre, me arriesgaría a una muerte aún más segura que la que nos ofrecen los nazis.

Bruckman abrió y cerró la boca, pero ningún sonido brotó de ella, como si las palabras que deseaba pronunciar estuvieran tan melladas que no pudieran pasar por la garganta.

—¿Un vampiro? —logró gruñir por fin—. ¿Eres un vampiro? ¿Igual que en las leyendas antiguas?

—Los hombres me llamarían así —dijo tranquilamente Wernecke. Hizo una pausa y asintió—. Sí, así me llamarían los hombres… Como si pudieran comprender algo simplemente asignándole un nombre.

—Pero, Eduard —contestó débilmente Bruckman, casi de mal humor—. El

Musselmann

—Recuerda que Josef era un

Musselmann —dijo Wernecke. Inclinó el cuerpo hacia delante y habló con más brusquedad—. Se había quedado sin fuerzas, estaba hundiéndose. De todas formas, habría estado muerto por la mañana. Le he cogido algo que ya no necesitaba, pero que yo necesitaba para vivir. ¿Qué importancia tiene eso? Hombres muertos de hambre en botes salvavidas han comido los cuerpos de sus compañeros muertos para sobrevivir. Lo que yo he hecho ¿es peor que eso?

—Pero él no estaba muerto. Lo has matado tú…

Wernecke guardó silencio unos instantes.

—¿Qué otra cosa mejor podía haber hecho por él? —dijo por fin, en voz muy baja—. No pienso disculparme por lo que he hecho, Isadore. Hago todo lo que puedo para vivir. Normalmente sólo quito un poco de sangre a unos cuantos hombres, la suficiente para sobrevivir. Y eso no es justo, ¿eh? ¿No he dado comida a los demás, para ayudarlos a vivir? ¿A ti, Isadore? Sólo en contadas ocasiones cojo más que un mínimo a un solo hombre, aunque siempre estoy débil y hambriento, créeme. Y jamás he arrebatado la vida a una persona que deseara vivir. Al contrario, he ayudado a muchos a luchar por la supervivencia, con todos los medios a mi disposición, y tú lo sabes.

Extendió el brazo como si quisiera tocar a Bruckman, pero lo pensó mejor y volvió a poner la mano en su rodilla. Sacudió la cabeza.

—Pero estos

Musselmänner, los que han renunciado a la vida, los muertos vivientes… Para ellos es un favor quitársela, darles el solaz de la muerte. ¿Te atreves sinceramente a negar eso, aquí? ¿Te atreves a decir que es mejor para ellos ir por ahí muertos, sufriendo los golpes y abusos de los nazis hasta que su cuerpo no aguanta más, y entonces los echan al horno y los queman como si fueran basura? ¿Te atreves a decir eso? ¿Dirían ellos eso, si comprendieran su situación? ¿O me darían las gracias?

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