Horror

Horror


Entre los muertos

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De pronto Wernecke se incorporó, y Bruckman hizo lo propio. Cuando la cara del primero quedó de nuevo a la luz, Bruckman vio que aquellos ojos estaban llenos de lágrimas.

—Tú has vivido soportando a los nazis —dijo Wernecke—. ¿Te atreves a llamarme monstruo? ¿No sigo siendo judío, a pesar de todo? ¿No estoy aquí, en un campo de concentración? ¿No soy también un perseguido, tan perseguido como cualquiera? ¿No corro tanto peligro como el que más? Si no soy judío, díselo a los nazis…, ellos parecen creer lo contrario. —Hizo una pausa, sonrió amargamente—. Y olvida tus supersticiosas leyendas. No soy un espíritu nocturno. Si pudiera convertirme en murciélago y volar lejos de aquí, lo habría hecho hace tiempo, créeme.

Bruckman sonrió mientras pensaba en ello, después hizo una mueca. Los dos hombres evitaron mirarse, Bruckman observó el suelo, y se produjo un tenso silencio, interrumpido únicamente por los suspiros y gemidos de los hombres que dormían en el lado opuesto del barracón.

—¿Y él? —dijo Bruckman sin alzar la vista, aceptando tácitamente la derrota—. Los nazis encontrarán el cadáver y habrá problemas…

—No te preocupes —repuso Wernecke—. No hay señales obvias. Y nadie hace autopsias en un campo de concentración. Para los nazis, Josef será un simple judío más que ha muerto a consecuencia del calor, de hambre, enfermo, por un fallo cardiaco.

Bruckman levantó la cabeza en ese momento y ambos hombres se miraron a la cara un instante. Aun sabiendo lo que sabía, le resultaba difícil ver a Wernecke como una persona distinta de la que aparentaba ser: un judío envejecido y cada vez más calvo, encorvado y delgado, de ojos tristes y rostro fatigado y penoso.

—Bien, Isadore —dijo por fin Wernecke, con suma naturalidad—. Mi vida está en tus manos. No cometeré la grosería de recordarte cuántas veces la tuya ha estado en las mías.

Y se fue, volvió a las tablas de dormir, una sombra que no tardó en perderse entre otras sombras.

Bruckman permaneció solitario en la penumbra durante largo rato, y luego imitó a su compañero. Fue precisa toda su fuerza de voluntad para no observar por encima del hombro el rincón donde yacía Josef, y aun así Bruckman imaginó que los ojos del muerto le miraban con reproche mientras se alejaba, mientras dejaba a Josef en la fría y apartada compañía de los muertos.

Bruckman no concilio el sueño esa noche, y por la mañana, cuando los nazis destrozaron la grisácea quietud que precedía al alba al irrumpir en el barracón con gritos, agudos silbidos y ladridos de perros policía, se sintió como si tuviera mil años.

Los hicieron formar en dos columnas, todos temblando con el desapacible viento matutino, y partieron hacia la cantera. La pegajosa niebla del amanecer aún no se había disipado y Bruckman, mientras la recorría, mientras atravesaba el blanco vacío sin sombras, se sintió más que nunca igual que un fantasma, suspendido incorpóreamente en una especie de limbo entre el cielo y la tierra. Sólo la picadura de piedras y escorias en sus llagados y sangrantes pies lo mantenía anclado al mundo, y él se aferró al dolor como si fuera un cabo salvavidas, y se esforzó en librarse de la sensación de aterimiento e irrealidad. Por más extraños, por más extravagantes que hubieran sido los hechos de la pasada noche, eran reales. Dudar de ellos, pensar que todo había sido un febril sueño provocado por el hambre y el agotamiento equivalía a dar el primer paso para convertirse en un

Musselmann.

«Wernecke es un vampiro», pensó Bruckman. Ésa era la cruel, dura realidad que, del mismo modo que la realidad del campo de concentración, había que afrontar. ¿Acaso era una realidad más surrealista, más increíble que la pesadilla que rodeaba a los prisioneros? Debía olvidar los cuentos que su vieja abuela le había contado, las «leyendas supersticiosas» a que se había referido el mismo Wernecke, relatos sólo en parte recordados que fundían sus rodillas en cuanto pensaba en la sangre untada en la boca de Wernecke, en cuanto pensaba en los ojos de su compañero observándole en la oscuridad…

—¡Despierta, judío! —refunfuñó el vigilante que marchaba junto a él al mismo tiempo que le golpeaba suavemente el brazo con la culata del fusil.

Bruckman se tambaleó, logró conservar el equilibrio y siguió marchando. «Sí, despierta», pensó. «Amóldate a la realidad del caso, tal como te amoldaste a la realidad del campo». Se trataba tan sólo de otro hecho desagradable al que tendría que adaptarse, debía aprender a soportarlo…

Soportarlo, ¿cómo?, pensó, y se estremeció.

Cuando llegaron a la cantera, la niebla se estaba disipando, remolineaba junto a los presos fragmentada y deshilachada, y comenzaba ya a hacer calor. Allí estaba Wernecke, con su casi calva cabeza brillando débilmente con la áspera luz matutina. No desaparecía con la luz del sol, una leyenda supersticiosa refutada…

Se pusieron a trabajar como golems, como una muchedumbre de mecanismos de relojería.

La falta de sueño había agotado las escasas reservas de fuerza que poseía Bruckman, y el trabajo fue muy duro para él ese día. Hacía tiempo que había aprendido todos los trucos, sabía aprovechar las oportunidades, sabía «equivocarse» en el momento oportuno, conocía los métodos seguros para obtener breves momentos de reposo, los métodos para efectuar un mínimo de trabajo con la máxima ostentación de esfuerzo, los métodos para evitar atraer la atención de los guardianes, para esfumarse entre el anónimo gentío de prisioneros y no destacar…, pero ese día su cabeza estaba confusa y atontada, y ningún truco dio resultado.

Su cuerpo le parecía una hoja de vidrio, frágil, a punto de convertirse en polvo, y la penosa y artrítica lentitud de sus movimientos le sirvió para ganarse gritos, primero, y golpes después. El vigilante le dio dos patadas por añadidura antes de que pudiera levantarse.

De nuevo en pie tras enormes esfuerzos, Bruckman vio que Wernecke estaba mirándole, la cara vaga, los ojos inexpresivos, una mirada que podía significar cualquier cosa.

Bruckman notó la sangre que goteaba en las comisuras de sus labios y pensó, la sangre…, está mirando la sangre…, y una vez más se estremeció.

Bruckman hizo un esfuerzo para trabajar con más celeridad, y aunque sus músculos ardían de dolor, no volvieron a golpearle y el día pasó.

Cuando formaron para regresar al campo, Bruckman, casi de modo inconsciente, se aseguró de no estar en la columna de Wernecke.

Esa noche, en el barracón, Bruckman vio que Wernecke hablaba con otros hombres, se esforzaba en ayudar a un novato a adaptarse a la espantosa realidad del campo, animaba a alguien sumido en la desesperación a vivir para escupir a sus verdugos, bromeaba con otros veteranos usando las frases insulsas, siniestras y amargas que pasaban por humor entre los prisioneros, arrancaba una tenue sonrisa e incluso de vez en cuando alguna carcajada. Y finalmente Wernecke dirigió las oraciones de todos, alzó su fuerte y calmada voz para pronunciar otra vez las antiguas palabras y darles nuevamente significado…

«Nos mantiene unidos», pensó Bruckman, «nos mantiene en pie. Sin él no duraríamos una semana. Eso debe valer un poco de sangre, un poco de todos los hombres, tan poco que ni duele… Los prisioneros no le escatimarían eso, si lo sabían y si lo entendían realmente… No, él es una buena persona, mejor que todos nosotros, a pesar de su terrible mal».

Bruckman había evitado la mirada de Wernecke, no había hablado con él en todo el día, y de pronto notó una oleada de vergüenza que recorría su cuerpo al pensar con qué vileza había tratado a su amigo. Sí, su amigo a pesar de todo, el hombre que le había salvado la vida… De forma deliberada, miró a Wernecke, bajó y subió la cabeza y, con cierta timidez, sonrió. Al cabo de un momento Wernecke le devolvió la sonrisa y Bruckman sintió un calorcillo cada vez mayor y el alivio desencogió sus entrañas. Todo iba a ir bien, tan bien como podía ir allí…

Sin embargo, en cuanto la iluminación interior se apagó esa noche y Bruckman se encontró acostado solo en la oscuridad, empezó a hormiguearle la piel.

Un instante antes había sido incapaz de mantener los ojos abiertos, pero tras la repentina oscuridad se sintió tenso y palpitantemente despierto. ¿Dónde estaba Wernecke? ¿Qué estaba haciendo, a quién estaba visitando esa noche? ¿Se hallaba en la oscuridad en ese mismo momento, arrastrándose, acercándose poco a poco…? «Basta», pensó Bruckman, inquieto, «olvida las leyendas supersticiosas. Se trata de tu amigo, un buen hombre, no un monstruo…». Pero no consiguió dominar el miedo que erizaba el vello de sus brazos, no pudo evitar que siguieran apareciendo espeluznantes imágenes…

Los ojos de Wernecke, chispeando en la oscuridad… ¿Brillaba ya la sangre en los labios de Wernecke, mientras la chupaba…? El recuerdo de la sangre que manchaba los amarillentos dientes de su compañero dejó a Bruckman frío y nauseoso. Pero la imagen que no consiguió apartar de su mente esa noche fue la de Josef en el momento de desplomarse tan débil y siniestramente, en el momento de golpearse la cabeza en el suelo… Bruckman había visto morir de formas más horrendas durante su estancia en el campo de concentración, había visto fusilamientos, palizas mortales, fiebre alta y espasmos agónicos, casos de pulmonía con los enfermos escupiendo con la tos sangrientos jirones de pulmón, había visto prisioneros colgando como carbonizados espantapájaros en las vallas electrificadas, desgarrados por los perros… Pero por alguna razón era la blanda, pasiva, casi reposada caída de Josef hacia la muerte la única que le turbaba. Eso, y la repugnante flojedad de los brazos de Josef, repantigado igual que un inservible muñeco de trapo, con el pálido y demacrado rostro brillando lleno de reproches en la oscuridad…

Como no podía soportarlo más, Bruckman se levantó temblorosamente y se alejó entre las sombras, de nuevo sin saber adónde iba o qué hacía, pero arrastrado por un vago instinto que ni él mismo comprendía. En esta ocasión avanzó con gran cautela, a tientas y esforzándose en no hacer ruido, esperando ver en cualquier momento la sombra negra como el carbón de Wernecke alzada ante él.

Se detuvo, ya que un tenue sonido raspaba sus orejas, continuó avanzando, con más cautela todavía, se agachó, casi se arrastró por el mugriento suelo.

El instinto que lo guiaba, fuera cual fuese (¿sonidos oídos e interpretados de forma subliminal, quizá?) había elegido perfectamente el momento de su llegada. Wernecke tenía un hombre tumbado en el suelo, tal vez un prisionero que había arrastrado entre la apretujada masa de hombres que dormían en las tablas, alguien del borde exterior de cuerpos cuya presencia no iba a ser echada de menos, o quizás alguien que había decidido dormir en el suelo, en busca de soledad o más comodidad.

Fuera quien fuese, el desconocido se debatía entre las manos de Wernecke, pero éste lo dominaba con facilidad, casi con indiferencia, de un modo que denotaba gran fuerza física. Bruckman oyó los esfuerzos que hacía la víctima para chillar, pero Wernecke lo aferraba por el cuello, prácticamente estaba estrangulándolo, y el único sonido audible era un sibilante jadeo. El desconocido se agitaba entre las manos de Wernecke igual que una cometa en manos de un niño, una cometa flotando con el viento. Y con deliberados movimientos, Wernecke calmó al desgraciado como si fuera una cometa, lo apretó, lo dejó liso en el suelo.

Wernecke se agachó y acercó los labios a la garganta de la víctima.

Bruckman contempló la escena horrorizado, sabiendo que debía gritar, chillar, hacer algo para despertar al resto de prisioneros, pero incapaz de actuar, incapaz de abrir la boca, de forzar sus pulmones. El miedo lo paralizaba, como a un conejo en presencia de un animal de presa, un terror más agudo e intenso que todos los terrores que había experimentado.

La resistencia de la víctima fue debilitándose, y seguramente Wernecke debía de haber aflojado la estranguladora presión de su mano, ya que el otro hombre estaba diciendo algo en voz apagada y confusa.

—No hagas eso…, por favor…, no…

El desconocido había estado golpeando la espalda y los costados de Wernecke, pero en ese momento el ritmo del tamborileo se hizo más lento…, más lento…, y cesó. Los brazos del desgraciado cayeron fláccidamente al suelo.

—No lo hagas… —musitó.

Gimió y murmuró palabras incomprensibles durante algunos segundos más y finalmente enmudeció.

El silencio se prolongó uno, dos, tres minutos, y Wernecke continuó inclinado sobre su víctima, que ya había dejado de moverse…

Wernecke se estremeció, como dominado por un escalofrío, igual que un gato desperezándose. Se levantó. Su rostro quedó iluminado por la luz que entraba por la ventana, y allí estaba la sangre, brillantemente negra a la áspera luz de los focos

klieg. Bajo la atenta mirada de Bruckman, Wernecke se relamió: su lengua, también negra a causa de la especial iluminación, se deslizó como si fuera una sinuosa serpiente por los labios, con movimientos bruscos, sin desaprovechar una sola gota de sangre…

«Qué aspecto tan presumido tiene», pensó Bruckman, «igual que un gato que ha descubierto la leche…». Y la cólera que llameó en su interior al pensar en eso le permitió actuar y recuperar el habla.

—Wernecke —dijo roncamente.

Wernecke miró tranquilamente en dirección a él.

—¿Otra vez tú, Isadore? —preguntó—. ¿No duermes nunca? —Hablaba con pereza, con ironía, sin reflejar sorpresa, y Bruckman pensó que su compañero debía de haber reparado en su presencia desde hacía rato—. ¿O simplemente disfrutas mirándome?

—Mentiras —contestó Bruckman—. Todo lo que dijiste era mentira. ¿Por qué te tomaste esa molestia?

—Estabas excitado —dijo Wernecke—. Me sorprendiste. Me pareció preferible explicarte lo que tú querías oír. Si quedabas satisfecho era una fácil solución al problema.

—«Jamás he arrebatado la vida a una persona que deseara vivir» —repuso amargamente Bruckman, parodiando a su compañero—. «Sólo quito un poco de sangre a unos cuantos hombres». ¡Dios mió, y yo te creí! ¡Hasta sentí pena por ti!

Wernecke hizo un gesto de indiferencia.

—Casi todo era cierto. Normalmente sólo quito un poco a unos cuantos hombres, con suavidad, con cuidado, de forma que nunca se enteran, de forma que por la mañana sólo estén un poco más débiles que lo que de todos modos estarían…

—¿Como con Josef? —contestó Bruckman, iracundo—. ¿Como el pobre diablo que mataste ayer por la noche?

Wernecke continuó mostrando indiferencia.

—He tenido poco cuidado las últimas noches, lo admito. Pero me hace falta reponer fuerzas. —Sus ojos chispearon en la oscuridad—. Las cosas están tocando a su fin aquí. ¿No lo notas, Isadore, no te das cuenta? La guerra acabará pronto, todo el mundo lo sabe. Antes de eso, abandonarán este campo, y los nazis nos trasladarán al interior… o nos matarán. Aquí me he debilitado, y pronto necesitaré todas mis fuerzas para sobrevivir, para aprovechar la primera posibilidad de fuga que se presente. Debo estar preparado. Y por eso he accedido a volver a beber mucho, a saciarme por primera vez en muchos meses…

Wernecke se relamió, quizá de forma inconsciente, y esbozó una suave sonrisa.

—No aprecias mi comedimiento, Isadore —prosiguió—. No comprendes cuán difícil ha sido para mí contenerme, coger sólo un poco noche tras noche. No comprendes cuánto me ha costado ese comedimiento…

—Eres muy generoso —se burló Bruckman.

Wernecke rió.

—No, pero soy un hombre racional. Me enorgullezco de serlo. Vosotros, los demás prisioneros erais mi única fuente de alimento, y he tenido que actuar con mucho tacto para asegurarme de que duraríais. No tengo acceso a los nazis, al fin y al cabo. Estoy atrapado aquí, tan preso como tú, aunque creas otra cosa…, y no sólo he tenido que buscar formas de supervivencia en el campo, ¡también he tenido que procurarme alimento! Ningún pastor ha vigilado su rebaño con tanta ternura como yo.

—¿Eso éramos para ti, ovejas? ¿Animales que acabarán sacrificados?

Wernecke sonrió.

—Exactamente.

—Eres peor que los nazis —dijo Bruckman en cuanto logró dominar en parte su voz.

—Me cuesta creerlo —repuso tranquilamente Wernecke, y por un momento reflejó cansancio, como si algo inimaginablemente viejo e indeciblemente fatigado se hubiera asomado por sus ojos—. Este campo de concentración lo construyeron los nazis…, no es obra mía. Los nazis nos mandaron aquí, no yo. Los nazis han intentado mataros todos los días desde entonces, de una forma u otra…, y yo me he esforzado en manteneros con vida, incluso corriendo riesgos. Nadie está más interesado en la supervivencia de su ganado que el propio ganadero, aunque de vez en cuando sacrifique un animal inferior. Os he dado comida…

—¡Comida que no te servía para nada! ¡No has sacrificado nada!

—Eso es cierto, desde luego. Pero tú la necesitabas, recuérdalo. Fueran cuales fuesen los motivos, te he ayudado a sobrevivir aquí…, a ti y a otros muchos. Haciendo eso también actuaba por interés personal, desde luego, pero después de haber sufrido la experiencia de este campo, ¿cómo se puede creer en cosas como el altruismo? ¿Qué importancia tiene la razón que me indujo a ayudar…? A pesar de todo, te ayudé, ¿no es cierto?

—¡Sofisterías! —dijo Bruckman—. ¡Racionalizaciones! Juegas con las palabras para justificarte, pero no puedes ocultar lo que eres en realidad: ¡un monstruo!

Wernecke sonrió levemente, como si las palabras de Bruckman lo divirtieran, e hizo ademán de alejarse, pero el otro preso alzó un brazo para impedírselo. No se tocaron, mas Wernecke se quedó inmóvil, y una nueva y estremecedora clase de tensión cobró repentinamente existencia en el aire que los separaba.

—Yo te pararé los pies —dijo Bruckman—. Te pararé los pies de alguna manera, evitaré que cometas estos actos horribles…

—Tú no harás nada —repuso Wernecke. Su voz era ronca, fría y categórica, como si una roca hablara—. ¿Qué puedes hacer? ¿Informar a los otros? ¿Quién te creería? Pensarían que te has vuelto loco. ¿Hablar con los nazis, pues? —Wernecke rió ásperamente—. También pensarían que te has vuelto loco, y te llevarían al hospital…, y no es preciso que te diga cuáles son las posibilidades de salir de allí con vida, ¿eh? No, no harás nada.

Wernecke dio un paso al frente. Sus ojos eran brillantes, inexpresivos y duros, como hielo, como los despiadados ojos de un ave de presa, y Bruckman sintió que una morbosa oleada de miedo interrumpía su cólera. Se apartó, se echó hacia atrás de modo involuntario, y Wernecke pasó junto a él y aparentemente lo rozó sin tocarlo.

Una vez superado el obstáculo, Wernecke se volvió para mirar fijamente a Bruckman, y éste tuvo que recurrir a la poca obstinación que conservaba para no apartar la mirada de los ojos de su compañero, duros como ágata.

—Tú eres el animal más fuerte e inteligente, Isadore —dijo Wernecke en tono sosegado, natural, casi como si meditara—. Me has sido útil. Todos los pastores necesitan un buen perro ovejero. Yo sigo necesitándote, para que me ayudes a controlar a los demás, y para que me ayudes a mantenerlos de pie el tiempo preciso para satisfacer mis necesidades. Ése es el motivo de que haya perdido tanto tiempo contigo, en vez de matarte el primer día. —Se alzó de hombros—. Así pues, seamos racionales. Tú no te metes conmigo, Isadore, y yo te dejaré en paz. Permaneceremos apartados y nos preocuparemos de nuestros asuntos respectivos. ¿Sí?

—Los otros… —balbuceó Bruckman.

—Deben cuidarse ellos mismos —dijo Wernecke. Esbozó una sonrisa con un ligero y casi invisible movimiento de sus labios—. ¿No te he enseñado eso, Isadore? Aquí todos debemos cuidar de nosotros mismos. ¿Qué importa lo que pueda pasarle a otro? Dentro de pocas semanas casi todos estarán muertos de todas maneras.

—Eres un monstruo —repuso Bruckman.

—No soy muy distinto a ti, Isadore. El fuerte sobrevive, sea cual sea el precio.

—No me parezco en nada a ti —dijo Bruckman, con odio.

—¿No? —inquirió Wernecke, con ironía, y se alejó.

Dio unos pasos, cojeó, se agachó y se esfumó en las sombras, convirtiéndose de nuevo en el inofensivo y viejo judío.

Bruckman permaneció inmóvil un momento. Luego, con pasos lentos y de mala gana, se acercó al rincón donde yacía la víctima de Wernecke.

Era uno de los recién llegados con los que Wernecke había hablado por la tarde. Y naturalmente estaba bien muerto.

Vergüenza y culpabilidad se apoderaron de Bruckman en ese momento, unas emociones que creía haber olvidado, unas emociones oscuras, intensas y amargas que lo agarraron por el cuello del mismo modo que Wernecke había agarrado al novato.

Bruckman no recordaba haber vuelto a su tabla de dormir, pero de pronto se encontró allí, echado de espalda y contemplando la sofocante oscuridad, rodeado por la gimiente, inquieta y maloliente masa de durmientes. Había cruzado las manos sobre su cuello para protegerse, aunque no recordaba haberlas puesto allí, y temblaba convulsivamente. ¿Cuántas mañanas había despertado con un vago dolor en el cuello y pensado que era simplemente un dolor más, uno más de los dolores musculares que todos los prisioneros acababan considerando como algo natural? ¿Cuántas noches se había aprovechado Wernecke de él para alimentarse?

Nada más cerrar los ojos, Bruckman vio la cara de Wernecke flotando en la luminosa oscuridad que había detrás de sus párpados…, Wernecke con los ojos entrecerrados, semblante vulpino, cruel y saciado…, la cara de Wernecke acercándose y acercándose, sus ojos abriéndose como un negro pozo, sus labios esbozando una sonrisa y dejando al descubierto los dientes…, los labios de Wernecke, pegajosos y enrojecidos por la sangre…, y luego creyó notar el húmedo tacto de los labios de Wernecke en su cuello, los dientes de Wernecke mordiendo su carne, y los ojos de Bruckman se abrieron bruscamente. Estaban contemplando oscuridad. Allí no había nada. Nada, y sin embargo…, Bruckman veía las mismas escenas en cuanto cerraba los ojos.

El amanecer era una oscura y grisácea inminencia en la ventana del barracón antes de que Bruckman pudiera apartarse del cuello sus protectores brazos, y de nuevo no había pegado ojo.

El trabajo de ese día fue una pesadilla de dolor y agotamiento para Bruckman, la jornada más dura que había conocido desde los primeros días en el campo. Sin saber cómo logró levantarse, consiguió tambalearse hasta el patio y recorrer el camino de la cantera, y pensó flotar sobre el suelo, como si su cabeza fuera un globo hinchado y los pies estuvieran a mil kilómetros, al final de unos tallos, al final de unas piernas sin huesos que apenas podía controlar. Cayó dos veces, y le dieron varias patadas antes de que lograra ponerse en pie y lanzarse hacia delante como un borracho. El sol se hallaba ante los prisioneros, un cruel disco rojo en un enfermizo cielo amarillento, y Bruckman pensó que era un ojo vidrioso y sin párpados que contemplaba con indiferencia el mundo, para ver a los prisioneros agitándose, luchando y muriendo, igual que el ojo de un científico mientras observa un laberinto de laboratorio.

Veía el disco del sol mientras se tambaleaba hacia él; parecía oscilar y rielar paso tras penoso paso, parecía crecer, hincharse, inflarse casi hasta engullir el cielo…

Luego se encontró levantando una roca, gimiendo a causa del esfuerzo, notando que la irregular piedra le desgarraba las manos…

La realidad iba deslizándose, apartándose poco a poco de Bruckman. Durante largos períodos el mundo estaba vacío, y el preso regresaba lentamente a su cuerpo como si recorriera una gran distancia. Oía su voz diciendo palabras incomprensibles para él, lloraba absurdamente, gruñía de un modo ronco, animalesco, y descubría que su cuerpo estaba trabajando mecánicamente, que se agachaba, recogía y llevaba piedras sin querer hacerlo…

«Un

Musselmann», pensó Bruckman, «estoy convirtiéndome en un

Musselmann»…, y un escalofrío de espanto recorrió su cuerpo. Pugnó por aferrarse al mundo, temeroso de que la próxima vez que se escabullera no fuera capaz de regresar, se golpeó deliberadamente las manos en las rocas, se hirió, despejó su cabeza con dolor.

El mundo se estabilizó alrededor de Bruckman. Un guardián lo reprendió con rudos gritos y le dio un golpe con la culata del fusil, y Bruckman se esforzó en trabajar con más rapidez, aunque sin poder reprimir mudos sollozos por el dolor que le producían sus movimientos.

Notó que Wernecke estaba mirándole, y le devolvió la mirada, desafiante, mientras las amargas lágrimas continuaban surcando sus sucias mejillas. «No me convertiré en un

Musselmann para ti, no te facilitaré las cosas, no seré otra víctima indefensa para ti…». Wernecke sostuvo su mirada un momento, luego hizo un gesto de indiferencia y se alejó.

Bruckman se agachó para coger otra piedra, los músculos de su espalda crujieron y el dolor le traspasó como cuchillos. ¿Qué estaba pensando Wernecke, qué ocultaba tras la vaguedad de su inexpresivo semblante? ¿Habría captado debilidad, habría señalado a Bruckman como su próxima víctima? ¿Le desilusionaba, le turbaba la fuerza de voluntad de Bruckman para sobrevivir? ¿Concentraría por ello su atención en otro prisionero?

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