Horror

Horror


La silla

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DENNIS ETCHISON

No siempre es necesario (ni preciso) ir hasta los límites de la fantasía siniestra para sentir miedo; ciertamente ya se tiene bastante sólo con ir por el llamado mundo real, ése que está ahí, al otro lado de la puerta. Pero la forma más fácil de sentir miedo es pensar en un asesinato múltiple o en un psicópata francotirador, o imaginarse de repente a un veterano de una guerra u otra. Pero resulta mucho más difícil conseguir ese mismo efecto utilizando a una persona normal y corriente… —como tú, por ejemplo—, y estudiar la posibilidad muy real de que nadie, nadie en absoluto, es permanentemente racional. Reflexiona sobre esto: hay cantidad de personas ahí fuera, sonriendo.

Dennis Etchison es el principal autor de fantasía siniestra, y acaba de publicar su primera recopilación de cuentos. Vive en California, y en 1982 fue ganador del British Fantasy Award.

—Marty —dijo ella—. Te necesito.

Él observó sus labios. El aire era opalescente debido al humo de los cigarrillos, y la luz llegaba con dificultad. El aspecto de ella era suave y tenso: unas tenues gotas de sudor le brillaban en la sombra de sus pómulos. Era imposible, por supuesto, y sin embargo…

—¿Christy? —preguntó él, incrédulo.

Quería acercársele y tocarla para estar seguro. Pero, al mismo tiempo, una desconocida fuerza le impelía a levantarse de la silla y salir corriendo: a través de sillas y mesas, incluso de la pista de baile, donde rostros que creía conocer habían sido injertados en cuerpos que le eran desconocidos, cuerpos que ahora giraban frenéticamente al son de una música que él suponía ya perdida en las profundidades de su mente.

—Te he estado buscando toda la noche —dijo ella—. Temía…, tenía miedo de que no vinieses. —Su voz le llegaba apagada por el bullicio, como a través de un túnel de viento—. ¿Podemos ir a cualquier otra parte? Aquí es imposible hablar…

Martin se incorporó, dubitativo, y la siguió. La multitud oscilaba como una ola, y la figura de ella empequeñeció hasta perderse de vista. Él se abrió camino entre un grupo de sillas abandonadas y sus brazos tropezaron con un vaso que había encima de una mesa, desparramando el rojizo líquido. Enderezó el vaso ya vacío y trató de seguir avanzando.

Una mano poderosa le sujetó una muñeca.

—No creerás que vas a largarte tan fácilmente, ¿eh?

Martin elevó la mirada. La ajada copia de un rostro perteneciente a su adolescencia campeaba por encima del suyo. Alrededor de los ojos, unas arrugas grisáceas remarcaban asombro y daban énfasis a unas lentes de contacto de un azul fuera de lo natural.

—Bill Crabbe —dijo el hombre alto.

Martin pestañeó. Era verdad: Crabbe, la estrella del equipo de béisbol escolar… Se estrecharon las manos.

—¿Cómo va, compañero? —Crabbe le bombeó el brazo—. ¡Por todos los demonios, Jerry Marber! ¿Qué ha sido de tu vida en todos estos años?

Martin se dio cuenta de que le había confundido con otra persona.

Pensó en disipar el equívoco del hombre alto, pero en aquel instante la música cesó, y las acaloradas parejas regresaron entre las columnas de madera empujándose hacia sus mesas. Una nube casi tóxica de aromas a laca y colonias flotó hacia él, que elevó su mirada por encima de la multitud, buscando el rostro de Christy.

Se aclaró la garganta.

—Dispensa, Jerry —dijo abruptamente Crabbe—, pero allí está Wayne Fuller. Tengo que saludarle. ¡Por todos los diablos, míralo! ¿A que no ha cambiado nada? ¡Wayne, viejo! ¡Aquí!

Crabbe se adelantó, dirigiéndose al compacto grupo de gente desde el cual la enorme mano del pitcher les estaba saludando.

Martin buscó la salida.

Christy, o alguien que se le parecía mucho, se hallaba apoyada sobre la lacada superficie de la puerta, tratando de encender un cigarrillo. Sus ojos fueron deslumbrados por el resplandor de un globo luminoso.

«Me está esperando —pensó—. A mí, después de tantos años… Debería haberlo pensado. Debería haber mantenido el encanto. Aunque quizás lo he hecho sin darme cuenta… Pronto lo averiguaremos», se dijo a sí mismo.

Las parejas pasaban a su lado con inquieta premura. La sala parecía que iba a inclinarse cuando los cuerpos se acumulaban en uno de sus extremos. Ante la barra, unas seis líneas de espaldas de hombre embutidos en trajes de poliéster y talle indefinido se movían inquietas. Martin inspiró profundamente. Se sentía borracho. Se apoyó en el respaldo de una silla y miró en otra dirección.

—¡Jimmy! —tronó una voz.

Intentó abrirse paso, enredando su cabeza entre las serpentinas que volaban desde el escenario. Un coro de voces parecía formar un muro ante él; rostros grisáceos y melenas con rizos que evidenciaban una permanente se interponían en su camino. Cuando los hubo superado, se dio cuenta de que Christy ya no se hallaba junto a la puerta.

—¡Jimmy Madden! ¡Sabía que eras tú!

El atronador vozarrón del cuello de toro del entrenador del equipo tronó de nuevo. Esta vez fue arrastrado hasta un reservado.

Martin se volvió y se halló ante una camiseta adornada con publicidad: el mismo tipo de anagrama que le recordaba de la época escolar. Escudriñó el rostro que se elevaba ante él y sacudió su cabeza, sonriendo con impaciencia.

¿Cómo se llamaba el entrenador?

Luego se dio cuenta de que, a pesar de todo, aquélla no era la cara del entrenador. Era Warrick. Mark Warrick, el que había sido una figura en la delantera de los Greenworth Buckskins. Había sido el mejor en las finales del campeonato del estado, si no recordaba mal.

—Encantado de verte, Mark —dijo Martin, respirando profundamente—. Pero yo no, no…

Una mujer de sonrisa melosa se separó del grupo y se colgó del brazo de Martin. Su pecho le presionó con firmeza el costado.

—¡Gail! —exclamó Warrick y su prominente mandíbula se quedó abierta, mostrándole una dentadura irregular y húmeda de saliva—. ¿Sigues con Bob? Quiero decir…

—No, desde hace año y medio —anunció Gail, y apretó el antebrazo de Martin, como si se lo estuviera midiendo—. ¿Y cómo estás tú, Joe?

—¿Sabes una cosa, Gail? —dijo el hombre con la camiseta deportiva—. Ahora soy el primer entrenador del GHS. ¿Qué dices a eso? ¡Uau! ¿Estás…, quiero decir si has venido sola?

—¿Aquélla no es tu esposa, Mark? —dijo Gail—. ¿Esa cosita dulce allá en la esquina, esperando que alguien la saque a bailar? ¿Cuál era su nombre?

Martin se percató de cómo le separaba las costillas el armazón metálico de sus sostenes. Gail se volvió de nuevo hacia él, a pocos centímetros, y sus ojos parpadearon sobre la espesa máscara de maquillaje de su rostro.

—Joe Ivy, ¿sabes que mis mejores recuerdos amorosos te pertenecen?

—Sí —dijo Martin, apresuradamente—. No, no lo sabía. No. Ése no soy yo… En realidad no estoy aquí.

Se liberó del abrazo y se alejó, arrugándole el vestido de raso a alguien. La salida parecía como si se hallara al otro extremo de un campo de rugby, como si la contemplase a través de un telescopio invertido.

Se abrió paso a codazos, dejó cubitos de hielo tintineando en vasos de plástico tras él, y emprendió una última carrera hacia la cubierta y la oscura noche de afuera.

Una repentina brisa portuaria acariciándole el cuello le hizo estremecer.

No se detuvo hasta que llegó al otro extremo de la cubierta Promenade. Una vez allí, se apoyó sobre los codos y examinó la imagen de la Windsor Room, con sus ojos de buey enmarcados por rejas recién pintadas.

La puerta de la sala de fiestas permanecía abierta, lanzando un rectángulo de luz amarillenta sobre el suelo que había bajo el mástil principal. A través de la puerta distinguía la pancarta escrita a mano que colgaba en la pared, encima del bar.

BIENVENIDOS A LA REUNIÓN

EX ALUMNOS DE LA ESCUELA SUPERIOR GREENWORTH

CURSO DEL 62

Ella se detuvo ante él, mirándole como antes solía hacer. Detrás de su cabeza, un cálido resplandor atrapó su pelo. Él intentó leer su expresión, pero a contraluz no le fue posible. Estaba buscando la manera más adecuada para empezar de nuevo. Se enderezó, e involuntariamente su cuerpo se aproximó al de ella. El hálito de calor cesó al cerrarse repentinamente la puerta de la sala. Una ola de aplausos creció desde el interior, cuando desde el escenario se hicieron unos brindis; sin embargo, tras la puerta al cerrarse únicamente quedó el ronroneo de un tambor que se unió al murmullo de las oscuras aguas que se agitaban casi imperceptiblemente bajo sus pies.

Quería recuperar tanto tiempo perdido, forzarla a una confrontación tanto tiempo ansiada, lanzar las llamas de su tristeza sobre su cuerpo, por su garganta… y sin embargo dijo:

—Christy…

Ella lanzó su cigarrillo, y el viento desmenuzó la brasa en un estallido de chispas.

—Necesito saber cómo te ha ido —dijo él—. Quiero saberlo todo. O lo que tú quieras contarme. Si es que puedes. Tú sabes que sí puedes, Christy.

Le cogió la mano.

Ella bajó los ojos y encendió otro cigarrillo.

—Estoy contento de que todo os haya salido bien, a ti y a Sherman —mintió él.

Casi se había confundido al ir a pronunciar el nombre. Era la primera vez que lo hacía, incluso la primera vez que se permitía pensarlo en los últimos quince años. Sherman el perdedor, el tipo que nunca tuvo amigos… hasta que apareció Martin y quiso echarle una mano. Al final, Martin había aprendido lo que significa ayudar en exceso…

«Cámbiame los pensamientos, tengo miedo de ir más lejos —le bullían las ideas—. Dime que todo acabó entre vosotros, que nunca hubo nada. Dime que no has cambiado, y que tampoco he cambiado yo. Hazlo. Hazlo ahora, o desaparece por el resto de mi vida».

Pero no habló.

De repente, ella pareció avergonzada, incapaz de mirarle a la cara.

—No sé cómo…

—Empieza por donde quieras.

Él esperó.

Una solitaria embarcación de recreo cruzó la bahía, sus oscilantes lucecitas momentáneamente oscurecidas por el inmenso aparejo de la cubierta donde él y Christy se hallaban.

—Siempre le odiaste, ¿no es cierto? —dijo ella con voz extraña, como si quisiera reafirmarse a través de las palabras, como si la idea le causara algún tipo de satisfacción.

—¿Y eso qué importa?

—Yo creo que sí importa. Por eso he venido.

«¿Ésa es la razón? —pensó él, notando cómo el desconcierto lo dominaba—. Bien, si quiere darme explicaciones se está tomando su tiempo… Como si me importara… Como si algo pudiera tener importancia a estas alturas».

Él nunca había sentido rencor hacia ella. Herido, sí. Y confundido. «Yo me habría casado contigo, ¿lo sabías?». Pero ¿enfadado?

«Yo nunca me lo hubiese permitido, y ahora forma parte de otra vida, que sucedió entonces».

Algo era cierto: ella no podía hablar por él. No pudo entonces y no podía ahora. Él tuvo su oportunidad de dar la cara y no lo hizo. Ahora ya era demasiado tarde.

—Olvídalo —dijo él—. Son cosas que pasan. Incluso entre amigos. Especialmente entre los mejores amigos.

Ella elevó sus ojos, y éstos relucieron; fuegos artificiales en el centro.

—Siempre fuiste lamentablemente olvidadizo. Hazme un favor, Marty: ¡deja ya de ser tan comprensivo! Tú sabes que le odias. ¡Admítelo!

«¿Se estaba aprovechando de él? No podía creerlo. ¿Cuál podía ser la razón?».

—Christy, quise decir lo que he dicho. Necesito saber que estás bien, que eres feliz. Eso es todo. Si no lo crees, es que nunca llegaste a conocerme de verdad.

—Pero yo te conozco. Ahí está el motivo, Marty. Te conozco y por eso te necesito ahora.

Su voz se suavizó y los años se esfumaron como flores silvestres en el campo. Él la recordó o se la imaginó… —no estaba seguro— extendida sobre su regazo, abrazada a su pecho. Tantas noches…

—Marty.

Entonces, inesperadamente, el tono de su voz, otra vez endurecido, le trasladó al presente. En su modo de hablarle había algo de emoción sorprendentemente nítida.

Empezó a dudar de sí mismo. ¿Había sido suya la culpa, entonces? ¿Había habido algún incidente que él se había obligado a olvidar en todo ese tiempo, y que fue la causa de que ella se lanzara a los brazos de Sherman? ¿Había olvidado en cierto modo lo ocurrido aquella noche? ¿Era eso posible?

Marty. Sólo ella le había llamado así, y quizá nunca más nadie lo haría, independientemente de cuántos años tuviese él por delante.

Ella movió su cuerpo hasta que ambos estuvieron lo bastante cerca como para tocarse. Pero aún no se tocaron. Él se percató de la ardiente radiación que desprendía el cuerpo de ella, haciendo vibrar la tela de su vestido. Su aroma le quemó el olfato. Se esforzó en inspirar hondo.

—Marty —dijo ella, y un fino mechón de pelo, invisible como tela de araña, le acarició la mejilla—, ¿tengo que suplicártelo? ¡Te necesito!

Ella le había dicho que estaba a unos cinco minutos. Si fueron más o fueron menos es algo que él no notó.

Detrás de ellos, las chimeneas del

Queen Mary, pintadas de rojo y negro, se elevaban cual torres truncadas de una central nuclear, dando al reconvertido navío una sensación de movilidad, como si el barco hubiese sido amarrado allí temporalmente y ahora estuviese levando anclas para, abandonando el amarre de la vieja estación naval, introducirse suavemente en la niebla, a lo largo de la franja costera.

Ella le miró una vez cuando pasaban cerca de una refinería, pero no le vio. El penacho de una llamarada interminable hendía el cielo; el gas natural brotaba a través de las tuberías desde el centro de la Tierra… Ella miraba a través de él: una pantalla de rayos X, situada donde ella había querido, mostraba la translúcida imagen de sus carnes y de sus huesos.

Un letrero con las palabras APARTAMENTOS DE LUJO apareció en su campo visual.

Pasaron ante el edificio y ella enderezó el volante, dirigiendo el vehículo hacia un callejón sin salida que había en la parte trasera del bloque de apartamentos. Aparcó bajo unas tuberías de servicios, dentro de las cuales gorgoteaba el agua.

Era uno de esos bloques de casas que mueren junto al océano, donde las premuras parecen perder todo su sentido, ya que no queda a dónde dirigirse una vez se ha alcanzado el fin del continente.

Las luces del coche se desvanecieron y la niebla dejó de caracolear. Una corona espesa rodeaba una farola de la calle como si se tratara de un halo lunar. El jadeo del motor fue sustituido por la respiración de una marea invisible.

Ella se reclinó en él. En contra de su voluntad, los dedos de Martin se curvaron para acogerla.

—Espera —dijo ella—. Ya casi hemos llegado. ¡Dios mío, no sabes cuánto he estado esperando este momento!

Ella cogió su bolso, que estaba en el asiento trasero, retiró las llaves y salió del coche.

Sus pasos resonaron en el pavimento. El paso de un triciclo iluminó fugazmente un patio sumido en la penumbra. En algún lugar, las voces de un televisor eran suavizadas por las centelleantes sombras azules de las ventanas. Desde un oculto rincón, un gato gimió con la voz de una criatura. Subieron los escalones hasta un segundo piso. La corroída puerta del corredor crujió con un chirrido similar al de una uña sobre la pizarra. Un candado sin fin relució bajo la sacudida de las llaves de ella.

—Por aquí. No hacen falta las luces.

Ella le condujo en la oscuridad, y un blando cojín chocó con el dorso de sus piernas.

La habitación tomaba forma en la oscuridad. Gradualmente, perfiles del mobiliario iban apareciendo ante él, pero se disolvían cuando trataba de fijar la vista en ellos. A través del vano de la puerta, en las profundidades de otra habitación, relucía el frío resplandor de una llama de gas enmarcada por unos apliques de ignotos perfiles.

Los segundos iban pasando.

Haces de luz empezaban a serpentear en el exterior del patio, de modo que los confusos planos que formaban las raídas persianas sugerían la aparición de barras sobre sus manos.

Le llegó el olor de un perfume antiguo, y luego ella se fue deslizando a su lado sobre el mullido asiento. Podía oír el susurro de sus medias, de su cuerpo al rozar con el vestido…

—Christy…

Ella le cerró los labios con dedos fríos, y entonces vio el resplandor de sus ojos mirando más allá de él.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—¡Chist!

Siguió la mirada de ella a través de la habitación.

Un débil hilo de luz apareció por debajo de la puerta.

¿Había alguien más en la casa?

No podía ser él. Ella no habría…

¿Un niño, entonces? ¿Por qué no?

Era normal que hubiesen tenido un niño. Simplemente, natural. ¿Cómo no lo había previsto?

Aun así, la idea le cogió por sorpresa; incluso le enervó. ¿Cuántos años debía tener?, se preguntó. ¿Cuánto tiempo después de que ella le dejase…?

Pero no. Se negó a aceptar aquella posibilidad.

La tocó con torpeza, momentáneamente inseguro.

Ella movió su cabeza de un lado a otro, y sus labios rozaron los de él: eran tan fríos y secos como flores del desierto.

—No —dijo ella, con voz ronca—. Luego. Te lo prometo… Pero antes hay algo que debes hacer.

—Aguarda —dijo él, tomando conciencia de dónde estaba y de lo que estaba haciendo—. No me has entendido… Yo no vine aquí para…

—¿Seguro que no?

Ella le miró con los ojos entornados.

¿Se estaba burlando? Sí, decidió: se burlaba de él.

Ella se incorporó, e hizo que él se levantase. A pesar suyo, su cuerpo siguió al de ella.

Un recuerdo de la figura de ella cruzó la habitación.

Se escuchó un ruido.

Ella se hallaba de pie al final del corredor, frente a la puerta cerrada.

Pudo ver cómo una sombra incidía en el hilo de luz.

Algo se movió. Algo muy pesado.

Siguió un sonido de llaves, y luego la puerta se abrió.

Martin quedó cegado momentáneamente por un chorro de luz. Cuando sus ojos lograron ver de nuevo, ante él se hallaba la figura de un hombre.

—Cariño —dijo ella—, yo… He traído a alguien a casa para ti.

La figura permanecía tan quieta que por un momento Martin pensó que se trataba de un maniquí. Por fin detectó movimiento en sus ojos: dos puntos diminutos asomaron en sus profundas cuencas. Luego los hombros se hundieron cansadamente, la pesada mole se apartó a un lado y las ralas púas del pelo sin curvas brillaron bajo el resplandor de unas bombillas de alta intensidad que se hallaban en cada rincón de la pequeña pieza.

Ella declamó, y su tono de voz volvió a ser como el gemido de una cuerda de violín.

—¿Te acuerdas de Jack, no?

Los ojos de ella se trasladaron con nerviosismo hacia los dos hombres. Los iris se habían cerrado sobre los fuegos artificiales. Sin poder evitarlo, él contempló las pequeñas arrugas que rodeaban sus párpados, impresas allí como si durante años hubiese entornado los ojos bajo un sol implacable. Las pupilas se habían desteñido como una fotografía descolorida.

—¿No es así, Sherman? —dijo ella.

Martin la miró fijamente.

¿Qué demonios estaba haciendo? ¿Qué clase de locura era aquélla?

El hombre se alisó los cabellos, frotó sus blandas manos sobre su cara pálida, y se enderezó.

Martin no tenía escapatoria. Había empezado a moverse hacia el umbral.

Notaba el aire viciado de la habitación como si un incienso dulzón uniese su olor al de ropas viejas en una atmósfera cerrada, donde el aire circulaba una y otra vez, recalentado por el ardor de tantas bombillas. Entonces el hombre hizo un esfuerzo para desplazar su pesado cuerpo. Martin enmudeció, sacudido por la sorpresa.

Recordaba a Sherman varios centímetros más alto, de su misma estatura… De hecho, exactamente la misma. Pero parecía como si su esqueleto se hubiese comprimido con el tiempo, la columna se había encogido. La postura cayendo sobre sí misma a fin de soportar aquellas combadas carnes.

Martin trató de creer lo que sus ojos veían.

En los últimos tiempos se había estado preguntando qué apariencia se suponía que debía tener un hombre de su edad. Como punto de referencia solía tomar algunos de los individuos que se cruzaban con él por las calles. Pero nunca estaba seguro.

Ahora sí lo estaba.

Un estremecimiento le corrió la columna hasta la base del cráneo.

Y entonces, de repente, algo que le había parecido tan importante, le abandonó como un soplo, como un cambio de marea. Una gran molestia tomó forma y se desvaneció en un espasmo fugaz. Los ojos le escocían.

Echó una ojeada a sus espaldas y vio que Christy ya no estaba allí.

—Jack —dijo Sherman con suavidad.

Era Sherman, en efecto.

—Jack Martin… Tenemos mucho de que hablar. Debemos hacerlo. Toma asiento, ¿quieres, Jack?

«¡El muy hijo de perra! —pensó Martin—. El desgraciado, maldito, malnacido, lamentable hijo de perra… Tantos años con ella, los años que se suponía debían ser míos, y mira, mira de qué le han servido…».

Y, con aquellos pensamientos, todo el odio acumulado partió hacia… alguna parte. A cualquier lugar. Retrocediendo entre la blanca luminosidad, yéndose y desapareciendo. Al mismo tiempo se sintió muy viejo, como cualquiera que es víctima de circunstancias imprevistas. Como todos los que estaban en la fiesta, todo el resto de sus condiscípulos. Ya no podían serle desconocidos por más tiempo. Ni siquiera aquel hombre. Aquel antiguo amigo. Era así. ¿O no?

Lo era. Y no podía hacer nada al respecto.

Tomó asiento.

—Supongo que ya te enteraste… Que yo y Chris nos habíamos casado…

—Sí —dijo Martin.

Sherman se dejó caer cautelosamente sobre una silla de respaldo alto.

Martin pudo ver que la habitación se hallaba casi desnuda, sin ninguna concesión a la comodidad. Todo lo que aparecía ante sus ojos había sido pintado en blancos y negros. Había una colección de pasquines con el «Se busca» del FBI, colgados de las paredes, sin enmarcar. Reconoció el rostro de un secuestrador y el de un famoso líder negro radical. Otro más, un hombre joven con mandíbula prominente y lentes, y expresión de desafío en su rostro, le miraba fijamente. En algún lugar, un sencillo reloj eléctrico recorría un círculo sin fin.

—Y bien, ¿qué me cuentas, Jack?

«Ahórramelo —pensó—. Ahórranoslo a ambos. ¿Qué conseguiremos llevando adelante esta conversación?».

—No me puedo quejar. —Martin trató de eludir con premura las inevitables historias personales—. Dime, ¿a qué tantas luces? —Era una pregunta bastante razonable, aunque en realidad le tenía sin cuidado—. No me digas que a tu edad le tienes miedo a la oscuridad.

Era una media broma, pero la parte graciosa no causó efecto.

Sherman le observó con detenimiento, jugando con un llavero de considerable tamaño. Tras él, en un estante, dos soldaditos de infantería en miniatura, pertenecientes a algún ejército histórico, acumulaban polvo, eternamente condenados a recordar alguna batalla olvidada hacía años.

—Sí, bueno… Digamos que tuve mi ración de oscuridad en el ejército, ya sabes a qué me refiero.

En algún remoto momento de sus años pasados, Martin tenía el recuerdo de haber permitido que cierta información sobre Sherman se introdujera en su conciencia: la de que él había servido en algún cuerpo del ejército. Reenganchados, creía que los llamaban.

—¿Infantería de marina? —preguntó.

—Cuerpo de ingenieros. Me destinaron para realizar unos trabajos de campo en Nuevo México… ¿Sabes lo que es un espeleólogo, Jack? —preguntó con un tono de orgullo en su voz.

—Creo que sí. —Martin forzó su mente—. ¿Te refieres a que hacíais mapas de cuevas y cosas así?

Sherman asintió con la cabeza.

—El sitio era conocido como Carlsbad, donde el diablo tira todos sus desechos…

—Ah. —Eso lo aclaraba, pues; en cierto modo—. Y, desde entonces, ¿qué has estado haciendo? —preguntó.

—Bueno, tenía que pensar en Chris, por supuesto. —«Por supuesto»—. Necesitaba algo, ya sabes, algo que tuviese más futuro.

—Claro.

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