Horror

Horror


La silla

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«¿Y qué puede hacer un ex espeleólogo?», barruntó Martin. Parecía absurdo, pero ¿por qué no? A fin de cuentas, le era imposible pensar en una ocupación para él. Ni siquiera podía imaginar a alguien que se ganara la vida arrastrándose por las cuevas con una lámpara y una libreta.

«Los hay para todo», pensó.

Y, por otro lado, ¿había algo más ridículo que la forma en que habían tenido que volver a coincidir?

«Sí —pensó—, hay tipos para todo. Cualquier forma es válida para cumplimentar eso que la gente llama vida. ¿Quién soy yo para juzgar?».

—Así que me apunté a un cursillo sobre legislación —estaba diciendo Sherman.

«¿Y qué? —pensó Martin—. Aunque ¿por qué no? Para quienes les guste ese tipo de cosas, bueno, tengo que reconocer que es el tipo de cosas que les gustará hacer. ¿No?».

—Después de graduarme en la A & M de Texas, un camarada me consiguió un sitio en el Departamento de Correctivos. Yo lo tenía todo planeado. Iba a tratar de abrirme camino dentro del sistema… Hay que empezar de carcelero, no importa cuál sea tu especialidad. Y fui destinado aquí. Para empezar era un lugar tan bueno como otro cualquiera.

—¿Beats Terminal Island, eh?

No sabía qué más podía decir.

—Sí. Es lo que yo pensé…, hasta que esos bastardos me atraparon.

Martin hizo un gesto de interrogación.

Sherman se acomodó en su silla. Los ojos parecían crecer.

—Tomaron trece rehenes.

—¿Eso hicieron?

—Sí. Cuando todo hubo concluido, sólo dos seguíamos con vida.

Martin meneó la cabeza.

—Lo siento —fue todo cuanto se le ocurrió decir—. No tenía ni idea.

Y seguía sin entenderlo. Algún tipo de motín carcelario. ¿De qué estaba hablando Sherman? Había habido uno en Attica, y otros. Algunos más. Le era imposible recordar el nombre de las instituciones. Y tampoco se atrevía a preguntar.

—¿Sabes lo que hicieron esos bastardos?

Martin elevó ambas manos.

—No, no lo sé, pero…

—Nos hicieron cosas. —Sherman temblaba de rabia—. Cosas que no deberían hacérsele a ningún hombre.

No estaba hablando de aquello: lo estaba reviviendo.

Martin se preguntó si alguna vez podría olvidarlo. Pero la respuesta era obvia. Estaba escrita allí, en el contraído rostro del hombre.

Martin quería ayudarle, pero alguna desconocida razón se lo impedía. Y, por otro lado, se preguntaba qué podía hacer él…

—Jack, ya no soy el hombre que fui. No soy el mismo que se casó con ella. Sencillamente, ya no soy el mismo. ¿Entiendes?

Martin asintió, turbado.

—Desearía regresar y coger a cada uno de ellos. Con mis propias manos. El gobierno juró que lo haría por mí. Pero no supieron hacer bien su trabajo.

Martin se retorció. La maciza silla donde se hallaba sentado empezaba a ceder. Se notaba que no había sido diseñada para un uso muy prolongado.

—Desde entonces, las cosas han cambiado —estaba diciendo Sherman.

Martin empezaba a sentir dolor de cabeza. La pequeña y austera habitación, con toda aquella iluminación, se hacía agobiante. Estaba deseando que Christy regresara pronto y le rescatase de aquella situación. Él ya había cumplido con lo que ella le pidiera. Se había enfrentado a Sherman, o había permitido que él lo hiciese, por algo que valiera la pena.

—Y voy a conseguirlo ahora, Jack. Vamos a tener una nueva revolución en este país. Y empezará justo aquí.

—Déjalo ya, hombre —dijo Martin con suavidad; tenía la garganta seca, y le resultaba difícil tragar saliva—. La vida es demasiado corta.

—Sí. —Sherman elevó su pálida mano para señalar una estantería llena de libros, próximos a los soldaditos de plomo—. Para eso he estado preparándome.

Martin modificó su postura en la silla, ansiando tener un motivo por el cual eludir la tortura de aquel asiento. Frunció el ceño. Los títulos de los volúmenes más próximos a él se hicieron legibles:

Crimen y castigo en América.

Nuevo manual de la horca.

Historia de la guillotina.

Ejecuciones en los Estados Unidos.

—Dentro de unos pocos años habrán salido de la cárcel —dijo Sherman—. A no ser que ya estén a punto. Sé que me encontrarán. Siempre lo hacen. Pero esta vez, cuando vengan a por mí, estaré esperándoles.

La bombilla más cercana zumbó con la corriente, electrificando la atmósfera.

Martin empezaba a percatarse de un sentimiento que le había estado inquietando toda la noche. Algo parecido a esa sensación que se siente cuando uno toma conciencia de que algo está saliendo absolutamente mal y, sin embargo, no sabe de qué se trata a ciencia cierta. Estaba allí, no sólo en su interior, sino también en todo cuanto le rodeaba, cosquilleándole en las piernas, como agujas y alfileres. El hecho de que no lograra nombrarlo no le restaba autenticidad. No podía seguir ignorándolo por más tiempo.

Contempló al otro hombre como si fuera la primera vez.

Martin flexionó sus piernas y empezó a levantarse de la silla.

Aquel hombre pálido estaba de pie, y de una rápida zancada se había situado ante Martin.

Alcanzó la silla.

Martin miró hacia abajo.

Un aro metálico brotaba bajo el brazo de la silla y le rodeaba la muñeca, sujetándole. Primero una muñeca y luego la otra. Se quedó mirándola. Tenía la sensación de que todo aquello le estaba ocurriendo a otra persona.

Sherman osciló sobre él, con la respiración sibilante, y la luz filtrándose a través de las púas del cabello. Se curvó sobre sí mismo, tratando de inclinarse, y Martin oyó el chasquido metálico de otro aro: otro que le sujetaba los tobillos.

—¿Qué…? —empezó a decir.

—¿Quieres saber de qué se trata, Jack? Mira ahí.

El rostro del individuo con la mandíbula prominente se destacaba entre los otros pasquines: las gruesas gafas, el aire de desafío, el corte de pelo años cincuenta…

—Ése es el mismísimo Bantam el Pelirrojo. Uno de los peores cabrones que jamás hayan existido. Se cargó a once antes de que lo cazaran. Pero al final se lo cepillaron. El 25 de junio de 1959, en el sótano de la penitenciaria del estado en Nebraska. Lo pintaron de blanco, para él solo. Charlie Starkweather. ¿Habías oído ese nombre?

Martin escuchaba la inexpresiva voz de Sherman, mientras el pulso le batía en los oídos.

—Y ésta es la que utilizaron. Para mi suerte, me lo dijeron cuando la estaban retirando. La empacaron, pieza a pieza, para mí.

Sherman palmeó con orgullo el alto respaldo.

—Charlie Starkweather. Su silla. La misma, por Dios. Y ahora es mía.

Martin se sentía atrapado en una pesadilla de la que no podía despertar.

—¿Por qué?

La cara de Sherman se contrajo en una sonrisa torturada.

—Dos mil doscientos voltios. Por eso. Tuve que acondicionar esta habitación especialmente. Aun así, si no apagara estas luces saltarían todos los plomos del edificio.

Sacudió la cabeza con satisfacción.

—He leído todo lo que hay que saber sobre su funcionamiento. Al principio el cuerpo enrojece, luego se vuelve negro… si le dejas el tiempo suficiente. El cerebro se cuece como un huevo duro y la sangre se quema hasta quedar convertida en carbón. Nunca falla. Nunca ha fallado, y la utilizaron doce veces. Rápida y limpia. Hace bien su trabajo… Devuelve con creces lo que costó. Todo en menos de sesenta segundos…

Como si de un gesto casual se tratase, Sherman apagó la primera bombilla.

—Pero ¿por qué? —inquirió Martin—. ¿Por qué estás haciendo esto?

Sherman apagó la siguiente.

—¿Y quién sabe por qué las cosas acaban de la forma en que lo hacen, Jack? Si nunca te hubiese conocido, si nunca hubiese conocido a Chris… De no haber ido nunca a trabajar donde tuve que ir… Muchos síes. Si no la hubieses tratado como lo hiciste…

Apagó una lámpara más.

—Si no hubieras permitido que me casara con ella…

Clic.

Martin se retorció entre las ataduras. Las argollas le hirieron sus muñecas.

Clic.

—Podemos decir que ésos son los complementos misteriosos, supongo. Pero una cosa sí sé: voy a empezar a vivir en mi propia casa de justicia. Y eso es un hecho.

Clic.

Una creciente oscuridad le rodeó mientras Sherman hablaba desde el otro extremo de la habitación. Martin estaba casi ciego, las huellas de las bombillas seguían en el fondo de sus ojos… Arqueó el cuerpo y empujó con la cabeza en el respaldo. Pero los aros le mantenían sujeto.

Sherman dudó ante la última bombilla. La sombra de su figura se extendía sobre el suelo.

Luego se acercó a una caja de fusibles que había cerca de la puerta.

El corazón de Martin estaba a punto de salírsele del pecho.

Sherman elevó su mano. Se relajó, apoyándose en la blanca pared, y sus ojos centellearon en la oscuridad.

—De todos modos, te habrás hecho una idea. Así es como sucederá… cuando suceda.

Y jadeó. Todo su cuerpo fue sacudido por una risa compulsiva.

—¿Ves qué fácil es? No importa a qué hora del día o de la noche vengan a por mí. No tendré que preocuparme de nada.

Se aproximó penosamente hacia Martin y… con un gesto de sus dedos liberó sus brazos. Luego se arrodilló ante la silla, le soltó los aros de las piernas, y elevó hacia él su pálido rostro.

—Bien —preguntó—, ¿qué piensas de mi pequeña demostración?

Lenta, muy lentamente, Martin se incorporó. Aunque sus piernas se negaban a sostenerle, se encaminó hacia la salida. No dijo nada. No había nada que decir.

Una a una, Sherman fue encendiendo las luces. Las bombillas revivieron con un débil zumbido.

Martin introdujo un pie oscilante en el umbral, en la oscuridad que aguardaba en el pasillo.

Sherman se dejó caer pesadamente en la enorme silla. Era más grande de lo que Martin hubiese creído, y estaba hecha de piezas pesadas, ensambladas entre sí de una manera grotesca, con inhumano diseño. Su volumen, los filos y los ángulos sin pulir, le daban la apariencia de un trono malévolo.

Sherman descansaba sosegadamente en ella, como si su cuerpo hubiese adquirido la forma de los rígidos contornos, de los ásperos ángulos mediante años de práctica. Como si formara parte de ella.

—De todos modos —dijo—, encantado de haberte visto, Jack.

Su voz se desvanecía, difuminándose allá en la habitación.

—Pásate por aquí otro día. Cuando quieras. Trae algún amigo. Últimamente no salgo mucho. Dentro, fuera. ¿Cuál es la diferencia? Todo es igual.

Suspiró. Su voz, desprovista de modulación, era casi inaudible.

—Debían haber acabado conmigo cuando tuvieron la oportunidad de hacerlo —añadió.

En la pared, junto al marco de la puerta, había el cuadro de mandos. La tapa estaba abierta. Dentro, un conmutador estaba dispuesto para ser manipulado. Martin calculó la distancia que lo separaba de su mano.

«Quizá le haría un favor —pensó—. Quizás haría un favor a todos nosotros. Pero no puedo saberlo hasta que lo vea. Por un instante he tenido el pensamiento de que podría perdonarlo, que así todo se arreglaría. Pero eso es pedir demasiado. ¿Cómo se puede perdonar lo imperdonable? Debe ser juzgado por alguien más capacitado que yo».

Hubo un movimiento a sus espaldas.

—Tú puedes hacerlo.

Las palabras habían sido derramadas en su oído por una voz al menos tan vacía e impersonal como la de Sherman.

—¡Sabes que puedes! —siseó ella—. Siempre le has odiado. ¡Admítelo! Hazlo y te liberarás. Nos liberarás a los dos. Ya lo verás. Hazlo…

El tono de su voz era seductor, excesivamente razonable. Pero su sonido era cruel. Las palabras casi eran amables.

Martin la miró a los ojos.

El rostro de ella se encontraba tan sólo a dos dedos del de Martin. Lo vislumbraba allí, medio en la oscuridad y medio bañado por la luz artificial. La excitación que la dominaba le confería una fragancia irreal. Su respiración era ardiente, pasional. El pulso le batía en la gruesa vena que sobresalía de su cuello.

Aquella cara, decidió, ya no le era familiar.

—Yo… no puedo hacerlo. No soy lo bastante fuerte. Pero tú…, ¡tú puedes hacerlo! Sabes que puedes. Entonces…

Martin pasó ante ella dando tumbos y se zambulló en la oscuridad.

Cuando Martin salió del taxi, una rampa parapetada le indicaba el camino hacia la cubierta de popa del Queen Mary Hilton, e hileras de camarotes igual que un túnel le guiaron de vuelta a las entrañas de un monstruo dormido.

A pesar de la hora, el parking estaba repleto con varios cientos de coches, repartidos en hileras irregulares bajo las luces de seguridad. Seguramente algunos de los vehículos debían de pertenecer a los miembros de su curso que seguían en la fiesta.

Ascendió por la rampa y se dirigió hacia la escalera mecánica.

La Windsor Room estaba desierta, las serpentinas y los adornos de la fiesta oscilaban mortecinamente al impulso del invisible aire acondicionado. El salón de entrada seguía decorado con las indicaciones enmarcadas en unas herraduras de papel blanco y las flechas que indicaban la dirección a seguir. En la mesa de registro marcada con «J a N», un montoncito de insignias que no habían sido reclamadas acumulaban polvo entre lápices y alfileres.

Los reflejos que lanzaban las aguas de la bahía incidían en el techo de la sala, creando la irreal sensación de que todo el buque se hallaba sumergido bajo las aguas del puerto. Al fondo de uno de los corredores laterales, un pulidor de suelos vibraba ruidosamente sobre el silencio de la noche; el sonido parecía que viniese desde varias direcciones al mismo tiempo.

Martin cruzó la sala en dirección a la cubierta Promenade, pero allí tampoco había nadie a la vista.

Giró sobre sus pasos y abandonó aquella zona.

Buscó a través de largos pasillos de camarotes con todas sus puertas cerradas, de las cuales no salía ningún sonido. De vez en cuando una bandeja de servicio abandonada en el suelo le obstaculizaba el paso, semillena con los residuos de una cena fría o de un par de botellas de champaña. Se quedó dudando ante una puerta, de cuyo pomo exterior colgaba un NO MOLESTAR. Dentro no se denotaba ningún movimiento ni iluminación, sólo la débil vibración de unos ronquidos.

Siguió caminando.

A medida que se iba acercando al salón del extremo del barco, empezó a oír el cacofónico sonido de una música «disco», acompañado por un tumulto de voces roncas y de vasos chocando en brindis alocados.

Al dar la vuelta al último recodo, se detuvo a observar. En el salón, hombres con trajes antiarrugas y mujeres con rígidos vestidos y calzadas con incómodos zapatos echaban el último trago bajo la paciente mirada de media docena de camareros fatigados.

Avanzó hasta la alfombrada entrada.

—Lo siento, señor —dijo una mujer joven—, pero ya hemos dado el último aviso. La cafetería sigue abierta si usted desea…

—¡Eh, Macklin!

—Ésta sí que es buena —dijo Martin—. No se preocupe, estoy buscando a una persona.

—¡Jim Macklin!

Un hombre con la corbata desabrochada volcó su vaso de encima de una mesa cercana a la ventana.

—Dispense —dijo Martin a la azafata—, creo que ya he visto a la persona que andaba buscando.

Avanzó esquivando las sillas. Cuando se estaba aproximando a la ventana, una mano emergió de una mesa próxima y le asió de la muñeca.

—¿Adónde vas, Jerry? —Era Crabbe, la estrella de béisbol—. Toma un trago y acércate una silla.

—Gracias, pero…

—Bill, creo que has tomado una copa de más —dijo una mujer con un peinado que parecía una colmena—. Éste es Dave McClay, le reconocería en cualquier parte…

El hombre de la ventana se les acercó.

—¿Tú no eres Jim Macklin? Habría jurado que…

—Pero ¿de qué estás hablando? —intervino un hombre con el cabello lacio—. Puedo reconocer a mi viejo amigo Marston en cualquier lugar. Recuerdo cómo salíamos con el coche por las noches, más allá del cementerio donde…

—Hola —dijo Martin—. No quisiera interrumpir vuestra fiesta.

Se acercó una azafata llevando una factura en la bandeja.

—¿Qué vas a tomar? —preguntó Crabbe.

—Lo siento muchachos, el bar está cerrado.

—¡Buuu!

—¿Qué hora es? No puede ser tan…

—Vamos a mi habitación —dijo el hombre de la mesa junto a la ventana—. Tengo una suite para todo el fin de semana. Tuve que venir volando de un tirón desde Salt Lake City…

—Muchacho, se te habrán cansado los brazos —dijo la mujer con el peinado de colmena.

Todos rieron la ocurrencia.

Cuando ya salían, Martin se dirigió al jugador de béisbol.

—¿Te acuerdas de un tipo de nuestra clase que se llamaba Sherman?

—Sherman —dijo Crabbe, bajando con dificultad los escalones de la salida del bar—. ¡Ah, sí! Todos en el equipo odiábamos su fanfarronería. ¿Está aquí esta noche?

—No exactamente —dijo Martin.

Habían llegado al ascensor.

—Vamos a hacer una fiesta, pero de verdad —dijo una de las mujeres, tratando de presionar el botón de llamada sin conseguirlo.

—El viejo Sherman —decía Crabbe pensativamente—. Cielos, a la única fiesta que se le invitó una vez fue a la de los Inocentes. ¡Vaya tipo! —dijo, meneando la cabeza.

—¿Dónde? —dijo la mujer.

—No pudo venir esta noche —aclaró Martin.

Las puertas del ascensor se abrieron y los otros se comprimieron tratando de buscar un sitio.

Martin sujetó el brazo de Crabbe y lo retuvo junto a él.

—Quería venir —dijo Martin—, pero tiene muchos problemas. En casa, ¿sabes? Yo estaba pensando… Quizá tú pudieras hacerle un favor. Digamos que sería un bello gesto echarle una mano.

—Ese reptil. —Crabbe escupió en el suelo—. Siempre quise patear el culo de ese hijo de perra.

—Créeme —dijo Martin—, sé lo que quieres decir.

Las puertas del ascensor se cerraron.

—¿Y vosotros? —preguntó la mujer borracha—. ¿Vais a venir o no?

—Iremos luego —dijo Martin—, para celebrarlo.

—No empecéis sin mí —gritó Crabbe.

Ya se había dejado llevar demasiado lejos para oponerse. Martin le conducía a través del vestíbulo, midiendo sus palabras.

—No está muy lejos —dijo—. Hace un rato pasé por allí.

Estaban acercándose a la salida principal, la rampa hacia el parking, hacia la profunda oscuridad exterior…

—Sigue siendo el mismo —iba diciendo Martin—. Sólo que peor, ya sabes a qué me refiero.

Se detuvieron los dos ante el umbral, y los paneles se deslizaron ante ellos, abriéndose hacia la noche.

—Escucha, Bill. De verdad creo que puedes hacerle un gran favor. Por no decir de mí… O incluso de ti. Si tienes un par de minutos… Te puedo mostrar el camino.

Una hilera de taxis aguardaba en la esquina.

—Me estaba preguntando… ¿Te sientes bien para conducir o sería más rápido si tomásemos un taxi? —sugirió Martin.

Crabbe le miró, recuperó sus andares y se adelantó, dejando que Martin le siguiese.

Instantes después se alejaban velozmente, las luces rojas de posición perdiéndose entre la niebla, mientras la humedad caía como lluvia sobre el lugar que habían abandonado, tragándose el lugar, el barco y el resto del mundo.

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