Horror

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La máquina de escribir

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DAVID MORRELL

Existen muchísimos relatos sobre la máquina, y probablemente habrá muchos más, mientras los escritores intenten averiguar por qué y cómo hacen lo que hacen. Una pincelada de humor se incluye en este cuento, aunque se trata tan sólo de camuflaje para ocultar algo… muy parecido a caminar en una habitación con el suelo cubierto de globos, pero globos llenos de oxidadas cuchillas. También podría decirse que la profesión implicada aquí no ha de ser por fuerza la de escritor.

David Morrell, profesor de la universidad de Iowa, es autor de The Totem (El tótem), Primera sangre y Última diana. Es famoso no sólo por su percepción del miedo, sino además por su admirable destreza para adaptar el estilo al relato.

Eric sintió la misma picazón que si hubiera tocado un interruptor defectuoso o tropezado con una serpiente. Notó frío en la columna vertebral. Se estremeció.

Estaba buscando una silla para la cocina. La vieja, y el adjetivo era correcto, que de hecho era la única silla que tenía en la cocina, había quedado destrozada la noche anterior, reducida a astillas por una borracha y fornida poetisa que perdió el equilibrio y cayó sobre el mueble. Con franqueza, «poetisa» era un término demasiado amable para ella. Repugnantemente comercial, la mujer había insultado a los invitados a la fiesta organizada por Eric en Greenwich Village, los había insultado con versos sobre gatos, lluvia y luces portuarias… «Oigo tus visiones. Veo tus sonidos»… Un Rod McKuen en versión femenina. Espantoso, había sido la conclusión de Eric, encogido de vergüenza.

Al fin y al cabo, sus tertulias literarias creaban una pauta; él tenía que proteger su reputación. Subway Press acababa de publicar la última antología de Eric,

Placenta. La sutil resonancia del título le parecía ingenio puro. Además escribía una columna mensual para

Village Mind, un análisis de metaficción y prosa surrealista posmoderna. De modo que, cuando aquella poetastra llegó a la fiesta sin invitación, Eric estuvo a punto de ordenarle que se fuera. Pero el obeso editor de

Village Mind intervino en favor de la mujer y Eric sacrificó su criterio por tacto y por la continuidad de su columna. En medio de los tensos y secos carraspeos que provocó el recital de la poetisa, Eric se levantó majestuosamente del andrajoso cojín que ocupaba en el suelo y salvó la situación recitando su cuento «Excremento de ave». Pero más tarde, cuando contempló boquiabierto y horrorizado los restos de la única silla que tenía en la cocina, Eric comprendió cuán equivocado había estado al ir contra sus principios.

La trapería se hallaba a una manzana de distancia, por debajo de

Washington Square y cerca de la universidad de Nueva York. El término «trapería» describía la tienda perfectamente. Los estudiantes compraban mesas y camas al acartonado propietario del local. Pero algunas veces, perdidas entre los trastos viejos había gangas. Y el punto más crucial: Eric no tenía alternativa. En realidad, sus relatos le proporcionaban una cantidad próxima a cero. Sobrevivía vendiendo camisetas a la salida de los cines y con las limosnas de su madre.

Dejando atrás el centelleante y húmedo sol, Eric se introdujo en la trapería.

—¿Desea algo? —preguntó el arrugado propietario.

—Es posible —repuso él, sudoroso y reservado—. Sólo quiero curiosear.

—Como le plazca, amigo mío.

El viejo estaba fumando una colilla de apenas un centímetro. Sus amarillentas uñas precisaban arreglo. Su mirada bizca se posó en un impreso de apuestas hípicas.

El local era alargado y estrecho, un atestado laberinto con los restos del fracaso de pobres gentes. Un destrozado espejo sobre un tocador por aquí, un mohoso colchón por allá. Mientras la luz del sol se esforzaba en llegar a la parte trasera de la trapería, Eric avanzó a tientas.

Tocó una mugrienta mesita de café con las patas dobladas. Se hallaba sobre un sofá indecentemente partido por la mitad. La sucia espuma sobresalía, polvorienta, desintegrándose. Acres olores ensancharon las ventanas nasales de Eric.

Mesas de cocina. Incluso un manchado fregadero. Pero ni una sola silla de cocina.

Se aventuró hasta los rincones más alejados del laberinto. Tropezó en el cordón de una lámpara y cayó pesadamente encima de una inclinada cómoda. Mientras se frotaba el magullado costado y notaba el hormigueo de las telarañas, que le parecieron mortajas, Eric vio una mohosa pila de publicaciones,

Liberty,

Coliers y

Post entre ellas, y un objeto bajo y alargado, voluminoso, casi oculto en las sombras. En ese momento fue cuando se estremeció, como si hubiera tocado un nido de arañas o escuchado el matraqueo de un esqueleto.

El objeto era el colmo de la fealdad. Eric sintió asco. Un montón de botones, rebordes, espirales y palancas. ¿Qué utilidad podían tener? Constituían una grotesca manifestación de mal gusto, como si el propietario del aparato hubiera decidido que el modelo básico precisaba adornos y soldado gran cantidad de metal extra a la máquina. Una loca imitación mecánica del arte kinético. El colmo, pensó Eric. El trasto debía de pesar cien kilos. ¿Quién podía desear escribir a máquina con un monstruo de esa índole?

Pero su mente inició un proceso de asociación. Baudelaire.

Les Fleurs du Mal. Y Oscar Wilde, y Aubrey Beardsley. ¡Sí,

The Yellow Book!

De pronto se sintió inspirado. Una espantosa máquina de escribir. Sonrió pese al helado escalofrío que recorría su espalda. Saboreó deleitado los comentarios que harían sus amistades cuando les enseñara la máquina. Les explicaría que había decidido continuar la tradición de Baudelaire. El decadentismo. Iba a ser extravagante. Cuentos diabólicos surgidos de una diabólica máquina de escribir. Incluso podía crear escuela.

—¿Cuánto vale esta monstruosidad? —preguntó con indiferencia.

—¿Eh? ¿Qué? —dijo el trapero.

—Este cacharro. Esta máquina de escribir mutilada.

—Ah, eso —dijo el anciano. Tenía la piel hundida. Su cabello se asemejaba a las telarañas que Eric estaba pisando—. ¿Se refiere a esa antigüedad invalorable e insustituible?

—No. Me refiero a este distorsionado fragmento de basura.

El viejo lo miró y asintió tétricamente.

—Cuarenta pavos.

—¡Pero eso es excesivo! ¡Diez como mucho!

—No, cuarenta. Y no es excesivo, amigo. Es una ganga. Ese estúpido trasto lleva en mis manos más de veinte años. Jamás debí comprarlo, pero iba incluido en un lote de magníficos objetos y los propietarios no querían separarlos. Veinte dólares. Dos dólares anuales por ocupar espacio. Soy muy generoso. Tendría que cobrar cien. Caballero, odio ese maldito trasto.

—En ese caso debería pagarme por sacarlo de aquí.

—Y yo tendría que vivir de la caridad. Pero no haré tal cosa. El precio es cuarenta dólares. Sólo hoy. Para usted. Una ganga. Mañana valdrá cincuenta.

Tras abrir un agrietado y destrozado cajón, el anciano metió la mano y finalmente encendió otro cigarrillo de un centímetro.

Aunque era alto y apuesto, Eric era además bastante delgado. Un artista debía tener aspecto de asceta, pensaba él, aunque en realidad no tenía alternativa. Su demacrada apariencia era únicamente para causar efecto. Era además su penitencia, el resultado del hambre. El arte rendía poco, había descubierto Eric. Si se hablaba con franqueza, no había recompensa. ¿Cómo podía él esperar que el Sistema alentara opiniones contrarias a las normales?

Su piso se hallaba a sólo una manzana de distancia, pero Eric pensó que era un kilómetro. Se debatió con su adquisición. Su flaco cuerpo se quejó de los zigzags. Empezó a resollar. Los salientes le acuchillaron las costillas, las palancas le pincharon las axilas. Se le doblaban las rodillas. Sus muñecas estaban a punto de quebrarse. ¡Dios todopoderoso!, pensó, ¿por qué he comprado este cacharro? No pesa cien kilos. Pesa una tonelada.

¡Y tan horrible! ¡Oh, Dios santo, aquello era horrible! Bajo el áspero y cruel resplandor del día, la máquina parecía peor que lo que él había imaginado. Si aquel trapero encendiera las luces para variar, los clientes verían qué estaban comprando. «Qué necio he sido», pensó Eric. «Tendría que regresar y forzarlo a que me devuelva mi dinero». Pero detrás del mostrador del viejo había un letrero. El anciano lo había leído enfáticamente: NO SE ADMITEN DEVOLUCIONES.

Subió sudoroso los escalones llenos de cagadas de pájaro que conducían a su edificio de pisos. «Casa de vecindad» era un término más exacto. La rota puerta de entrada tenía rota la cerradura. En el interior el yeso colgaba del techo. La pintura se desprendía de las paredes. El suelo estaba combado, la escalera hundida, la barandilla inclinada. Vaya vertedero, pensó Eric. El olor a col le abrumó. También cebollas, y un aroma más penetrante que le recordó a orina.

Subió pesadamente la escalera. Las viejas tablas crujieron y se doblaron. Eric temió que se partieran con el peso que llevaba. Podía caer por el boquete. El debilitado edificio entero se derrumbaría encima de él. Tres tramos. Cuatro. El monte Everest debía de ser más fácil. Cuatro delincuentes juveniles (violadores, ladrones de coches, atracadores, sospechaba Eric) se burlaron de él al salir de un piso. Uno de los viejos borrachines de la escalera meneó la cabeza al ver a Eric, asombrado.

Finalmente, llegó dando tumbos al séptimo piso, aunque estuvo a punto de caer. Hizo un esfuerzo para no perder el equilibrio mientras pugnaba por recorrer el pasillo. Sus delgadas piernas temblaban. Lanzó un gruñido, no sólo por la penosa carga que llevaba, sino también por lo que vio.

Un hombre estaba dando furiosos golpes en la puerta de Eric: el casero, «Cachazas» Simmons, aunque el apodo no era muy apropiado, ya que su carácter distaba mucho de ser flemático. Por otra parte, su trasero eran dos enormes bultos de gelatina que temblaban cuando Simmons andaba. Tenía barriga de bebedor de cerveza y lucía una cerdosa barba. Sus labios parecían dos gusanos.

Cuando Eric se detuvo, sorprendido, la horrible y embarazosa máquina estuvo a punto de caer al suelo. Eric se encogió de espanto y dio media vuelta para bajar la escalera.

Pero Simmons golpeó la puerta de nuevo. Al hacer girar sus rollizas caderas vio a su presa en el pasillo.

—Conque está usted ahí…

Le apuntó con el dedo como si fuera una pistola.

—Señor Simmons. Vaya, me alegra verle.

—Mierda. Créame, la alegría no es mutua. Yo quiero ver su dinero.

Eric esbozó con los labios la palabra como si desconociera el significado de «dinero».

—El alquiler —dijo el casero—. Lo que usted olvida pagarme todos los meses. La pasta. La guita. Los cuartos.

—Ah, eso. Pero si ya le pagué…

Simmons le lanzó una mirada colérica.

—En la Edad de Piedra. No dirijo una casa de caridad. Me debe tres meses de alquiler.

—Mi madre está muy enferma. He tenido que darle dinero para las facturas del médico.

—No me venga con ésas. La única vez que usted ve a su madre es cuando se arrastra para suplicarle un préstamo. Si yo fuera usted, encontraría una forma de ganarme la vida.

—Señor Simmons, por favor. Conseguiré el dinero.

—¿Cuándo?

—Dentro de dos semanas. Sólo necesito dos semanas. Tengo unas camisetas de

La guerra de las galaxias para vender.

—Será mejor que las venda, o se enterará de qué es el espacio exterior. Es la calle. Sacrificaría los tres meses de alquiler que me debe por el placer de desahuciarlo.

—Se lo prometo. Espero un cheque por la columna que escribo.

Simmons soltó un bufido.

—Escritor. Qué risa. Si es un escritor tan bueno, explíqueme por qué no es rico. ¿Y qué es ese cacharro tan espantoso que lleva? Dios, me disgusta mirarlo. Debe de haberlo encontrado en la basura.

—No, lo he comprado. —Se irguió, orgullosamente, con indignación. Luego la máquina le pareció doblemente pesada y se encorvó—. Necesitaba otra máquina de escribir.

—Es más tonto de lo que me creía. ¿Pretende decirme que ha comprado esa chatarra en lugar de pagarme el alquiler? Debería echarlo a patadas ahora mismo. Dos semanas. Será mejor que tenga el dinero, o habrá de escribir a máquina en las cloacas.

Simmons pasó andando como un pato junto a Eric. Bajó pesadamente la insegura escalera.

—Un escritor. Vaya chiste. Y yo soy el rey de Inglaterra. Arthur Hailey. Un escritor. Harold Robbins. Ése sí que es un escritor. Judith Krantz y Sidney Sheldon. Usted, amigo mío, es un simple vago.

Mientras escuchaba las resonantes carcajadas que iban apagándose escalera abajo, Eric tuvo que decidir entre ofrecer una respuesta ingeniosa o librarse de su carga. Sus doloridos brazos fueron más persuasivos. Enojado, abrió la puerta. Avergonzado, contempló su adquisición. Bien, no puedo dejarla en el rellano, pensó. Casi se partió la espalda al levantar el trasto. Entró dando tumbos y cerró la puerta de una patada. Inspeccionó el salón. Los deslustrados muebles le recordaron el lugar donde había adquirido la máquina, la trapería. «En vaya lío me he metido», pensó. No sabía de dónde iba a sacar el dinero del alquiler. Dudaba de que su madre le prestara más. La última vez, en su elegante ático de la Quinta Avenida, la mujer se había enfadado con él.

—Tu imagen romántica y nada práctica del artista luchador y muerto de hambre… Eric, ¿cuál fue mi error? —le había preguntado ella—. Te malcrié. Eso debe de ser. Te di todo. Ya no eres un jovencito. Tienes treinta y cinco años. Debes ser responsable. Tienes que encontrar empleo.

—¿Y que me exploten? —había replicado él, horrorizado—. ¿Yo, envilecido? El sistema capitalista está degenerado.

Su madre meneó la cabeza, desengañada.

—Pero ese sistema es la fuente del dinero que te presto. Si tu padre volviera de la sala de sesiones del cielo y viera en qué te has convertido, moriría de infarto por segunda vez. No me he portado bien. Mi analista opina que estoy limitando tu desarrollo. El pichón debe aprender a volar, dice. Tengo que obligarte a salir del nido. No te daré más dinero.

Eric suspiró mientras cargaba con la grotesca y enorme máquina de escribir. Cruzó el salón y la dejó en el astillado y descolorido mostrador de la cocina. La habría puesto en la mesa, pero sabía que el mueble se hundiría con tanto peso. Aun así, el mostrador gimió, y Eric contuvo el aliento. No respiró de nuevo hasta que la madera dejó de crujir.

Contempló el goteo de agua en el oxidado grifo de la cocina. Alzó la vista hacia el ruidoso reloj que siempre iba media hora adelantado a pesar de que él lo revisaba con frecuencia. Tras efectuar la consabida resta, Eric supuso que era la una y media. Un poco pronto para beber algo, pero tenía una buena excusa, pensó. Un montón de buenas excusas. Whisky, cubitos y agua. Eso engordaba, pero era mejor que la cerveza. Eric apuró el vaso en tres tragos y jadeó con el calor que se precipitaba hacia su quejumbroso y vacío estómago.

«Bien, aquí no hay nada comestible», pensó, y se sirvió otro vaso. El albatros le había costado todo el dinero que reservaba para comida. Sintió deseos de darle una patada, pero como no estaba en el suelo le dio una palmada. Y casi se rompió los dedos. Se puso a brincar con la mano agarrada, encogido de dolor, y lanzó una maldición. Para calmarse se sirvió más whisky.

«Cristo, mi columna debe estar allí mañana y ni siquiera he empezado. Si no cumplo el plazo, perderé el único trabajo fijo que tengo».

Exasperado, Eric corrió hacia el salón, donde aguardaba la vieja y leal Olympia en el altar parecido a un escritorio situado enfrente de la puerta. Era lo primero que veía la gente al entrar. Esa misma mañana Eric había intentado empezar su colaboración, pero distraído como estaba por el pensamiento de la silla de cocina rota, fue incapaz de encontrar palabras adecuadas. De hecho, distraerse en el trabajo era un rasgo habitual en él.

De nuevo se encaró con la blanca hoja que tenía delante. De nuevo su mente se bloqueó, y no brotó una sola palabra. Sudó con más profusión mientras se esforzaba en pensar. Otro trago le ayudaría. Volvió a la cocina a por el vaso. Encendió tensamente un cigarrillo. Ninguna palabra. Ése ha sido siempre mi problema. Tragó whisky desesperadamente. El arte era penoso. Si no se sufría, el trabajo carecía de valor. Joyce había sufrido. Kafka. Mann. La agonía de la grandeza.

En la cocina, notó que el alcohol empezaba a afectarle. La luz perdió brillo, la habitación pareció inclinarse. Sus mejillas estaban ateridas. Se pasó sus torpes dedos por el abundante cabello rubio que le llegaba al cuello y miró con disgusto el objeto que había dejado en el mostrador de la cocina.

—Tú —dijo—. Apuesto a que tus teclas ni siquiera funcionan. —Cogió una hoja de papel—. Veamos. —Hizo girar el rodillo y, asombrosamente, el papel entró con suavidad—. Bien, al menos no eres un desastre total.

Bebió más whisky, encendió otro cigarrillo.

Su trabajo no le interesaba. Pese a todos sus esfuerzos, no logró idear teorías sobre la literatura moderna. Sólo podía pensar en su situación, en qué sucedería dentro de dos semanas cuando Simmons se presentara a cobrar el alquiler.

—No es justo. El Sistema va contra mí.

De pronto se sintió inspirado. Escribiría un relato. Explicaría al mundo cuál era exactamente su opinión sobre el Sistema. Ya tenía el título. Sólo siete letras. Y las tecleó: «Escoria».

Las teclas se movieron con más facilidad de la esperada. Con suavidad. Blandamente. Pero a pesar de la gratitud que sentía, experimentó además claro asombro…, porque las teclas se movían más tiempo que el preciso.

Tenía los labios secos. Su lengua parecía perezosa después de tanto whisky cuando Eric se inclinó para comprobar el tipo de impresión dejado por la vieja cinta. Parpadeó. Se acercó más. Había tecleado «Escoria», pero leyó «Cala Fletcher».

Arrugó la frente, atónito ¿Tanto había bebido que era incapaz de controlar sus manos? ¿Acaso sus dedos, entorpecidos por el whisky, estaban pulsando teclas al azar? No, porque si hubiera escrito algo al azar tendría que estar leyendo un guirigay, y «Cala Fletcher», aunque no fuera la palabra deseada, no era un guirigay.

«Mi cabeza», pensó, «me está haciendo una mala jugada. Creo que yo escribo una cosa, pero inconscientemente tecleo otra. El whisky está confundiéndome».

Para comprobar su teoría, Eric se concentró para despejar su cabeza y dominar más sus dedos. Convencido de que escribiría lo que deseaba, tocó varias teclas. Los tipos saltaron hacia el papel, y tardaron el tiempo correcto. Eric pretendía escribir «relato», pero lo que leyó, con acelerada respiración mientras miraba ceñudo la hoja, fue una palabra distinta: «novela».

Se quedó boquiabierto. Sabía que él no había escrito eso. Además, siempre había escrito cuentos. Jamás había intentado escribir una novela (carecía de disciplina para ello). ¿Qué demonios está ocurriendo? Frustrado, se apresuró a teclear: «El rápido zorro pardo saltó sobre el perezoso perro».

Pero esto es lo que leyó: «La población de Cala Fletcher había logrado sobrevivir, como había logrado sobrevivir siempre, al feroz invierno atlántico».

Experimentó de nuevo el espantoso cosquilleo. Igual que hielo apretado a su espalda, la sensación le hizo estremecerse. «Esto es una locura», pensó. «Nunca he oído hablar de Cala Fletcher, y esa frase redundante es horrible. Es adorno, un detalle cursi».

Pasmado, tocó las teclas repetidamente, al alocado azar, con la esperanza de leer algo absurdo, suplicando no haberse vuelto loco.

En vez de un absurdo, vio estas palabras: «Los lugareños eran tan toscos como la irregular costa de Nueva Inglaterra. Poseían caracteres de granito, podían comprender los castigos de la naturaleza, como si hubieran aprendido las técnicas de supervivencia gracias a las firmes rocas que bordeaban la costa, impermeables a los asaltos de las mareas».

Eric respingó. Él no había mecanografiado esas palabras. Además, nunca, ni haciendo un esfuerzo podría haberlas escrito. Eran terribles. Redundancia por todas partes y, santo cielo, esas forzadas imágenes comerciales… Las frases eran una chapucería, típica de los efusivos y espantosos éxitos editoriales.

La ira se apoderó de él. Escribió frenéticamente, resuelto a descubrir qué estaba ocurriendo. El bloqueo del escritor había desaparecido. La noción «éxitos editoriales» le había inspirado para escribir una columna, para burlarse de la atroz decadencia de una literatura cínicamente ideada para complacer al gusto vulgar más rastrero.

Pero leyó algo distinto. «Las intensas nevadas de diciembre amortajaban Cala Fletcher. La tierra yacía inactiva, helada. Enero. Febrero. Los lugareños se acurrucaron, encarcelados cerca de la cocina y el hogar en el interior de sus viviendas. Escrutaron los rostros demasiado conocidos de sus forzados compañeros. Mientras el salvaje viento bramaba en las ventanas de los dormitorios, esposas y esposos no tardaron en aburrirse de su mutua compañía. Marzo llego con su temprano deshielo. Luego abril, y la tierra cobró vida de nuevo. Para cuando el cálido aire primaveral encendió otra vez la naturaleza, violentas pasiones ardieron sin llama entre los habitantes de Cala Fletcher».

Eric se acercó tambaleante a la botella de whisky. En esta ocasión hizo caso omiso del vaso y usó el mismo recipiente. Se estremeció, sintió nauseas. Estaba muerto de miedo.

El insípido whisky goteó en sus ateridos y abultados labios. La cabeza le dio vueltas. Se aferró al mostrador de la cocina en busca de apoyo. En su delirio, imaginó únicamente tres conclusiones. Primera, había enloquecido. Segunda, estaba tan borracho que, igual que el borrachín de la escalera, veía alucinaciones. Tercera, y la más difícil de aceptar, aquella máquina de escribir no era ordinaria.

«Su aspecto ya te lo indica».

Santo Dios.

El brusco repique del teléfono estremeció a Eric. Estuvo a punto de soltarse del mostrador. Tras un esfuerzo para no perder el equilibrio, fue tambaleándose hacia el salón. El teléfono era otra cosa que pronto perdería, pensó. Durante dos meses no había pagado la factura. Por el rumbo que llevaba su vida, Eric sospechaba que la llamada debía de ser de la compañía, para comunicarle que anulaban el servicio.

Eric levantó torpemente el auricular.

—Hola —dijo, vacilante, pero las dos sílabas brotaron confusas, se fundieron en una—. La —dijo, y muy confuso añadió—: ¿La…?

—¿Eres tú Eric? —preguntó la fuerte voz nasal de un hombre—. Pareces raro. ¿Estás enfermo? ¿Te has resfriado?

Era el editor de

Village Mind.

—No, estaba trabajando en mi columna —dijo Eric, esforzándose en dominar la ebria espesura de su voz—. El teléfono me ha asustado.

—¿En tu columna? Eric, podría comunicártelo con suavidad, pero sé que eres lo bastante fuerte para soportar el golpe. Olvídate de tu columna. No voy a necesitarla.

—¿Qué? ¿Vas a anular mí…?

Sobresaltado, Eric notó que su corazón brincaba. De pronto estaba frío y sobrio.

—Eh, no es sólo tu columna. Todo. El

Village Mind dejará de publicarse.

Kaput. En quiebra. Demonios, para qué andar con rodeos. Esto es la bancarrota.

Las frases gastadas del editor siempre habían irritado a Eric, pero en ese momento la perplejidad le impidió ofenderse.

—¿La bancarrota?

El terror total le abrumaba.

—Un fracaso total. Mira. Superintendencia de Contribuciones no me permite sacar la revista. Insisten en que es un truco para evadir impuestos, no un negocio.

—¡Fascistas!

—Para ser franco, Eric, tienen razón. Es un truco para evadir impuestos. Tendrías que ver los malabarismos que hago con las cuentas.

Eric estaba ya completamente seguro de haber enloquecido. Era imposible que estuviera oyendo eso. El

Village Mind un fraude, un timo…

—¡No estás hablando en serio!

—Eh, Eric, escucha, no te lo tomes tan en serio, ¿eh? Nada personal. Cosas de los negocios. Podrás encontrar otra revista. Yo tengo que salir corriendo, chico. Nos veremos cuando Dios quiera.

Eric escuchó el repentino zumbido de la señal para marcar. La sosa monotonía amplificada en su cabeza. Se le revolvió el estómago. El Sistema. Una vez más, el Sistema le atacaba. ¿Nada era sagrado, ni siquiera el Arte?

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