Horror

Horror


La máquina de escribir

Página 29 de 45

Dejó caer el aparato en el soporte. Sumido en la impotencia, se frotó la frente palpitante. Si no conseguía el cheque mañana, ni siquiera podría comprar una barra de pan. Le desconectarían el teléfono. Lo sacarían a rastras de su piso. La policía encontraría su famélico y demacrado cadáver en las cloacas. Eso o (y se estremeció al pensarlo) buscar un empleo fijo (tragó saliva con gran dificultad).

El pánico le dominó. ¿Podía pedir dinero prestado a sus amistades? Oyó sus risas de burla. ¿Podía suplicar más dinero a su madre? La imaginó repudiándole.

¡Era una injusticia! Había dedicado su vida al Arte, y estaba muriéndose de hambre mientras aquellos mercenarios vomitaban sus viles éxitos populares y se hacían millonarios. ¡Eso no era justo!

Notó un destello que encendía sus ojos. Oyó un «clic». ¿Un vil éxito popular? ¿Algo que vomitaban aquellos mercenarios? Bien, en la cocina, aguardándole en el mostrador, había un espantoso artefacto que poco rato antes había vomitado como un loco.

Ese horrible término otra vez. ¿Como un loco? Sí, y él estaba loco. Creer que lo ocurrido durante su ataque de borrachera era algo más que una ilusión…

«Será mejor que veas a un loquero», pensó.

«¿Y cómo se supone que voy a pagarle?».

Totalmente desanimado, Eric avanzó dando tumbos hacia el whisky que esperaba en la cocina. Ningún inconveniente en agarrar una mona. «Ninguna otra cosa me ayudará».

Sorbió el tibio líquido mientras contemplaba la grotesca máquina de escribir y las palabras escritas en la hoja. Aunque las letras quedaban nubladas por el alcohol, eran legibles de todos modos y, detalle muy importante, parecían reales. Tragó más whisky, tocó las teclas, estupefacto, al azar, y no le sorprendió que las efusivas palabras tuvieran sentido. Era una muestra de su locura, pensó Eric. Estar en el mostrador de la cocina, tocar las teclas que deseaba y no sorprenderse del resultado. Fuera cual fuese la causa o la explicación, Eric parecía estar componiendo mecánicamente la espantosa saga de las pasiones y perversiones de los habitantes de Cala Fletcher.

—Sí, Johnny —explicó Eric al conocido presentador televisivo, y sonrió con humilde candor—.

Cala Fletcher brotó de mi interior en un enorme destello de inspiración. Francamente, la experiencia fue pavorosa. Había esperado toda mi vida escribir ese relato, pero no estaba seguro de poseer el talento preciso. Un día me arriesgué. Me senté ante mi leal y destrozada máquina de escribir. La compré en una trapería, Johnny. Yo era muy pobre. Y el destino, la suerte o lo que fuera se puso de mi parte para variar. Mis dedos bailaron sobre las teclas. El relato saltó de mi interior al papel. No pasa un solo día sin que dé gracias a Dios por su bendición.

Johnny tamborileó en el escritorio con un lápiz con experta naturalidad. Las luces del estudio ardían. Eric sudaba por debajo del elegante traje de lana que le había costado mil dólares. Su corte de pelo de alta peluquería (cien dólares) permanecía rígido gracias al fijador. Situado bajo los focos, Eric forzó la vista desde el plató pero no logró ver al público, aunque percibía su firme aprobación del maravilloso éxito que le había permitido pasar de los harapos a la riqueza. Los Estados Unidos obtenían nueva confirmación. Un día, habría un altar para honrar al santo más apreciado por el país: Horatio Alger.

—Eric, es usted demasiado modesto. Me han dicho que no solamente es el novelista más admirado de nuestro país. También es un respetado crítico, y un cuento suyo ganó un prestigioso premio literario.

«¿Prestigioso?», pensó Eric, internamente enojado. «Eh, ten cuidado, Johnny. Con una palabra tan altisonante, perderás audiencia. Tengo un libro que vender».

—Sí —dijo Eric mientras admiraba el sofisticado cabello color gris claro de su anfitrión—. La mejor época del

Village Mind. Los buenos tiempos en Greenwich Village. Ésa es una de las desventajas del éxito. Echo de menos la pandilla de «Washington Square». Echo de menos las cafeterías y las noches de reunión para leernos relatos, poner a prueba nuevas ideas, hablar hasta el amanecer.

«Y un cuerno lo echo de menos», pensó Eric. «Aquel vertedero donde vivía. Y aquel tipo del culo gordo, Simmons. Puede quedarse con su colonia de cucarachas y con los borrachines en las escaleras. ¿

Village Mind? Un título más descriptivo habría sido

Village Idiot. ¿Y un premio literario? Subway Press concedía premios todos los meses. Naturalmente, con los premios y veinticinco centavos podías pagar un café».

—Pero admitirá que el éxito tiene sus ventajas, de todas formas —dijo Johnny.

Eric se alzó de hombros cautivadoramente.

—Un poco más de comodidad material.

—Usted es un hombre rico.

«Ya puedes decirlo», pensó Eric. Un millón de dólares por el libro encuadernado. Tres millones por la edición de bolsillo. Dos millones por la película y un cuarto de millón del club del libro. Después los derechos de la versión británica, y los derechos de publicación en otros veinte países. Trece millones en total. El diez por ciento para su agente. Otro diez por ciento para su director comercial. Un cinco por ciento para el responsable de publicidad. Después de eso, Hacienda extendió la mano en busca de la mitad. Pero Eric había sido más listo. Petróleo y ganado, terrenos… Eric buscó ansiosamente refugios contra los impuestos. Los tres viajes a Europa los justificó como gastos de investigación. Se había constituido legalmente como empresario. Sus posesiones, su avión y su yate los justificó como gastos. Al fin y al cabo, un hombre de su categoría necesitaba intimidad para escribir, para proporcionar más dinero al gobierno. Cuando todo estuvo dicho y hecho, Eric se embolsó cinco millones de dólares. No estaba mal para una inversión de cuarenta dólares, aunque él, para guardarse de la inflación, habría deseado encontrar un medio de retener unos cuantos millones más. Bien, no podía quejarse.

—Pero, Johnny, el dinero no lo es todo. Oh, por supuesto, si alguien quiere dármelo, no voy a tirarlo al Hudson —dijo Eric, riéndose, y oyó que el público respondía del mismo modo. Eran risas sinceras. Indudablemente tampoco el público pensaba tirar el dinero por la ventana—. No, lo esencial, Johnny, es que la recompensa que más aprecio llega al leer las cartas de mis admiradores. El placer que ellos obtienen con

Cala Fletcher es más importante que el éxito material. Esto es lo esencial. El público lector.

Eric hizo una pausa. La entrevista avanzaba con excesiva mansedumbre. La mansedumbre no vendía libros. La gente deseaba polémica.

Bajo los ardientes focos, sus axilas sudaban profusamente. Temía haber manchado y echar a perder su elegante traje de lana, pero acto seguido comprendió que siempre podía comprarse otro.

—Conozco la opinión de Truman Capote, según la cual

Cala Fletcher apenas es literatura, que es un trabajo de máquina de escribir. Pero él ha usado ese comentario varias veces, y si quieren saber cuál es mi opinión, él ha hecho «otras» cosas demasiadas veces.

El público se echó a reír, pero en esta ocasión con crueldad.

—Johnny, continúo esperando esa novela que él ha prometido tantas veces. Me alegra no haber contenido la respiración.

El público se rió con más desprecio. Si Truman hubiera estado presente, lo habrían apedreado.

—Para ser franco, Johnny, creo que Truman ha perdido el contacto con la gran masa de lectores que aguarda ahí fuera. El centro del país. He probado la literatura moderna, y me produce náuseas. La gente quiere narraciones voluminosas llenas de encanto, romance, acción y suspense. La clase de obras que escribió Dickens.

El público prorrumpió en aprobaciones.

—Eric —dijo Johnny—, ha mencionado a Dickens. Pero me viene a la cabeza otro nombre. El de un hombre cuya obra fue popular en los años cincuenta. Winston Davis. De no haber sabido que usted es el autor de

Cala Fletcher, habría jurado que se trataba de una nueva obra de Davis. Pero naturalmente, eso es imposible. El escritor murió…, en un trágico accidente en una barca, cuando sólo tenía cuarenta y ocho años. Frente a Long Island, creo.

—Me halaga que haya pensado en él —dijo Eric—. En realidad, no es usted el único lector que ha hecho la comparación. Él es un ejemplo de la clase de autor que admiro. Su enorme cariño al personaje y al argumento. Esos pueblos de Nueva Inglaterra que él inmortalizó. La riqueza de su prosa. He estudiado todas las obras de Davis. Intento continuar su tradición. La gente desea relatos ciertos, honestos, humanos.

Eric opinaba que la obras de Winston Davis eran espantosas. Pésimas. No supo que Winston Davis existía hasta que sus admiradores compararon

Cala Fletcher con las novelas del difunto. Perplejo, Eric se dirigió a la Biblioteca Pública de Nueva York y se encogió de puro disgusto mientras se esforzaba en acabar con media docena de obras de Davis. No logró acabar una sola. Porquería sin gusto. Basura entumecedora de la mente. La prosa atontaba, pero Eric la reconoció. La comparación era válida.

Cala Fletcher era igual que una novela de Winston Davis. Eric salió con el ceño fruncido de la biblioteca. Había vuelto a experimentar aquel hormigueo de aprensión. Pese a las numerosas veces que lo había sentido al escribir

Cala Fletcher, a Eric jamás le habían gustado las coincidencias.

—Una última pregunta —dijo Johnny—. Sus admiradores ansían otra novela. ¿Puede hablarnos del tema de su nueva obra?

—Me gustaría hacerlo, pero soy supersticioso, Johnny. Temo hablar de una obra cuando estoy escribiéndola. Pero le puedo decir algo. —Eric miró alrededor como si temiera que los espías de las editoriales rivales estuvieran al acecho en el estudio. Se alzó de hombros y sonrió—. Supongo que puedo decirlo. Al fin y al cabo, ¿quién plagiaría un título después de que varios millones de personas me oigan reclamarlo como mío? La segunda novela se titula

La arboleda de Parson. —Escuchó un embelesado suspiro entre el público—. Se desarrolla en un pueblo de Vermont y… bien, será mejor que lo deje aquí. En cuanto el libro esté publicado, todos podrán leerlo.

—Totalmente fantástico —dijo su agente. Se llamaba Jason Epstein. Tenía treinta y tantos años, pero su cabello era canoso y escaso a causa de las preocupaciones. Se enfurruñaba constantemente. Su estómago le causaba problemas, y sus movimientos eran tan precipitados que siempre parecía estar corriendo—. Fantástico. Lo que has dicho de Capote… Garantizado que venderemos otros cien mil ejemplares de tu novela.

—Lo suponía —dijo Eric. Tras salir del estudio, subió al elegante automóvil y aguardó a su agente—. Jason, pero tú no estás contento.

El chofer los condujo por la niebla vespertina de Burbank.

—Tenemos problemas —convino Jason.

—No veo cuáles. Toma, echa un trago para calmar los nervios.

—¿Y destrozar mi estómago? Gracias, pero no, gracias. Eric, escúchame. He hablado con tu director comercial.

—Me lo imaginaba. Vosotros dos os preocupáis demasiado.

—Pero, Eric, gastas billetes como si tú mismo los imprimieras. Ese avión, ese yate, esos terrenos enormes… No puedes permitirte esas cosas.

—Eh, tengo cinco millones. Déjame vivir un poco.

—No, no los tienes.

Eric le miró fijamente.

—¿Cómo has dicho?

—Que no, que no tienes cinco millones de dólares. Todos esos viajes a Europa…, y esa casita en la playa de Malibu, la casa de Bimini…

—Tengo inversiones. Petróleo y ganado.

—Pero los pozos se secaron. El ganado murió de glosopeda.

—Estás burlándote de mí.

—Mi estómago no se burla, Eric. Tienes hipotecas en esos terrenos. Ese Ferrari de cincuenta mil dólares… no está pagado. Y tampoco está pagado el avión. Estás completamente pelado.

—De acuerdo, he sido extravagante, lo admito.

Jason se quedó con la boca abierta.

—¿Extravagante? —repuso—. ¿Extravagante? Has perdido el juicio, eso es lo que te pasa.

—Eh, tú eres mi agente. Consígueme otro contrato.

—Ya lo hice. ¿Qué te ocurre? ¿Has perdido la memoria al mismo tiempo que el juicio? Dentro de una semana, tu editor espera un flamante libro firmado por ti. Tiene dos millones de dólares por los derechos de la edición de lujo. Yo le entrego el libro. Él me da el dinero. Así está acordado en el contrato. ¿Lo has olvidado?

—¿Cuál es el problema, pues? Dos millones de dólares pagarán mis facturas.

—Pero, Eric, ¿dónde está el libro? No tendrás un centavo si no entregas la nueva novela.

—La estoy escribiendo.

Jason gimió.

—Santo cielo, ¿pretendes decir que aún no está terminada? Te lo dije, Eric. No, te lo supliqué. Por favor, basta ya de fiestas. Ponte a trabajar. Escribe el libro, y luego tendrás todas las fiestas que te apetezcan. ¿Qué pasa, Eric? Todas esas mujeres… ¿te han dejado sin fuerzas, sin sesos, o qué?

—Tendrás el libro dentro de una semana.

—Oh, Eric, ojalá yo tuviera tu confianza. ¿Crees que escribir es igual que abrir un grifo? Eh, es trabajo. Supongamos que tienes un bloqueo. Supongamos que coges la gripe o algo parecido. ¿Cómo puede una persona escribir una novela en una semana?

—Tendrás el libro. Te lo prometo, Jason. En fin, si me retraso un poco, no importa. Equivalgo a dinero para el editor. Él se limitará a ampliar el plazo de entrega.

—Eric, no quieres escuchar. Todo depende de entregar la novela a tiempo. La publicidad está lista. El impresor está listo, esperando. Si no haces la entrega, el editor pensará que lo has puesto en ridículo. Las relaciones con la productora cinematográfica se vendrán abajo. El Club del Libro se enfadará. Todos dependen de ti, Eric, no lo entiendes. Altas finanzas. Imposible decepcionar a esa gente.

—No es para preocuparse, Jason. —Sonrió para tranquilizarle—. Todo está bajo control. Pretendo empezar esta misma noche.

—Que Dios te ayude, Eric. Dale a las teclas, hombre. Dale a las teclas.

El avión modelo Lear se alejó del aeropuerto internacional de Los Ángeles. Por encima de la ciudad, Eric contempló el entramado de las luces de las calles y las relucientes carreteras sumidas en la oscuridad. Al mirar hacia el oeste, hacia el borde del océano del que se alejaba, vio un vestigio de color carmesí en el lejano horizonte.

Mejor empezar, decidió de mala gana.

Con el apagado rugido del motor entrando por el fuselaje, Eric metió los brazos en un armario y extrajo la enorme y grotesca máquina de escribir. La llevaba con él a todas partes, temeroso de un incendio o un robo si nadie la vigilaba.

No sin esfuerzo, Eric la colocó en la mesa. Había dado órdenes al piloto de que no volviera al compartimiento de pasajeros. Un grueso mamparo le separaba del piloto. Allí, en su mansión en lo alto del Hudson, Eric trabajaba con estricta reserva.

El trabajo era aburrido, ciertamente. Hacia el final de

Cala Fletcher, Eric ni siquiera había tenido que mirar el teclado. Había visto una semana de televisión mientras sus dedos tocaban las letras que seleccionaba al azar. Al fin y al cabo, lo que él escribía no tenía importancia alguna. La extraña máquina se encargaba de la composición. Después de un programa televisivo, Eric leía la última hoja mecanografiada por la máquina, con la esperanza de ver la palabra «Fin». Y un día, finalmente, aparecieron ante él las concluyentes letras.

Tras el éxito de

Cala Fletcher, Eric siguió practicando con la máquina de escribir. Leyó el título,

La arboleda de Parson, y estuvo trabajando pacientemente hasta completar veinte hojas. Sin entusiasmo alguno. La lección que extrajo de su experiencia era que no le gustaba escribir, que le gustaba hablar de lo que escribía y saberse considerado como escritor, pero el esfuerzo del trabajo no le atraía. Y de este modo, cuando su mente dejó de concentrarse en la tarea, el trabajo fue menos atractivo todavía. «Si tengo que ser absolutamente franco», pensaba Eric, «me gustaría haber sido príncipe».

Había pospuesto el mecanografiado de

La arboleda de Parson tanto tiempo como le era posible. El dinero llegaba con tanta facilidad que Eric no deseaba sufrir ni siquiera la semana que calculaba seria precisa para terminar el manuscrito.

Pero Jason le había alarmado. ¿No había dinero? En ese caso mejor regresar a la mina de oro a por más. La gallina de los huevos de oro. ¿O cómo se denominaba en tiempos al ayudante de un escritor? Amanuense. «Cierto, así te llamaré a ti», dijo Eric a su máquina. «A partir de ahora, serás mi amanuense». No podía creer que fuera realmente millonario (en teoría, por lo menos), que estuviera volando en su propio avión Lear, en ruta a Nueva York, el programa

Today, el programa

Tomorrow y luego

Good Morning, America. No podía estar sucediendo realmente.

Pero estaba sucediendo. Y si él deseaba prolongar su buena vida, sería mejor que tecleara como un condenado durante una semana para dar a luz su segunda novela.

El avión surcó velozmente la noche. Eric metió una hoja de papel en su amanuense. Aburrido, se tomó un vaso de whisky. Eligió un

cassette de

Halloween y lo colocó en su Beta. Con los ojos fijos en la pantalla, en un niño que apuñalaba a su hermana mayor, Eric empezó a teclear.

«Capítulo tercero… Ramona se sintió arrebatada. Jamás había conocido tanto placer. Ni su esposo, ni su amante habían provocado tal éxtasis en su interior. Sí, el repartidor de leche…».

Eric bostezó. Vio un chiflado que huía del sanatorio. Vio un médico loco que se esforzaba en localizar al chiflado. Una canguro que chillaba mucho. El chiflado acababa muerto una docena de veces pero sobrevivía porque al parecer era un fantasma.

Sin mirar una sola vez el teclado, Eric siguió escribiendo a máquina. La pila de hojas fue creciendo junto a él. Apuró su quinto vaso de whisky. Terminó

Halloween. Eric vio

Alien y una excitante mujer en ropa interior que había quedado atrapada en una lanzadera en compañía de un monstruo. En algún punto del cielo de Colorado (posteriormente Eric calculó dónde y cuándo sucedió) miró la hoja de papel que acababa de mecanografiar y se quedó boquiabierto al descubrir que la prosa era totalmente disparatada.

Hojeó el montón de papel, y se dio cuenta de que durante media hora había estado escribiendo simples galimatías.

Se puso pálido. Abrió la boca. Estuvo a punto de vomitar.

—Santo cielo, ¿qué ha pasado?

Tecleó alocadamente: «La primavera, la sangre altera».

Esas palabras fueron precisamente las que leyó.

Tecleó: «El rápido zorro pardo».

Y eso precisamente fue lo que leyó.

Manoseó al azar el teclado, y la sopa de letras apareció ante él en el papel.

Cuando llegó al aeropuerto La Guardia de Nueva York, Eric tenía cinco centímetros de frenético guirigay junto a él, y para empeorar las cosas, la máquina de escribir quedó bruscamente bloqueada. Escuchó un nauseabundo crujido en el interior de la máquina y las teclas quedaron firmemente atascadas. Ni siquiera pudo forzarlas a imprimir un guirigay. «Está bloqueada», pensó Eric, y gimió. «Dios santo, está averiada, quebrada, arruinada».

«Ella y yo».

Intentó soltar las teclas de un manotazo, pero lo único que consiguió fue hacerse daño en las manos. De pronto temió haber roto más piezas. Como un borracho, Eric tapó la máquina con un trapo y salió penosamente del avión para subir al elegante automóvil que le aguardaba. Las entrevistas en los estudios de televisión eran al día siguiente. Mientras el sol ardía cegadoramente sobre Nueva York, Eric se frotó su macilenta cara salpicada con cerdoso vello.

—Lléveme a Manhattan —dijo al chofer, horrorizado—. Busque una tienda que repare máquinas de escribir.

La diligencia precisó dos horas a través de atascados camiones, accidentes y desvíos. Por fin el elegante automóvil aparcó en doble fila en la calle Cincuenta y Dos y Eric se apeó dando tumbos con la carga en las manos para dirigirse a una tienda que exhibía modelos Olivetti en el escaparate.

—No puedo repararla —le informó el joven dependiente.

Eric gimió.

—Tiene que hacerlo.

—Mire este eje. Está partido. No tengo piezas de recambio para un trasto tan extraño como éste. —El mecánico sentía horror por la pura fealdad de la máquina—. Tendría que soldar el eje. Pero, mire, amigo, una chatarra tan antigua es como una camisa vieja. Póngale un parche en el codo, y la camisa se romperá por el parche. Cosa el agujero nuevo, y la camisa se romperá precisamente por ahí. Cuando termine, no tendrá una camisa. Sólo remiendos. Si sueldo este eje, el calor debilitará el metal, que es muy viejo, y la pieza se partirá por otros puntos. Tendrá que venir aquí hasta que habrá más soldaduras que metal. En fin, no me gustaría manosear un modelo tan antiguo. Créame, amigo, no sé cómo funciona esto. Es preferible que localice al tipo que se la vendió. Es posible que él pueda repararla. Es posible que él tenga piezas de repuesto. Oiga, ¿no le conozco?

Eric arrugó la frente.

—¿Cómo dice?

—¿No es usted famoso? ¿No estuvo en el programa de Carson?

—No, se confunde —repuso disimuladamente. Miró su reloj marca Rolex de dieciocho quilates y vio que faltaba poco para el mediodía. Santo cielo, casi había perdido la mañana entera—. Tengo que apresurarme.

Eric agarró la máquina averiada y salió del local en dirección al automóvil. El estruendo del tráfico le acobardó.

—Greenwich Village —espetó al aburrido chofer—. Con la máxima rapidez posible.

—¿Con este tráfico? Señor, es mediodía. Una hora punta.

Se le revolvió el estómago. Tembló, sudó. Cuando el conductor llegó a Greenwich Village, Eric le dio frenéticas instrucciones. Miró constantemente el reloj. Casi a la una y veinte, tuvo un repentino temor. Oh, Dios, ¿y si la tienda está cerrada? ¿Y si el viejo ha muerto, y si el negocio ya no existe?

Se encogió de espanto. Pero luego forzó la vista para mirar por el parabrisas, tras vislumbrar la trapería al final de la calle. Se apeó torpemente antes de que el automóvil estuviera completamente parado. Cogió la enorme máquina y, aunque la adrenalina lo espoleaba, se le doblaron las rodillas al empujar la crujiente puerta de la trapería y entrar dando tumbos en el mohoso, estrecho y sombrío local.

El viejo se hallaba en el mismo sitio donde Eric lo vio la primera vez: agazapado ante un destrozado escritorio, con un cigarrillo de apenas un centímetro entre sus amarillentos dedos, mirando con aire ceñudo un impreso de apuestas hípicas. Incluso vestía el mismo jersey raído sin botones. Cabello telarañoso y rostro hundido.

El anciano alzó la vista del impreso.

—No se admiten devoluciones. ¿No ha leído el letrero?

Desequilibrado a causa de la carga, Eric abrió la boca, incrédulo.

—¿Todavía se acuerda de mí?

—Naturalmente que sí. No puedo olvidar ese trasto. Ya le dije que no acepto devoluciones.

—Pero no estoy aquí por eso.

—Entonces ¿Por qué ha vuelto a traer ese maldito cacharro? Dios mío, es horrible. No soporto verlo.

—Está averiado.

—Sí, eso parece.

—No he conseguido que la repararan. El mecánico no quiere tocarla. Tiene miedo de destrozarla más.

—Pues échela a la basura. Véndala como chatarra. Sí, pesa bastante. Conseguirá un par de dólares.

—¡Pero si a mí me gusta!

—Qué quiere que le diga. —El viejo meneó la cabeza—. Cuestión de gustos.

—El mecánico me ha sugerido que el tipo que la construyó podría saber cómo repararla.

—Y si las vacas tuvieran alas…

—¡Escuche, dígame de dónde la sacó!

—¿Cuánto vale para usted la información?

—¡Cien dólares!

El anciano se irguió.

—No acepto cheques.

—¡En metálico! ¡Por el amor de Dios, apresúrese!

—¿Dónde está el dinero?

El viejo tardó varias horas. Eric paseó de un lado a otro, fumó y sudó. Finalmente hubo unos crujidos y el trapero subió del sótano con unos garabatos en un trozo de papel.

—Una finca —dijo el anciano—. En la costa de Long Island. De un hombre ya fallecido. Se ahogó, creo. Veamos. —El viejo hizo un esfuerzo para descifrar el texto que él mismo había garabateado en el trozo de papel—. Sí, se llamaba Winston Davis.

Eric se agarró al destrozado escritorio. Se le encogió el estómago. Su corazón omitió varios latidos.

—No, es imposible.

—¿Pretende decir que conocía a este sujeto? —preguntó el viejo—. ¿A Winston Davis?

Eric tenía polvo en el paladar.

—He oído hablar de él. Era novelista.

Ir a la siguiente página

Report Page