Horror

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Nunc Dimittis

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TANITH LEE

Tanith Lee es famosa por la dulzura de su prosa, el cuidado que pone en sus personajes y ambientes. También es admirada por su habilidad para basarse en algo no-muy-normal y transformarlo en aparentemente normal, intensificando así los escalofríos que produce cuando sus lectores comprenden qué les ha pasado sin haberse dado cuenta. Tanith Lee posee el don sobrenatural de saber que todas las emociones, desde el amor hasta el odio, tienen dos filos, y más aterradores que una certera hacha.

La Vampira era vieja, y había dejado de ser hermosa. Al igual que todos los seres vivos, había envejecido, aunque con gran lentitud, como los altos árboles del parque. Esbeltos, flacos y sin hojas, los árboles se alzaban allí fuera, más allá de las alargadas ventanas, salpicados por la lluvia en la grisácea mañana. Mientras tanto ella estaba sentada en su silla de alto respaldo, en aquel rincón de la habitación donde las cortinas de grueso encaje amarillo y las persianas de color rojo oscuro impedían el paso de hasta la última pizca de luz exterior. A la tenue lucecilla de la adornada lámpara de aceite, la Vampira había estado leyendo. La lámpara procedía de un palacio ruso. El libro había agraciado en tiempos la biblioteca de un corrupto papa llamado, en su existencia temporal, Rodrigo Borgia. Las secas manos de la Vampira habían caído sobre la página. Iba ataviada con su negro vestido de encaje, que tenía ciento ochenta años de antigüedad, mucho menos viejo que ella misma, y desde su silla miró al anciano, veteado por el brillo de lejanas ventanas.

—Dices que estás cansado, Vassu. Sé cómo te sientes. Muy cansado e incapaz de reposar. Es terrible.

—Pero, princesa —dijo tranquilamente el anciano—, es más que eso. Estoy agonizando.

La Vampira se agitó ligeramente. Las pálidas hojas de sus manos arrancaron un susurro a la página. Miró fijamente al viejo, con una extrañeza casi infantil.

—¿Agonizando? ¿Es posible? ¿Estás seguro?

El anciano, limpio y pulido con su negro ropaje, asintió humildemente.

—Sí, princesa.

—Oh, Vassu —dijo ella—, ¿estás contento?

El hombre parecía un poco avergonzado.

—Perdóname, princesa —dijo por fin—, pero estoy muy contento. Sí, muy contento.

—Comprendo.

—Pero, de todas formas —añadió Vassu—, estoy preocupado por ti.

—No, no —dijo la Vampira, con la frágil y perfecta cortesía de su clase y de su especie—. No, no debes preocuparte por eso. Has sido un buen siervo. Mucho mejor que lo que yo podía esperar. Estoy agradecida, Vassu, por todas tus atenciones hacia mí. Te echaré de menos. Pero te has ganado… —Vaciló. Y agregó—: Has ganado con creces tu paz.

—Pero tú…

—Me las apañaré perfectamente. Mis necesidades son pocas, ahora. Mis días de cazadora pasaron, y también las noches. ¿Recuerdas, Vassu?

—Recuerdo, princesa.

—Cuando yo estaba tan hambrienta, cuando era tan insaciable. Y tan encantadora. Mi blanca cara en mil espejos de salón de baile. Mis zapatillas de seda manchadas de rocío. Y mis amantes caminando en la fría mañana, donde yo los había dejado. Pero ahora no duermo, raramente tengo hambre. Nunca deseo. Nunca amo. Son las comodidades de la vejez. Sólo hay una comodidad que se me niega. Y quién sabe. Un día, también yo…

Le sonrió. Sus dientes eran hermosos, pero casi romos ya; las exquisitas puntas de los caninos estaban muy desgastadas.

—Déjame cuando tengas que hacerlo —dijo ella—. Lloraré tu ausencia. Pero no pido nada más, mi buen y noble amigo.

El anciano inclinó la cabeza.

—Me quedan —dijo— escasos días, un puñado de noches. Hay algo que deseo hacer en estos momentos. Intentaré encontrar una persona que pueda ocupar mi lugar.

La Vampira le miró fijamente de nuevo, asombrada en esta ocasión.

—Pero, Vassu, mi insustituible siervo…, eso ya no es posible.

—Sí. Si actúo con rapidez.

—El mundo no es como era —dijo ella, con grave y espantosa sabiduría.

Vassu alzó la cabeza. El tono de su respuesta fue más grave.

—El mundo es como siempre ha sido, princesa. Pero nuestras percepciones de él se han agudizado. Nuestro conocimiento es menos soportable.

La Vampira asintió.

—Sí, así debe ser. ¿Cómo es posible que el mundo haya cambiado tan terriblemente? Debemos ser nosotros los que hemos cambiado.

Vassu despabiló la mecha de la lámpara antes de irse.

En el exterior, la lluvia goteaba sin cesar en los árboles.

La ciudad, bajo la lluvia, no era muy distinta a un bosque. Pero el anciano, que había estado en muchos bosques y en muchas ciudades, no sentía demasiada simpatía por el lugar. Sus simpatías, sus sentidos, estaban aleccionadas para otras cosas.

No obstante, era consciente de su extravagante y anacrónico efecto, como el de una figura de un cuadro surrealista. Caminaba por las calles con prendas de una época pasada, sabiendo que ni se mezclaba con el ambiente ni debía rendirle homenaje alguno. Pero cuando una pandilla de niños o jóvenes, como ocurría algunas veces, se burlaba de él y le gritaba los insultos con los que él estaba familiarizado en veinte idiomas, Vassu ni se asustaba ni se molestaba. No le preocupaban esas cosas. Había estado en muchos sitios, había visto muchas cosas; ciudades que ardían o se arruinaban, los jóvenes que envejecían, como él, y que morían, como ahora él, por fin, moriría. El pensamiento de la muerte lo calmó, lo alivió, y vino acompañado por una gran tristeza, una extraña envidia. No deseaba abandonar a la princesa. Naturalmente que no. Pensar en su vulnerabilidad en aquel mundo cruel, no nuevo en su crueldad pero antiguo, aunque se había dado cuenta de ello hacía poco tiempo…, esa idea le horrorizaba. Por ello la tristeza. Y los celos…, porque debía encontrar otro hombre que ocupara su lugar. Y ese otro hombre sería para ella, como había sido él.

Los recuerdos brotaron y se esfumaron en su cerebro como castillos en el aire mientras recorría las calles. Al subir los escalones de museos y pasos inferiores, Vassu recordó otros escalones de otras tierras, de mármol y fina piedra. Y al mirar desde elevados balcones, la ciudad reducida a un mapa, recordó las torres de las catedrales, los picos de las montañas escudriñados por las estrellas. Y por fin, como si leyera hacia atrás las hojas de un libro, llegó al principio.

Allí estaba ella, entre dos altas tumbas blancas, con los terrenos del castillo detrás, todo plateado por la penumbra anterior al alba. Lucía un vestido de baile, y una larga capa blanca. E incluso entonces, su cabello iba peinado a la moda de hacía un siglo. Oscuro cabello, igual que flores negras.

Vassu sabía desde hacía un año que iba a servir a la princesa. Lo supo en el momento en que oyó hablar de ella en la ciudad. La gente no temía a aquella mujer, la respetaba. Ella no atacaba a los suyos, como habían hecho algunos miembros de su estirpe.

En cuanto pudo levantarse de la cama, fue en busca de ella. Se había arrodillado, había tartamudeado algo. Sólo tenía dieciséis años, y ella no muchos más. Pero la mujer se había limitado a mirarle tranquilamente.

—Lo sé —le había dicho ella—. Sé bienvenido.

Había pronunciado esas palabras en un idioma que en la actualidad raramente empleaban. Pero siempre que Vassu recordaba aquel encuentro, ella las pronunciaba en idéntico lenguaje, y con idéntico tono dulce.

Por todas partes, en la pequeña cafetería donde Vassu se había detenido para sentarse y tomar un café, vagas sombras iban y venían. Sin interés para él, sin utilidad para ella. Durante toda la mañana nada le había obligado a estar alerta. El elegido lo sabría. Lo sabría, del mismo modo que Vassu lo había sabido.

Se levantó, salió de la cafetería, y siguió soñando despierto. Un alargado vehículo negro se deslizó junto a él, y Vassu recordó un carruaje que tallaba la blanca nieve…

Una pisada rozó el pavimento tal vez a cinco metros detrás de él. El anciano no dudó. Siguió andando y entró en un callejón que se extendía entre elevados edificios. Las pisadas le siguieron. No las escuchó todas, sólo una de cada siete, o de cada ocho. Un menudo cable de tensión se tensó en su interior, pero no dio muestra alguna de ello. El agua corría por el embaldosado suelo, y el ruido de la ciudad había desaparecido.

De pronto, notó una mano en la nuca, una mano fuerte, cálida y segura, una mano que de momento no le causaba daño, prácticamente el tacto de un amante.

—Así está bien, viejo. Quietecito. No quiero hacerte daño, no si estás quieto.

Vassu permaneció inmóvil, con la cálida y vital mano en la nuca, y aguardó.

—Muy bien —sonó la voz, masculina, joven y dotada de cierto rasgo esquivo—. Ahora dame tu cartera.

El anciano respondió con voz temblorosa, muy extraña, muy asustada.

—Yo no…, no tengo cartera.

La mano alteró su carácter, le aferró, le mordió.

—No mientas. Puedo hacerte daño. No quiero hacerlo, pero puedo. Dame todo el dinero que tengas.

—Sí —tartamudeó Vassu—. Sí…, sí…

Y se escabulló del firme y despiadado puño igual que agua, dando vueltas, aferrando a su vez, huyendo precipitadamente…, un torbellino en movimiento.

El asaltante del anciano chocó contra la pared húmeda y rodó a lo largo de ella. Quedó tumbado en la mojada basura del suelo del callejón, y alzó la vista, demasiado sorprendido para reflejar sorpresa.

Esa situación se había producido muchas veces anteriormente. Varios hombres habían juzgado al anciano como blanco fácil, pero él poseía el acerado poder de su condición. Incluso en esos días, a pesar de que estaba agonizando, era terrible por su fuerza. Y sin embargo, aunque hubiera ocurrido lo mismo muchas veces, en esta ocasión había una diferencia. La tensión no había desaparecido.

Rápida, deliberadamente, el anciano examinó al joven.

Cierto detalle le impresionó al instante. Pese a estar tendido en el suelo de cualquier forma, el adversario era especialmente garboso, tenía el garbo que proporciona una enorme coordinación física. El tacto de su mano, además, impenetrable y confiado… También ahí había fuerza. Y los ojos. Sí, la mirada era firme, inteligente, y con un curioso brillo suave, con inocencia…

—Levántate —dijo el viejo. Había sido criado de un aristócrata. Él mismo se había transformado en aristócrata, parecía serlo—. Arriba. No voy a pegarte más.

El joven sonrió, consciente de la ironía. El buen humor revoloteó en su mirada. A la tenue luz del callejón, sus ojos eran del color del leopardo…, no de los ojos de un leopardo, sino de su piel.

—Sí, y podrías pegarme, ¿eh, abuelito?

—Me llamo Vasyelu Gorin —dijo el anciano—. No soy padre de nadie, y mis inexistentes hijos e hijas no tienen descendencia. ¿Y tú?

—Me llamo Serpiente —repuso el joven.

El viejo asintió. En realidad, tampoco se preocupaba por los nombres.

—Levántate, Serpiente. Has intentado robarme, porque eres pobre, porque ni tienes trabajo ni deseos de trabajar. Voy a comprarte algo de comer, ahora.

El joven siguió tendido, como si estuviera a gusto, en el suelo.

—¿Por qué?

—Porque deseo algo de ti.

—¿Qué? Tienes razón. Haré prácticamente cualquier cosa, si me pagas bien. Así que explícate.

El anciano miró al joven llamado Serpiente, y comprendió que todo lo que decía era verdad. Supo que estaba ante el hombre que había robado y que se había prostituido, robado de nuevo cuando los fláccidos cuerpos dormían, masculinos y femeninos por igual, exhaustos por el vampirismo sexual que él había practicado con ellos, extrayéndoles sus descarriadas almas por los poros del mismo modo que instantes más tarde extraería los billetes de bolsos y bolsillos. Sí, un vampiro. Quizás un asesino, también. Muy probablemente un asesino.

—Si estás dispuesto a hacer prácticamente cualquier cosa —dijo el anciano—, no es preciso que te lo explique por adelantado. Lo harás de todos modos.

—Casi cualquier cosa, eso he dicho.

—Adviérteme, pues —repuso Vasyelu Gorin, siervo de la Vampira—. ¿Qué cosa no harás? De esta forma me abstendré de pedírtelo.

El joven se echó a reír. Con un movimiento fluido se puso en pie. Cuando el anciano salió del callejón, lo siguió.

Para ponerlo a prueba, el anciano llevó a Serpiente a un restaurante de lujo, en lo alto de las blancas colinas de la ciudad, donde la vítrea geografía casi arañaba el cielo. Haciendo caso omiso del barro de su dilapidada chaqueta de cuero, Serpiente se transformó en intachable imagen del decoro, en algo que siempre acaba respetándose, en una persona despreocupada. El anciano, también despreocupado, apreció este gesto, aunque sabía que era simplemente un gesto. Serpiente había aprendido a ser príncipe. Pero era un gigoló con un armario repleto de pieles para ponerse. De vez en cuando los moteados ojos de leopardo, escrutadores y recelosos, delataban al joven.

Tras la excelente comida y el magnífico vino, el coñac, los cigarrillos sacados de la pitillera de plata (Serpiente había robado tres, pero, estilísticamente público, las llevaba sobresaliendo como púas de puercoespín en el bolsillo delantero), volvieron a salir bajo la lluvia.

La oscuridad aumentaba, y el solícito Serpiente cogió del brazo al anciano. Vasyelu Gorin se soltó, ofendido por la vulgaridad del gesto tras el aceptable detalle de los cigarrillos.

—¿He dejado de gustarte? —dijo Serpiente—. Puedo marcharme ahora mismo, si quieres. Pero podrías pagarme el tiempo perdido.

—Basta ya —repuso Vasyelu Gorin—. Vamos.

Risueño, Serpiente lo acompañó. Caminaron entre las relucientes pirámides de las tiendas, por sombríos túneles, sobre el mojado pavimento. En cuanto las vías públicas quedaron atrás y las praderas de los grandes huertos empezaron, Serpiente se puso tenso. El paisaje era menos familiar para él, obviamente. Esa parte del bosque era desconocida.

Los árboles caían desde el aire hasta los lados del camino.

—Podría matarte aquí —dijo Serpiente—. Coger tu dinero y echar a correr.

—Podrías intentarlo —repuso el anciano, pero cada vez estaba más molesto.

Ya no estaba seguro, y sin embargo estaba suficientemente seguro de que su envidia había asumido un tinte de odio. Si el joven era tan estúpido como para atacarle, qué sencillo sería partir el cuello columnar, cual claro ámbar, entre sus manos sin carne. Pero, claro, la princesa se enteraría. Sabría que él había encontrado algo para ella, y que había destruido el hallazgo. Y ella se mostraría generosa, y él la abandonaría, sabedor además de que le había fallado.

Cuando aparecieron los enormes portalones, Serpiente no hizo comentarios. Por entonces parecía haberlos previsto. El anciano entró en el parque, moviéndose con mayor rapidez a fin de que sus sentimientos quedaran atrás. Serpiente avanzaba a grandes zancadas junto al viejo.

Tres ventanas estaban iluminadas, en lo alto de la casa. Las ventanas de ella. Y mientras los dos hombres se aproximaban a la escalera de entrada, pasaban bajo las marañas de marfil y entraban en el porche, la sombra fina como un lápiz de la princesa saltó sobre las luces superiores, igual que humo, o como un espíritu.

—Creía que vivías solo —dijo Serpiente—. Creía que eras un solitario.

El anciano no dio más respuestas. Subió la escalera y abrió la puerta. Serpiente entró detrás y permaneció inmóvil hasta que Vasyelu Gorin encontró la lámpara que había en el nicho, junto a la puerta, y la encendió. Vidrio de un color sobrenatural destelló en los paneles de la puerta, y en los nichos de las ventanas a ambos lados, en búhos y lotos y distantes templos, adornados con volutas y luminosos, extrañamente alejados.

Vasyelu se dirigió hacia la escalera interior.

—Un momento —dijo Serpiente. Vasyelu se detuvo, sin responder—. Me gustaría saber cuántos amigos tuyos hay aquí, y qué piensan hacer tus amigos, y qué pinto yo en sus planes.

El anciano suspiró.

—Sólo hay una mujer, en la habitación de arriba. Voy a llevarte ante ella. Es una princesa. Se llama Darejan Draculas.

Empezó a subir los escalones.

—¿Qué? —dijo el visitante, abandonado en la oscuridad.

—Crees haber oído ese nombre. No te equivocas. Pero es otra rama.

Sólo oyó el primer paso cuando el pie tocó la alfombrada escalera. De un brinco, la criatura estuvo encima de él, y le quitó la lámpara de la mano. Serpiente danzaba detrás de la luz, rutilante e irreal.

—Drácula —dijo.

—Draculas. Otra rama.

—Un vampiro.

—¿Crees en esos seres? —dijo el anciano—. Deberías creer en ellos, por la vida que llevas, por tus depredaciones.

—Si esa palabreja tiene algo que ver con oraciones —dijo Serpiente—, yo nunca rezo.

—Depredaciones —repuso el anciano—. Pillajes. Ni siquiera sabes hablar tu idioma. Dame la lámpara. ¿O tendré que cogerla? La escalera es empinada. Esta vez podrías hacerte daño. Cosa que no beneficiaría a ninguno de tus oficios.

Serpiente hizo una ligera reverencia y devolvió la lámpara.

Siguieron subiendo la montaña alfombrada de la escalera, llegaron a un rellano, a un pasillo y a la puerta de la princesa.

Los accesorios de la vivienda, pese a que sólo se vislumbraban con el errático desplazamiento de la lámpara, eran muy atractivos. El anciano estaba acostumbrado a verlos, pero Serpiente, quizás, estaría tomando nota. Claro que, como había ocurrido con el tamaño e importancia de los portalones del parque, el joven ladrón podía haber previsto tanta elegancia.

Y no había abandono, ni una mota de polvo, no se olía a decadencia o, más trivialmente, no se olía a tumba. Regularmente llegaban mujeres de la ciudad para limpiar, bajo las severas órdenes de Vasyelu Gorin. Incluso había flores en el salón en las ocasiones en las que la princesa bajaba. Que eran muy escasas, en esa época. Cuán cansada había llegado a estar. No por la edad, sino aburrida de la vida. El anciano suspiró de nuevo, y llamó a la puerta de la princesa.

La respuesta sonó en voz baja. Vasyelu Gorin vio, por el rabillo del ojo, la reacción del joven: sus orejas casi se levantaron, como las de un gato.

—Espera aquí —dijo Vasyelu, y entró en la habitación.

Cerró la puerta y dejó al joven en la oscuridad.

Las ventanas, muy brillantes desde el exterior, eran negras por dentro. Las velas ardían, rojas y blancas cual claveles reventones.

La Vampira se hallaba sentada ante su pequeño clavicordio. Seguramente había estado tocándolo, su canto tan silencioso que raramente era audible al otro lado de la puerta. Hacía mucho tiempo, sin embargo, Vassu lo habría oído. Hacía mucho tiempo…

—Princesa —dijo—, he venido con alguien.

No estaba seguro de qué haría, o diría ella, enfrentada a la realidad. Incluso podía protestar, encolerizarse, pese a que él no la había visto enojada con frecuencia. Pero en ese momento Vassu comprendió que ella había supuesto, de forma tangible, que él no regresaría solo, y se había preparado. En cuanto la princesa se levantó, Vassu contempló el vestido de satén rojo, el enjoyado crucifijo de plata que llevaba al cuello, el plateado goteo de sus orejas. En las manos menudas, los grandes anillos agitaban sus colores oscuros. El cabello de la princesa, que jamás había perdido su negrura, se reducía a la altura de los hombros y fluctuaba a la moda de tan sólo hacía veinte años, encuadrando los famélicos huesos de su rostro en una salvaje lozanía. La Vampira estaba espléndida. Delgada, entrada en años, perdida ya la belleza, el corazón apagado, y no obstante… espléndida, prodigiosa.

Vasyelu la miró fija y humildemente, a punto de llorar porque, durante la mitad de la mitad de un momento, había dudado.

—Sí —dijo ella. Le ofreció una fugacísima sonrisa, como una rápida caricia—. En ese caso lo recibiré, Vassu.

Serpiente estaba sentado en el pasillo con las piernas cruzadas, a corta distancia. Había descubierto, en la oscuridad, un fino jarrón chino de la gama de colores yang ts’ai, y lo tenía entre sus manos, con el mentón apoyado en el borde.

—¿Tendré que romper esto? —preguntó.

Vasyelu hizo caso omiso de la observación. Señaló la puerta abierta.

—Ya puedes pasar.

—¿Puedo? Estás excitándome mucho.

Serpiente se puso en pie ágilmente. Todavía con el jarrón en la mano, entró en los aposentos de la Vampira. El anciano lo siguió y situó su cuerpo, vestido de negro, igual que una sombra, junto a la puerta, que en esta ocasión dejó abierta de par en par. Vasyelu contempló a Serpiente.

Tras dar un ligero rodeo, quizá de forma inconsciente, el ladrón había recorrido una tercera parte del largo de la sala en dirección a la mujer. Observando desde la oscuridad, Vasyelu Gorin pudo ver los movimientos de los tensos músculos a lo largo de la columna vertebral, como los de un animal que se apresta a saltar, o a huir. Sin embargo, no verle la cara, los ojos, era insatisfactorio. El anciano cambió de posición, se deslizó como una sombra por el borde de la habitación hasta obtener un punto de observación más favorable.

—Buenas noches —dijo la Vampira a Serpiente—. ¿Te importaría dejar el jarrón? O, si lo prefieres, destrózalo. La indecisión puede ser embarazosa.

—Es posible que prefiera quedarme con él.

—Oh, pues hazlo, por supuesto. Pero te sugiero que permitas a Vasyelu envolverlo, antes de irte. O alguien podría robártelo en la calle.

Serpiente se volvió, grácilmente, como un bailarín, y dejó el jarrón en una mesita. Tras mirar de nuevo a la princesa, sonrió.

—Hay muchas cosas valiosas aquí. ¿Cuáles me llevaré? ¿Qué me dice la cruz de plata que lleva puesta?

La Vampira sonrió también.

—Una joya heredada. Le tengo bastante cariño. No te recomiendo que intentes llevarte esto.

Los ojos de Serpiente se abrieron más. Su aspecto era de ingenuidad, de sorpresa.

—Pero pensaba que, si hago lo que usted me pide, si la hago feliz… podría quedarme con lo que me apeteciera. ¿No fue ése el trato?

—¿Y cómo te propones hacerme feliz?

Serpiente se acercó más a ella, merodeó a su alrededor, con gran lentitud. Disgustado, fascinado, el anciano observó al ladrón. Serpiente se situó detrás de la Vampira, se apretó contra ella, su aliento agitó los filamentos del cabello femenino. Pasó la mano izquierda por el hombro de la mujer, la deslizó desde el satén rojo hasta la seca y descolorida piel de su cuello. Vasyelu recordó el tacto de aquella mano, eléctrica y muy sensible, los dedos de un artista o un cirujano.

La Vampira no se alteró ni por un momento.

—No. No me harás feliz, hijo mío —dijo.

—Oh —le dijo Serpiente al oído—. No puede estar tan segura. Si le apetece, si le apetece de verdad, dejaré que me chupe la sangre.

La Vampira se echó a reír. Fue aterrador. Algo dormido pero intensamente potente pareció cobrar vida en su interior mientras se reía, igual que la llama de una brasa. El sonido, la pasmosa vida, alejó de ella al estremecido joven. Y durante un momento el anciano vio miedo en los ojos amarillos de leopardo, un miedo tan inherente al ser de Serpiente como producir miedo era inherente al ser de la Vampira.

Y la mujer, todavía despidiendo la llama de su poder, miró a Serpiente.

—¿Qué piensas que soy? —preguntó—. ¿Una bruja senil ansiosa de frotar su escamosa carne contra tu tersura? ¿Una bruja a la que tú, por no tener cordura ni remilgos, corromperás con los fantasmas, con las sobras del placer, y la matarás luego para arrancarle las joyas de sus dedos con tus dientes? ¿O acaso soy una bruja pervertida, deseosa de succionar tu juventud con tus jugos? ¿Soy eso? Vamos.

Su fuego menguó, crepitó y apagó la diversión, apagó todo lo que ella mantenía reprimido. Su voz se convirtió en una larga, larguísima aguja que espetó en la pared opuesta las palabras.

—Vamos. ¿Cómo puedo ser tan malévola y llevar el crucifijo en mi pecho? Mi viejo, arrugado, caído y vacío pecho. Vamos. ¿Qué es un nombre, al fin y al cabo?

Conforme el alfiler de su voz iba llegando al joven, éste se alejó de la pared. Por un instante hubo muestras de pánico en Serpiente. Estaba acostumbrado a las características del mundo. Los viejos que se arrastraban por lluviosos callejones eran incapaces de asestar potentes golpes con férreas manos. Las mujeres eran mariposillas que ardían, pero no quemaban, caracteres oropelados y suplicantes, no cuchillas de afeitar.

Serpiente se estremeció de pies a cabeza. Y luego su pánico se esfumó. Por instinto, dedujo algo del efluvio de la misma habitación. Con la vida que él llevaba, había acabado confiando casi siempre en sus instintos.

Se deslizó de nuevo hacia la mujer, no muy cerca esta vez, no más cerca de dos metros.

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