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Primer acto » Capítulo 3. Silencio no significa que no haya palabras

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CAPÍTULO 3
Silencio no significa que no haya palabras

Cuando salí del olvido pensé que estaba a salvo. ¿De qué? Eso no lo sé. Pero fue lo primero que me vino a la mente a medida que me acostumbraba a la luz.

A continuación distinguí una sonrisa torcida y algo grisácea, pero no fue hasta que mis ojos acabaron por aceptar de nuevo los colores cuando pude ver a mi salvador. Un hombre mayor, de mirada hosca y gesto severo, vestido con un traje marrón y una boina a juego que en ese momento me impidió descubrir sus ojos oscuros y su pelo canoso.

Se llamaba Joseph y fue él quien me llevó a Serendipity. Tras un tiempo a su lado, comencé a creer que aquella primera sonrisa había sido un espejismo. Joseph nunca sonreía, tan solo murmuraba, resoplaba, gruñía y negaba con la cabeza. Los únicos momentos en los que algo parecido a una sonrisa asomaba a sus labios sucedían bien entrada la madrugada, cuando se ponía delante de un trozo de madera con intención de tallarla.

Al principio me mantuve expectante, emocionado incluso, ante mi nueva vida. Después pasaron los días y eché de menos el olvido. En él todo es posible. Cuando no eres nadie, cuando no hay nada más, cuando solo estás tú y tus pensamientos, llega un momento en el que vives en un mundo lleno de quizás, de posibilidades. Dentro de la caja podía imaginar cómo sería mi vida fuera de ella; una vez fuera, lo único que me quedaba era aceptar la realidad.

En Serendipity Joseph se ocupaba de muchas cosas, como el mantenimiento del teatro, vender entradas o hacer de acomodador. Yo me entretenía con las migajas de vida que dejaban los actores que entraban y salían, además de con los pocos espectadores que acudían a comprar sus entradas y que Joseph atendía sin apenas tener que usar un par de palabras. Algunos no le dirigían más que una inclinación de cabeza o un gesto a modo de saludo, así que debía imaginarme lo que dirían el resto del día, qué les llamaría más la atención o cómo verían el mundo. Otros, en cambio, durante los pocos minutos que permanecían junto al mostrador, hablaban tanto que me costaba seguir las conversaciones.

Sin embargo, las palabras que más me gustaba escuchar no procedían del exterior. Joseph solía hablar con el silencio. Esperaba a que no hubiera nadie cerca para sacar parte de lo que tenía dentro, por eso mis palabras favoritas siempre fueron las suyas. Cuando hablas con el silencio eres libre de decir lo que te plazca; no hay barreras ni filtros, ni medias verdades. Con él aprendí que el silencio no significa que no haya palabras, sino que no hay nadie adecuado para escucharlas.

En algunas ocasiones, alguien preguntaba por mí. Entonces Joseph murmuraba por lo bajo antes de negar con la cabeza, restándome importancia. Nunca se lo tuve en cuenta, al fin y al cabo, yo solo era una marioneta que no tenía a nadie que moviera sus hilos.

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