Hope

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Tercer acto » Capítulo 63. Batallas que no deben ser libradas

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CAPÍTULO 63
Batallas que no deben ser libradas

¿Qué haces cuando tienes las respuestas que tanto ansías al alcance de tu mano pero sabes que no te está permitido conocerlas, que haciéndolo profanas un tesoro muy valioso; un tesoro que, además, estás a punto de perder para siempre?

Hope tenía una amiga muy querida que llegó a su lado casi por casualidad. En cierto modo, su amistad la hizo más fuerte porque en ella descubrió que creer era posible. Le dio alas, fuerza y confianza. Y aunque Hope siempre supo que no hay alegría sin dolor ni amor sin soledad, siguió creyendo en ella, deslumbrada por esa fuerza que a su amiga parecía sobrarle.

Solo que estaba equivocada.

Lo que Hope identificó como fuerza no era más que una mentira que su amiga llevaba como una armadura. Hope lo descubrió demasiado tarde. Y tuvo miedo, miedo de que su amistad, su preciado tesoro, se rompiera.

¿Qué había sido de Marianne? Se lo preguntaba cada vez que la veía, con la mente en algún lugar al que ni Hope ni nadie más tenía acceso. Hope llegó a pensar que quizá el amor cambiaba a las personas, que tal vez aquel hombre del que Marianne le había hablado era el motivo. Quiso conocerlo, interrogarlo, hacer algo, pero tenía la ligera sospecha de que su amiga nunca le perdonaría que se metiera en su vida, y a ella le faltaba valor para hacerlo.

El tiempo se agotaba y a Hope solo le quedaba esperar la inminente despedida. O eso creyó hasta que encontró el diario, tirado de cualquier manera debajo de su cama. Y fue como si alguien hubiese oído sus súplicas, mostrándole la única manera que le quedaba de ayudarla.

—No puedo leerlo —me dijo mientras daba vueltas por la habitación y miraba el cuaderno de cuero como si fuera el peor desastre al que se había enfrentado jamás—. Si se enterara…

—No tiene por qué darse cuenta —la animé yo, porque de verdad que empezaba a sentir cierto calor en la cabeza de tanto pensar.

—Pero a lo mejor, si leo un poco, solo las últimas páginas, puedo saber qué es lo que ha cambiado. Es mi última oportunidad de ayudarla. —Hope se dejó caer de rodillas en el suelo y acarició el cuaderno con la palma de la mano—. Soy una amiga horrible.

—Eso lo dices porque no viste cómo me arrancó el botón —repuse. Recordaba la actitud de Marianne, totalmente enajenada, como si hubiese sucedido ese mismo día y rezaba para que Hope no volviera a dejarme solo con ella.

—Lo siento —se disculpó en voz baja, una disculpa que nunca llegaría a su destinataria, mientras abría el diario.

Y leyó. Leyó durante horas. Apenas pude distinguir algunas frases sueltas.

El reloj se rompió. Vi cómo las agujas salían volando y no me importó.

Mi vida se escapa. Duermo y veo al tiempo que se va.

Arranqué las rosas. Eran igual de rojas que mi sangre. Las odio. Perdón, no volveré a hacerlo.

¿Qué son esas voces? ¿Por qué no se callan?

Estoy enferma. Loca. Enferma.

Soy libre.

Su mano derecha tiembla cuando me acaricia. Dice que nadie me conoce mejor que él y quizá tenga razón. Es el único que no quiere cambiarme. Le gusto así, rota, con el olor a rosas podridas que sigue pegado a mi piel.

Lo odio.

Me voy y no voy a despedirme. No podrá encontrarme. Me encontrará. Espero que me encuentre.

Volveré a ser libre.

Lo quiero.

La vida se muere.

Me siento sola.

Sigo oliendo a rosas podridas.

¿Qué habrá allá adónde voy?

Apenas entendimos nada. La letra de Marianne era irregular y muchas de las frases estaban tachadas, como si se arrepintiera de sus propios pensamientos. Tampoco seguía un orden, parecía que quisiera vaciar cada uno de sus pensamientos inconexos en el cuaderno, alejándolos así de ella. A pesar de todo, comprendimos que Marianne era de esas personas que no necesitaban estar rodeadas de gente para alejar la soledad. El amor era para ella una carga, un lastre, algo con lo que no sabía lidiar. Había abandonado a su familia sin decir adiós, odiaba las rosas rojas y era tan inmenso su mundo interior que aquel en el que vivíamos le quedaba demasiado pequeño. Estaba perdida y necesitaba una ayuda que Hope no podía darle; quizá nadie pudiera.

Sin embargo, lo que hizo que Hope se tambaleara fue el hecho de saber que la soledad que había dentro de Marianne no era comparable a la que ella había conocido. No era una soledad que tuviera que ver con la falta de compañía sino una donde no había nada más: ni esperanza, ni eco, ni atisbo de vida. Una soledad igual de categórica que la muerte y, nadie, ni siquiera la misma Marianne o los aplausos que tanto ansiaba y le hacían sentir libre, podría llenarla.

—No tiene sentido —dijo Hope con un deje de impotencia.

—La vida es un sinsentido —repliqué.

Todavía aferraba el diario contra su pecho cuando se acostó a mi lado en la cama y me abrazó. Sentí el cuero caliente del cuaderno contra mi cara.

—Siempre había pensado en Marianne como un caballo que cabalga en libertad. Ahora sé que es un caballo de mentira, uno de esos tiovivos que dan vueltas y más vueltas sobre un mismo lugar. Por más rápido que vaya, no puede llegar a ninguna parte. Su libertad nunca le pertenecerá. Aunque corra, aunque huya, aunque desaparezca, Marianne siempre será presa de sí misma. No puedo ayudarla, Wave. No puedo. —Ahogó un sollozo.

Cuando Hope se rindió supe que habíamos perdido la batalla, que Marianne estaba rota y no quedaban pedazos que recuperar. También aprendí una nueva lección: que hay batallas que no deben ser libradas.

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