Hook

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Golpe de efecto

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ientras el infame Garfio luchaba a brazo partido, por así decirlo, con los fantasmas de su pasado, Peter Banning entraba en el proceso de enfrentarse a algunas penosas realidades de su presente. La más importante de ellas era la continua y creciente convicción de los Niños Perdidos de que él era…, bueno, ya sabéis quién…, aunque no lo era.

En garde —siseó Rufio.

Luchaba con Peter en un claro, al pie del Árbol de Nunca Jamás, y en sus ojos oscuros había una expresión de cautela. Ambos esgrimían la espada con diferente grado de confianza. Rufio daba la impresión de que había nacido con ella en la mano. Peter no parecía muy seguro de qué extremo era el que estaba afilado.

—Ten paciencia conmigo —pidió. Ya empezaba a respirar con dificultad—. Recuerda que sólo soy un principiante.

—Sí, claro —refunfuñó Rufio—. Ya vi los cocos. Te estoy vigilando, tío.

Se puso en cuclillas, con las oscuras piernas dobladas suavemente, una intensa expresión en sus ojos negros, púas rojas y plumosas como lenguas de fuego en su cabello negro. Peter intentó imitarlo, sin éxito. Se le ocurrió que ésta era una mala idea. Era una idea terrible. Como siempre, procedía de Campanilla. No bastaba con que él corriera, saltara y fuera disparado en un tirachinas; también era necesario que aprendiera a luchar con la espada. ¡Por Dios, luchar con la espada! ¿Acaso sabía algo de espadas? ¡Si apenas era capaz de cortar el asado de los domingos!

Rufio se movió en círculos a su izquierda, haciendo unas fintas. Peter lo imitó: no sabía qué otra cosa podía hacer. Rufio puede enseñarte, le había dicho Campanilla con insistencia. Rufio es el mejor. Él puede enseñarte todos los trucos. Te ayudará a recordar.

Claro, pero cuando todo hubiera terminado, ¿él estaría vivo para dar las gracias?

Los Niños Perdidos se habían reunido en el claro y lanzaban gritos de aliento, algunos para Peter, la mayoría para Rufio. La noche anterior había pasado y caído en el olvido. Rufio seguía siendo el jefe.

Campanilla descendió en un destello de las frescas sombras y se posó en la punta de la espada de Peter.

—Recuerda lo que te he dicho —le advirtió—. La espalda recta, los hombros relajados. Da un paso adelante y ve a buscarlo, no tengas miedo. Ocúpate de él como te ocupaste de los cocos.

Peter le lanzó una mirada irritada.

—¡Ya te lo he dicho, no sé cómo lo hice! ¡Fue un movimiento instintivo!

La espada de Rufio rozó la suya con un chasquido.

—Para ésta, tío —dijo el chico, sonriendo—. Uno, dos, tres…[1]

Su espada destelló en la de Peter como una enorme serpiente. Peter oyó que se rasgaba una tela y notó una corriente de aire. Al mirar hacia abajo, descubrió que tenía los pantalones caídos alrededor de los tobillos. Los Niños Perdidos lanzaron gritos de desaprobación.

—¡Protesto! —gritaron al unísono.

Rufio no les hizo caso. Levantó la espada de Pan, echó la cabeza hacia atrás y cacareó.

—¡No sabes volar, no sabes luchar y tampoco sabes cacarear, tío!

Bolsillos intervino; la gorra se le movía de un lado a otro.

—Eso do es justo. Si do ha hecho dada para seddirse orgulloso, ¿cobo cacareará?

Los Niños Perdidos gritaron para mostrar su total acuerdo y salieron en defensa de Peter. Rufio los miró torvamente durante un instante y esbozó una sonrisa maligna.

—Bueno, dime, ¿qué sabe hacer este gordo?

La cara de Bolsillos se tensó.

—Moddones de cosas —insistió con entusiasmo—. ¡Podría tragar fuego! —Peter se llevó las manos a la garganta, horrorizado—. ¡Podría escribir uda carta, o hacer ud dibujo! ¡Podría jugar a los Diñoz Perdidos y a los iddios! —Abrió los ojos desorbitadamente—. ¡Ya sé! ¡Podría ir a la ciudad y robar el garfio del Capitán!

El jadeo de desesperación de Peter quedó ahogado por los chillidos de aprobación que profirieron los Niños Perdidos. Se lanzaron hacia delante entusiasmados, apiñándose alrededor de él, dándole golpecitos en la espalda, intentando estrecharle la mano, sin dejar de gritar:

—¡Roba el garfio del Capitán! ¡Roba el garfio del Capitán!

Apartado de los demás, seguro de que su más preciado deseo estaba a punto de cumplirse, Rufio sonrió satisfecho.

«Otra estúpida idea —pensó Peter con tristeza—. La más estúpida de todas».

Sin embargo, ahí estaba, llevándola adelante como si no pensara nada de esto. Era como si hubiera perdido toda noción de las proporciones, como si hiciera cualquier cosa que cualquiera le sugiriera simplemente porque al parecer no tenía ideas propias. El salir del mundo real para trasladarse al País de Nunca Jamás le había arrebatado la capacidad de pensar y actuar como un ser racional. ¿De qué otra forma podía explicar el hecho de que se introdujera subrepticiamente en la Ciudad Pirata para robar el garfio del Capitán con el único propósito de impresionar a un puñado de Niños Perdidos sucios y harapientos, para que creyeran que él era alguien que no era y lo ayudaran a salvar a sus hijos de un lunático?

Por supuesto, había algo más que eso, pero Peter Banning no estaba en condiciones de razonar. Era un adulto arrojado otra vez en un mundo de niños, donde los sueños eran reales y las aventuras estaban a la orden del día. Peter había pasado demasiado tiempo inmerso en reglamentos, leyes y lenguaje legal, nada de lo cual tenía demasiado sentido para la gente corriente, y la mayor parte de ello escrito por personas que han pasado por la infancia lo más rápidamente posible, para poder ser adultos. Peter no era una de estas personas, pero había pasado con ellas el tiempo suficiente para empezar a pensar de la misma manera, y se había olvidado de lo que significaba ser niño. El ganar dinero y cerrar tratos había sustituido el construir castillos de arena y cabalgar en el tiovivo. El ganar juicios había reemplazado mirar los fuegos artificiales del 4 de julio. Los juegos de mesa habían asumido un contexto totalmente distinto. Peter había pasado demasiado tiempo sin una comprensión real de lo que daba sentido a la vida, y estaba haciendo un enorme esfuerzo por sobrevivir a las lecciones que le devolverían esa comprensión.

De modo que todo lo que pudo pensar con respecto a cómo sería la mañana más importante de su vida adulta fue lo tonto que era al permitir que un puñado de chicos lo manipulara.

Los cuatro piratas bajaban tambaleándose por el paseo construido junto a la playa con tablas carcomidas; tres de ellos tenían una estatura sorprendente, mientras que el cuarto era más bajo pero de aspecto más temible. Llevaban tricornio, abrigo, banda y botas. Un parche en el ojo y una barba descuidada ocultaban la mayor parte del rostro de uno, y un pañuelo y varias cicatrices escondían la mayor parte de la de otro. El más bajo de los cuatro tenía la cara tan marcada y arrugada que a ningún pirata le habría interesado echarle más que un rápido vistazo antes de seguir su camino. Cada uno llevaba colgado un arsenal: alfanjes y pistolas de chispa metidos en el cinturón, dagas y puñales sobresaliendo de todas partes.

Al pasar por una tienda de golosinas, los tres piratas más altos giraron repentinamente y una cara conocida se asomó entre los pliegues de un abrigo, por encima del cinturón.

—¡Caramelos! —jadeó Carambola antes de que una mano volviera a empujar su cara al interior del abrigo.

Porque los piratas no eran tales, por supuesto, sino Peter y sus Niños Perdidos. Carambola y Bolsillos hacían un pirata, Ace y No Nap otro, Latchboy y Don’t Ask el tercero, y Peter el cuarto. Too Small, que era realmente pequeño, tal como indicaba su nombre, se había quedado en casa. Campanilla viajaba en al ala del sombrero de Peter, dando instrucciones.

—¡Por aquí! —insistía—. ¡No, por allí! ¡Despacio! ¡Para! ¡Oye, apártate de esa tía fresca! ¡Cuidado! ¡Gruñe! ¡Gruñe!

Peter no tuvo problemas para gruñir. Si se le hubiera presentado la oportunidad, probablemente también se habría sentido satisfecho de lanzar un mordisco.

Se habían deslizado a lo largo de la playa y entrado a la ciudad por los callejones de los aledaños, vestidos con su disfraz, con aspecto tan corpulento y poderoso que nadie quería mezclarse con ellos. Habían buscado alguna señal de Garfio y pronto descubrieron que todo el mundo se dirigía a la plaza del Pirata, donde se encontraba el cocodrilo del reloj.

Ahora, mientras caminaban por el paseo balanceándose y zigzagueando como borrachos, apoyándose uno en el otro para mantenerse erguidos, oyeron gritos y vítores. Más adelante, montones de piratas rodeaban la plaza. Al acercarse a la multitud, Peter se subió a un barril y escudriñó por encima de las cabezas.

Apenas dio crédito a sus ojos. ¡La plaza del Pirata había sido transformada en un campo de béisbol!

Habían quedado atrás los escombros de infinidad de noches de juerga de los piratas, los tenderetes de joyas, los rateros y los prestidigitadores (o al menos habían sido retirados de la vista). Todo y todos se habían apartado para hacer sitio al campo. Habían pintado pulcras líneas blancas para indicar el recorrido entre las bases y el puesto del bateador. Como bases se habían colocado mullidos cojines de raso realmente rebosantes de joyas. En la franja exterior del campo habían levantado unas gradas, de espaldas a los cascos de los barcos que formaban los edificios, e incluso la torre del cocodrilo se utilizaba como marcador.

Pero lo más sorprendente de todo eran los jugadores: un equipo completo de piratas vestidos con uniforme de béisbol de finales de siglo, con la palabra PIRATAS escrita en el delantero, con letras llamativas. Llevaban guante y gorra. Algunos llevaban zapatillas con clavos, aunque la mayoría había decidido dejarse las botas. Algunos incluso llevaban pistolas y dagas metidas en el cinturón.

Smee se encontraba en el montículo del lanzador —una elevación oblonga y bastante estrecha con una lápida colocada en el extremo posterior—, practicando con Jukes, que paraba la pelota.

A cierta distancia, en el centro mismo de las gradas, estaba sentado Garfio, acompañado por una rolliza fulana.

Mientras Peter y los Niños Perdidos contemplaban la escena con ojos desorbitados, un pirata pequeño y musculoso atravesó el campo como un rayo, cogió el cojín con las joyas que servía de segunda base y huyó en dirección a la multitud.

—¡Cuidado! —Gritó Smee desde el montículo—. ¡Está robando la segunda base!

Un pirata voluminoso que actuaba como arbitro de la base del bateador dio un paso adelante, sacó su trabuco y disparó al ladrón, que murió en el acto. La segunda base fue recuperada y devuelta a su sitio.

—¡Pelota en juego! —gruñó el arbitro.

Peter y los Niños Perdidos empezaban a caminar hacia las gradas. Cuando llegaron a ellas, se deshicieron de sus disfraces y se arrastraron por debajo del entarimado y entre los puntales de hierro, asegurándose de quedar en las sombras, fuera de la vista. Cuando estuvieron casi directamente debajo de Garfio, levantaron la cabeza y se asomaron.

Jack Banning se estaba colocando en la base del bateador. Llevaba puesto el mismo uniforme anticuado que los piratas, y usaba una pata de palo como bate. Estaba ruborizado de entusiasmo y lucía una enorme sonrisa. Balanceó la pata de palo con un movimiento confiado y ansioso.

Peter se levantó y podría haber saltado al campo a rescatar a su hijo si no hubiera sido porque de repente Garfio gritó:

—Jack, Jack, muchacho, éste es el partido definitivo de compensación. Te compensará por todos los partidos que tu papá se ha perdido. El viejo Capitán Garfio jamás se perdería un partido tuyo.

Peter se encogió al oír el tono burlón con que Garfio se refería a «papá».

Jack se detuvo en el borde del puesto del bateador y saludó con la mano en un ademán de agradecimiento.

—Éste es para usted, Capitán.

—¡Arráncale el cuero a la pelota, hijo! —respondió Garfio con un grito, riendo alegremente—. ¡Destroza esa porquería, hijo!

Peter se echó hacia atrás, atónito. La camaradería que existía entre su hijo y Garfio no parecía fingida. No podía negar lo que había visto en el rostro del niño: alegría, entusiasmo, anticipación. Jack se estaba divirtiendo. Jack y Garfio juntos.

El Capitán encabezó una repentina ovación mientras los piratas sentados en las gradas, a un costado, empezaron a agitar cartulinas en las que se veían toscos dibujos del rostro de Garfio y después del de Jack.

—¡Jack! ¡Jack! ¡Nuestro chico es Jack! ¡Si él no lo logra, ninguno podrá!

Giraron las cartulinas y apareció un enorme mensaje en el que se leía: ¡PÍRATELAS, JAACK! Jack, que estaba en su base de bateador con la pata de palo fuertemente apretada con ambas manos, observó el mensaje con desconcierto y una sombra de duda apareció en sus ojos. Smee hizo una pausa, se volvió, vio el mensaje, dejó caer la pelota mientras emitía un grito de asombro y salió corriendo en dirección a la tribuna, vociferando y agitando las manos.

Instantes más tarde, después de golpear algunas cabezas y de cambiar el orden de las cartulinas, el mensaje anunciaba: ¡JACK, EL AS PIRATA!

Smee se colocó en el montículo de lanzamiento, mirando fijamente a Jack. Sostenía la pelota que éste le había autografiado y la hacía girar entre sus dedos. Jack se acercó un poco más al puesto del bateador y volvió a apartarse. Se rascó la cabeza y se acomodó la gorra. En el campo, todos los piratas se rascaron la cabeza y se acomodaron la gorra. Jack escupió. Los piratas escupieron. Jack tironeó de su cinturón y los piratas tironearon del suyo.

Jack volvió a acomodarse en el puesto del bateador, con la pata de palo levantada. Smee se enderezó, preparado para el primer lanzamiento.

—¡Aguarda, Smee! —Le gritó Garfio a su contramaestre—. ¡Necesito un guante!

Se volvió hacia la mujer que estaba a su lado; ella le desenroscó cuidadosamente el garfio y lo cambió por un guante. El Capitán Garfio estaba radiante de alegría. La fulana colocó el garfio en el asiento de al lado del Capitán.

A unos centímetros de la cara de Peter.

Los Niños Perdidos abrieron los ojos desorbitadamente. ¡Nunca habían tenido una oportunidad tan gloriosa como ésta! ¡Habían llegado buscando un modo de robar el garfio del Capitán, y prácticamente se lo habían servido en bandeja! «¡Cógelo, Peter!», le susurraron, gesticulando delirantemente, saltando de entusiasmo. «¡Cógelo! ¡Cógelo!».

Pero Peter no los oía. Apenas vio el garfio que tenía ante sus ojos. Estaba totalmente concentrado en su hijo, que se encontraba en el puesto del bateador con la pata de palo levantada y una sonrisa en su rostro resplandeciente.

Smee lanzó la pelota, alta y fuera del alcance, de modo que Jack apenas la miró. Smee realizó un segundo lanzamiento, esta vez demasiado bajo. Jack no lo intentó siquiera. Ahora estaba totalmente concentrado en la jugada.

Smee se echó hacia atrás y lanzó.

La pelota giró, trazando una curva fantástica.

«No —pensó Peter con incongruente desesperación—. ¡No puede lanzar con efecto!».

Jack se tensó, hizo retroceder la pata de palo unos cinco centímetros y la balanceó.

¡Fantástico! Alcanzó su apreciada pelota de lleno con la parte gruesa de la pata de palo y la lanzó en dirección al cielo. La pelota siguió subiendo, alejándose cada vez más, fuera del perímetro del campo, fuera de la plaza del Pirata, fuera de la propia ciudad, hasta quedar totalmente fuera de vista. Jamás una pelota de béisbol había sido enviada tan lejos.

El Capitán Garfio se levantó de un salto; le brillaban los ojos.

—¿Habéis visto eso? —gritó—. ¿Lo habéis visto? ¡Oh, mi Jack! ¡Has parado una pelota con efecto! ¡Lo has hecho! ¡Jack, hijito!

Bajó de las gradas dando saltos, agitando el guante en el aire, gritando desaforadamente. Jack trotaba de una base a otra, saltando y soltando gritos de alegría, estrechando la mano a los piratas a medida que pasaba. Garfio se reunió con él en el puesto del bateador, lo levantó en brazos y le hizo dar varias vueltas; los dos reían, extasiados. Aparecieron algunos piratas con un enorme barril que llevaba pintada la palabra «Cocolada» encima del dibujo de un cocodrilo sonriente, y vaciaron el contenido sobre la cabeza de Jack. Toda la ciudad lo ovacionaba en un delirio frenético.

Garfio sentó a Jack sobre sus hombros, lo paseó por el campo y condujo a jugadores y admiradores en procesión por toda la ciudad, para celebrarlo.

Debajo de la grada, sobrecogido, Peter lo observaba todo, mientras un único y terrible pensamiento rondaba su cabeza: «Se está divirtiendo muchísimo. Nunca lo había visto tan contento».

Luego se volvió y se alejó a trompicones, olvidando el propósito que lo había llevado hasta allí, olvidando lo que había ido a hacer. Los Niños Perdidos lo miraron con gran desconcierto. ¿Qué le ocurría? ¿Qué estaba haciendo?

Finalmente, al ver que Peter no tenía la menor intención de regresar, que había perdido todo interés en encontrar algo de lo que enorgullecerse, se miraron disgustados y decepcionados, y se marcharon tras él.

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