Honor

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La huida con Klara

 

 

 

Llevaban ya más de un par de horas andando encorvados por dentro de las alcantarillas y el fétido olor, la humedad tremenda y el ambiente opresivo hacían que Klara estuviese casi al borde de tener un ataque de histeria. No aguantaba más seguir allí encerrada pero ese sentimiento no se lo comunicaba a Robert, que iba andando delante de ella chapoteando entre las aguas fecales.

Ella se estaba dando cuenta de que la linterna cada vez iluminaba menos, pero no se atrevía a decir nada. Eso también lo notaba Robert que permanecía callado para no asustar a la joven.

No había pasado ni un cuarto de hora más cuando la bombilla apenas ya daba luz. Él dio unos cuantos golpes al cuerpo de la linterna por si fuese un mal contacto, pero de pronto se hizo la oscuridad total. Las pilas se habían consumido.

—¡No aguanto más, no quiero morir aquí encerrada en este lugar podrido!

Klara tenía un ataque total de histerismo. Gritaba entre sollozos y agarraba a Robert por los brazos.

Éste dijo:

—¡Por favor mantén la calma, saldremos de aquí!

 

—¡Pero, ¿cómo? Si no tenemos ni una mísera luz para iluminarnos! ¡Vamos a morir en estas alcantarillas como ratas!

La abrazó fuertemente mientras comprobaba que su cuerpo temblaba de una manera atroz.

—¡Klara, Klara, sobreponte! Llorar no sirve de nada. —Sacó de su mochila unas cerillas y encendió una. Con la iluminación vacilante de la llama pudo ver la cara de ella anegada en lágrimas. La luz pareció calmarla un poco—. No podemos usar las cerillas, se nos acabarán muy pronto. Debemos guardarlas para cuando sea necesario. Mientras tanto agárrate a mí y sigamos la corriente de agua. Ella nos llevará a la salida.

Empezaron a andar lentamente. Robert iba con los brazos abiertos para ir tocando con las manos las paredes y así orientarse. Los laterales estaban tapizados de una capa con una consistencia pegajosa. De vez en cuando tenía que parar para desprenderse de la porquería que se le acumulaba en sus manos y volver de nuevo a seguir caminando a base de tocar la pared. Notaba como las manos de Klara estaban agarradas, totalmente crispadas, en su cintura.

 

***

 

Al cabo de una media hora escucharon un ruido… Como si hubiese más agua. Robert ya no podía tocar los laterales y se paró para encender otra cerilla. A la luz de ella pudieron constatar que habían desembocado en una galería bastante más grande. Tenía como dos senderos en los lados y, en medio, discurría una corriente de agua mezclada con porquería. Se subieron a una de las estrechas aceras y empezaron a caminar a tientas por allí. La pared seguía cubierta por esa capa de limo pegajoso, que él iba tocando con su mano izquierda para no perder la orientación.

—¡Robert, Robert!

Notó que, súbitamente, ya no sentía las manos de Klara en su cintura. Inmediatamente sacó una cerilla y la encendió: había resbalado y estaba en el cauce de agua, río abajo a unos diez metros.

—¡Agárrate a la tubería que tienes en la pared!

A la luz temblorosa de la llama, corrió lo más rápido que pudo hacia Klara y, con una mano, agarró una de las de ella. La cerilla se apagó, pero ya la tenía asida por los dos brazos. Tiró fuertemente y la sacó de la corriente de agua. Estaba empapada, maloliente y llorando otra vez en un ataque de histeria.

—¡No puedo más, no puedo más! —decía entre sollozos.

En la terrible oscuridad que les envolvía y con el rumor del agua que se escuchaba junto a ellos, Robert trataba de acariciarla y calmarla en la medida de sus posibilidades.

—Tranquila. En cuanto estés mejor empezaremos a caminar de nuevo. Iremos más despacio. Ten mucho cuidado que el limo que hay por todas partes es muy resbaladizo.

Klara abrazada a él se iba calmando poco a poco.

—¿Has oído eso?

—¿Qué? —respondió Robert.

—Creo que he escuchado voces.

Los dos se quedaron totalmente quietos, casi conteniendo la respiración.

—Creo que no es nada. Vamos a seguir —dijo Robert.

Otra vez con cuidado, iba él delante tocando la pegajosa pared con la mano y arrastrando los pies por el suelo para no resbalar.

Los dos se quedaron inmóviles de nuevo. Era cierto: ahora sí habían escuchado claramente unas voces. Y parecían venir desde detrás de ellos.

Poco a poco se dieron cuenta de que se iluminaba el fondo del túnel más allá de un recoveco de la galería. La luz era oscilante como si viniera de una linterna que movía alguien con las manos.

Doblaron la curva los que se aproximaban y pudieron apreciar ahora nítidamente un grupo de unas diez personas que llevaban un par de linternas y un candil.

Les vieron y pararon.

Por unos segundos todos se quedaron inmóviles.

—¿Quienes son ustedes?

La pregunta salía presurosa de alguien del grupo que se acercaba.

Robert decidió contar la verdad, ser sincero. Quizá ese grupo de gente era como ellos.

—Somos judíos. Estamos tratando de escapar hacia el río. Se nos ha apagado la linterna que teníamos y estamos prácticamente perdidos.

Se hizo un silencio que a Klara y Robert les pareció angustioso. ¿Se acababa ahí su aventura?

La persona con el candil, que esparcía sombras temblorosas en la galería, se acercó pausadamente hacia ellos. Cuando estuvo justo delante, extendió la mano mientras decía:

—Nosotros también intentamos escapar de los alemanes. Somos igualmente judíos. Únanse al grupo y saldremos de aquí. Tenemos un plano de las alcantarillas y la salida ya no está lejos.

Robert notó como Klara soltaba un suspiro de alivio detrás de él y apoyaba la frente en su espalda. Él apretó su mano que estaba sobre la cintura.

Siguieron avanzando precedido de las dos personas que llevaban el candil y el mapa. Klara tenía ambas manos apoyadas en la cintura de Robert, que iba delante de ella. Él notaba cómo iba temblando.

—¿Tienes frío?

—Robert… Me he caído al agua asquerosa que corre por abajo. ¡Estoy empapada hasta los huesos!

Antes de media hora la pareja que iba abriendo camino al grupo anunció:

—¡Por fin la salida!

Se veía una tenue luz que indicaba el final de un túnel. En la boca había unos hierros herrumbrosos y podridos que impedían avanzar más. Prendidos en ellos había trozos de tela y hierbas.

—¡Stanis, la sierra! —dijo uno de los guías.

De una mochila, que portaba una persona de edad en la parte trasera del grupo, sacaron un serrucho metálico que pasó, de mano en mano, a través de toda la fila hasta que llegó a la cabecera de la expedición.

—Si hubiésemos llegado hasta aquí solos habría sido imposible salir sin serrar esos hierros —comentó en voz baja Robert a Klara.

Con un chirriante sonido metálico, la sierra iba cumpliendo su función y, en pocos minutos, varias barras estaban segadas permitiendo el paso de las personas.

Uno a uno fueron saliendo todos del agobiante ambiente de la alcantarilla. Estaban en una orilla del Vístula. Habían pasado de la atmósfera relativamente cálida y húmeda de los túneles a un frío despiadado.

—Debemos dividirnos en grupos pequeños ahora para no llamar la atención —comentó en un susurro uno de los guías.

—¿A dónde van ustedes? —preguntó Robert.

—Al Báltico, es la zona más cercana de escape.

—Yo pertenecía a las Fuerzas Aéreas, debo tratar de ir hacia Rumanía.

—¡Pero eso está mucho más lejos! —dijo una mujer algo ya entrada en años que llevaba la cabeza cubierta por un pañuelo, que dejaba escapar por los bordes un pelo albino.

—Lo sé —respondió Robert—. Pero debo intentar reunirme con nuestros compañeros.

Hubo un apretón de manos por parte de uno de los guías hacia los dos.

—¡Que haya suerte!

 

***

 

Empezaron a caminar por una zona llena de alta vegetación en la orilla del río. Era difícil andar entre estos obstáculos, pero no querían salir hacia la ciudad. Ya estaba amaneciendo y una claridad rosácea se empezaba a esparcir por el oriente.

Al cabo de un rato se encontraron con unas vías de ferrocarril que discurrían paralelas a la corriente de agua. No tardaron en vislumbrar unos vagones de mercancías estacionados. Era una sucesión de ellos casi interminable. Robert intentó abrir alguno de ellos, pero estaban cerrados con gruesos candados. Por fin descubrió que uno de ellos, de madera color marrón oscuro y un tanto desvencijado, mostraba la puerta algo abierta. Dentro tenía el suelo cubierto de paja, olía a ganado y había bastantes sacos de arpillera en un rincón.

—Klara entra aquí y descansaremos hasta que llegue la noche. Ella meditó un momento y dijo:

—Robert, voy a limpiarme al río. No aguanto la porquería que llevo encima.

—Pero, ¿estás loca? ¡Hace un frío espantoso!

—Prefiero morir congelada antes que soportar toda esta podredumbre sobre la ropa y mi cuerpo.

Klara, con energía y sin dar ninguna oportunidad a la más mínima discusión, empezó a caminar hacia el agua que discurría mansamente junto a la orilla y, con determinación, se metió en el río. Robert se encogió de hombros y con actitud resignada hizo lo mismo.

El agua cortaba como un cuchillo por la baja temperatura. Sin quitarse la ropa la enjuagaron junto a sus cuerpos y sumergieron la cabeza para tratar de aclarar el pelo de la mugre que habían amasado en las alcantarillas.

Salieron del Vístula y rápidamente subieron al vagón, que parecía abandonado sobre la vía. Klara temblaba de una manera convulsiva. Después de cerrar la puerta se quitaron toda la ropa quedándose totalmente desnudos. Escurrieron ésta retorciéndola entre los dos y colgaron los monos grises de trabajo que vestían de unos garfios del techo para que se secasen. Después se dirigieron a una esquina del vagón y, apilando todos los sacos de arpillera que había, se abrazaron tal como estaban, totalmente desnudos, debajo de ellos para calentarse. Al principio temblaban de una manera atroz, pero poco a poco la temperatura de sus cuerpos les empezó a reconfortar y se sintieron agradablemente cálidos gracias a su calor humano. El cansancio hizo mella en ellos y la somnolencia les invadió llegando a dormirse abrazados, pegados uno al otro, en un sueño reparador.

 

***

 

Un golpe seco y el traqueteo del vagón les despertaron. Parecía que el tren se había puesto en marcha. Robert se incorporó del improvisado lecho y mirando por un ventanuco se dio cuenta de que una máquina de vapor tiraba entre resoplidos, envuelta en nubes blancas, de la interminable fila de vagones.

—Vamos hacia el sur de momento. Esto es bueno para nosotros —le dijo a Klara.

Se acercó hacia donde estaban colgadas sus ropas para darse cuenta de que todavía se mantenían bastante húmedas; no obstante, se pusieron la ropa interior que, aunque estaba fría y mojada, en poco tiempo los dos abrazados debajo de los sacos de arpillera las empezaron a secar gracias al calor de sus cuerpos.

Casi sin hablarse sacaron de las mochilas algo de comida y, de una manera maquinal, devoraron las pocas cosas de comer que llevaban dentro. Tenían un hambre enorme.

El tren estuvo andando casi todo el día de una manera renqueante y a poca velocidad. Robert miraba de vez en cuando por la pequeña ventana y, por la posición del sol, podía afirmar que seguían viajando hacia el sur.

Cuando ya la tarde se estaba echando, el convoy empezó a disminuir la marcha. Al cabo de un rato estaba detenido a la entrada de una estación.

Abrió un poco el portalón y vio a lo lejos algunos soldados que se acercaban a los vagones.

Seguramente deberían ser alemanes.

—Vamos, rápido —dijo en un susurro a Klara—. Pongámonos el resto de la ropa y salgamos de aquí.

Se empezaron a poner unas cazadoras que estaban colgadas del techo. Todavía estaban muy húmedas y el frío les invadió de nuevo.

Abrieron con cuidado la puerta del vagón y se pusieron las mochilas sobre la espalda. Los soldados estaban bastante lejos, pues ellos viajaban casi a la cola del convoy. Saltaron fuera y empezaron a correr entre otros vagones para salir fuera de las vías de ferrocarril.

No tenían ni idea de dónde se encontraban, pero en poco tiempo andaban ya al abrigo de los grandes árboles alejados de cualquier aldea por pequeños caminos de arena.

La luz del sol se iba haciendo más mortecina a medida que éste se escondía detrás del horizonte.

—Debemos buscar refugio en algún sitio para pasar la noche

—apuntó Robert.

—Pero, ¿dónde? ¿Nos acercamos a algún pueblo?

—No. Eso sería una locura. Si pudiéramos encontrar un caserío aislado y abandonado… Ésa podría ser la mejor opción.

Klara empezó a reírse.

—¡Tú eres un optimista! —fue su respuesta.

Cuando ya las sombras se apoderaban del paisaje y apenas había luz para adivinar el camino, en una curva vieron una casa en medio de la campiña. Era de tamaño mediano, techo de paja y, por una chimenea que sobresalía de la parte alta, se escapaba un ligero y tenue humo de color azulado. Todo estaba en penumbra menos una ventana en la parte baja que expandía una cálida y desmayada luminosidad amarillenta.

Se acercaron a la puerta.

—¿Qué hacemos? —preguntó Klara.

—Yo creo que lo mejor es decir la verdad. Los campesinos suelen ser gente amigable. No creo que estén con los alemanes.

Llegaron a la puerta de madera antigua y llamaron discretamente.

No hubo respuesta alguna. No se escuchaba ningún sonido que saliese del interior de la vivienda. Una vez más dieron unos golpes en la puerta con mayor contundencia. Le pareció a Robert que detrás se oía muy tenuemente algún ruido, pero se mantenía sin que se escuchara ninguna voz humana.

—Habla tú Klara, siempre una mujer da mayor seguridad que un hombre —dijo Robert susurrando al oído de ella.

De nuevo dio unos golpes en la puerta y, después de carraspear ligeramente, dijo ella:

—Por favor, somos dos polacos que tan sólo buscamos ayuda. De nuevo el silencio fue la respuesta.

—Se lo suplico, no queremos hacer ningún daño. Venimos huyendo de la guerra, de la invasión alemana. Ayúdennos por favor.

Se escuchó un sonido de cerrojo metálico al moverse y, en la parte superior de la puerta, se abrió una pequeña mirilla protegida por una reja exterior delgada. Desde dentro salía una luz titubeante producida seguramente por el fuego de una chimenea. La cara de una campesina, que apenas podían distinguir por el contraluz, se dirigió a ellos.

—¿Qué buscan ustedes?

De la manera más cálida posible, Klara empezó a hablar.

—Señora, sentimos mucho importunarla, pero somos dos personas que estamos huyendo desde Varsovia. Tan sólo buscamos amparo y ayuda para pasar esta noche. No tenemos lugar para guarecernos. Pedimos únicamente un sitio para poder refugiarnos. Le aseguro que mañana seguiremos nuestro camino… Créanos, no queremos hacerle ningún daño.

La cara que había detrás de la pequeña ventana miró a ambos lados y cerró el ventanuco. Un instante después se escucho moverse otro cerrojo y se abrió la puerta principal.

Antes de que la campesina dijera algo, Robert agradeció el gesto.

—Señora, sentimos molestarla. Venimos tratando de acercarnos hacia el sur para huir de la invasión alemana. Estaríamos muy agradecidos si nos proporciona, en forma de alojamiento, ayuda para pasar esta noche.

La puerta se cerró detrás de ellos. La señora corrió el cerrojo y, mientras se movía con un andar lento y renqueante, les dijo con una voz algo chillona:

—Acerquémonos a la lumbre.

Era una persona de unos cincuenta años, cara redonda, de mejillas coloreadas, pañuelo en la cabeza que escondía una cabellera canosa y vestía una falda de tela gruesa envuelta en un delantal blanco con puntillas en sus bordes. Tenía unas manos regordetas y rojizas, y sus ademanes era algo bruscos.

Señaló unas banquetas de madera y todos se sentaron al calor de una chimenea que había junto a una pared de la estancia donde, envueltos en el crepitar de las llamas, unos leños esparcían un cálido ambiente de luz huidiza y de agradable temperatura.

—¿Les han perseguido los alemanes? —dijo ella sin mirarlos mientras daba la vuelta a unos de los troncos que estaban encendidos provocando que se avivase el fuego.

Klara tomó la palabra.

—Yo soy pianista y él es piloto de la Fuerza Aérea. Salimos ayer huyendo de Varsovia. Hemos ido en un tren de mercancías hasta una estación cerca de aquí, pero lo tuvimos que abandonar porque había soldados revisando los vagones.

Se hizo un silencio. Tan sólo se escuchaba el sonido que esparcía el hogar de la chimenea.

Robert preguntó:

—Señora, ¿dónde nos encontramos?

Por primera vez les miró de frente. Tenía unos vivos ojos de un color azul intenso rodeados por pequeñas arrugas cerca de los párpados.

—Esta casa está en las afueras de Muchowiec, cerca de Katowice.

—¿Entonces no quedan muchos kilómetros hasta la frontera sur con Checoslovaquia? —dijo Robert.

No lo sé. Sí… Creo que no está muy lejos. ¿Querrían comer algo?

—¡Sí! —dijeron los dos a la vez entre risotadas.

Ella se levantó y se fue a una pequeña cocina que había cerca de la chimenea. Allí sacó de una alacena unos cacharros de barro y empezó a pelar unas patatas que metía en el cazo.

Mientras hacía esto seguía preguntando cosas.

—¿Y por qué huyen de Varsovia? ¿Tan mal están las cosas allí?

Klara miró a Robert antes de contestar y éste le hizo un discreto signo afirmativo con la cabeza.

—Señora, nosotros somos judíos y los alemanes persiguen hasta la muerte a los judíos.

Se hizo un silencio y la campesina dejó momentáneamente de pelar las patatas mientras levantaba la vista hacia ellos.

—¿Judíos? ¿Y por qué persiguen a los judíos? —Al decir esto dejó sobre la encimera de la cocina el cuchillo y se limpió las manos en el delantal.

Fue Klara la que se lo explicó.

 

—Los judíos, en general, no tenemos una patria común. Podemos ser alemanes, o húngaros, o polacos… o de cualquier otra nacionalidad. Pero a través de los siglos hemos conseguido mantener una identidad de nuestra manera de ser, de nuestra religión, y, seamos del país que seamos, estaremos integrados en él; pero seguiremos siendo judíos. Esto nos lo inculcan en la familia, entre nuestro grupo. Nos ayudamos y nos apoyamos.

»El estado alemán, o el Partido Nazi, nos considera una raza inferior. Están obsesionados los alemanes con la pureza de la raza aria. No quieren que podamos mezclarnos con ellos. Desde que somos niños, a los judíos nos educan nuestros padres en el trabajo y en el cumplimiento de nuestras obligaciones. Por eso gran parte de los judíos del mundo tienen una posición social bastante elevada, tienen negocios florecientes. Los alemanes han expulsado e incluso metido en campos de concentración a los judíos. Se han quedado con sus negocios y riquezas.

Ella volvió a retomar su tarea de preparar la cena mientras decía:

—Ya, comprendo. Robert tomó la palabra.

—Alemania está sumida en una locura liderada por Hitler. Están invadiendo sus países fronterizos. Quieren formar un gran estado europeo dominado por ellos.

La campesina levantó la vista dejando de preparar los ingredientes de la comida mientras decía:

—Usted habla con otro acento. ¿Es polaco?

Robert miró a Klara antes de contestar y ésta le sonrió para que continuara su explicación.

—Señora, yo nací en Alemania pero soy de padre polaco. Nos incendiaron nuestro negocio. Nos obligaron a huir de la aldea donde nací. Los alemanes han matado a mi padre simplemente por ser judío.

Por unos instantes se hizo un silencio embarazoso. Tan sólo se escuchaba el chisporroteo de la chimenea y el ruido que hacía la campesina al preparar la cena. Para romper esta situación Klara preguntó:

—¿Vive aquí totalmente sola?

Al escuchar estas palabras dejó de preparar los ingredientes del puchero, se limpió las manos en el delantal y, dirigiéndose a la chimenea, se sentó en un taburete junto a ellos.

—Mi marido murió hace cinco años. Fue una larga enfermedad. Cosas que pasan. —Cogió aire lo expulsó como para olvidar ese pensamiento. Después siguió con su relato—: Dos hijos, de dieciocho y veinte años, me ayudaron a seguir con este trabajo de mantener las vacas, recoger las cosechas y vivir en esta casa que mi marido y yo construimos cuando éramos jóvenes. Hace dos meses… —Parecía como si la voz se le quebrase—. Hace dos meses les llamaron para defender Polonia con las armas. No tuvieron tiempo ni de enseñarles lo más mínimo sobre el manejo de ellas. — Las lágrimas empezaron a inundar sus ojos mientras proseguía—. Murieron en la primera oleada de la invasión alemana, en los primeros días de septiembre. Me mandaron una carta hace poco. —Se sonó la nariz con un pañuelo que estaba en un pequeño bolsillo del delantal—. Ni tan siquiera sé dónde están sus cuerpos.

Klara cogió con ambas manos las de ella mientras se las apretaba con cariño.

 

***

 

No volvieron a hablar más de estos temas y durante la cena les preguntó por sus vidas, por la música, por la aviación… Era una mujer de poca cultura pero de gran inquietud.

Comieron profusamente un guiso de carne, embutidos, quesos y un dulce pastel de postre.

—Si quieren pueden ir a dormir a mi habitación. Desde que murió mi marido prácticamente nunca he estado en ella; prefiero echarme aquí abajo junto a la lumbre.

Tanto Klara como Robert le pidieron si habría otra cama para dormir para no romper esta costumbre. Les parecía poco menos que un sacrilegio romper esa intimidad del lecho conyugal.

—Sí. Hay otras dos habitaciones arriba. Cojan la que quieran.

Después de recoger toda la mesa y fregar los cacharros, subieron amparados por la luz de una temblorosa palmatoria una escalera cuyos peldaños crujían de manera singular. El piso de arriba estaba compuesto por un pasillo y cuatro puertas, dos a cada lado.

Abrieron una y la tenue luz que portaban iluminó una gran cama con cabecero de madera. Dedujeron que debía ser la habitación principal y la cerraron con cuidado. La siguiente puerta que abrieron era de madera maciza. Al abrirse chirrió fuertemente y, al iluminar la estancia con la palmatoria, pudieron ver una habitación con una cama algo más estrecha y cubierta con una colcha que llegaba hasta el suelo. Hacía un frío enorme. El único sistema para calentarse parecía la chimenea que estaba en el piso inferior.

No lo dudaron y, después de desnudarse, se metieron bajo las sábanas, que estaban frías y con algo de humedad. Sobre ellos notaban el peso, quizás excesivo, de unas cuantas mantas que después de unos pocos minutos empezaron a cumplir su función y, con el embozo cubriendo sus cabezas hasta la nariz, se encontraron agradablemente cálidos. En poco tiempo Klara dormía y él cayó en el sueño un poco más tarde.

Cuando la luz empezó a entrar por la ventana, adornada de gruesas cortinas recogidas a los lados, les despertaron los ruidos que subían desde el piso inferior.

—Vamos, Klara, despierta —dijo Robert mientra besaba los labios de ella suavemente. Había una palangana y un recipiente con agua; con él se lavaron como pudieron. El líquido estaba casi helado. Después de vestirse empezaron a bajar la escalera adornados por los crujidos de los peldaños de madera.

La mujer preparaba junto a la chimenea un puchero con comida.

—Buenos días —dijo Klara.

Sin levantar la vista del guiso que removía la mujer respondió:

—¿Han descansado bien? Arriba suele hacer mucho frío desde que llega el otoño.

Ambos se miraron y, con educación, dijo Robert:

—No se preocupe, hemos tenido un sueño reparador. Sí, estaba fría la habitación, pero hemos dormido bien debajo de las mantas.

Todos se sentaron en los taburetes que había junto a la chimenea y Robert limpió las cenizas sobrantes mientras salía fuera a buscar unos troncos para que el fuego ardiera de nuevo.

 

***

 

En lugar de irse, estuvieron todo el día ayudando a la buena mujer campesina a las labores de ordeñar las vacas y recoger madera.

Klara nunca había ordeñado una vaca y Robert lo había hecho algunas veces cuando estaba con sus amigos, Peter y Annette, en Poppenhausen. Ambos se rieron mucho por la falta de habilidad de ella para extraer la leche de los animales.

—Tienes unos dedos largos y finos y los mueves con habilidad en el teclado del piano… Pero, para tocar las ubres de estos animales… me parece que te falta bastante habilidad.

Ella se reía mientras seguía intentando llenar un pequeño cubo con el líquido blanco.

Hicieron una comida agradable mientras la mujer les contaba anécdotas de su vida pasada.

Al final del día les dijo que en el granero había dos bicicletas que pertenecieron a sus hijos y que se las podían llevar para poder ir más rápido.

Robert fue a verlas: estaban llenas de telas de araña pero las limpió, hinchó las ruedas y reparó los frenos. Después ajustó la altura de los sillines para él y para Klara.

Acabaron el día con una cena abundante y la buena mujer les preparó comida para llevarse: pastel de carne, embutido y queso, además de una rica tarta de manzana.

Se acostaron temprano metidos otra vez en la habitación heladora, pero que, bajo aquella montaña de mantas que había sobre la cama, entraron en calor al cabo de poco tiempo.

Al día siguiente, en cuanto salió el sol y ya después del desayuno, se despidieron de la campesina. Montados en las bicicletas iniciaron el camino.

Era una mañana despejada y con buena temperatura; parecía más una jornada veraniega que un día del incipiente otoño. Guiados por la posición del sol, buscaron una senda que les llevase hacia el sur.

Cerca del medio día se pararon a descansar junto a un cruce de caminos.

—Robert —dijo Klara con una sonrisa—, tengo que confesarte una cosa: Me duele el culo de una manera tremenda.

—A mi me ocurre lo mismo. Es la falta de hábito de estar sentados en el sillín. Si te parece bien comemos algo mientras descansamos y después proseguiremos un poco más hasta encontrar otro sitio para pasar la noche.

Nada más empezar de nuevo a pedalear vieron un cartel; rezaba así: “BIELSKO-BIALA”. Robert se bajó de la bicicleta mientras comentaba:

—He estado aquí varias veces. Tiene un aeródromo muy grande. Ahí volé un velero nuevo… una maravilla. Lo mejor que he pilotado en este tipo de aviones.

—¿Con eso que me quieres decir? —inquirió Klara.

—Que quizá en esta base todavía quede alguien de la Fuerza Aérea que nos pueda ayudar.

 

***

 

A media tarde estaban entrando en la población. Robert se acordaba de la ubicación del aeródromo y, media hora después, estaban en el perímetro exterior de la pista de aterrizaje. Ésta era una zona de hierba de gran extensión, y a lo lejos se podía ver un hangar bastante grande.

Klara desmontó de la bicicleta, pues no podía ya aguantar más estar sentada en el sillín. Así, andando, se acercaron a la parte de atrás de la edificación. Parecía todo desierto. No había nadie por ningún lado. Tampoco se podía ver ningún avión. Daba la impresión de que todos habían abandonado las instalaciones, de que allí no quedaba ni una persona.

Dejaron las bicicletas apoyadas en la pared trasera del hangar y caminando intentaron encontrar una entrada. Las grandes puertas de hierro que daban a la pista estaban cerradas y sin ninguna posibilidad de abrirlas. Por fin, en un lateral encontraron una pequeña entrada que, a base de pegarle golpes, pudieron forzarla.

Daba a una habitación que parecía ser un taller. Estaba con algunas herramientas tiradas sobre una mesa de madera. Se veía que se habían llevado casi todo. A través de una pequeña puerta accedieron al interior del hangar. Se asomaron con precaución pero no parecía haber nadie. El espacio estaba vacío, a excepción de una avioneta biplano a la cual a una de las alas le faltaba el recubrimiento de tela. Por eso debía estar allí abandonada. Lo que sí pudo ver Robert era que el velero que él voló, el Rekin, se encontraba pegado a la pared posterior. Tenía la cabina cubierta por una lona. Se acercó a él. Estaba en buen estado y con todos los instrumentos, pero lleno de polvo; seguramente llevaría meses allí sin volar.

—No se muevan. —Las palabras pronunciadas en voz baja venían de su espalda, mientras notaba que un cuchillo o algo punzante se apoyaba en su cuello por la parte posterior—. Dese la vuelta lentamente.

Klara, que estaba delante de él, se mantuvo inmóvil. Robert empezó a volverse mientras levantaba los brazos en alto por encima de su cabeza. Frente a él se encontró con una persona de su estatura. No podía distinguir la cara, pues la claridad de la luz que se colaba a través de los amplios ventanales que había sobre las grandes puertas del hangar se lo impedía al encontrarse la otra persona a contraluz.

Por un momento se mantuvieron sin moverse con el enorme cuchillo posado sobre el cuello de Robert.

De pronto notó como su interlocutor quitaba el objeto que tenía sobre su garganta mientras decía balbuceando:

—Pero, ¿tú no eres un piloto que estuvo aquí probando el velero Rekin hace unos meses?

—Sí. Me llamo Robert Stanko. ¿Me conoces?

Se paso el enorme cuchillo de la mano derecha a la izquierda y, tendiéndo esta, le dijo:

—No sé si te acuerdas de mí… Soy Józef Komorowsky.

—Le dio un fuerte apretón de manos—. Soy teniente de la Fuerza Aérea. Fui el piloto que te remolcó con una avioneta para que pudieras volar el velero. ¡Salid, no hay problema! —gritó Józef. De una pequeña puerta del fondo del hangar aparecieron una mujer menuda y dos niños de unos dos y siete años aproximadamente—. Todos escaparon hacia Rumanía, pero nosotros no pudimos. Yo no quise dejar solos a mi mujer y a los niños. Llevamos más de una semana aquí escondidos, pues nuestra casa fue arrasada por los alemanes. Nos queda ya muy poca comida. Yo salgo a veces por las noches a buscar algo, pero no es fácil encontrarlo. Estoy intentando arreglar esta avioneta. Ya he reparado la estructura del ala, que estaba con algunas costillas y largueros rotos, pero la verdad… no tengo ni idea de hacer reparaciones y menos de entelar al ala.

—Pero, ¿qué quieres hacer con ella? —preguntó Robert.

—Intento ponerla en vuelo. Es nuestra oportunidad para huir con Anja, mi mujer, y los niños a Rumanía. Allí me podré juntar con el resto de los componentes del Ejército del Aire Polaco que ya están en Bucarest.

Robert pensó rápidamente.

—Si te ayudo a entelarla, ¿nos podremos escapar contigo Klara y yo en la avioneta? —dijo esto mientras la señalaba a ella con la mano.

Józef sacudió la cabeza mientras miraba al suelo.

—Lo siento, es imposible. Tú mismo lo puedes ver. La avioneta es muy pequeña y no tiene mucha potencia. Yo iré en el asiento delantero pilotando y mi mujer con los dos niños encima en el asiento trasero. Además, con tanto peso seguramente no podríamos despegar.

Robert se resignó; no obstante dijo:

Está bien, lo comprendo. Te ayudaré a entelarla y acabar los arreglos. Tengo buena experiencia en hacer reparaciones y entelados de cuando era piloto de competición de veleros. ¿Hay tela de algodón y novavia?

—Ven conmigo y te enseñaré todo lo que he encontrado —respondió Józef.

Se fueron a una dependencia y allí, en un armario, descubrió Robert un rollo entero de tela de algodón, barniz y bastantes herramientas.

—No encuentro agujas para coser la tela, pero podemos con este alambre fabricar algo que nos sirva. —Miró hacia los ventanales—. Ya se va a hacer de noche. Si quieres podemos compartir la comida que llevamos con vuestra familia. Mañana cuando salga el sol nos pondremos manos a la obra. ¿Han venido soldados alemanes por aquí?

—Sí. Algunas noches les hemos oído entrar, pero tan sólo se dedican a estar un rato por dentro del hangar y después se marchan

—respondió Józef.

 

***

 

Subieron a un altillo por una escalera de mano, que luego retiraron. Allí había algunos jergones y colchonetas. Encendieron un quinqué para alumbrarse y cubrieron una ventana que daba al exterior con una lona para que no saliese nada de luz que les pudiese delatar.

La familia de Józef devoró casi literalmente la comida que tenían en las mochilas Klara y Robert; aún así, guardaron algo para poder subsistir en los días venideros.

La noche fue incómoda pero descansaron bien. Cuando las luces del día inundaron de nuevo el hangar, se dispusieron a hacer los últimos arreglos de la avioneta.

Anja y los niños salieron por una puerta lateral fuera de la edificación para vigilar si alguna patrulla o gente se aproximaba al hangar. El resto, dirigidos por Robert, se pusieron manos a la obra. En primer lugar llevaron al rollo de tela de algodón, que él extendió sobre la porción de ala que estaba sin cubrir; cortaron la tela necesaria y después hicieron con lo que había sobrado tiras largas, como vendas. Éstas las empaparon en el barniz de novavia y enrollaron con ellas toda la superficie de las costillas y largueros donde estaría apoyado el recubrimiento principal. Tardaron en ello toda la mañana, pues tenían que estar dando manos y más manos de barniz para que quedase todo bien impregnado.

Después de un alto para descansar y comer, por la tarde cubrieron con la tela la superficie del ala, tanto por arriba como por abajo. La estiraron en la medida de lo posible y, entre Józef, Klara y Robert, la cosieron lo más ajustada que pudieron a la estructura del plano.

—Queda muy arrugado —dijo Józef.

—Cuando le echemos el barniz empezará a estirar —repuso Robert.

No llevaban ni media hora impregnando con la novavia el recubrimiento de tela cuando Anja entró rápidamente seguida por los niños.

—¡Se acercan dos soldados!

Guardaron la tela y las brochas, pusieron unos papeles sobre el arreglo que estaban haciendo para que no se llegase a ver y, con toda celeridad, se subieron al altillo retirando la escalera.

Unos minutos más tarde se escuchó un golpe en una puerta y los pasos de unas personas. Parecía que iban hablando entre ellas informalmente. Robert pudo entender algunas de las palabras que decían. Se aproximó al oído de Józef para decirle en un susurro:

—Hablan en alemán.

Los dos soldados seguían dando una vuelta por dentro del hangar. Por una pequeña rendija desde su posición superior podían verlos sin que ellos los descubriesen. No prestaron atención a la avioneta; si lo hubiesen hecho podrían haberse dado cuenta de que el barniz estaba fresco.

Se fueron directamente al velero. Uno de ellos quitó la lona que lo recubría, abrió la cabina y se metió dentro. Debía ser un piloto de vuelo sin motor, pues le estaba explicando al otro, por lo que Robert llegaba a entender al escuchar palabras sueltas, cómo se volaba un planeador y los instrumentos que tenía.

En ese momento, los dos niños que estaban juntos jugando con algo empezaron a pelearse por una pieza de madera. Józef tapó la boca del mayor pero el otro comenzó a lloriquear suavemente.

Todos estaban aterrados. ¡Les podrían descubrir! Anja le susurraba al oído al menor para que se callase, pero él seguía con su lloriqueo. Entonces ella se desabrochó rápidamente la blusa, sacó uno de sus pechos y se lo puso en la boca a la criatura. Ésta se calló mientas su madre le apretaba con fuerza contra su seno desnudo.

Robert se asomó discretamente por el ventanal que había cerca del techo que daba al interior del hangar. Parecía que los dos alemanes no habían escuchado nada. El que estaba en la cabina seguía explicando cosas al otro.

Así estuvieron más de media hora. Después se dieron una vuelta por las habitaciones que hacían de talleres y por fin salieron del hangar.

Todos respiraron aliviados.

—¿Todavía lo alimentas tú? —preguntó Klara a Anja.

—No. Ya hace mucho que no le doy el pecho, pero es lo único que se me ha ocurrido para que se callase —dijo ella mientras se abrochaba de nuevo la blusa.

El niño se había dormido en su regazo.

Al día siguiente terminaron de dar unas manos más de barniz al recubrimiento del ala. Ya estaba la tela bastante tensa.

—Habría que dar una capa de pintura para que los rayos del sol no deteriore el entelado de algodón, de lo contrario, en pocos meses estará en muy mal estado —dijo Robert.

—Mientras  me  dure  para  llegar  a  Rumanía  me  conformo

—respondió Józef.

—Tienes razón.

Acabada la tarea, Robert empezó a mirar de reojo el velero que estaba en el fondo del hangar. Con la vista fija en él dijo:

—Józef, se me ocurre una idea para que podamos escaparnos todos.

—Robert, es imposible, no hay sitio en los dos puestos del piloto de la avioneta para meternos todos. El peso sería excesivo además.

—No, no es eso lo que te voy a proponer. Tú te metes en la avioneta con Anja y los niños. La avioneta tiene todavía la instalación en la cola del dispositivo de remolque para lanzar planeadores. Podrías tratar de remolcar el velero. Yo, junto con Klara, estaré en él. De esta manera intentaríamos escaparnos todos.

—Pero, Robert… Si la avioneta ya va sobrecargada, ¿cómo va a ser capaz de despegar tirando de otro avión?

—La resistencia que ofrece el planeador, una vez que el velero haya despegado, es bastante pequeña.

Józef meditó unos momentos sin decir nada. Se veía que no estaba de acuerdo con la idea.

—Mira —siguió Robert—, podemos hacer una cosa: tú inicias la carrera de despegue tirando del velero y, si cerca del final de la pista ves que no has despegado, sueltas la cuerda de remolque y continúas; yo me quedaré en el suelo y eso es todo. De todas formas, eres un buen piloto y sé que lo podemos conseguir.

Con su ego reforzado por las palabras de Robert, al final Józef dijo:

—De acuerdo. Pero ten la seguridad de que, si veo imposible el despegue, te soltaré para poder salir yo.

—Lo conseguiremos —dijo Robert mientras estrechaban las manos para refrendar el acuerdo.

 

***

 

Pasaron la tarde terminando los trabajos de reparación y preparando los aviones. La tela de recubrimiento de las alas no había quedado muy estética, pero cumpliría su función. Robert limpió de polvo el planeador y vio que todo estaba en orden, afortunadamente. Buscó una cuerda o cable para hacer el remolque pero, al no encontrar ninguna, lo hizo con un cable de unos cincuenta metros de largo al que acopló anillas en sus extremos. Comprobaron que el mando de suelta del cable de remolque funcionaba bien tanto en la cola de la avioneta como en el morro del velero.

Después repostaron la avioneta de combustible y aceite con unos bidones que había en la pared del hangar. Ya todo estaba listo. Quedaba ver si el motor de la avioneta funcionaba bien.

Anja, Klara y los niños salieron al exterior del edificio para vigilar que no hubiera nadie en las proximidades. Cuando vieron que no se encontraba ninguna persona cerca, Józef se subió a la cabina de la avioneta.

Robert dio unas cuantas vueltas a la hélice para que el aceite se moviese un poco y así purgar los cilindros.

—¿Listo? —dijo Robert.

—¡Contacto! —respondió Józef mientras movía el interruptor de encendido a la posición de conectado.

Robert agarró una pala de la hélice y le dio un fuerte impulso. Ésta dio un giro de media vuelta, pero no se escuchó ninguna explosión en los cilindros el motor.

Una y otra vez lo intentó de nuevo, pero el motor parecía que estaba muerto.

—¿Tienes la llave de combustible abierta? —preguntó Robert.

—Sí. Todo está en orden. Seguramente es que lleva mucho tiempo sin funcionar.

Al cabo de un cuarto de hora de intentarlo Robert estaba sudoroso y agotado de tanto dar impulsos a la hélice.

Descansaron unos minutos. Después Józef le dijo a su compañero:

—Súbete ahora tú en la cabina y yo le daré a la hélice.

Cambiaron las posiciones. Robert usó el primer para inyectar combustible directamente en los cilindros. El problema es que, si cebaba demasiado, éstos se podían inundar.

Otra vez volvieron a intentarlo. Por fin, al tercer intento, el motor dio un par de explosiones, pero se paró de nuevo. Bueno, eso ya era un buen indicio. Un par de intentos más y por fin el motor arrancó con un sonido regular.

Józef, resoplando por el esfuerzo hecho, se puso junto a la cabina abierta.

El estruendo del motor en un espacio cerrado como el hangar era enorme.

—¡Le faltaba un poco más de cebado! —gritó Robert para hacerse entender sobre el sonido del motor.

Calentaron éste y, cuando vieron que ya los cilindros tenían una temperatura aceptable, cambiaron sus puestos. Józef se metió en la cabina y Robert se fue a la cola del avión. Agarró ésta con fuerza y le dijo a su compañero por señas que hiciera una prueba del motor.

Aceleró y después probó el sistema de encendido, ambas magnetos funcionaban bien. Lentamente fue abriendo el mando de gases hasta que el bramido del motor indicaba que estaba casi a máxima potencia.

Robert, agarrado a la cola soportando la tracción de la avioneta y el vendaval que provocaba la hélice y que parecía arrancarle los cabellos, vio cómo ya no podía aguantar el avión. Éste empezó a moverse hacia adelante, pero, justo en ese instante, al notarlo, Józef cerró la potencia del motor, lo dejó funcionar un poco a ralentí y lo paró.

—Va todo bien —dijo exultante.

Entraron por una puerta lateral Anja, Klara y los niños.

—¡Vaya ruido! Espero que nadie lo haya escuchado —dijeron.

 

***

 

Dejaron todo preparado: El día siguiente sería la jornada de la huída.

Cuando se recluyeron en su altillo para pasar la noche, Robert estaba inquieto, no podía conciliar el sueño. Klara se dio cuenta y, acomodándose junto a él, empezó a conversar en un susurro para no despertar a los demás.

—¿Que te pasa, Robert? ¿Por qué estas tan inquieto? Ya hemos superado juntos muchas situaciones difíciles.

Él se puso de lado para poder intuir a la tenue luz de la luna que se esparcía por uno de los ventanucos del techo la faz de ella y hablarle en un hilo de voz.

—No lo tengo claro. No sé si podremos despegar. La avioneta PZL es ya bastante vieja. Espero que el motor dé toda su potencia. Si Józef no quiere arriesgar a su familia, lo que hará es no apurar en lo más mínimo el despegue, soltar el cable de remolque y escaparse él con Anja y los niños. Nosotros nos quedaríamos parados en medio del aeródromo de hierba, habría que salir corriendo y tratar de recoger las bicis para huir por algún camino. Aunque los alemanes no parecen tener muy vigilado el campo de aviación, en cuanto escuchen el ruido del motor despegando saldrán a ver lo que pasa. Me da miedo que aquí se acabe nuestra aventura. ¡Estamos tan cerca de poder escapar!

Klara envolvió con sus brazos la cabeza de Robert en un gesto cariñoso, la apretó contra su pecho y, así, abrazados, permanecieron hasta que notó que la respiración acompasada de él le indicaba que entraba en un sueño reparador.

Los nervios hicieron que con las primeras horas del día estuvieran todos despiertos. Los dos hombres se reunieron mientras las mujeres se ocupaban de los niños para discutir el plan de fuga.

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