Honor

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XI

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XI

 

La guerra se cobra sus tributos

 

 

 

 

A medida que el tiempo pasaba, la euforia inicial en Alemania empezó a dar paso a cierto pesimismo y resignación. Rara era la familia o conocido que no había tenido alguna persona fallecida o herida en el frente.

Erika le comentaba a Peter, que los muchachos jóvenes de la fábrica de Egon Sheibe habían sido casi todos reclutados para el frente. El esfuerzo de guerra era importante y ahora trabajaban allí algunos presos del campo de internamiento de Dachau. Los traían por la mañana en la caja de un camión. Dos soldados de las SS los vigilaban todo el tiempo en que estaban trabajando y, por la tarde, los llevaban de nuevo a su campo de concentración.

Eran casi todos húngaros o judíos alemanes. Iban vestidos con un uniforme de rayas grises y blancas y mostraban una delgadez extrema. Callados y respetuosos, tenían prohibido hablar con los responsables de la fábrica, excepto para las cuestiones técnicas del trabajo.

Ahora los talleres ya no producían veleros, sino componentes de madera y tubos para los aviones de combate. En general estos obreros, por llamarlos así, se dedicaban a construir los timones de profundidad y la cola de los cazas Me-109.

A Erika le daba auténtica angustia ver a estas personas, a los que obligaban a trabajar como esclavos sin darles ninguna remuneración. Más de una vez, si los vigilantes de las SS no estaban cerca, les daba pequeñas chocolatinas, que ellos agradecían rápidamente en voz muy baja y se las metían a toda velocidad debajo de su ropa interior. Aún así de daba cuenta de que estos presos eran unos privilegiados dentro del grupo de miles de personas que estaban internadas en Dachau, pues la mayoría estaban allí recluidos sin posibilidad de salir lo más mínimo.

Dentro de la fábrica de Egon Sheibe había un ambiente enrarecido, pues algunas personas, muy adictas el Partido Nazi, despreciaban a estos obreros forzosos, y el resto, en general hacía como si fueran indiferentes a esta tragedia. Nadie quería hacerse notar a este respecto por temor a represalias.

Peter acudía la mayoría de los días que tenía libre desde Fürstenfeldbruck a Dachau. Se había convertido en uno más de la familia de Erika, pues la relación con su madre era muy buena.

 

***

 

Un día apareció un general por la base aérea en labores de inspección de las escuelas de vuelo. Su nombre era Kurt Rienhalt. Todos los pilotos le tenían cierta veneración, pues había sido combatiente durante la Primera Guerra Mundial en la Jasta 11, el escuadrón de Von Richthofen. Era, por tanto, un piloto de una gran veteranía.

Cuando estaba tomando una cerveza en el bar, Peter lo miró atentamente y entonces se dio cuenta de que había coincidido con él hacía muchos años en los primeros concursos de vuelo sin motor en la montaña del Röhn, allá en Wasserkuppe.

Se acercó a él y con toda educación se presentó.

—Con su permiso, mi general, quería saludarlo. Le conocí hace ya bastantes años.

—No… No me acuerdo. ¿Exactamente dónde nos hemos visto antes? —le dijo a Peter titubeando en su respuesta mientras miraba su cara con atención.

—Fue por los años veinte en los concursos de vuelo a vela. Yo era entonces un chiquillo y empezaba a aprender a volar.

—Creo empezar a recordar… Sí, usted fue de los primeros que supieron sacar provecho a las ascendencias térmicas, junto con otro joven. Ahora me acuerdo bien. ¿Cómo se llamaba ese otro piloto, más o menos de su edad, era…?

—Robert. Robert Stanko.

—Sí, exactamente… Robert Stanko, ahora lo recuerdo perfectamente, un extraordinario piloto. Por cierto, ¿qué es de él?

—Tuvo que huir de Alemania, era de origen judío —respondió secamente Peter.

—Vaya, lo siento. Es una pena. Corren tiempos extraños ahora en este mundo —dijo Kurt de una manera impersonal.

Continuaron hablando del tema del vuelo a vela, ahora reducido prácticamente a labores de formación para los futuros pilotos de la Luftwaffe.

Al final de la conversación que, pese a la diferencia de rango fue bastante amigable, el general le confesó que estaría unas cuantas jornadas en Fürstenfeldbruck, pero además quería ir a una villa próxima a ver a una prima suya a la cual hacía tiempo que no visitaba.

 

***

 

Se despidieron cordialmente después de que el general le dijera que, cuando esta guerra acabara, podrían de nuevo dedicarse a algo tan bonito como el vuelo a vela.

Unos días más tarde, en un fin de semana que tenía libre, Peter, como solía hacer habitualmente, se fue hasta Dachau en su moto para pasar el fin de semana con Erika.

Le sorprendió que delante de la verja del jardín de su vivienda hubiese aparcado un coche oficial con un chofer uniformado que parecía esperar a alguien que posiblemente estaba dentro de la casa.

Traspasó la entrada del jardín y llamó a la puerta. Al cabo de unos segundos ésta se abrió y la cara de la madre de Erika, Anita, le miró con sus vivos ojos azules.

—¡Hola, Peter! Pasa, estamos con un primo mío. Te lo presentaré.

Peter pasó al salón y pudo ver que, junto a la chimenea, se encontraba sentado de espaldas una persona de cierta edad, pues podía ver desde atrás sus cabellos blancos.

—Peter te presentó a mi primo Kurt. Creo que os entenderéis bien, pues él también es un aviador.

La persona del sillón se levantó y, al volverse, pudo ver que se trataba del general que había conocido en Fürstenfeldbruck.

—¡Hombre! Otra vez nos vemos —exclamó el general.

Erika, que bajaba las escaleras desde el piso superior, dijo mientras se acercaba:

—¿Pero os conocéis?

—Bueno, hace ya muchos años —respondió Peter—. Fue cuando yo era todavía un chiquillo y empezaba a practicar el vuelo sin motor. El general era ya un piloto veterano.

—Es verdad. Pero tengo que decir que, respecto al vuelo a vela, Peter volaba bastante mejor que yo. Nunca quedé en un buen puesto en los concursos de Wasserkuppe. En realidad iba a ellos para poder seguir volando; en aquella época, aparte del vuelo en planeadores, el resto estaba prohibido en Alemania.

Se sentaron todos juntos alrededor del fuego de la chimenea.

—No sabía que Erika, la hija de Anita, trabajaba también en la industria aeronáutica en la fábrica Sheibe, aquí en Dachau. La conozco desde que era una niña muy pequeña. Ahora ya esta convertida en la más esplendorosa mujer de esta villa.

Erika enrojeció de vergüenza mientras decía:

—Kurt, no seas exagerado.

Después Anita trajo unos embutidos y algo de vino para animar la reunión.

Bajando el tono de voz, como si quisiera hablar de una manera confidencial. Erika dijo:

—Le he contado lo que ocurre con los obreros que vienen forzosos a la fábrica y que proceden del campo de internamiento. Son presos a los que obligan a trabajar casi como esclavos.

Peter se encontró mudo. No sabía que decir delante de un general de la Luftwaffe.

Kurt le sacó de sus dudas.

—Mire, yo soy un militar profesional pero no un activista del Partido Nazi —le dijo en un tono intimista—. Me parece una aberración lo que se está haciendo con los judíos, o con todas las otras personas que están ahí recluidas. Pero, por desgracia, no puedo hacer nada. Estamos todos involucrados en una guerra y hay que luchar ahora por la supervivencia alemana. No nos queda otra salida.

—Pero, tío, ¿que perspectiva ves tú a esta guerra? —preguntó Erika.

El general se arrellanó en el sillón, tomó un largo trago de vino y, mientras miraba la copa que movía entre sus dedos, dijo lentamente:

—Creo que esto será la ruina de Alemania. Y siento decir esto.

Se hizo un silencio en el salón. Sólo se escuchaba el rumor de fondo del crepitar de las llamas de la chimenea. Anita dejó lo que estaba haciendo en la cocina, para acercarse con curiosidad a la reunión mientras se secaba las manos en un delantal blanco que llevaba encima de su falda.

Tras un breve silencio Kurt prosiguió.

—No cabe duda de que Hiler ha sabido aunar la voluntad y el patriotismo alemán. Hay que recordar que a principios de los años treinta Alemania estaba en la ruina total, con una inflación galopante y un desempleo enorme. El Partido Nazi, en cuanto cogió las riendas del poder, empezó a mejorar la economía. Este hombre era capaz de electrizar a las masas con sus discursos. Cuando empezó la guerra en 1939 parecía que tan sólo iba a ser una ligera contienda que en muy pocos meses acabaría. La anexión de Austria era lógica: ellos son de nuestra misma manera de ser y comparten el mismo idioma. Incluso la invasión de Polonia tenía una cierta lógica si no se hubiera masacrado a los polacos. Se podía haber llegado a un acuerdo con ellos para que la Prusia Oriental, que estaba separada del resto de Alemania, se uniese en una sola nación. Entonces todo eran parabienes y el pueblo estaba entusiasmado. Se tenía que haber llegado a un armisticio con Inglaterra y Francia. Creo que no hubiese sido tan difícil. —Hizo una pausa mientras pegaba un pequeño sorbo a la copa de vino. Después prosiguió—. Pero la guerra contra Inglaterra nos costó casi la mitad de los efectivos de la fuerza aérea. Perdimos muchos aviones y, lo que es más importante, muchos pilotos. Ahora que se abre el frente ruso hemos llegado a la locura.

—¿Pero dicen que las tropas avanzan a gran velocidad hacia Moscú? —inquirió Anita.

Kurt se volvió hacia ella y, levantando el índice de la mano izquierda para dar más énfasis a su respuesta, dijo:

—Espera a que se acabé el buen tiempo y verás como seremos derrotados. Más que por las tropas rusas, por el terrible invierno. De todas formas, no se puede luchar contra un país que abarca desde Europa hasta el Pacífico. Rusia es la mayor nación del mundo. Además, en cuanto Estados Unidos entre en la guerra, que va a ser muy pronto, no tendremos escapatoria. Ten en cuenta que los americanos actúan desde Inglaterra. Podemos intentar bombardearlos allí, pero la base de su tremenda industria, de su capacidad tanto de hombres como de armamento, está en América. Y a esa distancia no podremos llegar.

Volvió a reinar el silencio en el salón. Kurt se dirigió a Peter y le preguntó:

—¿Qué opina usted respecto a esto?

De momento Peter se quedó mudo, no sabía que responder. Era un general de la Luftwaffe y él tan sólo un teniente provisional. Erika, sentada en el brazo del sillón dónde él estaba, le cogió la mano como para darle ánimos.

—Mire, mi general, no sé si habrá hablado con su sobrina o con Anita, pero pensamos más o menos como usted. Esta locura nos arrastrará al abismo, pero, ¿qué podemos hacer? Por desgracia el pueblo está muy fanatizado, imbuido de las consignas nazis… No es fácil hablar de estos temas. Le agradezco de veras su honestidad y sinceridad.

Para romper el hielo Anita preguntó:

—Kurt, ¿te quedas a comer con nosotros?

—No puedo. Ya me gustaría, pero tengo que estar esta noche en Frankfurt. Saldré de aquí en… —Miró su reloj de bolsillo— una media hora. —Después se dirigió de nuevo hacia Peter—: ¿Le gusta su trabajo como instructor de vuelo?

—No me desagrada pero lo que me gusta es volar. Siento que a veces no puedo hacerlo como a mí me gustaría.

—¿Por qué?

—Pues porque tenemos muy poco tiempo para formar a los nuevos tripulantes. Creo que, por desgracia, el índice de accidentes entre los pilotos noveles es muy grande. No se puede enseñar únicamente las cosas más básicas de la aviación y, sin apenas experiencia, mandarlos a volar en un avión de caza o en un bombardero. Éstos últimos tienen más oportunidades, pues empiezan a volar como copilotos en ellos y van cogiendo experiencia aprendiendo del piloto que va al mando del avión antes de que tengan la oportunidad de ser la persona responsable de un avión de bombardeo o de reconocimiento. Pero el piloto de caza tiene que volar solo desde el primer día. Muchos de ellos tienen accidentes desde el mismo momento en que se suben al avión de combate. No saben manejarlos. Necesitarían más entrenamiento antes de subirse en una máquina de esas prestaciones.

—Tiene razón, pero no hay tiempo. La falta de pilotos es enorme. ¿Dónde le gustaría volar entonces?

Peter meditó la respuesta antes de contestar.

—En un escuadrón de caza.

Kurt pareció algo sorprendido antes de decir:

—¿Por qué?

—Me da vergüenza estar enseñando a los nuevos pilotos como profesor de vuelo, en una posición cómoda y sin riesgos, mientras mis compatriotas se juegan la vida defendiendo su patria. El piloto de bombardeo es algo a lo que no querría llegar. Es como un juego algo infantil: soltar bombas, soltar muerte, destrozar edificios, fábricas y actuar a veces contra personas indefensas. Pero el piloto de caza es un guerrero que defiende a su patria. Lucha en un torneo caballeroso, con unas reglas que se basan en la habilidad, en el honor. Puede que le parezcan reflexiones infantiles pero, si soy sincero, es lo que pienso. El problema es que me consideran viejo ya para ese trabajo aunque mi experiencia en la aviación supere con mucho a gran cantidad de pilotos de los escuadrones de caza.

Kurt se quedó pensativo y, moviendo su asiento hacia Peter, le dijo como si quisiera compartir una confidencia con él:

—¿Sabe que yo fui un componente de la Jasta 11, el escuadrón de pilotos de caza de Von Richthofen en la Primera Guerra Mundial?

Peter, sin decir palabra, asintió con la cabeza.

Kurt, pareció meditar sus palabras, dio un trago a la copa de vino, que quedó vacía y dijo:

—Puede parecer que la lucha en el aire fue un torneo de caballeros, algo así como una justa medieval, donde el honor sobresalía por encima de todo. ¿Pero sabe lo que fue en realidad? Una carnicería. Usted sabe, pues es instructor de vuelo, el tiempo que se tarda en hacer un piloto, en coger a un hombre y, desde el principio enseñarle a volar, a despegar, maniobrar en el aire y a que sea capaz de dejar el avión sin destrozarlo en el suelo. En aquella época no había en realidad escuelas de vuelo. Un piloto era destinado a la escuadrilla. Allí se le montaba en un avión, a él solo, sin nadie más. Empezaba a rodar por el suelo, con aquellos viejos biplanos y, al cabo de unos días, se le decía que ya se fuera al aire. Muchas veces el primer aterrizaje era catastrófico. Tenía suerte si tan sólo rompía el avión y no se llegaba a matar. Después se le enseñaba un poco más… cómo disparar las ametralladoras y, con ese escaso bagaje, en menos de unas semanas se le mandaba a combatir en el frente.

¿Sabe cuál era la vida media de un piloto en esos escuadrones?

Peter no respondió verbalmente pero hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Pues se lo voy a decir y no se lo va a creer: ¡una semana! Sí. Aunque parezca mentira lo normal era que el nuevo piloto mantuviese su vida sólo durante una semana. Eso significaba que en los primeros vuelos o sufría un accidente o era derribado por el enemigo. Todos los días había muertos, compañeros que no volvían y nuevos pilotos que llegaban al escuadrón para ocupar su puesto. Además, había un concepto falso de la valentía del piloto. Todos volábamos sin paracaídas; eso significaba que, si tu avión se incendiaba o sufría graves daños durante la batalla aérea, no quedaba nada más que la triste solución de estrellarse con él. El alto mando debía creer que, si hubiéramos llevado un paracaídas, a las primeras de cambio habríamos saltado y abandonado la lucha. No se daban cuenta de que se tarda más tiempo y esfuerzo en formar un piloto que en construir un avión en una fábrica.

Se hizo un discreto silencio que fue finalmente roto por Peter.

—¿Pero no es verdad que cuando un piloto enemigo caía prisionero era llevado a vivir con los componentes de su escuadrilla como un invitado?

—Eso fue cierto en las primeras fases de la guerra. Cuando se apresaba a un piloto del bando contrario, el jefe del escuadrón lo tenía como un huésped con nosotros. No continuamente, sino durante un cierto periodo de tiempo. —Kurt movió la cabeza meditabundo—. Le aseguro que aquello era terrible. Ya sé que todos éramos muy jóvenes, nos sentíamos invulnerables. Pero, visto ahora en perspectiva, me vienen a la cabeza la cantidad de compañeros muertos; tanto, que no puedo recordar sus nombres. Eran pilotos que estaban tan sólo unos días contigo antes de caer bajo el combate o el fuego enemigo. Los que por suerte conseguíamos coger experiencia, ya era más fácil que sobreviviéramos, pero, aún así, el mejor de todos nosotros, el Barón Von Richthofen, acabó cayendo en combate. —Tanto Erika como su madre asistían con interés a esta conversación. Kurt con su palabra fácil e interesante prosiguió—: Le diré algo confidencial: tuve una conversación con Hermann Göring… Le conozco bien… Él sucedió a Von Richthofen al mando del Jasta 11 cuando éste cayó en combate. Debo de decir que era un piloto hábil, correoso y decidido. Hoy día con sus uniformes de colores y su… bueno, mejor me callo… Como le decía, le apunté que la batalla aérea de Inglaterra estaba perdida. ¿Sabe por qué? Pues porque los pilotos alemanes lucharíamos sobre territorio inglés. Eso significaba que, todos aquellos que en combate tuvieran que saltar en paracaídas, afortunadamente ahora ya se llevan no como en la Primera Guerra Mundial, serían hechos prisioneros y no volverían a volar. Por el contrario, los pilotos ingleses caerían sobre su territorio y se podrían recuperar. Es mucho más fácil construir aviones que pilotos, como le dije antes. ¿Qué ha ocurrido? Pues que ahora nos faltan pilotos con experiencia, hemos perdido muchos sobre Inglaterra y no hay tiempo a los nuevos tripulantes para darles la instrucción adecuada.

—Pero las escuelas de vuelo sin motor pueden formar pilotos desde que cumplen los catorce o quince años, según me ha dicho Peter —terció Erika.

—Es verdad —respondió Kurt—, pero, aunque aprenden a volar un planeador, eso es volar a vela; es una enseñanza muy inicial. El vuelo deportivo a veces tiene poco que ver con la otra aviación. Puedes encontrarte regatistas muy buenos, pero eso no significa que sean excelentes marinos profesionales. Cuando yo me acerqué al vuelo a vela, Peter era un crío comparado conmigo, que tenía la experiencia de haber estado volando en muchas misiones de guerra; pero, por el contrario, él volaba y sabía sacar más rendimiento a los veleros que yo. El vuelo a vela es una ayuda, pero no puede sustituir a la enseñanza que se da a un piloto de combate. —Kurt miró el reloj y, levantándose, dijo—: Bueno, Anita, tu compañía y la de los demás es de lo más agradable, pero debo marcharme. —Se acercó a la puerta, besó a su prima y a Erika y después se acercó a Peter, al cual le estrechó la mano. Iba ya a marcharse cuando, volviéndose hacia él, le dijo—: Le voy a hacer una confidencia: usted quiere ser un piloto de caza ¿verdad?

Peter asintió con la cabeza mientras decía:

—Sí, ése es mi deseo, mi general.

—Pues acabará volando en misiones de combate, y no dentro de mucho tiempo.

Peter quedó un tanto confuso. Kurt añadió:

—No, no piense que voy a intentar cambiarle de su trabajo como instructor de vuelo. Su labor ahora es muy importante pero cuando en pocos años, no sé cuántos, los aliados intenten acabar con Alemania, ¡ojala me equivoque!, tendrán que echar mano de todas las personas que puedan volar. Ya no habrá ni tiempo ni medios para hacer nuevos pilotos, y lo mismo que en los frentes llegaremos a ver a niños y viejos empuñando fusiles, veremos también a pilotos veteranos con bastantes años, permítame la expresión, volando en aviones de caza o en bombarderos para intentar salvar a Alemania. Bueno, le dejo con esta reflexión.

Abrió la puerta y desapareció por el sendero del jardín.

 

***

 

Unos días más tarde Peter recibió un correo diciéndole que Wolfgang, el marido de su hermana melliza Annette, había desaparecido en combate.

Annette se había casado hacía muy poco tiempo con un muchacho del mismo pueblo, Poppenhausen, después de un largo noviazgo. No toda su familia era partidaria de ese matrimonio. Había muchas uniones llamadas “de guerra”, el romanticismo de la juventud y la sensación de peligro hacían que se formaran esos casamientos. Todos recomendaron a Annette que esperara a que la guerra acabase antes de decidirse por su unión. Al final pudo más la ilusión que el raciocinio y, en una ceremonia simple pero con un aire muy familiar, se unieron en matrimonio.

Poco tiempo después, Wolfgang fue reclutado para la marina. Fue asignado como componente de una tripulación de un submarino y realizó una campaña bastante exitosa. Cuando volvieron, los periódicos mostraron a toda la tripulación como unos héroes que habían hundido varios barcos enemigos. Wolfgang pudo pasar unos días de descanso en Poppenhausen mientras preparaban el U-Boot para otra salida. Apareció en su aldea natal enfundado en su uniforme azul de la Kriegsmarine con una medalla colgando del pecho. Todos en el pueblo le agasajaron como a un valiente servidor de la patria. Annette estaba arrobada acompañando a su marido a todas los agasajos que sus familias habían preparado. Pocos días después, Wolfgang abandonó otra vez su aldea natal para dirigirse a Wilhelmshaven y embarcarse de nuevo. Fue una despedida triste, como si se intuyese cuál iba a ser el final.

Ahora un simple telegrama de la Kriegsmarine decía que su U-Boot había desaparecido en medio del Atlántico y que no se tenía ninguna noticia de sus tripulantes. Estimaban que se habían hundido con su barco.

Peter y Erika se dispusieron a ir hacia Poppenhausen. Para ello aprovecharon un fin de semana y los dos en la moto se aproximaron a la aldea natal de Peter.

 

***

 

Llegaron un sábado cerca del mediodía. Ahí enfrente, la montaña de Wasserkuppe le llevó a recordar aquellos tiempos felices cuando, junto a Robert y su hermana, hizo sus primeros y tímidos vuelos con aquel planeador que construyeron entre los tres. Ahora las laderas, cubiertas con esa verde y tupida hierba, estaban vacías de veleros y aquí y allá, indiferentes a la situación bélica, pastaban algunas vacas.

Fueron a la casa de sus padres. Annette estaba destrozada. Parecía que la desgracia había puesto en su cara un montón de años. Ya no era la lozana chica rubia de rotundas formas y de una apariencia sana y llena de vida. Su cuerpo había ganado en volumen y peso, pero esa piel brillante y luminosa había perdido su restallante juventud.

Dentro de la casa había varios amigos de la familia. Desgraciadamente, no era la primera tragedia que la guerra había producido entre los habitantes de Poppenhausen. Varios jóvenes reclutados para el frente habían sucumbido en el combate. Algunos padres tan sólo habían recibido la escueta comunicación de que su hijo había muerto, pero ni siquiera sabían dónde estaban los restos.

Peter se asombró de cómo, pese a estas desgracias, muchos de los habitantes, todavía continuaban creyendo en los mensajes de Hitler y de su Partido Nazi. Seguían, con devoción casi religiosa, las consignas que surgían de la propaganda de los medios oficiales. No era momento, pensó Peter, de tratar discusiones sobre esos temas, pero esas personas no se daban cuenta de la tragedia a la cual les arrastraba un dirigente que se había embarcado, junto a su pueblo, en una tarea imposible: tratar de doblegar a toda Europa y ponerla bajo su dominio. Aunque de momento parecía que las batallas libradas iban a su favor, Peter se daba cuenta de que es imposible dominar a una superficie y a una población que excede, y con mucho, a tu propia patria.

Los tiempos de Alejandro Magno, o de la dominación romana, quedaban muy lejos.

Quizá el paralelismo con Napoleón era más real, pero tampoco éste pudo imponer su idea y acabó derrotado por el resto de las naciones que intentó poner bajo su mando.

 

***

 

El domingo salieron de nuevo en la moto hacia Munich. A mitad de camino pararon en una pequeña aldea donde un diminuto restaurante, con un aire muy típico de Baviera, invitaba a descansar y tomar algo para recuperar fuerzas.

Se sentaron en una mesa de madera y una mujer, algo entrada en años y kilos, les ofreció un escueto menú para comer.

Después de pedir algo típico de la región, la mujer dejó dos gruesas jarras hechas de porcelana llenas de una espumosa cerveza.

Erika, con la faz sería, fijó sus dulces ojos en Peter, le cogió una mano y dijo:

—He meditado sobre la situación en la que ha quedado tu hermana. Quiero decirte que el zarpazo de esta guerra creo que nos puede alcanzar a todos, pero ella tiene la certeza de haber compartido, aunque sea por poco tiempo, la alegría de ser la mujer, la esposa de su marido: y ese recuerdo, esa situación, le acompañará toda la vida.

—No entiendo qué es lo que me quieres decir.

—Pues que querría que nuestra relación se pudiera hacer más duradera, que no seamos sólo una pareja que se ama. Que seamos un matrimonio. Sé que me arriesgo a que tú, por desgracia, puedas dejarme sola si desgraciadamente sufres un accidente… Sé que la aviación es peligrosa. Si finalmente entras en combate y acabas como están acabando muchos de los alemanes…

Peter quedó pensativo antes de responder.

—¿Qué cambiaría el tuviésemos un papel que dice que estamos casados? ¿Sería diferente nuestra relación?

Erika miró a su compañero con ojos brillantes, parecía que las lágrimas iban a aflorar de un momento a otro.

—Si tú desapareces querría tener algo más que tu recuerdo… querría que tu semilla germinara en mi: tener un hijo y contarle que extraordinaria persona fue su padre, que hombre generoso, bueno, desprendido, dispuesto siempre a ayudar a los demás, cariñoso y

¡guapo! —Erika esbozó una sonrisa al decir esto—. Fue la persona que quiso compartir la vida conmigo. Pero quiero ese hijo tuyo dentro de un matrimonio, de nuestro matrimonio. No quiero ser una madre soltera.

Peter quedó estupefacto.

—No hace falta estar casado para… tener…un… —balbució.

 

 

Muy lentamente se levantó de la silla. Erika hizo lo mismo. Uno enfrente del otro se miraron fijamente. De los ojos de él empezaron a surgir gruesas lágrimas. Se acercaron y se fundieron en un abrazo apretado, duradero y pasional.

Los dos estaban llorando sin decirse una palabra y con sus cuerpos unidos fuertemente el uno contra el otro.

Muy suavemente Peter le dijo al oído:

—Sé que no voy a morir, porque tengo que vivir para ti y para nuestro futuro hijo. Nunca te dejaré. Confía en mí y en la suerte que siempre he tenido.

 

***

 

La mujer del establecimiento salió de la cocina con una fuente sobrada de cerdo cocinado en grandes trozos. Se quedó inmóvil al ver a los dos fundidos en un fuerte abrazo, sin hablarse ni moverse y apretándose entre si. Esbozó una sonrisa y se dio media vuelta para respetar su intimidad.

 

 

 

 

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