Honor

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XIII

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Sucedió a principios de verano cuando salió en una misión de escolta. Él mandaba una patrulla y todo parecía que iba a acabar como un día más de rutina pero, cuando ya se tenían que recuperar, aparecieron, lanzándose desde mayor altura y agazapados a contraluz del sol, un grupo de Focke Wulf 190 alemanes. Era un avión temible, bien armado y de gran maniobrabilidad. En aquella época, la carencia de pilotos por parte de la Luftwaffe hacía que los que pilotaban los cazas oponentes en general tuviesen muy poca experiencia y no fuese difícil cogerles ventaja en cuanto se iniciaba la lucha… Pero a veces se podía dar con un veterano, victorioso en cientos de combates, cuya habilidad era increíble y que constituía un enemigo generalmente mortal. La consigna era que, cuando se encontraba un piloto británico con uno de estos ases, era mejor eludir la lucha y tratar de huir.

Robert se dio cuenta desde el primer cruce que se dieron en el aire que se enfrentaba a unos de esos viejos zorros. La manera cómo se revolvió contra él hizo que le cogiera cierta ventaja. Maniobró con el Spitfire al máximo para contrarrestar la maniobra, pero el alemán sabía muy bien lo que hacía y empezó ese extraño ballet aéreo en el cual cada uno intentaba por todos los medios ponerse a la cola del otro. En un cruce a poca distancia pudo apreciar al piloto: pañuelo blanco al cuello y sobre la cabeza un casco de cuero negro. El Focke Wulf tenía pintado en el morro una banda amarilla, señal de que el que lo volaba era un jefe de grupo.

Era un piloto agresivo y con mucha habilidad. Más de una vez le disparó de frente cruzándose ambos a pocos metros. Robert notó el ruido de la balas del alemán que impactaron en algún punto de su avión. De pronto se dio cuenta de que le quedaba ya muy poco combustible. Si seguía en esta lucha encarnizada, sin que ninguno de los dos diera su brazo a torcer, acabaría sin poder regresar a su base. Tenía todavía que atravesar el Canal de la Mancha y, aprovechando otro cruce casi de frente con el alemán, picó con el motor a fondo hacia los acantilados de Dóver, que podía vislumbrar en la lejanía. Miraba hacia atrás para ver si el Focke Wulf le seguía, pero se encontró totalmente solo. Es posible que el piloto contrario también estuviese ya corto de combustible. La pelea había sido dura y larga y estaba sudando por los cuatro costados. Su punto, un piloto muy joven y casi sin experiencia, no había podido seguirle en las maniobras que habían hecho y se tuvo que mantener por encima de los dos aviones combatientes. En un momento dado le dijo por radio que se tenía que recuperar, pues iba ya muy justo de combustible.

Un poco más tranquilo al notar que estaba solo en el aire, redujo algo la potencia del motor y cogió altura para ver mejor la situación del aeródromo en el cual se podría recuperar. Con el combustible que le quedaba apenas podría llegar a su base y tendría que aterrizar en algunas de las pistas que había cerca de la costa.

Justo en ese momento se dio cuenta de que la temperatura del líquido refrigerante del motor estaba subiendo muy rápidamente. La presión de aceite bajaba y ya se encontraba fuera de límites. Le quedaba muy poco para llegar a la costa. Pero, pasando por encima de los blancos acantilados de Dóver, empezó a salir un humo blanquecino por la parte superior del capó delante del parabrisas. Seguramente el alemán le había dado en el radiador o en alguna otra parte parte vital del motor causándole un daño mortal.

Poco después, el motor Rolls Royce Merlin empezó a dar fuertes sacudidas y un líquido negruzco comenzó a oscurecer el parabrisas: era el aceite de éste que se escapaba por alguna fuga. En escasos segundos las llamas empezaron a surgir por la parte izquierda de los tubos de escape.

No lo dudó: se desabrochó el cinturón de seguridad, gritó por la radio “¡May day, may day, me lanzo!”, se puso las gafas sobre la frente y el pañuelo cubriéndole la cara.

Largó la cabina e, inmediatamente, sintió la temperatura abrasadora de las llamas. Pegando un fuerte empujón con las piernas se encontró libre en el aire dando vueltas. No sabía bien la altura que tenía. Sin perder un segundo, buscó a tientas con la mano derecha la anilla de apertura del paracaídas y tiró fuertemente de ella. Pasaron unos instantes, nada más, pero a Robert le dio la impresión de que no se abría. Cuando ya le entraba el pánico, notó un fuerte tirón de los atalajes y se encontró en silencio balanceándose en el espacio. No podía ver nada, pues las gafas estaban oscurecidas por el aceite negruzco del motor que le había dado en la cara al salir de la cabina. Se las subió a la frente y lo primero que hizo fue mirar hacia arriba. Como un hongo de gran tamaño pudo ver la seda blanca que florecía sobre su cabeza.

Inmediatamente lanzó la vista hacia la tierra: estaba a bastante más altura de la que había imaginado, no muy lejos de la costa y sobre un paisaje verde donde se encontraban esparcidas pequeñas granjas y casitas.

A lo lejos vio una explosión y un humo negro que subió hacia el cielo en una columna en forma de hongo. Seguramente era el lugar donde se había estrellado el Spitfire que momentos antes abandonó en el aire. El viento le arrastraba lentamente hacia lo que parecía una pequeña granja, una casa de dos pisos con techo de pizarra, y que, junto a ella, tenía algo parecido a una huerta. Pensó que iba a caer sobre el tejado, pero al final se dio cuenta de que aterrizaría un poco antes: en la zona verde. Juntó las piernas y se preparó para el golpe contra el suelo. Éste fue relativamente suave, pues cayó sobre tierra arada y salpicada por algo vegetal…

¿podrían ser lechugas?

Se quedó recostado sobre el terreno mientras veía como la seda de la campana del paracaídas se desinflaba y se posaba a su lado. Paz, tranquilidad… Se encontraba boca arriba tumbado en el suelo y ya empezándose a relajar después de la tensión sufrida.

—¿Eres inglés o alemán?

A contraluz y delante de él surgía una figura que por su voz debería ser un niño. No podía distinguirle la cara y le amenazaba con un tridente de los que se usan para aventar el grano.

En el fondo pensó: «No soy inglés. He nacido en Alemania, pero ahora soy polaco. ¿Qué le digo?».

El chico apretó un poco el tridente contra su cuerpo mientras preguntaba de nuevo:

—¡Responde! ¿Eres inglés o alemán?

—Soy un piloto de la RAF —Ésa fue al final la tranquila contestación de Robert.

—¿Qué haces, Billy?

Era la pregunta de una voz femenina que surgía de la casa.

—Es uno de los nuestros: un piloto de las Reales Fuerzas Aéreas —dijo el muchacho.

La mujer se acercó a él. Era algo menuda, de melena corta de un color entre rubio y pelirrojo, debía estar entre los treinta y los cuarenta años, la cara era muy redonda, tenía los ojos de un color azul fuerte y algunas pecas esparcidas graciosamente por las mejillas. El cuerpo mostraba rotundas curvas, un busto que se adivinaba voluminoso, la falda ceñida a su cintura, bastante estrecha, se abría en un vuelo que marcaba sus generosas caderas.

Se inclinó hacia él, que todavía estaba recostado sobre el suelo.

—¿Está herido? ¿Se ha hecho daño?

—No. No se preocupe. Estoy bien. Tuve que saltar del avión… Se me incendió el motor.

—Pero tiene toda la cara negra. ¿Sufre de quemaduras?

Robert se pasó la mano por sus mejillas mientras se quitaba el casco de cuero. Afortunadamente, las gafas de vuelo y el pañuelo que se puso en el último instante para protegerse habían impedido que se quemase. En realidad, tan sólo había estado unos escasos instantes con las llamas sobre su cara, que la tenía toda manchada por el negruzco aceite del motor.

Se levantó y recogió el paracaídas. Después se dirigieron a la casa de la mujer.

—Perdone, ¿tiene teléfono? Debo llamar al escuadrón para decir que estoy bien y que me vengan a recoger.

—Sí, sí, por supuesto. Venga, le llevaré al cuarto de baño para que pueda lavarse un poco.

Siguió a la mujer y al chico hacia la casa, por cuya puerta principal asomaba tímidamente una niña de unos cuatro o cinco años.

El cuarto de baño de su habitación, donde se aseó un poco, olía a limpio, a jabón y a perfume. Todo estaba muy ordenado y puesto con muy buen gusto.

Después la mujer, que se llamaba Maggie, le ofreció una taza de té y un trozo de pastel de manzana. Lo había hecho ella y estaba exquisito.

Empezaron a hablar. Él le contó que era polaco, encuadrado en la RAF, en un escuadrón de caza.

Al oír esto el muchacho, Billy, saltó:

—¡Mi padre era Wing Commander de una base con aviones de combate!

Ella se lo aclaró: al principio de la Batalla de Inglaterra su marido, que se llamaba Douglas, fue derribado por un avión alemán; no pudo salvarse en paracaídas y su avión estalló en el aire.

—Siento la muerte de su marido, de veras.

—Ya han pasado casi cuatro años. Por desgracia cada día hay más mujeres viudas en este país… Supongo que hasta que se acabe esta maldita guerra.

—Pero, ¿dónde estaba destinado?

—En Duxford. Me podía haber quedado allí a vivir; pero, para salir de ese ambiente, mis padres me impulsaron a que me viniera a esta pequeña granja que es de la familia. Billy tenía entonces cuatro años y Elizabeth era casi recién nacida. No quería seguir ligada al mundo de la aviación, ni a los compañeros de Douglas aunque todos se portaron con gran delicadeza conmigo.

Pasaron toda la tarde hablando. La niña era muy tímida y callada pero Billy le ametrallaba con preguntas y preguntas relativas a los aviones y a los combates aéreos. Robert, con gran paciencia, le respondía a todo explicándole las cosas para que, con la sencillez de sus pocos años, le pudiera entender. Maggie reprendía a su hijo y le pedía que dejara en paz a Robert, pero éste disfrutaba al encontrar un crío con tanta ansia de conocer el mundo de la aviación. Billy le miraba con arrobo, con admiración… como si fuera un superhombre.

Ya había anochecido cuando se presentó un coche con un soldado que conducía y dos compañeros del escuadrón Kosciuszko.

Robert preguntó si podría volver a visitarlos, cosa que el muchacho aprobó alborozado. Maggie dijo que lo haría por el chico, que estaría invitado cuando quisiera.

Le dio el teléfono y, junto a sus compañeros, emprendió el viaje de vuelta a su escuadrón.

Cuando salieron de la casa, uno de ellos comentó:

—Bonita mujer, ¿eh?

—Es viuda.

—Ésas son las mejores, las más cariñosas, ¡aprovéchate!

—Desde luego… sois incorregibles —respondió Robert entre las risas de los tres.

 

***

 

A partir de aquella tarde Robert llamaba de vez en cuando a Maggie para saber cómo estaba y, al cabo de dos semanas en un día libre, se acercó hasta la granja en un MG prestado por unos de los pilotos del escuadrón.

Ella le estaba esperando a la puerta de la casa. Iba vestida con una blusa, un pañuelo al cuello y una graciosa falda de bastante vuelo. La verdad es que la encontró atractiva y con una sonrisa fácil que le iluminaba el rostro. Pasó la tarde con ellos haciendo con Billy los planos de un planeador de juguete que iban a construir entre los dos. Le había contado el muchacho las historias del vuelo a vela de su juventud; relatos que Billy seguía embobado preguntando a cada minuto un montón de cosas.

Se plantaron sobre una hoja grande de papel en blanco para dibujar los planos. En ese momento Robert rememoró aquellos tiempos en Poppenhausen cuando, con catorce años, decidió junto a Peter y Annette diseñar y construir un planeador.

¿Qué sería ahora de su buen amigo Peter? ¿Seguiría ligado a la aviación? Hacía ya más de siete años que recibió la última carta de él cuando todavía estaba en Polonia.

—¿Es éste el planeador que tú volabas antes? —preguntó en niño con interés.

—Bueno, era algo parecido. Ya verás, voy a traer unas maderas y una sierra pequeña y lo haremos poco a poco.

Robert se dio cuenta de la habilidad que tenía Peter para dibujar y lo mal que se le daba a él. Pero a los ojos de Billy su diseño era algo estupendo.

Cuando llegó la noche los niños se acostaron y Maggie salió a despedirlo a la puerta de la casa.

—He pasado una tarde muy agradable, Robert. Para Billy eres casi como el padre que perdió, por desgracia, cuando él apenas puede recordar… era muy pequeño. Tú le infundes entusiasmo y vida. El resto de los días no hace más que preguntarme cuándo vas a volver.

Se encontraban los dos en porche, las sombras se habían echado sobre el cielo y apenas podía vislumbrar los rasgos de Maggie. Su corta melena se mecía con el viento.

Robert le ofreció la mano para despedirse y ella se la cogió, pero con las dos suyas a la vez en un gesto menos frío y más cariñoso.

—Yo también he pasado una velada deliciosa. Tienes unos niños fantásticos. Adiós, Maggie; volveré en cuanto tenga un poco de tiempo libre.

De regreso hacia su escuadrón, mientras conducía entre la oscuridad de la noche (y todavía más porque los faros de los coches estaban camuflados para que apenas dieran luz), Robert tenía una sensación de euforia, de alegría desbordante.

 

***

 

Cuando llegó el otoño el escuadrón Kosziuszko fue trasformado para volar en unos nuevos aviones de caza. Cada día las incursiones eran más profundas en Alemania y el problema del Spitfire inglés era que tenía muy poca autonomía, con lo cual no podía defender a los bombarderos nada más que en parte de su recorrido.

Recibieron los nuevos y flamantes aviones, los Mustang P-51 construidos en América. Era un avión prácticamente igual de maniobrero que el Spitfire, pero capaz de volar más de cuatro horas seguidas; algo más con depósitos lanzables, lo cual permitía seguir a los aviones de bombardeo en toda su misión y así defenderlos de los aviones de caza alemanes.

Robert se adaptó inmediatamente a su nueva montura. Era agradable de volar, y poseía una cabina muy amplia y de una visibilidad fantástica.

—Hoy y mañana va a ser imposible volar —dijo un día el Wing Commander. Había llovido torrencialmente la noche anterior y el campo de vuelo era un auténtico barrizal—. Hasta que no se seque lo suficiente tendrán ustedes tiempo libre.

La información fue acogida con gritos de júbilo por todos los pilotos.

Robert pensó inmediatamente en ir a ver a Maggie y a los niños. Le habían dado una maqueta muy bonita de un avión, pintada de una manera muy realística y quería llevársela a Billy.

—Leslie, sé que es abusar un poco de ti, pero… ¿me prestas el coche para esta tarde?

Su amigo yacía con un tobillo vendado, fruto de un encontronazo en un partido de futbol que jugaron los pilotos contra los mecánicos hacía dos jornadas al terminar la tarde.

—Hay que favorecer a los viejos —dijo en ton de sorna Leslie—.Te lo dejo si lo aprovechas bien.

—No entiendo. ¿A qué te refieres?

—Pues que de una vez por todas no sigas perdiendo el tiempo con esa viudita, vamos… ¡que llegues al fondo!

Y acompañó esta última palabra con un gesto bastante obsceno.

—¡Cómo eres Leslie! Yo soy una persona seria. Los dos se echaron a reír.

Robert llamó a Maggie y ésta le dijo que sí, que estaría en casa esperándole.

 

***

 

Cuando llegó a la granja, una lluvia fina caía impenitentemente y empapaba el paisaje dándole un fuerte colorido verde a todo el jardín.

Ella, al escuchar el coche, le abrió la puerta. Era ya después de comer y las sombras empezaban a difuminar la luz del día, en gran parte debido a las grises nubes.

Robert se bajó poniéndose la cazadora de vuelo de cuero encima de su jersey y protegiendo la maqueta del avión que traía a Billy.

Maggie iba vestida con una blusa muy amplia, una falda estrecha y ceñida y unos zapatos de tacón que la hacían más esbelta.

—¿Dónde están los niños? —preguntó Robert al no verlos en la puerta de la casa.

—Se los han llevado mis padres a un cumpleaños. Vendrán más tarde.

La respuesta de Maggie mostraba un cierto tono malicioso.

Robert se puso junto al fuego de la chimenea. Delante había una mesita. La habitación tenía un agradable olor a leña, producto del crepitar de las llamas.

Mientras, Maggie fue a la cocina a preparar un té.

Volvió al cabo de unos pocos minutos con una bandeja entre sus manos. Se puso en frente de Robert y se agachó doblando su torso por la cintura para poner sobre la mesita la tetera, las tazas, las pastas y los cubiertos.

Al inclinarse, la blusa se ahuecó y Robert pudo ver en toda su dimensión su esplendoroso escote: unos pechos henchidos, que intentaban rebosar un sujetador blanco acabado en fino encaje. Ella muy lentamente ponía las cosas sobre la mesa moviéndose ligeramente de un lado al otro, pero dejando que Robert pudiera admirar sus senos. Éste se daba cuenta que en el fondo esta parsimonia la hacía a propósito. Mientras, él seguía admirando el estimulante espectáculo. En un instante ella levantó la vista hacia Robert y le pilló con los ojos clavados en su escote. Lo único que hizo fue devolverle una sonrisa de cierta complicidad.

Por fin se sentó a su lado.

—Robert, es la primera vez que estamos solos en casa, siempre están con nosotros Elizabeth y Billy. Él te acribilla a preguntas sobre los aviones y el “vuelo a vela”… como tú lo llamas. Sabes que muchas veces le digo que te deje tranquilo.

—Maggie, no me molesta en absoluto. Es un crío muy vivo y me encanta contarle cosas.

Se hizo un silencio momentáneo mientras los dos miraban el fuego de la chimenea.

Ella le miró de frente a él.

—Me dijiste que no estabas casado, pero… ¿no has tenido nunca ningún amor verdadero? ¿Nunca has estado unido a ninguna mujer?

La pregunta dejó un poco meditabundo a Robert, pero al final, con la vista clavada en la chimenea, empezó a desgranar la historia de Klara.

Le contó cómo se conocieron al llegar a Varsovia, cómo le ayudó a conocer y amar a la música, su relación en Polonia, la huida que no les quedó más remedio que hacer con todos los peligros a los que estuvieron expuestos y, sobre todo, le relató la terrible aventura que sucedió cuando, después de haber escapado a Rumanía, unos soldados la violaron y, en la refriega subsiguiente, ella resultó herida mortalmente de bala. También la noche espantosa que pasó abrazado a su cadáver frío e inerte y cómo tuvo que abandonar ese cuerpo que el había amado hasta el infinito en una tumba cavada por él mismo junto a un pino.

Al final de su relato, Robert seguía con la vista fija en la chimenea y los ojos vidriosos por las lágrimas que intentaban aflorar a ellos.

Maggie puso sus dos manos en los costados de la cara de él, volvió su cabeza hacia ella y le dio un tierno, dulce y prolongado beso.

Cuando separaron sus labios, ella pudo ver la cara de sorpresa de Robert, pero éste abrazó con un deseo inusitado a Maggie y empezó a besarla, más que con ternura, con auténtica pasión desatada.

Cuando se separaron para tomar aliento, en el forcejeo a ella se le habían desabrochado los dos botones superiores de la blusa. Él le miró descaradamente el escote y Maggie, al darse cuenta de esto, cogió su cabeza con las dos manos y se la llevó entre sus senos, apretándola contra ellos.

Robert notaba el olor a suave perfume que exhalaban sus pechos. Disfrutaba del contacto de esa piel fina como la seda, de ese calor que salía de ella. Los besaba, se frotaba contra ellos… Mientras, ella lanzaba ligeros gemidos.

Se separó bruscamente, tenía la cara congestionada y respiraba con rapidez.

—Maggie, no puedo más.

Sin mediar una palabra, ella cogió la mano de él, se levantaron y empezaron a subir la escalera que daba a su habitación. Peldaño a peldaño iban parándose, devorándose mutuamente mientras Robert le iba quitando prendas de vestir: la blusa, le desabrochó la falda, él se quitó el jersey…

Pasaron unas horas interminables haciendo el amor de una manera salvaje, intentando matarse uno al otro de placer. Cuando Robert llegaba al culmen, ella trataba por todos los medios seguir estimulándole y, en pocos minutos, empezaban de nuevo el forcejeo amoroso.

Así una y otra y otra vez.

Al cabo de unas horas los dos estaban totalmente agotados y relajados.

Robert tumbado boca arriba en la cama y ella con su cabeza apoyada en el pecho de él. Seguían en un silencio fue roto por Maggie.

—No sabes, Robert, lo duro que es quedarse viuda con pocos años. Al principio es terrible perder al amigo, al compañero, a tu apoyo…, y más cuando tu relación con él es fantástica. Pero eso dura un año… dos a lo sumo. Después comienza una soledad terrible. Te habías acostumbrado a una vida llena de plenitud, hasta de sexualidad y, desgraciadamente, se acaba por completo.

—Pero, Maggie, tú eres una mujer muy atractiva. No te costaría nada encontrar alguien que quisiera estar contigo.

—No es eso, Robert. Me quise ir de Duxford, del lugar donde estaba el escuadrón de Douglas, mi marido. Te aseguro que todos sus compañeros se portaron conmigo de una manera increíble en cuanto a ayuda se refiere, en soporte de todo tipo… Pero yo no quería ligar mi vida de nuevo a un aviador, no quería que mi nuevo compañero pudiera sufrir otro accidente, otra muerte que me llevase a lo mismo. Por eso abandoné aquello y me vine aquí a la granja familiar. En este lugar sé que estoy bien, pero vivo aislada. Esto es extraordinario para los chicos, para Elizabeth y Billy, pero yo estaba prácticamente sola, hasta que tú apareciste.

—Sí, caído del cielo. En paracaídas. Los dos se rieron a la vez.

—Yo no quería relacionarme otra vez con más aviadores y fíjate lo que me ha pasado. —Hizo una pausa que Robert respetó—. Al cabo del tiempo un cuerpo joven se empieza a dar cuenta de que tiene ciertas necesidades. Y no hablo solo del sexo, también de la vida de relación de salir con otros amigos. Los hombres lo tenéis muy fácil para resolver esa necesidad, siempre hay mujeres dispuestas a consolaros. Pero una mujer no se puede transformar en una “viuda alegre”, se debe a sus hijos, a su reputación… No te puedes ni imaginar la necesidad que tenía de hacer lo que hemos hecho esta tarde.

—Ya lo veo —dijo Robert en plan de chanza—. Me has dejado seco.

—No seas malo —dijo ella entre risas.

En ese momento se escuchó el sonido del motor de un coche y Maggie se levantó bruscamente.

—¡Corre! ¡Son mis padres, que vienen con los niños!

Con toda celeridad ella se empezó a poner la ropa. Robert quería disfrutar de la vista de la desnudez de ella, pero sólo pudo hacerlo fugazmente mientras también continuaba vistiéndose.

—¡Sal por la escalera de atrás para que no te vean bajar de la habitación; después entra por la cocina! —dijo Maggie.

Ella bajó precipitadamente al salón atusándose el pelo, justo en el momento en que llamaban a la puerta.

Los padres de Maggie eran personas a las que se veía con un aire formal y elegante.

Cuando Robert entró desde la cocina, Maggie se los presentó.

El padre de ella se dirigió a su mujer e hizo un comentario mientras adornaba su cara con una cierta sonrisa:

—Me parece que hemos venido demasiado pronto.

Cuando dijo esto Maggie bajó la cabeza toda envuelta en rubor.

 

 

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