Honor

Honor


I

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I

 

El nacimiento de un sueño

 

 

Siempre soñó con volar. No podía recordar cuándo empezó, no esa afición, esa obsesión por sentirse libre en el espacio, libre como un pájaro. Ya lo había conseguido. Era un consumado aviador. Pero ahora odiaba esa labor de ser un piloto de caza. La culpa la tenía la maldita guerra que envolvía a toda Europa. Cada día tenía que enfrentarse en ese dilema de vencer o morir, contra otros pilotos, daba lo mismo que fueran alemanes o no, pero que en el fondo estaba seguro que compartían con él esa misma pasión por el vuelo. Hasta ahora había tenido suerte, había vencido en los combates aéreos. ¿Pero cuantos compañeros, cuantos camaradas había perdido ya en esa lucha? No solo era la habilidad como piloto, era también la suerte la que imponía su ritmo de vida o muerte en esa ruleta espantosa de la guerra aérea.

La primavera por fin parecía estallar con toda su fuerza en Coltishall. El día, hasta ese momento, había sido tranquilo en el pequeño aeródromo que albergaba entre otras fuerzas al escuadrón 303. Robert disfrutaba del calor del sol que estaba ganando la batalla contra la fresca mañana y que lo envolvía, mientras estaba tumbado en un sillón formado por unos vetustos maderos que soportaban una tela raída y un tanto desgastada. Esperaba con ese punto de ansiedad a que pudiese sonar la palabra, ¡scramble!, ese grito que trasmitido por el soldado que se encontraba de guardia junto al teléfono pondría en marcha toda esa maquinaria de guerra para salir a combatir sobre los cielos de Europa. Todos comentaban que la espantosa y cruel contienda estaba dando sus últimos estertores. Estaban ya en los últimos días de Abril del año 1945, muchos años de guerra, demasiados. Por fin se iba a terminar esta carnicería, esta insensata locura que había impregnado todos los poros de la vieja Europa.

Lanzó una mirada hacia el sol que se ocultaba tenuemente en una trasparente nube. Debajo pudo ver su avión. Su juguete de guerra. Junto a él varios mecánicos parecían charlar entre risotadas. Todos dispuestos para ayudarle a ponerse el paracaídas, a atarse en la cabina y a poner en marcha el poderoso motor Rolls Royce Merlin, que le catapultaría a las alturas, al combate aéreo, a la gloria, quizás a la muerte.

Su avión, el P-51 Mustang que lucía en el fuselaje las letras PK sobre una pintura de camuflaje verde, le parecía el aeroplano más bonito que nunca había volado. Lástima que fuera una máquina para matar, para destruir, en lugar de algo para solazarse en el aire.

Sobre el aparato, volando en apacibles círculos, se enseñoreaba, del ahora tranquilo espacio, un pájaro. ¿Sería un águila? Nunca supo mucho de ornitología, él solo admiraba el arte de volar. Esto le llevó a antiguos recuerdos, a viejos tiempos cuando era un chaval de pocos años, obsesionado por la maravilla del vuelo.

Cerró los ojos y medio dormido, acunado por el calor del sol que incidía en su cara empezó a recordar su ensoñación, la pasión por volar…

Fue un día en que también estaba echado sobre la blanda hierba de un prado. Allá en Alemania, ese país que ahora quería doblegar, pero que fue su patria de nacimiento, el lugar en donde trascurrieron su infancia y juventud. Era en… 1921. Si, lo recordaba bien. Había salido del colegio. Le llamó la atención el vuelo de un pájaro, una rapaz o algo así, pues no sabía apenas nada de la fauna que poblaba los aires, ¡ni falta que le hacía!, esas descripciones de nombres latinos, imposibles de recordar y de comprender que ponían apellidos a los pájaros, a él no le importaban. Lo que admiraba eran esas estilizadas alas, esos movimientos elegantes, pero sobre todo, ese milagro de flotar en el espacio, libre de todas las ataduras que al resto de los seres vivientes les tenían atenazados contra la tierra. Ahora los cielos estaban tranquilos, invadidos por las nubes y los vientos. Recordaba todavía como hacía unos pocos años, cuando la Gran Guerra Mundial inundaba su patria alemana, él también se tumbaba boca arriba cerca de su pueblo para ver cómo los biplanos, los aviones que iban al combate pasaban renqueantes sobre su cabeza. Más de una vez pudo contemplar esas luchas aéreas, esas justas medievales que se desarrollaban sobre él. Los giros, las acometidas de unos pilotos contra otros. La angustia cuando veía que uno de ellos envuelto en llamas se precipitaba contra el suelo. Se le encogía el corazón. Pero por otro lado admiraba al piloto vencedor que pasando a baja altura confirma ba su derribo. Podía apreciar esa persona, ese guerrero con la cabeza cubierta por un casco de cuero, unas gafas y un pañuelo que ondeaba al viento por detrás de su cuello.

Se maldecía por haber nacido demasiado tarde. Tenía ahora tan solo catorce años. No daba la edad suficiente para poder ser un gue rrero del aire, un piloto de combate. Quería volar. A cualquier precio. Le angustiaba, no obstante, que los aviadores padecían una vida efí mera, corta pero intensa. Había visto con sus propios ojos cómo un avión que se estrelló cerca de donde él estaba, se consumía entre llamas. Pudo ver al piloto cómo intentaba salir de aquella trampa mortal en que se había convertido su aeroplano. Los esfuerzos por abandonar aquella cabina destrozada. Cómo se quemó hasta ser un negro carbón dentro de los restos de su aparato. Ese día, cuando se acostó en la casa rural de sus padres, se preguntó a si mismo, si merecía la pena dedicarse a la aviación para acabar de una manera tan cruenta y dolorosa.

¡Pero él podría tener buena estrella! una suerte que le acompañase. Ser un héroe del aire.

Alemania estaba sumida en el deshonor, en la ignominia, era la derrotada de una guerra terrible, y debía de pagar por ello. Miseria, paro, pobreza flotaban como negros cuervos sobre su patria. Robert vivía en un pequeño pueblo. Ahí se notaba algo menos la crisis, pues todo el mundo podía acceder a la comida rural, a lo huevos que ponían las gallinas que cacareaban en la parte trasera de la casa, o al cerdo que entre todos iban a matar en el invierno para hacer embutidos.

Ahora los cielos estaban libres de cualquier máquina fabricada por el hombre. Volvían a ser el único reducto de sus verdaderos dueños, los pájaros. El tratado de Versalles, con el cual la historia humillaba a su patria, perdedora de una guerra que no podía entender ni recordar por qué se había iniciado, prohibía a la nación vencida, a Alemania, el derecho para que pudiese volar en cualquier tipo de avión. Los vencedores entendían que los aviones eran un arma, una herramienta de destrucción o de poder. No llegaban a entender que también podía ser algo para solazarse, para gozar de una aventura de la cual tan solo los pájaros podían disfrutar. Ya nunca podría pilotar una máquina aérea. Su sueño se tenía que desvanecer.

—¿Qué quieres ser de mayor?

La pregunta consabida que su madre a veces le hacía.

—Quiero ser un piloto, un aviador.

Siempre recordó dar esta respuesta, que los demás de la familia entendían como el  deseo romántico de un niño pequeño.

—¡Ay Robert, ya madurarás!

En su aldea natal, Poppenhausen, la vida se iba recuperando de las cicatrices de la guerra. En la escuela él estaba siempre junto a su amigo Peter Wolf. Otro loco por la aviación. Era algo mayor que él, más alto y corpulento y con una habilidad increíble para dibujar, para pintar. Siempre lo recordaba junto a una hoja de papel, el lápiz en su mano derecha, muy pegada la cara al dibujo, haciendo esquemas de batallas aéreas, de aviones fantasiosos. Mientras, el lápiz con rápidos y rabiosos trazos iban dejando líneas y líneas al deslizarse sobre el papel, tomaban vida los paisajes en donde se incrustaban los aeroplanos, Peter hacía ruidos con su boca. Era como si los aviones que pintaba profiriesen sonidos que salían a través de sus labios. No solo se dedicaba a dibujar, sino que adornaba sus dibujos con los ruidos de los motores, de las pasadas a gran velocidad sobre esquemáticos paisajes, pues toda la atención, toda la importancia, no era el entorno, sino el protagonista del dibujo, el avión. Sus aeroplanos envueltos de esta manera en sus sonidos onomatopéyicos, tenían un realismo feroz.

Cuando acabó el colegio ese año, el verano con su bonanza invitaba a jugar y pasear al aire libre, pero su padre, que regentaba una carpintería le obligaba a pasar gran parte del tiempo en su taller. Tenía una extraña y peculiar familia; su padre, Salomón Stanko de origen polaco y judío. Su madre Sara Jensen, pelirroja, corpulenta, nacida en Escocia y a la que la vida llevó a Alemania en donde conoció a su padre. Esto hacía que el muchacho, a pesar de sus pocos años hablaba con mucha soltura el inglés, pues su madre desde pequeño siempre se comunicaba con él en ese idioma. Por el contrario a su padre, persona seria y poco habladora, nunca le escuchó hablar en polaco. De hecho no sabía de verdad si conocía ese idioma, pues emigró, al parecer de Polonia a Alemania cuando era un joven. Por último su hermana pequeña, Gretel de 7 años. Una niña a la cual no le hacía mucho caso, pues vivía en un mundo totalmente distinto al de él. Ella solo pensaba en sus muñecas, en sus juegos, en sus amigas, no tenía esa visión épica de la vida esa pasión por el vuelo, ese querer ser un héroe.

—Cuando acabes en la escuela te irás haciendo cargo poco a poco de este negocio.

Las palabras de su padre, persona delgada, pelo blanco, luenga barba, no le daban ni siquiera la oportunidad de expresar sus aficiones, su pasión por el vuelo.

—Pero papá, yo quiero…

No podía acabar la frase, pues su madre desde la puerta de la habitación, hacía un gesto, poniendo un dedo delante de sus labios para que mantuviese silencio y con una expresión de complicidad y levantando los hombros, le daba a entender: cállate, ya hablaremos de eso más tarde Robert, aprendía junto a su padre las artes de trabajar con la madera. Tenía envidia de su amigo Peter, que junto a su familia sacaba adelante una granja en donde había vacas que pastaban en las laderas cercanas y para el que el verano era el tiempo de ocio, de holganza, de pensar solo en juegos y en divertirse.

—Ten cuidado a ver dónde pones los dedos. La hoja de la sierra no tiene piedad con los hombres.

Su padre, de manos encallecidas le enseñaba los trucos del oficio, pero Robert los aprendía sin ningún entusiasmo.

¡Que diferencia de caracteres la de sus dos progenitores! Su madre, sumisa, pero cómplice de su hijo, y el padre, justo, recto, pero inflexible y cerrado, incapaz de la más mínima confidencia con él. Parecía que su única misión en la vida era enseñar a su vástago a ser una prolongación de su vida. A hacerse cargo del negocio de maderas. No podía concebir que Robert pudiera tener en el futuro otra ocupación.

Cuando podía se escapaba con Peter a las colinas de Wasserkuppe, en el macizo del Rhön. Una montaña de suaves laderas, salpicadas por algunos bosques en donde las vacas deambulaban a su antojo. Allí tumbados sobre la hierba hablaban de poder construir entre los dos un aparato para volar. No sabían ni cómo ni de que manera, pues de hecho las leyes físicas del vuelo las desconocían por completo. Además la prohibición de poder volar aeroplanos en Alemania les conducía a la triste conclusión de que su sueño, al parecer, nunca se convertiría en realidad.

Peter le hablaba de un tío suyo, el cual apenas había conocido y que había luchado como piloto en la reciente guerra.

—Le he visto solo un par de veces. Está achicharrado por el fuego. Parece que lo derribaron, consiguió aterrizar con el avión en llamas pero le han quedado unas secuelas terribles.

—Si pero por lo menos conoció lo que era volar —decía Robert—. Nosotros nunca tendremos esa oportunidad.

—¿Y merece la pena acabar así, siendo un cuerpo doliente y parecido al de una momia?

Peter le decía eso mientras estaba sentado en la mullida y fresca hierba. Una brizna de paja que mordisqueaba en su boca se movía nerviosa delante de su cara. Las manos puestas detrás de su cuerpo y las piernas estiradas hacia el valle.

Robert no contestaba a la pregunta, pero cambiaba el tema.

—Y si nos vamos de Alemania ¿podríamos volar?

La pregunta hizo que Peter tirara en un gesto despectivo la pajita que mantenía en la comisura de su boca y le mirara con cara incrédula.

—¿Pero tú crees que algún día saldremos de este pueblo? Yo con las vacas, tú con las maderas, eso es lo que nos espera a los dos.

Peter era muy realista. Demasiado. En cambio Robert dejaba vagar su imaginación, libre, soñando con los ojos abiertos que “algo” podría suceder, algo que cambiase sus vidas.

La conversación en sus casas por la noche, casi siempre se refería a la terrible situación en la cual progresivamente se hundía más y más Alemania. Paro, ruina, desmoralización… Tenía que escuchar Robert, día tras día de su padre, parco en palabras y casi éstas eran como sentencias, que podían dar gracias al cielo por tener trabajo y algo de medios para salir adelante en ese almacén de maderas que regentaban.

Dar gracias al cielo… A la hora de la cena, de manera solemne Salomón Stanko, su padre, bendecía la mesa y profería una oración que Robert conocía de memoria, aunque sin saber de verdad su significado, pues él la rezaba en hebreo.

En su fuero interno, y pese a la presión de su padre, Robert no quería saber nada de esos ritos judíos a lo cuales se adherían, aparentemente sin ningún entusiasmo, también su madre y su hermana.

 

***

 

Pero sucedió un hecho singular. Algo que hizo cambiar sus vidas. A finales de Julio, empezaron a llegar en carromatos, sobre destartalados camiones sobrevivientes de las batallas de la guerra, unas personas especiales. Iban con unos artefactos construidos en tela, en madera, en cartón, con los cuales decían que iban a poder lanzarse por los aires. Una persona había aglutinado los esfuerzos de los que, pese a la desmoralización y la miseria, “todavía querían volar”. Se llamaba Oscar Ursinus. Un ingeniero que a Robert y a Peter les parecía un auténtico vejestorio. Tendría cerca de los cuarenta años. Siempre con una pipa en la boca, aunque la mayoría del tiempo estaba apagada y la mordía con ansiedad como si formase parte de su cara aunque no cabía duda que sí era parte de su personalidad. Era alto, con gafas, un sombrero ajado, que en su tiempo habría sido tirolés, y unos ademanes elegantes, que a Robert y Peter les parecían extraños.

Había convencido a las autoridades de que un planeador, no era en realidad un avión. Era “algo” para deslizarse por los aires, pero no era ninguna herramienta ni máquina de guerra. Además, estos extraños artefactos no se construían en fábricas, tan solo los entusiastas seguidores de esta actividad los diseñaban, ensamblaban y terminaban con auténtico fervor y cuidado, casi religioso, en sus casas, en garajes o en patios cubiertos.

La mayoría de los que le acompañaban eran estudiantes, bastante jóvenes que querían salir de esa tristeza que envolvía a Alemania.

Llegaron a lo alto de las laderas de Wasserkuppe, y allí montaron sus tiendas de campaña, sus talleres al aire libre dispuestos a lanzarse ladera abajo con los aviones que habían diseñado y construido con sus manos.

Robert pidió permiso a su padre para estar durante el mes de agosto junto a aquellas personas, junto a esos peculiares aviones. Lo hizo de una manera tan poco persuasiva y convincente, dado el carácter paterno, que si no llega a ser porque su progenitora tomó cartas en el asunto, nunca habría conseguido que el estricto señor Salomón Stanko, le hubiera dado permiso a su hijo para perder el tiempo, según su criterio, viendo como unos locos iban a hacer astillas esos curiosos artilugios que con tanto esfuerzo y dedicación habían fabricado.

Todos los días, a primera hora Peter y Robert hacían el camino hacia la parte más alta de Wasserkuppe. Cinco kilómetros de notable cuesta arriba, que recorrían sin apenas esfuerzo, pues a medida que subían la ladera, viendo los planeadores, ya preparados para volar, apretaban el paso para no perderse el espectáculo de sus planeos. Pronto eran viejos conocidos de casi todos los que estaban en lo alto de la montaña. Los aviones los tiraban al aire por medio de unas largas gomas en V. Estaban cogidas al morro del avión, a la parte delantera de estos, por una anilla. Mientras unos cuantos voluntarios las tensaban, otras personas sujetaban la cola del planeador. Cuando la tensión era suficiente, a la voz de ¡soltar! dejaban libre el avión y éste partía hacia el espacio como si fuera el proyectil de un gigantesco tirachinas.

Robert y Peter adoraban esos pequeños aviones. Su olor a barniz. La tela tensa y satinada de sus alas. Pero no solo era eso. Admiraban como si fuera héroes a sus pilotos, a sus constructores, que en el fondo no eran mucho más mayores que los dos jóvenes.

—Nunca podremos ser como ellos —decía Peter—, son estudiantes de ingeniería, vienen de familias con muchos medios, vienen de las grandes ciudades.

—No seas pesimista —le contestaba Robert—. Querer es poder, No sé qué profesor nos dijo esto un día en la clase de la escuela. ¿Y por qué no hacernos nosotros también un planeador como han hecho ellos?

La mirada incrédula de su amigo le dejaba sin habla.

Era curioso constatar que gran parte de los lanzamientos acaban con el avión hecho trizas. Tanto los improvisados pilotos, que eran chavales de no mucha más edad que Robert y Peter, y por tanto con una falta total de experiencia sobre cómo se debía volar un avión, como las artesanales construcciones de los planeadores, conducían a este resultado. Esto no arredraba a los participantes en esta reunión, que con buen ánimo recogían los restos de lo que había sido su sueño para volar y, llevándolos de nuevo hacia la parte alta de la colina, allí volvían a tratar de repararlos.

Los dos muchachos ayudaban tanto en los lanzamientos como a recoger los aviones y contribuir a su reparación. Robert, empezó a ser valorado, por su conocimiento del trabajo de la madera, gracias al taller de su padre, ya que sabía cómo usar con habilidad las herramientas, la sierra, la escofina o la gubia. También Peter, trazaba en planos de papel las ideas de los incipientes diseñadores.

Pero lo que más apreciaban ellos dos, eran los días, en que debido a las malas condiciones del tiempo, con nubes bajas o vientos fuertes, se reunían todos bajo una gran tienda, y allí los más mayores, estudiantes de ingeniería, o de ciencias físicas, discutían los misterios del vuelo, las leyes aerodinámicas que regían éste, cómo construir las alas, de manera que pesasen lo menos posible, pero que tuviesen la rigidez suficiente para no partirse en el aire.

Hablaban de que no podía ser que las autoridades impidieran a un país el arte del vuelo.

—No podemos seguir en la desmoralización y en la sumisión.

Esto lo decía Oskar Ursinos, el “Alma Mater” de los reunidos, incitando el entusiasmo de sus muchachos.

Cuando al final del día Robert volvía a su casa, después de la cena, su madre sí le preguntaba con curiosidad qué es lo que habían hecho y visto, pues su padre no concedía ni la más mínima atención a las aficiones de su hijo.

—Los aviones están hechos en madera, pero es muy fina, pesan muy poco.

Su padre continuaba sacando las escasas carnes de un ala de pollo sin hacer comentario alguno.

—¿Y quienes son las personas que los construyen y los vuelan?

—preguntaba su madre mientras rebañaba la poca salsa que quedaba y que servía en el plato del muchacho.

—Son estudiantes de ingeniería, hay algunos más mayores que fueron pilotos durante la guerra.

Su padre continuaba con los ojos fijos en el plato, dejándolo totalmente limpio mientras que con un trozo de pan de centeno, saboreaba los últimos vestigios de la salsa. Acabada la comida, su barba, larga y algo canosa, daba destellos de grasa, pero a nadie parecía importarle este hecho. Después empezaba a hacer unas curiosas muecas con los labios que producían pequeños sonidos para intentar quitarse los pequeños trozos de carne que se habían quedado prendados en sus encías. Era un rito que siempre se repetía cuando comían pollo, lo cual solía ser casi un lujo.

Acabada la cena, Robert se metía en la cama y allí, con los ojos cerrados revivía los vuelos, las imágenes que le habían transportado a ese mundo mágico de la aviación. Imaginaba que en poco tiempo, él sería uno más en volar con aquellos planeadores, en construir uno entre él y su compañero.

 

***

 

Así transcurrió ese verano mágico en que por primera vez podía tocar, acariciar las alas de un avión, oler las maderas, los pegamentos, la novavia o barniz que llevaba la tela de las alas, y ver cómo volaba, aunque fueran tan solo unos pocos segundos, deslizándose sobre las verdes laderas perdiendo altura, hasta que sin poder prolongar por más tiempo el milagro del vuelo se posaban con más o menos gracia sobre la mullida hierba de los prados que rodeaban a la montaña.

—Lo que no entiendo todavía —decía Robert a su amigo—, es por qué los grandes pájaros son capaces de pasarse mucho tiempo volando sin dar un solo aletazo.

Peter le miraba sorprendido.

—¡Qué cosas se te ocurren! pues porque son pájaros. La respuesta de Peter le dejaba desconcertado

Robert no llegaba a entender ese extraño milagro de que las águilas que merodeaban sobre la ladera de la montaña, fueran capaces de flotar tiempo y tiempo sobre la cresta, y en cambio los planeadores iban deslizándose paralelos a la tierra, siempre perdiendo altura pero sin poder mantenerse en el aire nada más que lo justo para efectuar un más o menos prolongado planeo.

Todos los aparatos eran parecidos a los diseños aeronáuticos normales de aquella época a los cuales les habían quitado el motor, y lo único que los diferenciaba de verdad de los auténticos aviones que habían luchado en la Gran Guerra, era que estaban construidos con materiales que pesasen lo menos posible. A veces incluso tenían partes recubiertas de papel o cartón, que en el primer vuelo se rompían y había que reparar y reconstruir.

 

***

 

Cuando ya el mes de Agosto llegaba a su final, todos se pusieron de acuerdo para volver a repetir esta reunión, de constructores, pilotos y aficionados al año siguiente. Los lugareños, con gran generosidad, habían quitado a sus vacas y rebaños de las laderas y así dejado el espacio libre para que los planeadores pudieran aterrizar sobre los prados de hierba.

Empezaron ya a recoger sus tiendas a empaquetar sus aperos, sus herramientas y los restos de sus aviones, los que los habían destrozado en inexperimentados aterrizajes.

 

***

 

Pero de pronto llegó en un renqueante camión un nuevo planeador. No habían tenido tiempo de traerlo antes, pues no estaba terminado. Era algo totalmente distinto. Se parecía más a un pájaro que lo que los demás habían construido. Era un ala pura, sin cola, que recordaba la forma de las gaviotas. El piloto, por esta vez, no era el constructor. El avión se llamaba Weltensegler y el que lo iba a pilotar, tenía poco que ver con el puñado de jóvenes, que con más entusiasmo que conocimientos, constituían el resto de los aficionados reunidos en lo alto de la montaña. Se llamaba Willy Leush, y era un hombre circunspecto, serio y a los ojos de Robert, alguien “muy mayor” aunque no sobrepasaría los 25 años. Todos comentaban que tenía gran experiencia en la aviación. Había sido piloto durante la Gran Guerra, e incluso se rumoreaba que tenía en su haber varios derribos.

El muchacho le miraba de reojo, como si fuera un auténtico héroe, alguien que había volado en “aviones de verdad”, que se había jugado la vida múltiples veces en combates aéreos, y que estaba allí como superviviente de mil aventuras. Le tenía envidia.

Cuando la tarde se iba consumiendo, el nuevo planeador estaba ya listo para volar. Willy Leush, lo inspeccionó y repasó por si algo estuviese mal conectado o suelto en los mandos, en la estructura. Los jóvenes aprendices de los demás planeadores miraban en silencio los profesionales movimientos que hacía el piloto para comprobar que todo estaba en orden.

Después reunió al resto de la gente junto al aparato y les indicó la manera en la cual haría el despegue. En lugar de tirarlo por medio de las gomas, un nutrido grupo de personas deberían soportar la barquilla que hacía las veces de cabina y levantándola del suelo en volandas empezar a correr contra el viento, hasta que las alas soportaran el peso del planeador.

Como si fuera una liturgia religiosa, el piloto se ató en su asiento, comprobó que todos los mandos funcionaban adecuadamente, puso las gafas sobre sus ojos para defenderse del aire y dio la orden de empezar el despegue. Robert era una más de las personas que estaban subiendo en volandas el avión.

—¡Ahora! —dijo el piloto.

Todos empezaron a intentar correr, cosa que no era fácil soportando el peso del planeador, y cuando habían recorrido unos 10 metros, milagrosamente, las alas del avión empezaron a generar la sustentación y se escapó de sus manos ladera abajo volando de una manera un poco titubeante.

El viento había arreciado un tanto y las rachas traían los aromas del valle que subían pegados a la ladera. El cielo se había cubierto y todo parecía indicar que el día acabaría con ese desapacible ambiente de lluvia ligera que era tan normal en las colinas del Röhn.

 

***

 

El piloto hizo virar el planeador y no siguió dirigiéndose por derecho hacia la base de la colina, como hacían todos, empezó a volar paralelo a la montaña.

En ese momento se produjo lo que para Robert era un milagro. En lugar de perder altura, el avión se mantenía sin irse para abajo. ¡Incluso empezó a incrementar su altitud! ¡Eso era lo que el muchacho siempre había soñado! Poder volar como los grandes pájaros que sin mover las alas se mantienen flotando en el aire.

Nadie comprendía cómo era posible que este avión, no solo no bajase hacia la tierra sino que cada vez subía más y más sobre sus cabezas. Todos estaban extasiados con el majestuoso vuelo del Weltensegler.

Cuando llevaba ya varios minutos volando, se encontraba a más de cien metros sobre ellos. El avión como un grácil pájaro se balanceaba con las rachas del viento que seguía arreciando contra la montaña. Nadie en el suelo era capaz de decir una sola palabra, de apartar la vista de ese vuelo incomparable.

—¡Peter esto es volar de verdad, ser un pájaro!

Éste no respondió, pues estaba extasiado, boquiabierto, por la postura, mirando hacia arriba al artefacto que se mecía en el viento

El planeador inició un viraje para poderse ajustar más al borde de la montaña. El avión empezó a inclinarse. Cada vez se encontraba con los planos menos horizontales. Parecía como si el piloto no pudiese dominar la máquina. ¿Podrían ser las rachas de viento? Peter agarró el brazo de Robert al intuir la tragedia. Los dos empezaban a ver con angustia cómo la punta de las alas se empezaba a doblar debido a las fuerzas aerodinámicas.

—¡Sácalo del viraje, sácalo!

Era el grito de una de las personas que estaba en el suelo mirando el vuelo del aparato.

Robert, podía ver cómo en la cabina la cabeza del piloto se movía de lado a lado, como si estuviese haciendo un gran esfuerzo para sacar a su máquina de esa trayectoria en espiral que estaba tomando.

El planeador cada vez volaba más rápido y más inclinado perdiendo ya la altura ganada. De pronto con un grito de estupor, que salió casi al unísono de todos, la mitad de un ala se desprendió del aparato. Se escuchó un instante después un sonoro ¡Bang! Por un lado caía el avión dando vueltas, ya casi en invertido, y por otro el trozo de ala desprendido, como si fuera una hoja revoloteando al viento.

Casi verticalmente y con un estruendoso sonido de maderas rotas el planeador se estrelló muy cerca de donde se encontraban. Todos salieron corriendo hacia los restos que estaban esparcidos sobre la colina. Robert y Peter llegaron de los primeros. Ambos se quedaron inmovilizados ante el espectáculo que vieron sus ojos. Entre multitud de astillas y trozos de tela y cables, se encontraba el piloto. La cabeza abierta y la masa encefálica chorreaba lentamente como algo de apariencia espesa y viscosa sobre la hierba. Pudieron percibir el olor dulzón de unos sesos humanos. El viento arreció haciendo flamear los restos de la tela que en su momento habían cubierto las alas, y una fina lluvia empezó a mojar toda la escena.

Notaron los muchachos cómo una persona les cogía por los hombros. Ambos se volvieron. Era Oscar Ursinus, que mordía nerviosamente su pipa. Les apartó del lugar del accidente y con paternal voz dijo entre dientes.

—Volved a casa.

Ambos hicieron caso, empezando a bajar la colina mientras la fina lluvia caía sobre sus hombros. Los dos iban en silencio, sin decirse nada. Impresionados por el accidente mortal, pero también tenían grabada en su retina la visión del planeador flotando sobre ellos, ganando milagrosamente altura, ajeno a la gravedad de la tierra, igual que un pájaro, igual a lo que siempre Robert había soñado.

Peter rompió el silencio.

—¿Merece la pena matarse así?

—Peter, todos debemos tener fijada la hora de nuestra muerte. ¿Te acuerdas de Hans, que se dio un golpe al caerse de un caballo y murió?

Éste asintió con la cabeza sin decir una palabra.

—Pues yo prefiero morir en un avión, aunque sea joven. Cuando llegó a su casa su madre notó el rostro serio que traía.

—¿Qué tal lo has pasado?

—Ha habido un accidente mamá.

Su madre paró de revolver la comida que estaba en la sartén, y limpiándose las manos en un delantal que llevaba anudado a su cintura preguntó.

—¿Qué ha pasado?

—Se estrelló un avión contra la montaña.

—Bueno todos los días según cuentas rompen los aviones.

—El piloto se ha matado —dijo escuetamente Robert.

Su padre que estaba sentado en un sillón, levantó la vista del periódico que estaba leyendo y sentenció.

—Te prohíbo que vuelvas a ver esos aviones, Que vayas a esa montaña. ¡Quítate de la cabeza esas fantasías de la aviación!

 

***

 

La noticia del accidente, conmocionó al pueblo de Poppenhausen. En un par de días todos recogieron sus pertenencias y en lenta caravana abandonaron las cumbres de Wasserkuppe que volvieron a su dominio, otra vez pertenecían a las vacas, a los ganados que habitualmente pastaban en sus laderas. En pocos días los colegios empezaron de nuevo sus clases y poco después ya casi nadie se acordaba de los vuelos y el accidente que había ocurrido durante el final del verano.

Pero Peter y Robert que en un primer momento trataban de no comentar el accidente, como si intentaran borrarlo en su memoria, recordaban la impresión que les causó ver cómo el aparato antes de estrellarse no solo se había mantenido, sino que incluso había conseguido más altura que la que tenía la montaña. ¿Cómo era posible eso?

—He estado pensando por qué el planeador pudo tomar más altura que la del despegue —dijo un día Peter—. Esa jornada había mucho viento, y seguro que el aire al remontar la montaña crea delante de ella una zona ascendente que puede tener la suficiente fuerza para ser superior a la tasa de descenso del avión. En el fondo es lo mismo que hacen los grandes pájaros.

Robert asintió y a su mente vino el recuerdo del vuelo de las gaviotas delante de los acantilados cuando sopla fuerte la brisa y, cómo éstas, se mantienen milagrosamente, sin mover las alas delante de las rocas.

—Tienes razón Peter.

Después de un corto silencio añadió.

—¿Por qué no construimos nosotros un planeador y el próximo año volamos con el resto de los participantes que vendrán de nuevo a Wasserkuppe?

—Pero ¿cómo? No sabemos casi nada de la construcción de aviones—respondió Peter.

—Bueno, yo sé tratar y trabajar la madera, y creo que este año hemos visto bastantes cosas interesantes relativas a cómo se construye un avión…

—¡Y cómo se destruye también!—interrumpió Peter con un tono irónico.

—No, en serio, creo que lo podríamos hacer. Sabes que al final de la reunión se da un premio para el mejor diseño. Nosotros podríamos ganarlo. He visto que todos los que se presentan, son en su mayoría estudiantes de ingeniería, pero no son demasiado hábiles en la construcción. Creo que yo tengo más conocimientos sobre cómo trabajar la madera. Tú puedes hacer unos buenos planos…

—¿Y lo haríamos en el taller de tu padre? ¿Él nos dejaría?

—Eso es imposible, nunca mi padre me permitiría hacerlo, además el taller es relativamente pequeño, ahí no podríamos construirlo—respondió Robert

—Bueno —dijo Peter meditabundo—, hay una caballeriza cerca del establo de mi familia que está sin usar. La utilizan solo como almacén para depositar trastos viejos. Quizás ahí podríamos intentarlo.

 

***

 

Los meses siguientes pensaban todos los días al final de las clases del colegio, cómo iba a ser el avión. Se dieron cuenta de que en el fondo necesitarían otra persona más para coser y poner la tela sobre las alas. Peter pensó en Annette su hermana melliza. Ella no se perecía en absoluto a él. Dicharachera, un tanto atrevida y a veces hasta insolente, llevaba con orgullo una larga melena rubia, generalmente acabada en un par de coletas. Tenía una piel blanca y trasparente como la seda y los ojos, grandes y algo saltones, de un azul muy intenso. Robert nunca había reparado mucho en ella, pues en general, a su edad, pensaba que el sexo femenino eran personas dedicadas a un rol secundario en la vida. Las epopeyas, las batallas, las heroicidades tenían siempre los mismos protagonistas, los hombres. En el fondo pensaba que el mundo estaba construido así. La prueba la tenía en su casa, aunque se llevaba mejor con su madre, era el cabeza de familia el que tomaba las decisiones inapelables, que aparentemente nunca eran contestadas por el resto del los componentes familiares.

En un par de días se reunieron con Annette, y le contaron todo su proyecto. Ella echó para atrás la cabeza después de haberlos escuchado, en un gesto muy femenino para apartarse el pelo que en lánguido flequillo caía sobre su frente y dijo.

—¡Que poco cuesta soñar!

Estas palabras dejaron un tanto desarbolados a los dos muchachos, que no sabían de verdad a qué se estaba refiriendo.

—¿Pensáis de verdad que seréis capaces de construir un avión con vuestras manos?

Los dos chicos se sintieron heridos en sus más íntimos sentimientos, en sus más íntimas creencias. ¿Quién era ella para dudar de las capacidades que podían desplegar? Cuando en catarata verbal, Robert empezó a dar una contestación dura y sin piedad, éste discurso se cortó de golpe ante la contestación firme de Annette.

—Yo os ayudaré a poder volar.

El equipo estaba constituido, firme, cada cual con su trabajo específico. No hubo necesidad de hablar más.

 

***

 

Unos días después, sobre una mesa, bajo una oscilante luz que colgaba del techo, mientras en el exterior resonaban monótonamente las gotas de la lluvia del otoño, los tres se inclinaban ante una gran hoja en blanco.

Con firmeza, con la seguridad que da el tener en la cabeza las ideas y ser capaz tan solo de plasmarlas sobre un papel, Peter empezó a trazar las líneas de lo que iba a ser su avión, el planeador de los tres. Empezó dibujando el fuselaje, una forma casi triangular, como el casco de una barca, una barca que surcaría los aires. El piloto se sentaría en la parte delantera, la cabeza al aire, fuera de la cabina por un pequeño orificio que únicamente le dejaría fuera de su habitáculo lo justo para que pudiese ver hacia adelante. Murmullos de aprobación de los otros dos miembros del equipo afirmaron el diseño. Pero ahora venía lo verdaderamente difícil. Cómo deberían ser las alas.

—Para un momento —dijo Robert.

Buscó debajo de la mesa, en un saco que había traído de su casa y sacó unas maderas, unos retos astillados.

—Esto lo recogí de parte del ala que quedó del Weltensegler, cuando se estrelló.

Con paciencia empezaron a poner los trozos sobre la mesa. Como un puzzle iban uniendo unas astillas junto a otras, hasta que al final tenían una parte de la sección del ala, una costilla entera, es decir cual era la forma del perfil del ala si la cortaran con una sierra perpendicularmente.

—Según dijeron los ingenieros, el perfil es lo más importante, es lo que da la sustentación. Ahí no podemos inventar nada. Hay que copiar, y este planeador, hasta que se estrelló, volaba bien.

—De acuerdo —dijo Peter.

Annette no decía nada, pues en estos menesteres, de momento no tenía opinión.

—Bien, ¿Y cómo hacemos la planta del ala?

La pregunta de Peter les sumió en el silencio. Annette dijo.

—¿Cuál es el pájaro que mejor vuela?

Ambos muchachos se miraron con cara de sorpresa, no esperaban esa pregunta por parte de ella.

—Pues no sé —balbució Robert, quizá un águila o una gaviota—. ¿Y eso que tiene que ver?

—La naturaleza sabe más que nosotros —dijo Annette con determinación—. Si las alas de una gaviota, de un águila, se mueven bien por el aire, construyamos algo que se parezca a ellas.

En ese momento Robert, se dio cuenta de que la muchacha no era solo una bonita cabeza rodeada de rubios cabellos. Que dentro había un cerebro organizado, y quizás más inteligente que el de ellos. ¡No, eso era imposible! Siempre el hombre había demostrado más inteligencia que la mujer. Retomando el relevo respondió.

—Esta bien Peter, pinta el ala de un pájaro.

 

***

 

Éste como en sus buenos días de colegio, se puso casi encima del papel, y empezó a dibujar nerviosos y largos trazos. Como hacia normalmente, de su boca empezaron a salir los sonidos onomatopéyicos, del aire silbante, del sonido que la brisa haría acariciando esas alas mientras volaba. Al cabo de unos minutos, la hoja que antes estaba en blanco mostraba con un realismo inusitado el dibujo del ala de una gaviota. Se veían las plumas, la forma estilizada hacia las puntas, la planta con la parte cerca del fuselaje con más inclinación, y luego hacia los extremos paralela al suelo. Cuando el dibujo estuvo acabado, se apartó de la mesa y del papel para verlo de lejos y que los otros dos lo sometieran a su aprobación.

—Estupendo, —comentó Robert—. Pero interiormente, ¿cómo la construimos?

Otra vez se quedaron en silencio, hasta que surgió la voz de Annette.

—Si queréis volar como los pájaros, no tenéis nada más que imitarlos.

De nuevo Peter y su amigo no llegaban a entender lo que quería decir la muchacha.

—No entiendo…

Balbució Robert, a lo que ella respondió.

—Pues que cacéis un pájaro y miréis como está construida el ala, dónde están los huesos, cómo están constituidos estos, eso es lo que quiero decir.

El argumento de ella, dejó un tanto confundidos a los dos.

—Aquí rara vez hay gaviotas, y cazar un águila no va a ser tan fácil —respondió Peter.

—¿Y el ala de un pato no os serviría para esto?

La respuesta de Annette les dejó otra vez perplejos.

—Pues la verdad es que si, pero ¿cuanto cuesta comprar un pato?

¿Tenemos dinero para eso?

—No lo compres, cázalo —dijo ella.

—Es verdad —contestó Peter con entusiasmo—. En las charcas del río hay muchos. Si ponemos una red enfrente de su trayectoria de despegue, con un poco de suerte, atraparemos a uno. No se hable más, dejamos el diseño del ala hasta que consigamos nuestro pájaro. Y diciendo esto, recogió los lápices y dobló los papeles que metió dentro del cajón de un mueble que en su tiempo habría sido una cómoda, pero que ahora era una reliquia desvencijada y rota que se encontraba en un rincón adornada por gran cantidad de telas de araña.

 

***

 

La captura del pato, fue una aventura divertida y hasta cómica del fin de semana. Hicieron una red con cuerdas muy finas y con hilos. Ahí los muchachos pudieron apreciar que Annette, no solo tenía un buen cerebro, sino también unas hábiles manos para manejar la aguja y el dedal, pues la construcción de éste rudimentario artilugio para cazar patos, fue en su totalidad obra suya.

Llegados al río, buscaron un remanso en donde estaban las aves tranquilamente flotando y extendieron la red entre dos árboles. Uno de ellos se quedó al cuidado de ella, y los otros dos se marcharon sigilosamente al otro lado del río, para espantar a los patos y que salieran volando en dirección a la red. Cuando estaban ya cerca de ellos, empezaron a pegar gritos para asustar a las aves. Éstas salieron volando pero pasaron por encima de la trampa que les habían puesto. Tan solo una de ellas rozó el engaño, y se enredó en la maraña de hilos y cuerdas. Peter se tiró con furia a coger el pato. Se pegó un chapuzón impenitente en unas aguas que estaban ya muy frías y al final el ave, con habilidad consiguió zafarse de su trampa y escapar volando de nuevo.

La red se había roto por varias partes, y una vez más Annette salió a remediar el desaguisado. Con paciencia, remendó lo que estaba roto. Pero cuando acabó su trabajo, ya no había ni un solo pato en el río. Todos habían huido.

—Me parece que esto no es tan fácil.

—Yo estoy congelado —dijo Peter cuya ropa estaba toda mojada por el agua.

Se tumbaron sobre la hierba a esperar que algún ave pudiese volver, mientras daban cuenta de una barra de pan y un queso fabricado por las manos artesanas de la familia de Peter.

 

***

 

Ya al final de la tarde, cuando las sombras se estaban alargando detrás de los árboles, una manada de ánsares se posó suavemente en el agua. Otra vez extendieron la red con cuidado y en silencio. Peter, que era el más corpulento se quedó guardando la trampa, mientras, de nuevo, la muchacha y Robert, en sigilosa marcha se pusieron detrás de los patos. Unas palmadas y algún grito, hizo que los pájaros emprendieran el vuelo hacia donde estaba extendida la red. Todos pasaron por encima, pero esta vez, fueron dos los patos que se enredaron entre la maraña de hilos y cuerdas. De nuevo Peter se tiró con determinación al agua, y logró agarrar a uno por el cuello. El otro, con gran algarabía, luchaba por desembarazarse de la red, que se rompía por momentos, hasta que consiguió liberarse y emprender la huida en sentido contrario.

Llegaron corriendo Annette y Robert, para ver cómo su compañero, se debatía entre el fango, enredado en los restos de la red pero con el pato firmemente agarrado con su mano derecha.

—¡Mátalo! —dijo Robert.

—¿Cómo? —Respondió su amigo.

—¡Tuércele el cuello! —dijo la muchacha.

Mientras, el pato aleteaba con fuerza y lanzaba picotazos a diestro y siniestro que cuando alcanzaban a Peter, éste lanzaba un ¡Ay! muy sonoro, pero continuaba sujetando con firmaza el animal.

Al final, los tres acabaron en el río, chapoteando entre el barro y por fin pudieron dar cuenta del pato.

Volvieron empapados, tiritando de frío, llenos de barro, pero triunfantes al almacén en donde estaban los planos del futuro avión. Ahí dejaron su presa sobre un taburete, y Peter y Annette se quitaron casi toda la ropa para secarse, mientras encendían una estufa que había en un rincón. Robert, tímidamente, no quería quitarse sus vestimentas aunque estaba empapado y temblorosamente helado. Lanzaba, sin poderlo remediar, fugaces miradas a la muchacha que se había quedado tan solo con una especie de enaguas de tela blanca.

Al final, cuando la panzuda estufa expandía oleadas de calor, con recato se quitó la camisa y el jersey y lo puso casi encima del ardiente metal, para que se secase.

Salieron de allí cuando la noche envolvía los campos, y ese día la reprimenda sonó con fuerza en las casas de Peter y de Annette, y en la de Robert, al presentarse con las ropas, aún algo mojadas, y sobre todo ensuciadas por el barro.

 

***

 

El estudio del ala del pato, les convenció de que de esa manera era casi imposible construir un ala. Sí vieron que lo huesos pesaban muy poco y que estaban como huecos. Al final decidieron hacer un ala casi rectangular, con un larguero en I que soportase todas las cargas y de unos 13 metros de envergadura.

—¿Cómo llamaremos al planeador? —preguntó Annette. Después de unos momentos de meditación respondió Robert.

—Será el APR-1.

Los otros dos se quedaron un tanto desconcertados, pero se lo aclaró enseguida.

—A por Annette, P por Peter y R por Robert, y el número 1 porque es nuestro primer diseño. Después de éste, con la experiencia que consigamos y los premios que nos den, seguiremos haciendo más planeadores, y al final seremos los dueños de una gran fábrica de aviones.

—¡Que bonito es soñar!—Repitió Annette. Fue la única respuesta de ella. A Robert no le sentó nada bien este comentario.

 

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