Honor

Honor


V

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V

 

Erika

 

 

 

Peter tomó un pequeño trozo de pan con una salchicha mientras su avión, el Messerschmitt-109, era de nuevo repostado y cargado de munición. Los últimos estertores de la guerra, la falta de material, y sobre todo de pilotos, hacían que los que quedaban, se viesen obligados a hacer varias salidas, varios combates cada día. Era una labor cruenta, estresante y sobre todo desesperada.

También era terrible comprobar cómo las tripulaciones desaparecían día tras día. Encontraban la muerte o peor aún, para su manera de pensar, quedaban mutilados, tullidos, abrasados, cuando milagrosamente lograban salvar la vida después de un accidente o un terrible combate aéreo. El problema era que ya no había tiempo ni para formar los nuevos pilotos. Desgraciadamente la mayoría no se perdían en la lucha en el aire. Simplemente se mataban en accidentes aéreos. Jóvenes sin apenas experiencia, con muy pocas horas de vuelo, salían a volar un avión, el Messerschmitt 109, o el Focke Wulf 190, con cerca de 2.000 caballos de potencia, que les venía muy “grande”. No habían tenido tiempo apenas para formarse como pilotos, y muchas veces los despegues, los aterrizajes, o las maniobras de combate en el aire, acababan cuando el aeroplano se les desbocaba y eran incapaces de dominar a aquella fuerza bruta aérea que era un avión de caza. Su escuadrilla ahora estaba formada por pilotos que no pasaban ninguno los veinte años. Tan solo él y otro Jefe de Escuadrón eran ya veteranos con cientos de misiones a sus espaldas que habían tenido la experiencia y, por qué no la suerte, de haber sobrevivido a esos primeros combates, de haber aprendido la maestría de la lucha en el aire, de saber maniobrar el avión a posiciones inverosímiles mientras intentaban derribar los aviones enemigos.

Ahora que la guerra parecía dar sus últimos estertores, con la depresión de saber que para ellos estaba ya casi irremisiblemente perdida, los aviones alemanes, sus motores, su calidad de fabricación, habían caído por los suelos. Muchos accidentes se producían simplemente porque el otrora fiable y poderoso motor Daimler Benz construido por Mercedes, estaba ya chapuceramente fabricado, por falta de piezas, por falta de control de calidad, por falta de materiales adecuados, y bastantes veces éste se paraba nada más despegar, o se incendiaba en el momento más inoportuno. El piloto novel y sin experiencia, no sabía cómo hacer frente a una situación así y el vuelo acababa en una catástrofe, antes de que hubiera tenido la oportunidad de combatir.

Últimamente, iban cambiando de campo en campo, tratando de parar las ofensivas de los aliados. Un esfuerzo casi inútil, pues la diferencia cuantitativa y cualitativa era enorme. Ahora estaban en Fürstenfeldbruck, cerca de Munich, en plena campiña Bávara. Esos paisajes dulces, verdes, estaban ya casi asolados. El campo de aviación lo conocía bien, pues fue un lugar en donde estuvo enseñando a volar a jóvenes llenos de entusiasmo hacia ya unos pocos años. En 1935 Herman Goering hizo de este lugar el principal punto en donde se reunieron todos los esfuerzos de la Luftwaffe para entrenar a los futuros pilotos que iban a combatir en esa guerra que se veía inminente. Durante el año 1945 sufrió bastantes bombardeos, y ya casi perdida la posibilidad de formar más pilotos, pues no había ni medios, ni apenas gasolina para gastarla en labores de formación, se alargó la pista y fue un lugar en donde escuadrones itinerantes fijaban su base para intentar parar las oleadas de bombardeos que día tras día caían sobre Alemania. Aquello se perecía ya poco a lo que conoció Peter la primera vez que estuvo allí como instructor de vuelo. De las magníficas construcciones que albergaban a los alumnos no quedaban ya nada más que ruinas. Todo el campo era una continua superficie llena de agujeros producidos por las bombas y, únicamente, la pista de despegue y aterrizaje, reparada innumerables veces ofrecía un aspecto algo más entero.

Diseminados por los extremos del campo, se podían ver los restos de los antiguos aviones de enseñanza, ahora abandonados o destrozados por las múltiples bombas que habían caído sobre Fürstenfeldbruck. La visión era profundamente decepcionante, pero Peter ya no se planteaba dilemas morales sobre la guerra. Ahora estaba concienciado en que su única labor era tratar de detener, en la medida de lo posible, a los bombardeos aliados que ocasionaban muertos entre la población civil, entre los viejos, mujeres y niños que soportaban ese castigo de ver como las bombas caían sobre sus casas, sobre sus hogares, antaño cuidados y florecientes. Él sabía en su fuero interno que la guerra estaba ya perdida, que continuar la lucha era prolongar una agonía. Tenía la certeza de que Hitler era una persona cuya locura había arrastrado a un noble pueblo como el alemán a esta terrible tragedia. Pero lo único que podía hacer era pelear con rabia, casi de una manera suicida para tratar, en la medida que sus fuerzas se lo permitían, que las bombas de los aviones aliados no llegaran a su fatal destino, no mataran a más personas inocentes de la locura de un líder que había destruido su propia patria.

Mientras tragaba con avidez la comida miró hacia arriba. Había amanecido totalmente despejado en esta mañana primaveral, pero ahora que el sol empezaba a calentar, en el cielo empezaban a florecer pequeñas nubes cumuliformes. Parecía como si la atmósfera fuera indiferente a los duelos aéreos que se generaban en su seno.

—Buen día para volar —se dijo a si mismo.

Era la mañana ideal para salir a hacer un vuelo de distancia con un velero. Las nubes incipientes marcaban las ascendencias que se formaban por el calor del sol al ascender las burbujas térmicas. ¡Cuánto tiempo hacía que no se montaba en un velero! Aún recordaba con nostalgia el milagro de disfrutar del vuelo porque si, de pasearse sumergido en el azul, escuchando tan solo el sonido del aire al deslizarse sobre las alas.

Recordó cuando Robert tuvo que salir de Poppenhausen, en aquella primavera fría, después de que los incipientes partidarios del partido de Hitler, incendiaran su almacén de maderas, ya que su padre era de origen judío. En el fondo tenía un remordimiento de conciencia por no haber ofrecido más soporte moral a su amigo. Él no tenía nada contra los judíos. Robert era un joven igual que los demás. Su padre sí se podría considerar judío, pero su hijo no ofrecía esa visión. Y aunque fuese judío ¿qué? Tenía todo el derecho del mundo para vivir con sus ideas. Pero el partido Nazi había cogido las riendas de la vida en una Alemania sumida en la miseria, en la depresión. Es cierto que casi inmediatamente el país empezó a prosperar, a subir su economía, el empleo, de una manera brutal. Aparte del triste episodio del ataque a la familia de Robert, en el pequeño pueblo de Poppenhausen no hubo más acontecimientos de ese estilo. Pero quizás era porque no había más judíos por aquella zona. De todas formas a Peter no le agradaban todos aquellos desfiles, ese fanatismo hacia un líder que no cabía duda de que era carismático.

El partido Nazi encontró en el vuelo a vela un filón para explotar. Era una manera de formar a la juventud, de darle un sentimiento nacionalista. El trabajo conjunto de todos para sacar los aviones de los hangares, de llevarlos al punto de lanzamiento, de hacerlos volar, era algo que podía unir y dar una conciencia de equipo, a los que practicaban este deporte.

Empezaron a florecer múltiples escuelas de vuelo sin motor por toda Alemania. Ya no era solo Wasserkuppe, en todas las regiones, con un modelo de disciplina y funcionamiento premilitar, oleadas de jovencísimos alemanes eran instruidos en esta manera de volar. A Peter le ofrecieron hacerse cargo de la organización del vuelo a vela en su área. Al principio se sintió halagado por este nombramiento, pero andando el tiempo, se dio cuenta de que en el fondo se había equivocado, pues le restaba capacidad para seguir trabajando en la fábrica de veleros de Alexander Schleicher, que era lo que de verdad le gustaba. Únicamente se respetaba, con religiosa disciplina, los días en que se celebraba durante el verano el campeonato de vuelo a vela en Wasserkuppe. Ya no era una reunión de aficionados locales. Aquello se había convertido en una competición con marchamo internacional. Por primera vez muchos países del Viejo Continente, se aproximaban a las laderas de la montaña de Rhön, para traer sus veleros y para competir contra los alemanes. Ingleses, húngaros, polacos, franceses e incluso hasta americanos se juntaban esos días y sin sabor político, únicamente hermanados por su amor al vuelo puro, competían y mostraban a los demás los veleros que habían construido.

Los planeadores, ya no eran esos productos artesanales de la primera época. Ahora estaban fabricados con la meticulosidad y la técnica de las mejores industrias aeronáuticas. En un principio eran casi ejemplares únicos, se construía uno o dos aviones como mucho de un determinado modelo. Ahora ya no solo estaba Alexander Schleicher, sino que había nuevas fábricas que construían veleros en serie para nutrir las nuevas escuelas de vuelo a vela, que surgían rápidamente por todos los lugares de Alemania.

En las llanuras el sistema de lanzamiento de los planeadores era remolcándolos con una avioneta, que a través de un cable enganchado a su cola, arrastraba al velero hacia las alturas y una vez alcanzados unos 700 metros sobre el suelo, se soltaba iniciando así su vuelo libre.

Peter fue programado para hacer un curso de vuelo y que aprendiese a pilotar las avionetas que lanzaban a los veleros. En muy pocos días estaba ya volando solo. Aunque nunca había pilotado un avión con motor, se acomodó muy rápidamente a manejar ese tipo de aparatos. En el fondo cuando inició el curso ya tenía mucha experiencia, muchas horas de vuelo en los veleros y eso le ayudó a progresar rápidamente en esas nuevas monturas aéreas. Su labor no era solo ya enseñar a los más jóvenes, la mayoría de los alumnos tenían 15 años, a manejar un avión sin motor, sino también pasar gran cantidad de tiempo remolcando los veleros.

El propósito del estado alemán era principalmente utilizar estas escuelas para formar rápidamente pilotos que nutrirían a la naciente Luftwaffe. Esto en el fondo le molestaba a Peter. Él amaba realmente el deporte del vuelo a vela, la belleza de volar porque sí, de no buscar en la aviación otro propósito que disfrutar del vuelo, de aceptar el reto de mantenerse en el aire, recorrer grandes distancias únicamente impulsado por las fuerzas de la naturaleza. Por el contrario los muchachos que voluntariamente o forzados llegaban a las escuelas de vuelo a vela del estado, entraban en ellas porque el partido Nazi o los ayuntamientos en donde se asentaban querían promocionar esa actividad y así ganar simpatías del partido que como una plaga monopolizaba el país.

Pero estos chavales, plenos de entusiasmo patriótico, no amaban de verdad el vuelo a vela. Esta actividad era tan solo un medio, un comienzo para su carrera en las fuerzas aéreas, en la naciente Luftwaffe, que daría, según Goering y Hitler, el poderío militar que Alemania buscaba para lavar la afrenta del humillante tratado de Versalles que sin otra posibilidad tuvo que aceptar el pueblo alemán.

Peter trataba por todos los medios de inculcar a estos jovencísimos muchachos el amor por el vuelo, por la aviación más pura, pero en general chocaba con chavales totalmente fanatizados por las enseñanzas y consignas que el partido Nazi impregnaba en toda la juventud.

Únicamente cuando llegaba el verano y la reunión anual de Waserkuppe, tenía lugar, de nuevo volvía a encontrarse con los auténticos entusiastas, fanáticos de la aviación deportiva. Siempre se acordaba de Robert, de su habilidad para descubrir y aprovechar las ascendencias más débiles, de sacar a su velero un rendimiento increíble.

El concurso anual de vuelo a vela, reunía a una gran cantidad de pilotos y de público. Venían veleros y concursantes de todos los rincones de Alemania y del extranjero, principalmente de Europa. Llegaban allí para exponer sus últimos diseños en la aviación sin motor. Los vuelos de distancia cubrían ya cientos y cientos de kilómetros. El vuelo a vela aprovechando las corrientes ascendentes térmicas, propiciaban los recorridos, no solo por las montañas, sino por todas las zonas de Alemania.

La prueba reina del concurso, era siempre la competición de distancia libre. Esto significaba que los pilotos despegaban desde la parte alta de la montaña del Rhön, y escogiendo la ruta más propicia, en general siempre tratando de que el viento a favor les ayudase, recorrer el máximo número de kilómetros, hasta que, vencido el día, cuando el sol se aproximaba a su ocaso, el calentamiento del suelo se disipaba por la cercanía de la noche y acabada la actividad “térmica”, no les quedaba a los volovelistas nada más que la oportunidad de buscarse un buen prado, o un terreno despejado en donde posar suavemente su velero. Después venía la llamada por teléfono a Waserkkupe, la arribada al lugar del aterrizaje del equipo de recuperación con un remolque arrastrado por un coche. Desarmar el planeador, ya se construían de manera que entre 3 o 4 personas como mucho, se podían desmontar las alas y la cola con gran facilidad, meterlo todo en el remolque y coger el camino, ya anochecido, hacia el lugar en donde despegaron.

Generalmente el equipo de recuperación estaba constituido por alguna persona, también piloto que ayudaba al titular en sus vuelos y varios muchachos cuya incipiente irrupción en esta actividad les hacía que por el momento no tuvieran la capacidad para hacer vuelos de competición. En el camino de vuelta, ya anochecido, paraban en alguna fonda o pequeño restaurante a tomar algo, y allí degustando una agradable cena regada por algunas cervezas, el piloto concursante iba relatando, ante la admirada atención de los jóvenes ayudantes, la aventura de esa tarde. El vuelo plagado de anécdotas, de momentos gloriosos y otros difíciles.

Mediado el verano, se propuso el día más grande de la competición. Por la mañana el director de la prueba dijo las palabras mágicas.

—Hoy se hará el vuelo de distancia libre.

Todos los pilotos partieron como flechas, dejando vacía la carpa en donde se hacía la reunión de los concursantes por la mañana, y se fueron con sus respectivos compañeros a preparar, no solo los aviones sino también los remolques, vehículos y equipos de recuperación. El día parecía bueno, y eso haría que los aterrizajes a última hora del día en medio de la campiña, se produjesen a cientos de kilómetros del punto de partida. Seguramente los veleros, una vez recuperados de su vuelo de distancia, aparecerían por Wasserkuppe al día siguiente.

Alexander, tenía ya el avión listo y revisado.

—Tienes ya los mapas en la cabina. Llévate ropa de abrigo por si llegamos tarde a buscarte, y te he dejado una cantimplora con agua y algo de comer en la bolsa lateral derecha. ¿Llevas la documentación, algo de dinero y el número de teléfono para llamarnos?—le dijo a Peter con seriedad. Éste comprobó todo meticulosamente, y después extendiendo un mapa sobre el suelo, empezaron a discutir la posible ruta que se podría volar.

—Según dice el Profesor Georgii —contaba Alexander—, el viento va ser del sudoeste, algo verdaderamente raro, pero dice que el día será excelente, con nubes de desarrollo y buenas térmicas.

—Se trata de despegar lo antes posible, cuantas más horas de vuelo podamos hacer, más kilómetros recorreremos.

Alexander le dio una buena palmotada en la espalda a Peter mientras le decía.

—¡Vamos allá!

Con la ayuda de los voluntarios que había en el campo de vuelo, trasladaron el velero hacia la ladera que miraba al sur de Wasserkuppe.

Cuando llegaron allí, ya había una fila de aviones esperando para lanzarse al aire.

Los minutos pasaron lentamente para Peter esperando el momento en que le tocaría el turno.

Por fin, éste llegó y Peter se acomodó en la cabina, el casco de cuero que le protegería del frío y del viento, las gafas sobre la frente, y bien atado por los cinturones de seguridad con el paracaídas puesto, pudo ver cómo los que tirarían de las gomas, las extendieron delante del morro del avión. Recordaba cómo esos momentos que precedían al despegue, hace tiempo le causaban gran excitación. Cómo su corazón se aceleraba. Ahora era casi una rutina más.

—¡Tensar! ¡Correr!

Los gritos de siempre mientras los muchachos estiraban las largas gomas delante del velero. Notaba la tensión que hacían en el fuselaje, pues éste vibraba ligeramente.

—¡Soltar!

El planeador salió lanzado con fuerza y se encontró ya en el aire. Todos sus mandos, sus instrumentos cobraron vida de golpe, era como si esta máquina diseñada para volar, se encontrara bruscamente en su elemento.

Los primeros virajes por delante de la montaña había que hacerlos con gran precaución, estaba muy cerca del suelo y todavía no sabía si la ascendencia producida por la brisa era buena o mala.

Al cabo de algunos minutos volaba ya con tranquilidad. Desgraciadamente, había poco viento y costaba mantenerse volando. Lo hacía a muy baja altura y además en medio de un grupo bastante numeroso de veleros. Había que volar con sumo cuidado, moviendo la cabeza sin parar para ver la posición de sus colegas y así evitar un choque en el aire.

El tiempo pasaba y parecía que aún el día no había despertado, no se notaban térmicas. Peter se impacientaba. Estaba perdiendo un tiempo precioso. Ya veía que algunos veleros, con más suerte que él, habían podido enlazar con alguna buena burbuja de aire, y volaban a gran altura. Pero él de momento no encontraba nada.

¡Por fin! Cuando llevaba ya cerca de cuarenta minutos recorriendo la ladera por delante, arriba y abajo, las alas se estremecieron ligeramente, y notó un suave empujón. Empezó a virar en redondo, y los instrumentos que llevaba el velero le indicaron que comenzaba a ganar altura. Otros planeadores se unieron a él para aprovechar la misma térmica, entre ellos su buen amigo Gunther. No era fácil centrar bien la ascendencia cuando tenía que tener cuidado para evitar la trayectoria de los otros aviones, pero Gunther era un extraordinario piloto, y enseguida, ambos se acoplaron muy bien en su vuelo respectivo, el uno al otro.

Llegaron al tope de la ascendencia. Estaban casi a dos mil metros de altura sobre el punto de despegue que se veía allí abajo, todavía lleno de veleros que volaban por delante de la ladera y no habían podido dejar ésta.

A partir de ahí el vuelo era más fácil. Peter iba mirando cómo las incipientes nubes se formaban delante de su avión. Volaba hacia ellas perdiendo altura en los planeos, pero cuando llegaba debajo de las nubecillas, notaba otra vez el empujón del aire que subía. Metía el velero en ceñidos virajes y volando en espiral dentro de la burbuja ascendente recuperaba la altura de nuevo hasta la base de la nube. Después otra vez un nuevo planeo recto hacia la siguiente posible ascendencia.

El ciclo se repetía una y otra vez, mientras el terreno discurría debajo de su avión.

Vio una ciudad grande a su derecha. Consultó el mapa, aunque estaba bien orientado en el vuelo. Era Fulda.

Se encontraba solo en el aire, había perdido de vista al resto de los aviones, pero delante de él un pequeño destello llamó su atención. Era el avión de Gunther, que se encontraba virando en una térmica  unos kilómetros por delante.

Pudo llegar a su altura y ya ambos, sin poderse hablar, pero acomodando el vuelo conjuntamente prosiguieron el camino. Así era mucho más fácil, pues el primero que encontraba una ascendencia, se la mostraba al otro al meter el velero en virajes cerrados. Unas veces era Gunther el que iba por delante mostrando las térmicas y otras era Peter el que ayudaba a su amigo.

A media tarde, vio un gran río a su derecha. Consultó el mapa. Debería ser el Maine. Bueno, el día seguía proporcionando buenas ascendencias. Miró su reloj. Eran cerca de la cinco. Dentro de poco la temperatura empezaría a disminuir en el suelo y las térmicas se volverían más esquivas y débiles, pero todavía tenía unas cuantas horas por delante para recorrer más distancia.

Lo mismo que había visto a Gunther bruscamente en el aire, ahora había desaparecido por completo. Lo buscó pero fue en vano. Quizás había tomado una ruta diferente.

Hubo un momento en que parecía que no encontraba más ascendencias. Había perdido mucha altura y ya empezaba a mirar el terreno en el cual podría posar su avión. Debería ser porque el suelo, era muy verde, lleno de huertas. Seguramente esa orografía húmeda no dejaba escapar las burbujas ascendentes. Delante tenía un gran río. Era el Rhin. Cerca de una orilla en medio de la vegetación había un enorme descampado que parecía de tierra. Se dirigió hacia allí. Quizás el contraste entre las huertas y el desolado terreno podía hacer que una burbuja de aire caliente de desprendiera. Si no encontraba nada, sería un buen sitio para aterrizar.

Ya estaba a menos de doscientos metros del suelo. El vuelo se acababa. Notó una ligera turbulencia. Después parecía que el ala izquierda era levantada por una corriente de aire. Viró hacia ese lado. La mitad del viraje la hacía subiendo y la otra bajando. No tenía bien centrada la ascendencia, ¡pero estaba allí! Por fin tras varias vueltas subía ya de una manera estable. Lanzó un suspiro de alivio, ¡Estaba salvado! Se dio cuenta de que tenía el cuerpo lleno de sudor por la tensión. Al cabo de unos minutos llegaba hasta la base de la nube que se estaba formando por la térmica. Otra vez volaba a más de dos mil metros de altura, el frescor del aire lo reconfortó.

De nuevo puso rumbo Oeste tratando de recorrer el mayor número de kilómetros posible. Cada vez era más difícil encontrar una burbuja de aire caliente para subir en espiral. Era lógico, el sol estaba ya bastante bajo sobre el horizonte y el calentamiento del suelo llegaba a su fin ese día. Una vez más se volvía a encontrar bajo y ahora el terreno que veía no era muy proclive para hacer un aterrizaje. Campos pequeños y pedregosos.

Un gran pájaro. Si un gran pájaro, podría ser un águila o algo así viraba un poco por debajo de él a su izquierda. No lo dudó. Se fue hacia él. Cuando estuvo muy cerca reconoció que allí había una débil ascendencia. Volando muy suavemente, tratando de afinar su pilotaje al máximo exprimía la térmica, mientras el velero remontaba la altura muy lentamente. Sabía que seguro esa sería la última ascendencia que podía encontrar ese día. La tarde se terminaba. Con paciencia, con mucha paciencia, ayudado por el pájaro que remontaba a escasos metros de él, volando en espirales interminables, consiguió llegar por encima de los dos mil metros.

Apuntó el velero de nuevo hacia el Oeste. El aire, que durante el día había estado en ebullición continua, plagado de burbujas ascendentes que formaban pequeñas nubes, ahora se encontraba ya totalmente en calma. Su avión se deslizaba en un planeo constante, suavemente como si resbalara sobre un cristal. Se arrellanó en la cabina. Estaba cansado, llevaba ya más de seis horas volando. Tan solo le quedaba hacer este planeo final hasta un campo de fortuna en donde posar su velero. Había sobrevolado el Mosela y ahora tenía delante las montañas de Eifel. Disfrutó de este prolongado planeo final. De las aldeas salían pequeñas columnas de humo que se escapaban de las chimeneas de las casas indicándole que el viento seguía a su favor. Las diminutas charcas del terreno relucían como gemas preciosas al reflejo del sol poniente. ¡Que bonito era volar! En silencio, acunado por el suave sonido del aire deslizándose sobre sus alas. Estaba llegando a las montañas, se tendría que parar delante de ellas, ya no tenía altura para sobrepasarlas.

Su altímetro le indicaba que entre él y el suelo había ya menos de cuatrocientos metros. Notaba que el viento en cola, el viento que le empujaba para recorrer más terreno todavía era constante. Delante tenía una buena ladera. Bien orientada a la brisa. Ya muy bajo, notó la ascendencia que esta pequeña loma formaba. Se puso a volar delante de ella. Aquí podía mantenerse, pero ya era imposible recorrer más kilómetros. Dando pasadas delante de la cresta vio un pueblo casi enfrente. No muy apartado de las casas, observó una extraña construcción. Un terreno, amplio, vallado, y con unos barracones de madera. Por dentro pululaba una gran cantidad de personas. Parecía un cuartel, pero Peter se dio cuenta de que era algo diferente. No venía en su mapa. Debería ser algo hecho hace poco. No le dio más importancia, pero pensó que en caso de tener algún problema podría recurrir a ese espacio, amplio, que aparentaba ser un establecimiento militar. Siguió deslizándose por la parte frontal de la colina. Por lo menos esta ladera le permitía seguir volando y escoger un buen terreno de aterrizaje, sin prisas, sin agobios. Si posaba su velero muy cerca de las casas, los campos estarían llenos de obstáculos, zanjas, líneas de teléfonos o tendidos eléctricos. Bueno, a un kilómetro del pueblo había un descampado bastante grande. Tenía además un buen camino desde la carretera principal hacia él. Eso facilitaría que el equipo de recuperación pudiera entrar con el remolque para desarmar el velero y volver a Wasserkuppe. No tenía ya sentido seguir volando en esta laderita. Recogió la cantimplora y la puso en una bolsa a la derecha de la cabina. Se ajustó los atalajes y se deslizó hacia su campo de aterrizaje. Siempre esto era un pequeño desafío. Aunque el terreno pareciera bueno desde el aire, podía esconder zanjas, agujeros que no era posible ver mientras se vuela. Pasó a escasos metros por encima de la valla que había en la entrada, y unos segundos después posó con suavidad el velero sobre el suelo. Éste era de arena fina entreverado con algo de hierba. En pocos metros el avión se paró. Una vez más disfrutó de ese momento mágico, cuando el avión se detuvo y el silencio le envolvía. Se quedó un pequeño rato en la cabina, totalmente relajado. Había sido el vuelo de distancia más largo de su vida. Se desató los cinturones de seguridad, y cuando estaba bajando de su habitáculo llegaron corriendo desde el pueblo algunos jóvenes que habían visto seguramente su aterrizaje. Ahora vendría el rito de explicar lo que era un avión sin motor. De enseñarles el velero a los curiosos.

—¡Por qué no ha llegado hasta el aeródromo! —dijo uno de ellos mientras recobraba algo el resuello.

—¿Qué aeródromo? —preguntó intrigado Peter.

—La escuela de vuelo sin motor que hay al otro lado del pueblo. Esta inaugurada desde hace menos de un año. Yo estoy aprendiendo a volar allí —respondió orgulloso el muchacho.

—¿Hay una escuela de vuelo a vela aquí? No sabía nada

—dijo Peter.

Le pareció ridículo que no se hubiera dado cuenta de la pista de aterrizaje que al parecer se encontraba cerca de la aldea.

—Ya sé volar dando virajes. Yo vuelo el SG-38, le dijo el joven—. ¿De dónde ha salido?

—Estoy compitiendo en el concurso anual de Wasserkuppe

—respondió Peter.

—¿Wasserkuppe? —respondió con sorpresa el muchacho. Se notaba en su cara la admiración y la envidia.

—¿Dónde estamos? —preguntó Peter mientras extendía el mapa sobre el ala del velero.

Con ayuda del joven midieron un poco por encima la distancia que había recorrido desde el punto de salida. Era superior a los 450 Kilómetros. Si no era un record mundial poco le faltaría, aunque era posible que otros concursantes hubieran hecho hoy también muy buenos vuelos.

Después le enseñó al muchacho su velero. Era casi el último grito en la construcción de estas máquinas. El Rhoenadler, había sido construido en el taller de Alexander Schleicher. No era un diseño suyo, pues era de otra firma, pero él mismo había ayudado a su cuidadosa construcción y excelente acabado. Peter permitió que el joven se sentara en la cabina mientras soñaba que algún día él sería capaz de volar esta maravilla de planeador.

—Hay como un cuartel o establecimiento militar cerca del pueblo ¿verdad? —preguntó Peter.

 

***

 

Notó algo extraño. Todos enmudecieron. Incluso algunas personas mayores parecía que con un dedo delante de la boca mandaban mantener el silencio a los más jóvenes. No llegaba a entender lo que pasaba. Tampoco era importante. No le prestó más atención.

Se fue al pueblo, mientras el resto de personas se quedaron guardando el avión. Allí llamó por teléfono a Waserkuppe.

—Estábamos angustiados —escuchó a Alexander al otro lado del hilo telefónico con ese sonido metálico típico de estas comunicaciones—, todos ya han llamado desde sus puntos de aterrizaje.

¿Dónde estás?

—Junto a las montañas del Eifel, en un pueblo que se llama Brhoel.

Peter pudo oír los gritos de entusiasmo que le llegaban por el auricular cuando Alexander dijo en voz alta el lugar del aterrizaje a los demás que deberían estar junto al teléfono lanzando expresiones de alegría.

—¡Fantástico, fantástico! —decía Alexander—. Debes de haber hecho el vuelo más largo.

—Tardaremos bastante en llegar allí a recogerte, ten paciencia.

—Ya lo sé —respondió Peter—. Os esperaré en el velero. En el restaurante que hay en la plaza del pueblo os podrán explicar en dónde está el lugar del aterrizaje. Es como a un kilómetro de la aldea, tiene un buen camino para entrar.

—¿Y el velero? —preguntó Alexander con un deje de inquietud.

—No te preocupes, ni un rasguño, el terreno en donde he aterrizado es muy bueno.

 

***

 

Peter comió algo en la cantina del pueblo y después de dejar un dibujo en la puerta sobre dónde estaba el velero, por si llegaban muy tarde el equipo de recuperación, se fue andando a donde estaba el planeador. Al llegar allí todavía se encontró a los muchachos que le habían recibido después del aterrizaje. Le ofrecieron descansar en su casa, diciéndole que podía estar seguro de que nadie iba a dañar el avión, pero Peter prefirió mantenerse allí hasta que llegaran sus compañeros.

Se encaminó, cuando estuvo solo, a la zona en donde había visto desde el aire ese extraño cuartel. Llegó en poco tiempo cerca de su puerta. Una reja defendía la intimidad de la instalación. El resto estaba rodeado por muros, que impedían ver qué es lo que había dentro.

Un soldado en la garita, le dio el alto. Le dijo que no podía acercarse. Junto a la reja había una leyenda: “Arbeit macht frei” El trabajo te hace libre. Nunca había visto un acuartelamiento de ese tipo. Intentó indagar más. No pudo. El vigilante le conminó a que abandonase el lugar.

Le extrañó que en su Alemania que subía en prosperidad, existiese esos establecimientos, aparentemente secretos, en donde parecía estar recluida una muchedumbre de personas, pero que ignoraba quienes podrían ser. Lo que era claro es que aquello tenía toda la pinta de ser un establecimiento penitenciario.

 

***

 

Ya era de noche cuando todos los curiosos abandonaron el terreno en donde estaba posado el velero. Se sentó junto al fuselaje, pero como tenía algo de frío, se metió dentro de la cabina. Peter cerró los ojos y como una película empezó a pasar por su mente las imágenes del vuelo. Las trepadas en las térmicas haciendo espirales, hasta llegar a la base de las nubes, los largos y tranquilos planeos, ese instante en que perdida la esperanza, ya muy cerca del suelo y resignado a tomar tierra se encontró esa ascendencia salvadora que le catapultó de nuevo a las alturas. Todo lo saboreaba con deleite. Los pequeños malos o tensos momentos del vuelo se volvían ahora experiencias placenteras.

La noche le envolvía con sus fragancias. El suave sonido de las rachas de viento enredándose en las ramas de los árboles. El lejano y tenebroso canto de un buho en la lontananza. El monótono y continuo trinar de los grillos. Acunado por estas sensaciones y debido al cansancio acumulado se durmió en poco tiempo.

El sonido de un coche y la luz de unos faros desde detrás del avión le despertaron. Abrió los ojos. La aurora se presentaba ya por el oriente tiñendo de un suave color rosa el horizonte. Se intentó levantar de su asiento en la cabina del avión, pero parecía pegado al respaldo. Tenía la espalda dolorida. La postura en la que había estado durmiendo le había dejado entumecido. Al final haciendo un esfuerzo logró ponerse en pie.

—¡Vaya vuelo Peter!—. Fue el saludo de la primera persona que se bajó del coche.

Éste era un moderno Adler que llevaba a rastras un remolque abierto en donde transportar el velero una vez desarmado.

—Nos hemos perdido tres veces por el camino hasta que hemos encontrado esta aldea, ¡vaya viajecito! por eso llegamos tan tarde —comentó un muchacho joven del grupo.

—Alexander no ha podido venir. Había algunos planeadores que habían tenido pequeñas roturas en los aterrizajes, y se ha quedado para dirigir los arreglos en la fábrica —dijo el conductor.

—Si queréis podemos soltar el remolque y marchar al pueblo a desayunar. Cuando ya haya amanecido totalmente desarmamos el velero —propuso Peter—. ¡Tengo un hambre...!

Todos se echaron a reír y estuvieron de acuerdo. Dejaron el remolque en el campo junto al avión y las cuatro personas se fueron en el coche mientras una lluvia de preguntas caía sobre Peter para que narrase cómo se había desarrollado el vuelo.

¡Que tiempos tan felices eran aquellos! Grabados en su memoria estaban campeonatos, vuelos que eran auténticas aventuras llenas de sol y de naturaleza. La incertidumbre de salir a hacer un vuelo de distancia, que, a veces, con mala suerte acababa a muy pocos kilómetros del lugar de salida y en cambio, también existían esos días buenos en que el tiempo se aliaba a su favor y podía hacer cientos de kilómetros, mantenerse en vuelo durante horas, disfrutar de sentirse pájaro y acabar la aventura aterrizando en un pequeño prado o descampado.

No obstante su nueva responsabilidad con el puesto de coordinar el desarrollo del vuelo a vela en la región, le imponía ocuparse de montar escuelas y clubs nuevos. De enseñar a volar a los jóvenes chavales que se aproximaban a esta actividad. El Tercer Reich no cabía duda de que estaba levantando el país a pasos agigantados, la economía se disparaba día a día. Surgían nuevas industrias, carreteras en donde antes solo había caminos, el nivel de vida se elevaba de manera meteórica, y sobre todo la conciencia de orgullo alemana estaba por las nubes. No obstante estas manifestaciones de apoyo incondicional al líder, a Hitler, en actos grandiosos y épicos, llenos de banderas, de antorchas, de desfiles, a Peter le producían cierta inquietud.

La idea del gobierno era insuflar un espíritu de equipo en la juventud, de darles un sentimiento nacionalista y militarista, que en el caso de la aviación lo intentaba por medio del vuelo a vela. Promocionaba el Estado, escuelas de vuelo sin motor en muchas pequeñas aldeas. Allí los jóvenes, con tan solo quince años, se iniciaban en el arte del pilotaje, de saber manejar un avión en el aire. Era la semilla que iba a germinar en la poderosa Luftwaffe, el imponente Ejército del Aire alemán. Éste primer paso en el mundo de la aviación, era bastante barato. Mantener un campo de vuelo, una pista de hierba, comprar unos veleros elementales y aprovecharse del entusiasmo por la aviación de unos jóvenes instructores, hacía que con una inversión mínima se consiguiesen miles de muchachos involucrados en la aviación, que más tarde se trasformarían en pilotos de combate.

A Peter no le complacía ese espíritu que imponía el gobierno. Él amaba el vuelo a vela como actividad deportiva, como aventura. Por el contrario la mayoría de los chicos que se apuntaban a los cursos de vuelo sin motor, una vez aprendidas las primeras fases de esta actividad, ya no seguían con ella. Para ellos había sido un primer peldaño para iniciarse en la aviación, pero no amaban de verdad el auténtico deporte de volar sin motor, de buscar el reto de deslizarse lo más lejos posible aprovechándose únicamente de las fuerzas de la madre naturaleza.

 

***

 

Pasado el tiempo y cuando la producción de los veleros aumentaba cada día más Alexander le llamó un día a la oficina de diseño. Peter subió la escalera que le llevaba a una especie de pecera, rodeada de cristales, en el piso superior y desde la cual se podía ver todo el taller. Allí había mesas de dibujo, papeles y planos por todas partes con los últimos diseños que se estaban proyectando.

—Mira, —le dijo mientras se reunían en torno a una mesa en la cual estaba extendido el esquema de un nuevo avión—, para las escuelas que están comenzando su actividad, deberíamos buscar unos diseños más sencillos, más baratos. Los aviones que producimos son muy buenos, pero caros y difíciles de reparar.

—Sí, estoy de acuerdo —respondió Peter—. Por desgracia se rompen muchos fuselajes en las tomas de tierra por la inexperiencia de los alumnos.

Cogió un lápiz como si fuera a dibujar un nuevo esquema y preguntó a Alexander.

—¿Qué tienes tú pensado?

—Construir todo en madera no es barato y requiere muchas horas de trabajo, para que un piloto primerizo lo rompa en un instante. Creo que deberíamos buscar un nuevo tipo de construcción, algo que sea menos refinado aerodinámicamente, pero que todavía de un buen rendimiento. Algo más duro, menos caro, y más ligero.

—¿Estás pensando lo mismo que yo? —respondió Peter en una mirada de complicidad—. El tubo de acero.

Alexander esbozó una sonrisa mientras movía afirmativamente la cabeza.

—Exactamente. Un fuselaje hecho de tubo de acero y recubierto de tela. Eso es mucho más duro y ligero, aunque tenga algo más de resistencia al aire.

—El problema —dijo Peter mientras se sentaba en una silla y jugaba con el lápiz entre sus dedos— es que con esa técnica se fabrican muchas avionetas, pero no tenemos ni idea de cómo hacerlo aquí, pues siempre hemos construido todo en madera.

—Hay una fábrica de veleros cerca de Munich, que está haciendo eso, fuselajes de tubo y tela y alas de madera. El que lo dirige es amigo mío, lo conozco hace tiempo, se llama Egon Sheibe.

Alexander hizo una pausa, y después prosiguió.

—¿Por qué no te pones en contacto con ellos y te vas para allá unos días a ver cómo tienen organizada la construcción? Nos interesaría saber sobre todo cómo hacen la unión ala-fuselaje. Ya hablé con Egon hace unos días y me dijo que no tenía ningún problema en enseñarnos su producción.

Peter se levantó y dirigiéndose a Hanna, una recia secretaria que no podía disimular su origen bávaro dijo.

—Por favor ponme en contacto con la fábrica Sheibe en Munich. Ella le miró con cara de enfrentarse a un problema imposible,

pero con disciplina alemana, se puso a buscar por listines y cuadernos.

Peter y Alexander continuaron sobre la mesa refinando el diseño de lo que iba a ser su próximo velero.

—Señor Wolf, ya tiene su llamada —dijo Hanna ofreciéndole el auricular del teléfono a Peter mientras mostraba un rictus de triunfo en su cara.

Peter se incorporó de la mesa y tomando éste dijo.

—Buenos días ¿con quién hablo?

Al otro extremo de la comunicación, se escuchó una voz de timbre metálico pero de agradable modulación.

—Soy la secretaria del señor Sheibe, mi nombre es Erika.

—Buenos días Erika, mire le hablo desde la oficina de diseño de la firma Alexander Schleicher, queríamos concertar una reunión y una visita a su fábrica para discutir unos asuntos de diseño de los nuevos veleros que…

—Sí, señor —interrumpió Erika—. El señor Sheibe ya me habló de ello, ¿Para cuando quiere hacer el encuentro? Le esperamos cuando usted quiera.

Peter tapó el auricular y preguntó a Alexander.

—¿Cuándo quieres que vaya?

—No sé… ¿el lunes?

—El lunes de la próxima semana estaré allí. ¿Me da la dirección?

Erika le dijo como encontrar la fábrica que estaba en Dachau una población a unos 20 Kilómetros al norte de Munich.

—Bueno tengo que enterarme de los trenes y autobuses que llegan allí —dijo Peter, después de colgar.

—¿Por qué no te llevas mi Zündapp? Yo no la voy a usar.

La oferta era totalmente irresistible. Esta moto de nuevo diseño y motor de dos cilindros era lo mejor que se podía fabricar en aquellos años en el mundo del motociclismo.

El domingo a media mañana, hacia un día primaveral y agradable. Peter hizo una pequeña maleta que puso en la parte trasera de la moto, cogió su casco de lona de volar y las gafas y se puso en camino. Nada más empezar a conducir la moto, paró un momento. Se quitó el casco de lona, pues quería sentir la fresca brisa directamente en su cabeza y prosiguió su ruta.

Cerca de la noche, y después de un agradable viaje disfrutando de la incipiente primavera llegó a Dachau.

 

***

 

Al día siguiente logró encontrar la fábrica. Estaba en un almacén casi en la parte central del pueblo. Preguntó por Erika.

Una muchacha de pelo castaño, ademanes elegantes, cara que a Peter le pareció agradable y cuerpo esbelto salió a su encuentro.

—¿El señor Wolf? Soy Erika.

Ella le ofreció no solo su mano sino también una sonrisa subyugante. Se le formaban un par de hoyuelos deliciosos en las mejillas al sonreír.

Pasaron un día apretado e intenso. Ella le acompañó siempre, le presentó a Egon Sheibe y pudo ver cómo eran los veleros que éste construía. El fuselaje era de tubo de acero de forma triangular.

¿La ventaja? Pesaban tan solo cincuenta kilos y eran mucho más duros que uno de madera.

A la hora de la comida, la hicieron los tres juntos en la fábrica. A medida que pasaban las horas el trato con Erika le parecía cada vez más agradable. Ella tenía siempre un óptimo buen humor, reía constantemente las ocurrencias de Peter, y a éste le encantaba contemplar sus risas marcadas por esos hoyuelos en las mejillas.

Acabaron a última hora de la tarde después de ver y tomar notas de los diseños que estaban construyendo. Dos aviones, uno de dos plazas para entrenamiento y derivado de éste otro monoplaza para los pilotos una vez que ya supieran volar. Sheibe incluso hizo la propuesta de que la fábrica de Alexander podía construir estos tipos de veleros pues él no podía fabricar los suficientes planeadores para abastecer a las incipientes escuelas de vuelo sin motor que empezaban a surgir a lo largo de la geografía alemana.

La relación fue muy cordial, y a última hora de la tarde, Peter quiso invitar a cenar tanto a Egon Sheibe como a Erika por su amabilidad.

—Agradezco muchísimo su invitación, pero tengo un compromiso familiar que es imposible de eludir —dijo Egon—. Pero puede invitar a Erika si quiere, ella le podrá llevar a un buen y típico restaurante.

Esta proposición todavía gustó más a Peter.

Así fue y quedaron en que él la recogería para dirigirse a un sitio especial.

Llegó con su moto a la puerta de una casa baja en las afueras del pueblo. Allí ella salió a recibirlo. Iba vestida con una blusa blanca una falda amplia y ceñida con un cinturón de cuero que resaltaba su espléndida figura. Peter la encontró adorable.

—¿Está lejos de aquí? —preguntó él.

—No incluso podríamos ir en la moto —propuso ella—. Estoy acostumbrada a montar en ella, pues mi hermano tiene una parecida… bueno no tan bonita —añadió en un mohín.

El sillín era relativamente pequeño y ella se tuvo que pegar totalmente a él para montarse, cosa que agradeció Peter.

Le fue indicando el camino, subiendo a la parte alta del pueblo. Cada vez que ella le indicaba algo, él volvía ligeramente la cara para escucharla y veía su faz, allí junto a la suya, la melena al viento, el aroma de su piel…

Acabaron en un bonito restaurante, típico bávaro. Degustaron una cena regada con buen vino. La sobremesa se prolongó bastante tiempo. Los dos estaban muy a gusto uno junto al otro.

Se levantaron y con las últimas luces del día se asomaron al jardín. La brisa primaveral llena de aromas les refresco agradablemente.

En ese momento, Peter vio algo parecido a un terreno, un gran descampado, rodeado de alambradas. Luces mortecinas iluminaban el recinto. Dentro había como alargados barracones de madera.

—¿Qué es eso? —preguntó.

La muchacha bajó la cabeza, como no queriendo contestar. Él la miró de frente.

—Es un campo en donde encierran a los que no quieren trabajar, a los delincuentes.

—Es decir ¿una cárcel? —respondió él.

Ella le cogió del brazo y le llevó a unas sillas algo separadas del resto de las mesas. Allí se sentaron. Miró a ambos lados para cerciorarse de que nadie les podía oír y dijo.

—Es un campo que en la entrada pone “El trabajo te hace libre”, pero en realidad lo que hay allí dentro son personas opuestas al partido Nazi. Comunistas, también clérigos, sacerdotes, romaníes, polacos judíos…

Al escuchar estas últimas palabras Peter se puso tenso. Como un relámpago surgió en su memoria el recuerdo de lo que había visto cuando aterrizó en medio del campo durante el vuelo de distancia. Luego era esto. Ahora lo comprendía todo. En ese momento paso por su mente la figura y el recuerdo de Robert.

Después de una pausa, él dijo lentamente.

—Me avergüenzo de que en Alemania esté ocurriendo esto. Todos tienen derecho a vivir aquí. Ellos también son alemanes.

¿Sabes si a estas personas se les ha hecho un juicio?

Erika mirando otra vez a ambos lados para cerciorarse de que nadie podría escucharles dijo.

—Que yo sepa no se les ha juzgado por nada. Simplemente no eran “arios” como dicen los del partido. Basta una denuncia de alguien, que infundan sospechas sobre tu origen y la policía entra en las casas de estas personas, las expropian y las llevan allí.

Hizo una pausa que como un silencio espeso y denso se interpuso entre los dos. Erika dio un ligero suspiro, y en voz baja dijo.

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