Honor

Honor


IX

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IX

 

Dachau

 

 

 

Los primeros días de la invasión de Polonia por las tropas alemanas la propaganda nazi invadía la radios y la prensa. Todo eran parabienes y felicitaciones: iban a poder unificar la patria al juntar Prusia con el resto del territorio. En el fondo, lo que decían los periódicos era que esta confrontación bélica apenas costaría esfuerzo a la potente maquinaria de guerra de Alemania.

Más de una vez Peter y Erika comentaban la locura en que se había metido su patria con esta aventura bélica. Aunque el sentimiento triunfalista dominaba la prensa y la radio, en Dachau había varias familias que habían perdido a alguno de sus miembros o estaban heridos de gravedad después de la batalla.

En restringidos círculos, y de una manera muy confidencial, se decía que el número de soldados muertos en la batalla de la conquista de Polonia podría acercarse hasta unos quince mil; y el número de heridos duplicaría esa cifra.

Lo que asustaba tanto a Erika como a Peter es que eso sólo era el comienzo de la aventura del Partido Nazi pues, debido a la invasión de Polonia, Inglaterra y Francia habían declarado la guerra a Alemania. ¿Qué iba a ocurrir en el futuro? ¿Seguiría Hitler su política expansionista? ¿La declaración de guerra de Inglaterra y Francia era sólo un formalismo o verdaderamente iban a batallar contra Alemania? Todo eran incertidumbres que extendían sombrías perspectivas sobre los años venideros…

 

***

 

La producción de veleros en la fábrica de Scheibe se había ralentizado bastante pues ahora, con el esfuerzo de guerra, estaban produciendo componentes para diversas fábricas de aviones de combate.

Un compañero de trabajo de Erika tenía un hermano que trabajaba en el campo de internamiento de Dachau. Un día le comentó que estaba llegando gran número de polacos que como prisioneros de guerra a los que los internaban en las instalaciones; habían crecido de manera considerable. Entre el comentario que le hizo le remarcó que muchos de ellos eran de origen judío y que por eso los metían en ese campo.

Erika, durante una cena en casa de su madre, hizo un comentario sobre ese tema. Inmediatamente Peter le preguntó si podría arreglar una entrevista con ese hombre para intentar un día visitar el centro de internamiento y así recabar, si era posible, alguna noticia de Robert, por si algún judío polaco le conocía… o incluso si, desgraciadamente, estaba internado allí.

—¿Pero por qué tienes esa obsesión por tu amigo Robert si hace años que no has tenido noticia de él? —preguntó Erika.

Peter se recostó en la silla y, cogiendo una copa de licor que la madre de ella le había ofrecido, empezó a relatar lentamente.

—Sé que es difícil que lo entiendas pero los dos crecimos juntos en la pequeña aldea que tú ya conoces, Poppenhausen. Desde muy pequeños vivimos los estertores del final de la Gran Guerra y vimos los combates aéreos de aquellos biplanos de tela y madera: la epopeya de unos pilotos que, como guerreros medievales, luchaban con valentía en el aire sin tener un mísero paracaídas para evitar su muerte cuando los derribaban. Los dos estábamos obsesionados con la idea de volar. Pero sabes que cuando Alemania se vio obligada a firmar el Tratado de Versalles no había ninguna posibilidad de tener una fuerza aérea; no se podía volar de modo alguno en Alemania. —Dio un pequeño sorbo a la copa de licor, se la alejó de sus labios y, mientras le daba vueltas lentamente al vaso con su mano derecha y miraba fijamente los movimientos del líquido color pardo oscuro, prosiguió su relato—: Siendo de un pueblo pequeño, y nuestras familias relativamente humildes, aunque tengo que decir que éramos casi los más pudientes de la aldea, nuestras posibilidades de lograr llevar a cabo nuestro sueño de volar, eran nulas.

»Pero el destino, la casualidad o llámalo como quieras acudió en nuestra ayuda. El Tratado de Versalles hablaba de volar con motor, pero no decía ni una palabra de la posibilidad de volar “sin” motor. Quizás los legisladores que lo redactaron no cayeron en la cuenta de que se podía manejar un avión sin motor, y no únicamente para un uso práctico, sino de una manera deportiva.

»También la casualidad… o la fortuna hizo que los primeros compatriotas que pensaron en seguir volando, aunque en un avión sin motor, eligieran la montaña de Wassekuppe, que estaba a pocos kilómetros de nuestros hogares. Esto hizo que nuestro imposible sueño, por arte del destino, se pudiese convertir en una realidad.

—No sabía yo esa particularidad del porqué se instauró el vuelo sin motor en Alemania —dijo la madre de Erika, que seguía el relato con atención.

—Pues así fue —continuó Peter—. Junto a mi hermana melliza, Annette, formamos un trío obsesionado por la idea de volar. Era curioso, pues la mayoría de los estudiantes que con aviones construidos de forma artesanal se fueron a pasar el verano a la montaña de Wasserkuppe tenían menos de veinte años. ¡A nosotros nos parecían viejísimos! Los tres apenas llegábamos a los catorce años y estábamos todavía en el colegio.

»Nos integramos con el grupo de pilotos y constructores. Incluso, entre los tres, diseñamos un planeador ¡qué llegó a volar! Bueno, fueron unos tímidos saltitos por derecho de tan sólo unas docenas de metros. —Peter movió la cabeza dubitativamente mientras reflexionaba—. No sé cómo no nos matamos. El avión estaba fatalmente diseñado: en realidad no sabíamos cómo construir un aeroplano y encima teníamos que aprender por nuestra cuenta a manejarlo. ¡Pero lo hicimos!

»Esto sirvió sobre todo para abrirnos la puerta al conglomerado de pilotos y de constructores que se acercaban cada verano a deslizarse montaña abajo con sus planeadores. Nos integramos en el grupo y aprendimos a volar de verdad. Nos convertimos en pilotos. ¡Y todavía no habíamos apenas terminado nuestras clases en el colegio!

Se hizo un silencio, tan sólo roto por el suave crepitar de las llamas de la chimenea que, con un hierro, la madre de Erika atizaba removiendo los troncos.

—¿Pero eso que tiene que ver con tu obsesión por Robert?

—preguntó ella.

—Espera. El relato no ha acabado —dijo Peter. Tomo aire en un profundo suspiro y continuó—: Fuimos como dos hermanos

¡Más que eso! Compartíamos vivencias, emociones, conocimientos… Durante el invierno tan sólo pensábamos en cómo íbamos a volar el próximo verano. Se nos antojaba una espera interminable esos largos meses llenos de nieve y lluvia esperando a que la primavera estallara en la atmósfera y la hiciera revivir de nuevo con sus nubes y las ascendencias, que eran el motor de nuestros aparatos.

»La naturaleza dio a Robert una habilidad especial para el vuelo, una capacidad de aprendizaje, de entender de una manera instintiva la manera de sacar el máximo rendimiento a un avión sin motor… Esto fue la envidia, no sólo mía, sino de todos los que nos dedicábamos a esta extraña actividad. —Dio otro sorbo a la copa y, apoyando los codos en sus rodillas con el torso hacia delante, siguió el relato—: Fue muy cruel lo que paso cuando Hitler subió al poder. La familia de Robert era de origen judío, pero te aseguro que él no era una persona particularmente devoto de esa religión. Les quemaron su negocio y les obligaron a marcharse de allí. Todos nos comportamos muy mal con ellos. Eran buenas personas. El padre no era un hombre muy amigable; era reservado y poco comunicativo, pero eso no puede ser la razón para desterrarlos de nuestra tierra. —Movió la cabeza de un lado a otro con pesadumbre mientras decía—: Me pesa en la conciencia no haberlos defendido más. Salieron de allí como perros mientras todos los del pueblo agachábamos cobardemente las cabezas para no sentirnos culpables. En fin, ¡ya sabéis lo que es el Partido Nazi!

»Y no he sido capaz de sincerarme con él por carta, de pedirle perdón por mi comportamiento…

—Pero apenas has tenido comunicación con Robert desde que se fue —dijo Erika.

—Ya lo sé… Pero ha sido por ese complejo, por no ser capaz de pedir perdón. No obstante, al principio, aunque no fuera de una manera muy seguida, nos escribíamos. Él me preguntaba siempre cómo iban los campeonatos de Wasserkuppe. A mí me daba hasta vergüenza hablar de ello sabiendo que él no podía ni volar ni participar, cuando muy posiblemente sería el campeón si le dejasen competir en ellos. —Mirando fijamente a Erika dijo—: Sé que su padre tuvo una grave enfermedad, un ataque cerebral o algo así, estaba paralizado y casi sin conciencia. Lo último que supe fue que a Robert le llamaban de Una universidad para ayudar en el diseño de un planeador polaco. ¡Escribía de una manera tan entusiasta sobre esa posibilidad! ¡Iba a volar de nuevo!

»A partir de ahí ya no he sabido nada más. Yo me fui a vivir a caballo entre Dachau y Fürstenfeldbruck, mis padres se cambiaron de casa y ellos, en Polonia, parece ser que también se fueron a vivir a otra parte de Varsovia. He intentado recabar si había alguna carta devuelta o sin entregar en la oficina de correos, pero todos los esfuerzos han sido inútiles. Mi esperanza era que el equipo polaco de vuelo a vela nos ayudara a encontrarlo. El pasado septiembre íbamos a ir a Polonia pero ahora la guerra ha cercenado toda posibilidad. —Dirigiéndose a las dos dijo con gran sentimiento—: Comprendedlo, ¡han sido tantas vivencias compartidas desde el principio de nuestras vidas en la aviación, tantos días pasados juntos aprendiendo a volar, descubriendo esa maravilla que es el vuelo a vela, tantas jornadas llenas de aventuras…! —Erika puso la mano sobre el hombro de Peter. Éste prosiguió—: Me ha dicho un oficial que ha estado en la campaña de Polonia y que al final habían casi masacrado Varsovia; que habían hecho prisioneros o mandado a campos de trabajo o concentración a muchos polacos judíos. Sería posible que estuviera aquí, junto a nosotros, y sin que supiéramos nada.

—Está bien —dijo Erika—, mañana hablaré con Wolfgang para que nos dejen visitar el campo de Dachau. Tiene un hermano que está allí en una posición relevante. Aunque creo que las SS lo tienen prohibido, es posible que nos permitan entrar.

Pasaron varias semanas desde aquella conversación. Casi el tema lo habían olvidado. Peter seguía enseñando a volar a los pilotos que irían a combatir en la guerra recién iniciada, y Erika seguía con el trabajo desbordante en la fábrica de Dachau.

Un sábado que tenía libre, él se aproximó a la casa de Erika. Su madre, como siempre, le abrió la puerta con una sonrisa amigable.

—Pasa, pasa. Tenemos noticias para ti.

Ella estaba sentada junto a la chimenea leyendo un libro, que cerró inmediatamente al ver a Peter. Se puso en pie y él no pudo por menos que admirar su espléndida figura. Iba vestida con una amplia falda de colores oscuros, una blusa blanca ceñida a la cintura, que remarcaba su busto, y un chaleco o corpiño con bordados de colores. Más o menos el típico vestido bávaro, que a ella le sentaba de maravilla.

Como siempre la sonrisa hizo que se le marcasen en las mejillas esos hoyuelos que a Peter tanto le atraían.

—Siéntate —le dijo mientras le señalaba una silla de mimbre junto al hogar—. Tenemos una cita con Theodor para mañana.

—¿Quién es Theodor? —preguntó Peter

—El hermano de Wolfgang, el hombre que trabaja en el campo de internamiento de Dachau. Mañana nos lo quiere enseñar.

 

***

 

Fue un domingo cuando se acercaron a la puerta del campo de internamiento. Ciñendo todo el terreno se encontraba una valla de alambre de una altura unos de cuatro o cinco metros. Debía ser electrificada, pues estaba apoyada en unos soportes metálicos y con aisladores de porcelana, para que los alambres espinosos no estuvieran en contacto con la estructura que los soportaba.

La gran puerta metálica que cerraba la entrada estaba flanqueada por dos garitas en las cuales unos soldados de las SS mantenían la vigilancia. En la reja de entrada había una frase que decía “Arbeit macht frei” (“El trabajo te hace libre”).

Preguntaron por su amigo y uno de los soldados cogió un teléfono. Al cabo de menos de un minuto respondió.

—Esperen un poquito aquí, que enseguida vienen a buscarlos.

Desde la puerta podían ver una amalgama de personas vestidas con una camisa y un pantalón a bandas grises y blancas, que pululaban sin parar por la explanada que había detrás de la puerta.

—Peter déjame hablar a mi y, por favor, no muestres tu enfado por lo que seguramente vamos a ver —dijo Erika en tono confidencial—. No querría tener problemas con su hermano. Es uno de los jefes de la fábrica de Sheibe. Esta familia es muy fanática del Nazismo.

Peter sin decir palabra asintió ligeramente con la cabeza.

Pasaron unos cinco minutos hasta que vieron venir hacia la puerta a un hombre alto y de un porte impecable. Vestía el uniforme gris oscuro de la SS y unas botas altas que relucían al sol de la mañana. Era una persona de sonrisa amigable y agradable y cierto aire deportivo. Parecía exudar vida sana por todos sus poros.

—Buenos días y sean bienvenidos al campo de Dachau. Mi nombre es Theodor.

Mientras decía esto la sonrisa no se apartaba de su rostro y, con gran educación, besó la mano de Erika y dio un fortísimo apretón de manos a Peter.

Empezaron a caminar penetrando en el recinto y se aproximaron a un edificio que podrían ser las oficinas del campo. Las personas recluidas se quitaban un pequeño gorro y se quedaban quietas con la cabeza baja en señal de respeto cuando pasaban delante de ellos.

—Este campo se creó en 1933 y su objeto ha sido y es enseñar a las personas que no saben o no quieren trabajar a ser partícipes en la riqueza y la prosperidad del Reich.

—¿Pero quienes son los que están encerrados aquí? —preguntó tímidamente Peter.

Al instante Theodor se detuvo y, mirándole fijamente, le dijo sin perder su sonrisa:

—¿Encerrados dice? No, amigo mío, está usted en una equivocación. Aquí estamos educándoles, ayudándoles a ser personas de provecho, a no ser unos parásitos y a contribuir a la riqueza del Reich para que todos los alemanes mejoremos en bienestar.

»¿Ha visto lo que pone en la reja de la puerta? “El trabajo te hace libre”. Usted, al igual que yo, sabe perfectamente que el pueblo alemán es disciplinado, trabajador y educado. Pero, por desgracia, y aunque sea en una ínfima cantidad, hay gente que no comparte esos ideales. Por ejemplo, los romaníes, los que todos conocemos por “gitanos”... Son personas sin higiene ni trabajo reconocido. Tan sólo quieren robar y ser parásitos de todos los que trabajamos por la riqueza de Alemania. Aquí los hemos traído para disciplinarlos, para enseñarles cómo se debe comportar la persona que vive en nuestra patria.

—¿Pero cuando aprenden un oficio o profesión se los deja libres? —preguntó con falsa ingenuidad Peter.

Theodor no contestó. Empezó de nuevo a andar mientras simultáneamente seguía con su discurso sin perder la sonrisa.

—Toda esta gente va a contribuir a la riqueza del Reich. Piense en cuántas personas fanatizadas por la religión vuelcan sus esfuerzos no en sus compatriotas, sino solamente en sus correligionarios. Eso no es justo, ¿verdad? —Dijo esta frase sin perder su sonrisa permanente mientras volvía su cara hacia Erika—. Por ejemplo, los judíos. ¿Sabía usted que esa raza ha sido expulsada a través de los siglos de casi todas las naciones? Incluso de su propia tierra. Son personas depreciables. Miran únicamente su propio interés. No muestran la más mínima solidaridad con todos aquellos que no son de su raza. Son usureros, no conocen lo que es la generosidad. —Se paró delante de la explanada que daba a una calle en la que se veían a los lados decenas de barracones de madera—. Fíjese bien; estas personas, que podríamos decir que antes eran… vamos a decir que “holgazanes”, han construido esto gracias a la dirección nuestra estas estancias para su alojamiento. Todas están limpias, cuidadas y con la mejor higiene.

La fila de barracas parecía extenderse hasta gran distancia. Los cautivos, con su uniforme de rayas grises, parecían barrer y transportar materiales sin ninguna ayuda, ni carretillas ni nada parecido. Llevaban tablones entre varios hacia la parte posterior de la calle, como si estuvieran construyendo nuevos barracones.

—¿Podríamos ver uno de estos por dentro? —dijo Erika señalando una de las construcciones.

Theodor se volvió hacia ella y dijo con faz sonriente:

—Siento decir que no puede ser, señorita. No debemos entrar en estos recintos, que pertenecen en el fondo a la intimidad de nuestros internos. Tan sólo permitimos entrar a los cuidadores. De todas formas, debo de decirle que estas despreciables personas se muestran ociosas en lo que respecta a su cuidado personal. Dentro de estos barracones el hedor es espantoso, pero parece que a ellos no les importa.

Entraron en el edificio principal. Era una construcción de piedra y grandes ventanales.

Al penetrar en la primera sala, en la cual había una docena de internos llevando al parecer libros de contabilidad, todos se pusieron de pie manteniendo un silencio sepulcral. Theodor cruzó la estancia sin hacer el menor caso a los que allí se encontraban y entraron en su despacho.

—Les puedo ofrecer un café, si quieren —dijo cortésmente Theodor.

Respondió Erika rápidamente.

—Sí. Muchas gracias por su invitación.

Theodor apretó un timbre que hizo entrar a un interno. Éste, con cabeza baja, se acercó a él.

—Café.

Fue la única palabra que pronunció. Peter se atrevió a preguntar.

—¿Hay aquí presos de la invasión de Polonia?

Theodor movió la cabeza de lado a lado, como queriendo excusar la pregunta de Peter, y, exhibiendo de nuevo su mejor sonrisa, respondió.

—Amigo mío, no ha sido la invasión de Polonia, ha sido la expansión de Tercer Reich buscando la unión con Prusia, nuestra querida tierra que, sin ningún sentido, los polacos en su egoísmo rompieron ese vínculo con nuestros prusianos.

Entró el servidor con unas tazas de café de porcelana y una cafetera humeante. Theodor, con gran educación, sirvió una taza primero a Erika y después a Peter.

El hombre que había traído la bandeja se había quedado junto a la puerta en actitud pasiva con la cabeza baja esperando órdenes. Theodor le hizo un ligero gesto con la mano y, sin decir palabra, el hombre dio media vuelta, salió del despacho y cerró la puerta sin hacer el más mínimo ruido.

Con la taza en la mano y las piernas abiertas frente al ventanal, Theodor siguió su discurso.

—Hitler tiene una mente superior. Su idea es extraordinaria. No sólo se le ocurrió a él. Ya antes Napoleón intentó lo mismo… Pero en vano. —Se apoyó en la mesa del despacho y en tono eufórico dijo—: La unificación de Europa es su idea principal. Ya se ha hecho con Austria, que con gran alegría se ha unido a este grandioso proyecto del Tercer Reich: lograr una Europa unida, única y dirigida por Alemania. Nosotros hemos demostrado que somos la raza superior. Nos hemos levantado de las cenizas y la ignominia en la cual nos sumergió el final de la Gran Guerra… Y ya lo ve, desde que Hitler lleva con mano firme las riendas del gobierno, no hay un sólo país en el mundo como el nuestro. —Mirando inquisitivamente a Peter le preguntó—. ¿Hay alguna otra nación que tenga las residencias de verano que el Tercer Reich ha creado para los obreros? ¿Existe algún país con las carreteras, las autopistas y la industria que tenemos nosotros? ¿Sabe que Hitler tiene en mente crear un coche para el obrero, el “coche popular”, el “Volkswagen”? ¿Conoce alguna nación con estos avances sociales? —Peter iba a contestar, cosa que a Erika le daba miedo pues se daba cuenta de que cada vez se encontraba más incómodo. Pero Theodor, sin dejarle decir una sola palabra, continuó con su discurso—. Esta unificación de Europa llevará la prosperidad al mundo. Sé que ahora algunas naciones no lo entienden pero, en cuanto vean su bienestar, dejarán que nosotros les dirijamos… que les guiemos. Desgraciadamente muchos países viven entregados al ocio, a la vida fácil. Nosotros les enseñaremos cómo se puede vivir con trabajo, con disciplina. Ése es el sentido de este campo de Dachau. Haremos lugares como éste a lo largo de Europa; de hecho ya se están construyendo algunos en Polonia. Ahí no nos quedará más remedio que internar a aquellas personas que no saben o no quieren trabajar para la gloria de Europa, para la gloria del Tercer Reich. No se dan cuenta de que lo estamos haciendo por ellos, para darles una vida mejor. Pero los que no lo entiendan tendrán que trabajar les guste o no. No podemos consentir la ociosidad, la holganza. —Se dirigió entonces a Erika—: Verá usted, señorita, como en poco tiempo les enviaremos a la fábrica Sheibe obreros desde aquí que les habremos enseñado cómo deben trabajar en esta nueva Alemania. —Hizo una pausa mientras daba un sorbo a su taza de café—. ¿Me preguntaba usted que si había prisioneros polacos? Como ya le he dicho, yo no los considero prisioneros; son enemigos que se oponen a esta idea de engrandecimiento de Europa. Son personas que no quieren trabajar para Alemania, o que con gran odio han combatido contra nuestros bravos soldados. Han muerto bastantes alemanes en esa campaña. Les podríamos tratar con la misma moneda, incluso juzgándolos con justicia antes de hacer lo que ellos han hecho con nuestras valientes tropas. Creo que la biblia dice algo así como “ojo por ojo, diente por diente”. Pues bien, vamos a ser generosos; la generosidad alemana. Los recluiremos aquí y los trataremos con respeto y humanidad… algo que ellos no han hecho con nosotros.

Continuó bebiendo pequeños sorbos de la taza de café, momento que aprovechó Erika para preguntar.

—Con el debido respeto, le pediríamos si nos pudiese dar alguna noticia de un amigo nuestro de la infancia. Es un judío alemán que se fue a Polonia al principio del Tercer Reich y no sabemos nada de él.

Por primera vez la sonrisa se esfumó de la cara de Theodor.

—¿Cómo pueden tener ustedes semejantes amistades? Les consideraba a ustedes verdaderos patriotas. Los judíos son todos despreciables.

Haciendo de tripas corazón y conteniendo su rabia, contestó Peter.

—En realidad era sólo un vecino nuestro, pero —mintió— su familia había tomado con usura algunos bienes que nos pertenecían, y queríamos saber si está aquí.

—Si está lo sabremos enseguida. Nuestra organización es impecable —dijo Theodor.

Llamó a un timbre y al abrirse la puerta entró la misma persona que había traído la bandeja con las tazas de café.

—Dile a Guidon que venga aquí.

Entró a los pocos instantes un interno de edad algo avanzada que se quedó en la puerta con la cabeza baja.

—¿Cómo se llama esa persona que buscan? —le preguntó a Erika.

—Robert Stanko.

—Busca ese nombre en el registro, y que sea rápido —dijo Theodor a la persona que estaba en la puerta.

Desapareció y la habitación se quedó en silencio. Por primera vez se veía la tensión que se había establecido entre Peter y Erika frente a Theodor.

Volvió el operario al cabo de pocos minutos y dijo:

—No hay aquí ninguna persona que responda a ese nombre.

—Pues ya lo han oído —dijo Theodor dirigiéndose a Erika—. Me tendrán que disculpar pero tengo mucho trabajo.

Se adelanto hacia ella y se inclinó para besarle la mano dirigiéndose después hacia Peter, al cual le dio un fuerte apretón como en el saludo al recibirles.

—Guidon les llevará a la salida. La visita ha terminado. Salude a mi hermano en la fábrica, tengo tan poco tiempo que apenas nos vemos. —Ya iban a salir cuando les hizo una advertencia—: No intenten hablar con ninguno de los internos, lo tienen prohibido. Si lo hacen caerá sobre ellos una sanción. No lo olviden.

Salieron de la oficina y, en silencio, llegaron hasta la verja de entrada que se cerró detrás de ellos con un sonido seco.

 

***

 

Caminaron unas centenas de metros en silencio, antes de volverse para contemplar la puerta y las vallas alambradas.

Peter estalló.

—¿Cómo puede haber tanto fanatismo? ¿Nos hemos vuelto todos locos?

Erika respondió:

—Me asombra que un pueblo culto y educado haya podido caer en esta ignominia. ¿Cómo es posible que una persona con una facha tan espléndida, tan saludable, esconda un alma tan perversa y despreciable?

Peter puso sus manos encima de los hombros de ella y dijo:

—Creo que esta guerra que empieza será la ruina de este país. Hitler nos lleva al desastre total. Pero lo más triste es que en su locura nos arrastrará a todos. Tiene al pueblo alemán subyugado. Muchos por desgracia piensan como este Theodor.

—¿Qué quieres que hagamos? Es imposible ir en contra de una abrumadora mayoría dirigida por una persona que raya la locura —dijo Erika—. Tú trabajando para las fuerzas aéreas. Yo en una fábrica que se dedicaba a algo tan pacífico como hacer veleros, y ahora involucrada en este esfuerzo de guerra que nos obliga a todos a soportar una industria de destrucción. —Erika puso su mano en la nuca de Peter mientras le daba un cariñoso y dulce beso en los labios—. Sobrevivamos en este mundo de locos… es lo único que podemos hacer. Esperemos que tu amigo Robert, esté donde esté, haya salido vivo de la terrible contienda de Polonia.

 

***

 

Dirigieron una última mirada hacia el campo de prisioneros y empezaron a andar juntos cogidos de la mano hacia el pueblo de Dachau, que se encontraba a unos centenares de metros. El viento y las hojas caídas de los árboles les acompañaron en su caminar. Era una lánguida y melancólica tarde de otoño.

 

 

—No podemos seguir soportando esta tasa de accidentes tan elevada. Perdemos más pilotos y aviones por la insuficiente enseñanza de nuestra escuela que en los combates y acciones de guerra.

El general de la Luftwaffe, con un uniforme impecable, botas altas y gorra calada casi hasta las cejas, había reunido al grupo de pilotos que daban la instrucción en Fürstenfeldbruck.

Un teniente se atrevió a levantarse después del silencio que había seguido a estas palabras.

—Con su permiso, mi general. Creo que se podían achacar parte de esos accidentes a la falta de tiempo en la instrucción. Hace unos pocos meses, el tiempo mínimo para sacar un piloto adelante, un muchacho que viniera sólo de volar en veleros, era de un año. Después se cambió a seis meses. Ahora en tres meses tiene que aprender a dominar una máquina aérea como el Messerschmitt-109 con cerca de mil quinientos caballos de potencia. No es un avión fácil de volar para aquellos que tienen tan poca experiencia.

El general se quedó algo dubitativo. Peter también se levantó.

—Con el debido respeto, mi general, yo soy uno de los instructores que tengo que enseñarles cómo deben de volar nuestro mejor avión de caza, el Messerschmitt-109; pero el problema es que, como usted bien sabe, este poderoso y ágil avión es de una sola plaza. Por lo tanto tienen que montarse por primera vez solos en él, sin que nadie les pueda decir ya una vez en el aire cómo volarlo. —El general empezó a poner gran atención en las palabras de Peter y éste continuó hablando—. En un principio toda la instrucción inicial la damos en la avioneta Bücker, un pequeño biplano de noventa caballos de potencia. De ahí los pasamos al Messerschmitt-108 Taifun, que es un avión que, según dicen, se parece un poco al caza. De todas formas, el Taifun es un avión muy ligero, y no creo que simule en su manera de volar al 109. Pero el problema radica en que yo, que debo enseñarles en este avión de doble-mando, no he volado nunca en mi vida el avión de caza; por tanto, no sé cómo darles unas directrices que les ayuden de verdad a pilotar ese fantástico avión si yo nunca me he montado en él. El resultado es que, simplemente en el despegue o en el primer aterrizaje, destruyen el avión… Eso si no es que salen también ellos gravemente heridos…

El general consultó con un par de ayudantes suyos en voz baja. Después, dirigiéndose a Peter, le dijo:

—Me parece acertada su observación. Voy a dar la orden para que todos los instructores de vuelo que estén en la enseñanza avanzada vuelen varias veces el Messerschmitt-109, y así sepan dar unas directrices apropiadas a nuestros jóvenes pilotos que se van a tener que enfrentar a los aviadores ingleses y franceses.

 

***

 

Varios días después, Peter estuvo aprendiendo el manual de vuelo del Messerschmitt-109. En un principio no había ningún avión de ese tipo en Fürstenfeldbruck, pues la escuela de caza se encontraba en otra base aérea.

 

Una tarde, un par de estos flamantes aviones aterrizaron en la pista de hierba. El grupo de instructores se aproximó a ellos cuando pararon el potente motor y la cabina se abrió para mostrar dos jovencísimos pilotos de un escuadrón de caza que los habían traído.

Dos días después, Peter se sentó en la cabina teniendo a su lado uno de los jóvenes pilotos de caza. Era un rubio mocetón que no parecía llegar a los veinte años.

A Peter lo primero que le llamó la atención era lo estrecha, pequeña e incómoda que era esa cabina. Él, que no era una persona alta, cabía en ella con dificultad. No sabía cómo podría volar este avión una persona corpulenta.

El otro piloto le fue dando una serie de consejos de cómo manejar los equipos del Me-109 y de cómo volarlo, despegar y aterrizar con él y cómo sacarle todas sus portentosas cualidades.

Al final preguntó:

—¿Alguna duda? —le dijo con una sonrisa. Peter movió la cabeza lateralmente sin decir palabra—. Entonces al aire y que lo disfrutes.

Diciendo esto le dio un pequeño golpe en el casco de lona que llevaba sobre la cabeza como para desearle buena suerte y se bajó de la posición que tenía encima del ala. Peter se encontró solo. No era la primera vez que iba a experimentar un avión diferente que no conocía, pero nunca se había sentado en un purasangre con un motor de semejante calibre.

Se ató bien el paracaídas, los atalajes que le aseguraban al avión, hizo todas las comprobaciones pertinentes y dio una señal con la mano al mecánico que estaba sobre el ala derecha junto al motor.

La puesta en marcha del Me-109 era muy singular: una persona por medio de una manivela empezaba a hacerla girar y, con ello, un volante de inercia, una masa de bastante peso, cogía más y más revoluciones; cuando ya no podía imprimirle más velocidad, se quitaba de su posición junto al motor y el piloto, desde la cabina, engranaba un embrague que conectaba el motor del avión al volante de inercia; ello hacía que el motor girase unas cuantas vueltas, suficiente para poderlo arrancar. Si desgraciadamente no llegaba a ponerse en marcha había que repetir toda la operación: otra vez a girar la manivela y, cuando ya no se podía ir más rápido, embragar de nuevo la puesta en marcha.

Peter logró arrancar al primer intento y, con un suave y redondo ronroneo, empezó a calentar el motor.

En poco tiempo todos los indicadores le mostraron que éste funcionaba correctamente. Movió ligeramente el mando de potencia con su mano izquierda y el avión empezó a rodar suavemente por el suelo. La visibilidad desde la cabina era muy limitada porque la posición del caza apoyado en la rueda de la cola y el inmenso motor que tenía delante le impedía casi cualquier visión hacia el frente; por ello iba dando eses por el suelo y, así, mirando por los lados poder ver qué es lo que había delante del avión y evitar algún obstáculo.

Llegó al final del campo de hierba y se enfocó para hacer el despegue. Delante tenía más de un kilómetro y medio de terreno llano y cubierto de un verde lujuriante, el que constituía el campo de vuelo.

Últimas comprobaciones: radiador abierto, rueda de cola blocada, instrumentos del motor… Todo bien. Miró al controlador que, con unas grandes banderolas de colores dentro de una pequeña casamata de madera, dirigía el tráfico sobre el aeródromo. Éste le agitó una bandera verde para decirle que estaba autorizado a despegar. Suavemente fue moviendo hacia adelante el mando de potencia con su mano izquierda.

El motor empezó a rugir y a vibrar al cobrar vida los más de mil quinientos caballos de potencia. El avión se aceleraba con intensidad y Peter trataba de mantener la trayectoria recta, sin desviarse, utilizando los pedales donde apoyaba los pies. Se daba cuenta de que su corazón cogía vueltas cada vez más rápidas, igual y casi al mismo ritmo que el motor.

Una rápida mirada al indicador de potencia le advirtió que tenía ya suficiente para el despegue y empujó ligeramente la palanca de mando levantando la cola. El avión se puso horizontal. Ahora ya podía ver hacia adelante a través del parabrisas. Un vistazo al anemómetro, que le indicaba la velocidad, y comprobó que ya tenía la de despegue. Tirando un poco de la palanca de mando dejó de percibir los baches y traqueteos que le trasmitían las ruedas. Ya estaba en el aire. Apretó el botón que hacia subir el tren de aterrizaje y se plegó con un cierto ruido. Redujo a la potencia de subida y empezó a ascender.

Respiró con alivio: ¡Ya estaba volando el mejor avión del mundo el Messerschmitt-109! Subió en abiertos virajes disfrutando de la suavidad de los mandos del caza. En poco tiempo estaba por encima de las nubes que, como aglomeraciones de algodón blanco, se extendían sobre el suelo. A los cuatro mil metros se colocó la máscara de oxigeno y a su cara llegó un suave flujo fresco y revitalizante. Siguió subiendo hasta alcanzar los ocho mil metros de altura. Nunca antes había subido tan alto y le pareció maravillosa la panorámica que podía ver desde esta atalaya tan singular.

Hizo varias maniobras para ver el comportamiento del avión a esta altura: era simplemente extraordinario.

Ahora quería ver cómo se comportaba esta máquina a gran velocidad. Picó con decisión hacia la tierra y, en pocos segundos, estaba llegando a los setecientos cincuenta kilómetros por hora. Entonces se dio cuenta de que, a esta velocidad, los mandos eran casi imposibles de manejar debido a la dureza por las cargas aerodinámicas. Intentó un viraje, pero había que hacer una fuerza muy grande sobre la palanca de mando para que el avión girase un poco. Se decidió a salir del picado. Tiró de la palanca y estaba con tal dureza que tuvo que hacer un esfuerzo enorme para lograr que el avión abandonase su trayectoria hacia el suelo y remontase de nuevo.

Mentalmente recordó este problema con el avión a la máxima velocidad para decírselo a sus alumnos.

Descendió por debajo de las nubes y allí empezó a hacer algunas maniobras acrobáticas. No era difícil hacerlas, aunque en el plano vertical los mandos seguían siendo muy duros en cuanto se alcanzaba gran velocidad. Por lo demás el avión era una delicia a la hora de manejarlo.

Ahora quedaba lo más difícil: aterrizar.

Se acercó al aeródromo, sacó el tren de aterrizaje y se aproximó haciendo un circuito relativamente ceñido. En la aproximación final no estaba muy estabilizado y la toma de tierra fue un tanto brusca. El avión dio unos cuantos grandes botes sobre la hierba hasta que al perder velocidad la carrera de aterrizaje se detuvo. Aunque era invierno y no hacía nada de calor, estaba sudando. Se quito la máscara de oxígeno que ya no necesitaba para volar a baja altura

Dio media vuelta y, rodando despacio, se fue otra vez a la cabecera de pista para iniciar un nuevo despegue. No era nada fácil manejar este avión al hacerlo aterrizar. Ahora se daba cuenta por qué había tantos accidentes con él entre los pilotos con poca experiencia.

De nuevo llegó al final del campo. Dio otra media vuelta y echó un vistazo a la manga de viento, estaba casi aproado a la dirección de despegue; eso estaba bien. Miró de nuevo todos los controles del motor y, con todo listo, se dispuso a despegar otra vez. Hizo una seña con la mano al controlador, que estaba en la casamata, para indicarle que quería salir de nuevo. Éste agito una vez más la banderola verde y a la vez empezó a darle potencia al motor. Nuevo rugido, baches que se retransmitían de las ruedas al fuselaje y, en poco tiempo, la suavidad de saber que ya estaba en el aire. Hizo un circuito bastante amplio y enfocó la pista desde más lejos. Esta vez iba mucho más estabilizado en la aproximación. Ya casi tocando el suelo, tiró ligeramente de la palanca de mando y el avión tocó con algo de brusquedad la hierba. Unos cuantos botes más y se detuvo.

De nuevo dio media vuelta para ir al punto de despegue. Así hizo cinco circuitos más hasta que consiguió aterrizar ya con toda suavidad. Una pequeña luz roja en el tablero de instrumentos le indicaba que estaba bajo de combustible. Volvió a la zona de aparcamiento y allí paró el motor.

Al apagarse el tremendo ruido le envolvió una sensación de laxitud. Se quedó un rato inmóvil dentro de la cabina mientras escuchaba pequeños chasquidos que hacía las partes metálicas del motor al perder temperatura.

En el fondo los aviones parecían seres monstruosos que tenían vida propia. Ahora percibía el olor a aceite caliente, el calor que todavía se desparramaba del motor, el ligero humillo que salía de los escapes al estar todavía con gran temperatura. Esta bestia mecánica se sumía en un letargo hasta que otra mano humana le diese vida de nuevo.

¡Que bonito era volar solo en el aire! ¿Por qué no podía ser él un piloto de caza? Ahora le venían los recuerdos de cuando, con menos de diez años, en su aldea natal y junto a Robert, miraban los combates aéreos del final de la Gran Guerra. En el fondo maldecían su mala suerte, pues eran unos niños demasiado pequeños para ser pilotos.

Pero ahora resultaba que era demasiado viejo para ocupar ese puesto en un avión de combate y, por eso, estaba relegado a las misiones de enseñanza. Él, que tenía bastante experiencia y mano firme para manejar sin problemas un avión de caza como éste en el aire, se veía en la tesitura de enseñar las artes del vuelo a chavales que no llegaban en general a los veinte años y, sin apenas experiencia ni de vuelo ni en la signatura de la vida.

 

***

 

Unos golpes en el fuselaje le sacaron de sus pensamientos. Era el joven piloto que le había dado las instrucciones para volar el Messerschmitt-109 que estaba subiéndose encima del ala. Con la mano izquierda abrió la cabina y el fresco aire le reconfortó.

—¿Qué tal ha ido? —preguntó éste con curiosidad.

—Muy bien. Es una gran máquina. De todas maneras he encontrado que a altas velocidades los mandos se vuelven muy duros, principalmente para sacar de un picado el avión.

El joven piloto movió de lado a lado la cabeza antes de responder.

—Sí. Esa es la principal pega de este avión. Cuando los combates se desarrollan a gran altura tenemos todas las ventajas, pero cerca del suelo hay que tener cuidado. De todas maneras, yo tan sólo he combatido en la campaña de Polonia. Los pilotos polacos eran muy agresivos pero la aviación que tenían era muy antigua. Con el Messerschmitt podías lanzarte desde gran altura, darles una pasada y subir de nuevo sin que te pudiesen seguir. Era muy fácil derribar a sus aviones. Yo mismo derribé dos—. Dijo estas últimas palabras con un deje de orgullo.

Por un momento en la cabeza de Peter pasó el pensamiento de que quizás Robert hubiese estado en uno de esos aviones… Eso suponiendo que estuviera volando; dato que desconocía.

—Para mí lo más importante —añadió Peter— es tratar que los pilotos que vuelan solos la primera vez no tengan un accidente en el despegue o el aterrizaje. He encontrado que el despegue es fácil si se es un poco rápido al controlar el motor… pero el aterrizaje es un tanto difícil.

—Ya lo sé —dijo su interlocutor—. Tienes que hacer unos cuantos hasta que le coges el truco al aire. El problema es que hay que salir sólo desde el primer momento al no tener avión de doble-mando. Creo que Messerschmitt está diseñando una versión biplaza para la enseñanza en esta fase.

—¿Sabes cual es la mayor pega? —dijo Peter—: Que hoy día apenas hay tiempo para formar a los pilotos de verdad. En muy pocos meses pasan de una avioneta ligera, donde yo les enseño a volar, a meterse en esta máquina que está pensada para pilotos expertos. De todas maneras, después de haberlo volado me doy cuenta mejor sobre cómo deben hacer el circuito y el aterrizaje para amoldarse a este avión. —Peter se desabrochó los atalajes y el paracaídas y salió de la cabina—. Ven, te convido a una cerveza para celebrar mi suelta en el Messerschmitt-109.

Ambos se fueron andando hacia los edificios donde estaba la sala de operaciones. Mientras iban hacia allí, Peter no pudo por menos que volverse para admirar la estilizada silueta del avión que acababa de volar. En el fondo sentía envidia de su joven amigo que estaba destinado en un escuadrón de combate, y no en una escuela de vuelo como él.

 

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