Honor

Honor


XII

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XII

 

Cantacuceno

 

 

 

Los dos soldados estaban desaliñados y olían a alcohol y a sudor. Les gritaron a Klara y a Robert unas palabras que no llegaron a entender.

Uno de ellos apuntó con la metralleta a Robert y le hizo señas para que se apartara de Klara. El otro soldado dio un trago a la botella que tenía en la mano y, con los ojos desorbitados y fijos en la mujer, le hizo señas para que se fuera al rincón, sobre el montón de paja. Soltó un sonoro eructo y una estrafalaria risotada surgió de su boca.

Se acercó a Klara y de un manotazo le rompió la parte superior del mono gris que llevaba encima. Tan sólo tenía debajo una camisa que no había tenido tiempo de abrocharse y que mantenía con ambos brazos cruzados cerrada sobre su torso. Soltó como un silbido de admiración y, con otro golpe, destrozó la camisa que llevaba ella sobre la parte superior del cuerpo; quedó hecha jirones.

Klara lloraba silenciosamente, intentando con ambos brazos esconder sus pechos, que habían quedado completamente al aire al romper la camisa que llevaba.

El otro soldado, por una parte apuntaba a Robert y por otra jaleaba a su compañero con grandes gritos ininteligibles para la pareja polaca y, de vez en cuando, daba profundos tragos a la botella que llevaba en su otra mano.

De un empujón, tiró a Klara sobre el montón de paja que había en el rincón y puso la linterna en un hueco de la pared para que iluminase mejor la escena. Una vez que Klara estaba acostada, doblada sobre sí misma y tratando de cubrir la desnudez de la parte superior de su cuerpo con sus brazos cruzados, el soldado se bajó los pantalones, pegó un tirón brutal a la parte inferior del mono gris que vestía ella destrozándolo y quedando Klara únicamente cubierta por unas bragas de color blanco.

Robert intentó moverse, pero el otro soldado le puso el cañón de la ametralladora fuertemente apoyado en su cuello, lo cual hizo que se quedara quieto.

El que estaba con Klara dio otro silbido al ver a la mujer casi totalmente desnuda, que fue jaleado por su compañero con varios gritos y algún profundo sorbo a su botella de licor.

Por último y gracias a otro manotazo, el soldado que estaba con Klara rompió las bragas que llevaba, quedando ésta totalmente desnuda. Ella se encogió en una postura fetal tratando de mantener su pudor, pero el hombre la tomó por las piernas, las abrió, la puso boca arriba y se tiró encima de la mujer.

Klara empezó a chillar mientras seguía llorando. El soldado estampó un puñetazo al rostro de la mujer, que la dejó en estado de shock. Mientras empezaba a consumar su violación, Robert advirtió que su compañero miraba con atención y con lujuria la escena. Seguía con la metralleta apoyada firmemente en su cuello. Sin pensarlo, Robert levantó a gran velocidad ambos brazos cogiendo el cañón del arma y moviéndolo hacia el techo, fuera de su garganta. Inmediatamente el rumano apretó el gatillo y una rociada de balas empezó a incrustarse en la parte superior de la choza. En el forcejeo ambos cayeron hacia el suelo. Robert seguía manteniendo firmemente el cañón de la ametralladora con ambas manos mientras que el soldado apretaba intermitentemente el gatillo.

Como una manguera, el arma soltaba balas erráticamente por toda la estancia, que percutían contra las paredes y por todas las partes de la choza, mientras los dos seguían peleando en el suelo. Robert continuaba aferrando fuertemente con ambas manos el cañón manteniéndolo fuera de su cuerpo y el soldado agarrando la metralleta por la culata y con un dedo firmemente crispado sobre el gatillo.

Seguían revolcándose mientras continuaba la lucha y las balas salían disparadas impactando en todas direcciones.

En un momento dado Robert se dio cuenta de que, aunque el dedo del rumano continuaba apretado en el gatillo, la ametralladora había dejado de disparar: se había agotado el cargador.

Inmediatamente soltó el cañón que tenía aferrado con sus manos y, lanzándose hacia una cartuchera que llevaba el soldado en la cintura, le extrajo una pistola.

Ambos se separaron. Se quedaron mirándose el uno al otro: el rumano con la ametralladora en sus brazos y Robert apuntándole con la pistola. Notó cómo el soldado apretó con rabia el gatillo, pero no salió ningún disparo del arma; no le quedaban más balas. Sin pensárselo, Robert intentó disparar, pero la pistola estaba bloqueada. Se dio cuenta que el seguro estaba puesto. Mientras lo quitaba, el rumano se abalanzó sobre él. Cuando ya estaban otra vez cuerpo contra cuerpo había podido quitar el seguro del arma. Apretó el gatillo. Sonó un disparo. El soldado se separó hacia atrás mientras se inclinaba hacia él. Robert disparó dos veces más alcanzándole en el pecho. El otro lanzó un pequeño gemido y cayó estrepitosamente totalmente doblado.

Inmediatamente miró a donde estaba el otro rumano tumbado sobre Klara. Parecía inmóvil mientras se apreciaban varios agujeros ensangrentados sobre su espalda. Parecía que, durante el forcejeo, la rociada de balas disparadas al azar le había alcanzado.

De una patada lo aparto de ella haciéndole rodar por el suelo.

—¿Estás bien, Klara?

Ésta contestó con un suave gemido.

En ese momento Robert advirtió que también ella tenía una herida sangrante casi sobre el hígado y otra en la parte lateral del cuello. Las balas disparadas al azar mientras peleaban también la habían alcanzado a ella.

—¡Klara, Klara! —gritó con desesperación. Puso sobre su pecho desnudo los trozos de la camisa que estaban sobre el suelo, se sentó sobre la paja y, poniéndola sobre su regazo, la abrazó con devoción y ternura—. Saldrás adelante, ya lo verás.

No obstante, se dio cuenta de que, sobre todo por el impacto del cuello, le salía la sangre a borbotones. Trató de taponar la herida con los trozos de la camisa rota apretando firmemente; pero era inútil, era casi imposible evitar la hemorragia.

Con una voz débil pero serena, ella dijo:

—Casi... casi lo habíamos conseguido... Robert, mi amor... noto que voy a morir.

—¡No, no Klara! ¡No me dejes, te necesito para continuar nuestra vida!

Ella, muy suavemente, prosiguió:

—No sé de verdad... si hay algo... al otro... lado. Pero no dudes de que allí... te esperaré. Hazlo... por mí: escapa y... lucha por Polonia. Lucha por... nuestras... famili...—. Klara se ahogaba en su propia sangre con sonidos guturales.

Antes de un minuto dejó de respirar y sus ojos vidriosos se quedaron inmóviles fijos en él.

Robert la abrazó mientras hundía su cabeza apretándola contra el cuerpo de ella. Lloraba compulsivamente.

Miró hacia la estancia. Sobre el suelo estaban los dos cuerpos de los soldados rumanos. Uno de ellos, contra el que se había peleado, todavía se movía ligeramente entre gemidos. Sin pensarlo dos veces, cogió la pistola que estaba tirada sobre el suelo y comenzó a disparar de una manera histérica sobre los dos soldados mientras gritaba con rabia.

—¡Malditos, malditos!

A cada disparo los cuerpos se movían por el impacto pese a estar prácticamente rígidos. Siguió disparando como un poseso hasta que tan sólo se escuchó el sonido metálico del percutor. Ya no había más balas en la pistola.

 

***

 

Fue una noche terrible, fría y larga. Robert estuvo todo el rato abrazado al cuerpo inerte de Klara. Al cabo de unas horas las baterías de las linternas se agotaron y todo quedó oscuro y silencioso. Cuando empezó a amanecer, Robert temblaba de frío, pero seguía con el cuerpo de Klara reposando en su regazo.

Ella era ya un rígido cadáver  helado.

Se levantó y abrió la puerta de la choza para que entrara la luz. Afuera, un día luminoso y azul envolvía el ambiente. Los trinos de los pájaros rompían el silencio del campo.

Entró otra vez dentro de la estancia y tomó una pala y un pico que había sobre la pared. Salió fuera de nuevo y anduvo hasta la sombra de un viejo y recto abeto.

Allí, no sin esfuerzo, cavó una tumba. Volvió a la choza y llevó arrastrando el cuerpo de Klara hacia el agujero que había hecho. Se inclinó y posó sus labios sobre los de ella antes de depositarla en el agujero que había excavado. Estaban fríos y duros como el hielo. La empujó hacia su tumba, donde cayó con un ruido sordo. Intentó cruzar sus brazos sobre el pecho desnudo, como en una actitud pudorosa, pero no pudo hacerlo porque ella estaba ya muy rígida. La cubrió de tierra y puso varias piedras sobre la tumba.

Después volvió a la choza. Rebuscó entre los bolsillos de los soldados y encontró algo de dinero; no sabía si era mucho o poco. Pensó en llevarse una pistola, pero al final desistió de ello. Lo que sí se llevó fue un cuchillo de monte.

Cerró la puerta y emprendió el camino hacia el sur guiándose por la posición del sol.

Antes de meterse en una vereda, volvió su mirada hacia atrás. Desde allí, no podía ver la tumba de ella pero si vislumbraba perfectamente el enorme abeto junto al que la había enterrado.

—Adiós, Klara. Adiós.

Dijo estas palabras en voz queda y, sin poderlo remediarlo, empezó a llorar desconsoladamente mientras caminaba por un sendero de arena.

 

***

 

Fueron varios los días vividos en soledad mientras andaba como un autómata. Por algunas aldeas que pasó pudo comprar un poco de comida con los billetes que había encontrado en los bolsillos de los soldados.

Una mañana, mientras continuaba su camino hacia el sur, se dio cuenta de que se aproximaba a alguna ciudad relativamente grande. Empezaba a haber más casas, carreteras más anchas y, en un momento dado, hasta comenzó a sentir el sonido del motor de un avión. Miro hacia arriba entre un hueco de los árboles y pudo ver una pequeña avioneta haciendo acrobacias. La reconoció al instante: era un pequeño biplano alemán creado expresamente para el vuelo acrobático de competición; una Bücker Jungmeister. Se paró a ver la exhibición de acrobacia. No cabía duda de que el piloto era una persona de gran habilidad y experiencia en esta faceta. Ligaba perfectamente las figuras, loopings, toneles, rápidos y lentos, ochos cubanos e, incluso, a veces cogía altura e iniciaba una barrena que sacaba a baja altura.

Sin dejar de mirar el vuelo de la avioneta, siguió andando hasta que desembocó en los límites de un aeródromo de hierba. No muy lejos se veía un hangar abierto y varias personas delante de él. Se acercó hasta allí y, apoyándose en la pared de cemento, esperó hasta que la Bücker acabara su vuelo.

Hizo un amplio viraje y paso por encima con el motor a ralentí. El aterrizaje fue impecable y poco después se acercaba rodando lentamente hacia la puerta del hangar. Una vez llegado allí paró el motor y varias personas se aproximaron a la cabina abierta del pequeño biplano. El piloto se quitó el casco de lona que llevaba sobre la cabeza y estuvo unos minutos hablando con ellos. Al final descendió de la avioneta. Entre todos la empujaron para meterla dentro del hangar.

Pasaron muy cerca de donde estaba Robert y pudo ver que en el fuselaje, debajo de la cabina abierta, ponía en letras grandes góticas: “PRINT CONSTANTIN CANTACUCENO”.

Guardaron la avioneta y cerraron el hangar. Por una puerta pequeña salió el piloto. Era una persona espigada, alta, flaco de carnes y con una faz amable. Robert, sin pensarlo, se decidió a pedirle ayuda. No sabía que idioma usar pero, dado que la avioneta era alemana, lo hizo en esa lengua.

—Disculpe, señor, ¿puede entenderme en alemán?

Le miró con un ligero tono casi despectivo y sin pararse dijo:

—Sí. Hablo alemán.

Después Robert, de la manera más educada posible, continuó.

—No tenga en cuenta mi apariencia sucia y desaliñada. Soy un oficial polaco, un piloto de sus fuerzas armadas, y estoy huyendo de Polonia.

Constantin Cantacuceno se detuvo y le empezó a prestar atención.

Robert, al ver su interés, empezó a contarle su historia: cómo huyo de Alemania por ser de familia judía, sus comienzos en el vuelo a vela, la invasión germana y la fuga con un planeador hasta Rumanía. No quiso relatar nada respecto al crimen de Klara y a los dos soldados que había matado para defenderse a sí mismo y a ella. En su relato introdujo bastantes términos técnicos aeronáuticos para que su interlocutor se diera cuenta de que decía la verdad y de que era un auténtico aviador.

Cuando acabó, Cantacuceno, después de un pequeño titubeo, le dijo mientras miraba a ambos lados para ver si alguien les observaba:

—Venga conmigo, le ayudaré.

Entraron en unos vestuarios. Las paredes estaban alicatadas con azulejos blancos, había bancadas de madera en el centro y, pegados a las paredes, unos armarios estrechos y metálicos. Al fondo había unas duchas y servicios. Ninguna persona se encontraba dentro a parte de ellos dos.

—Lo primero, le voy a dar algo de ropa para que se quite los harapos que lleva.

Abrió un armario y de él extrajo un pantalón, una camisa y un jersey. Le dio una toalla limpia y le señaló las duchas.

Robert se duchó a toda velocidad y se puso la ropa que le habían prestado. Por suerte, era casi de su talla; únicamente los pantalones le quedaban algo largos en las perneras. Se excusó:

—Perdone, pero en varios días no he tenido ni la oportunidad ni la posibilidad de cambiarme de ropa, ni tan siquiera de lavarme un poco.

—¿En qué quiere que le ayude exactamente? —dijo Cantacuceno.

—Mi intención es poder reunirme con el resto de los componentes de las Fuerzas Aéreas Polacas, que, por diversos medios, han huido casi todos hacia Bucarest para desde allí organizarse.

El rumano pareció meditar un momento y después con gesto decidido le dijo:

—Venga conmigo, creo que podré ayudarle.

Salieron del vestuario y, andando unos centenares de metros, llegaron fuera del recinto del aeródromo. Allí Robert vio un coche descapotable de color verde oliva. Estaba impecable y con una tapicería interior de cuero. Por encima llevaba una capota negra de tela.

—Bonito coche, casi tanto como su avioneta Bücker —comentó Robert.

—Sí. Es un Adler. Lo compré en Alemania hace un par de años, prácticamente a la vez que cuando fui a buscar el biplano a la fábrica Bücker, en Johannisthal, junto a Berlin.

Se adentraron por la ciudad en el coche y Robert preguntó:

—Perdone, pero es que nunca he estado aquí. ¿Cómo se llama esta ciudad?

—Estamos en Cluj, la capital de Transilvania —respondió Cantacuceno

Pararon delante de un pequeño palacete y ambos descendieron del coche.

La vivienda estaba decorada con gusto, aunque un poco abigarrada de objetos. Había cuadros y fotos dedicadas encima de todas las mesas y muebles.

—Supongo que tendrá hambre, ¿no?

—¡No lo sabe usted bien! Llevo varios días durante los cuales apenas he podido comer nada.

—¡Ferenc! –Gritó Cantacuceno.

En unos instantes apareció en la puerta del salón un sirviente vestido impecablemente con un chaleco negro, camisa blanca y pantalones que parecían recién comprados.

Le dijo algunas frases en rumano, que Robert no pudo entender, y desapareció del salón.

—Venga conmigo, comeremos juntos —dijo Cantacuceno

 

***

 

Fue una comida agradable y de la cual disfrutó Robert, que llevaba muchos días sin tomar unos alimentos consistentes. Estuvo llena de temas aeronáuticos, que a los dos unían. Deliberadamente, como un acuerdo tácito, no se sacó a relucir el tema judío. Al final pasaron a una salita en donde Cantacuceno ofreció a Robert una copa de algún licor digestivo. Éste declinó amablemente la invitación, pero Cantacuceno sÍ se sirvió una generosa copa de brandy.

Después de unos pocos sorbos, durante los cuales demostraba la placentera sensación de disfrutar la bebida, y sin dejar de mirar la copa que movía entre sus dedos, le dijo:

—Tengo que confesarle una cosa: yo soy germanófilo.

Robert sintió una tensión interna que trató de que no la notara su interlocutor.

—No apruebo en absoluto la conducta contra la población judía, pero debo reconocer que Alemania es el país que tiene que liderar una unificación europea. Llevamos siglos y siglos de luchas internas. La unidad debe imperar si queremos tener un futuro floreciente. Por organización, sistema de trabajo y liderazgo, deben ser los alemanes los que dirijan ese movimiento. Hitler tiene el carisma y la capacidad para hacerlo. —Se hizo un silencio tenso en la sala, tan sólo roto por el rítmico sonido del movimiento del péndulo de un gran reloj de pared. En ese momento la sonería comenzó a lanzar su música y Cantacuceno esperó a que ésta acabara antes de continuar con su exposición—. Por otro lado, —hizo un paréntesis para dar un sorbo a su copa—, por otro lado —repitió—, no se puede ir contra los sentimientos nacionalistas de cada patria. Para mí el ejemplo fue Austria, cuya anexión fue, eso intuyo, deseada por la población. Creo que hay que hacer un esfuerzo de convicción. Hay que explicar que sin guerras, sin lucha, todos nos deberíamos convencer de que estar en una Europa unida es mejor que encontrarnos en una Europa formada por pequeños estados beligerantes entre sí. En Polonia ese esfuerzo de convicción debió hacerse de otra manera, de forma que la población no debería mirar a los alemanes como invasores, sino como cooperadores a su bienestar.

Mientras decía esas palabras, por la mente de Robert pasaban como relámpagos las imágenes fugaces, pero bien consistentes, de las tropas alemanas desfilando por las calles de Varsovia, la agrupación de los judíos en el gueto, la muerte sin piedad de su padre ajusticiado de un inmisericorde tiro, la bola de fuego y humo del avión de Józef con su mujer y los niños a bordo mientras era hostigado por un caza alemán que quería derribarlo… Todo.

—Conozco personalmente al general Stanislaw Ujejski y sé que está reagrupando en Bucarest a los pilotos polacos que han huido hacia aquí. Él los quiere unir, aunque mi opinión es que desde Rumanía ustedes no podrán hacer nada. No obstante, respeto sus decisiones.

Dejó la copa, que ya estaba prácticamente vacía, y se levantó dirigiéndose a un pequeño secreter que había junto a la pared. Lo abrió y, sin sentarse, cogió una pluma, que aparentemente era de oro, y una pequeña tarjeta. Escribió algo sobre ella y se dirigió a Robert.

Éste se levantó de su sillón.

—Mire, se va a dirigir a esta dirección. Está muy cerca de aquí. En la misma acera y a un kilómetro de distancia. Verá que es un pequeño palacete de reja exterior de hierro dorada. Allí pregunte por esta persona. Es la que está… podríamos decir así… ayudando a los pilotos polacos a reagruparse en Bucarest. Él le proporcionará medios y ayuda para llegar a la capital y decirle dónde se encuentra el general Stanislaw Ujejski. Diga que va de mi parte.

—No sé cómo agradecerle esta ayuda —dijo Robert.

—No se preocupe. Los aviadores siempre somos como una familia, nos ayudamos incluso los que podemos ser rivales en la vida real. ¿Usted no haría lo mismo si pudiera?

—No lo dude —dijo con poca convicción Robert—. Por cierto, ¿de parte de quién voy a decir que vengo?

—¿No sabe mi nombre? —dijo el rumano con incredulidad.

—Lo siento, pero no.

—Es curioso que hayamos estado comiendo juntos y usted tiene razón: en ningún momento le he dicho quién soy. —Hizo una pausa antes de proseguir—. Dígale que va de parte del príncipe Constantin Cantacuceno.

Robert sacó toda su antigua educación germana, ofreció a su interlocutor la mano para despedirse y, simultáneamente mientras hacía una pequeña inclinación de cabeza, hizo sonar débilmente sus tacones al más puro estilo prusiano.

—Muchas gracias, príncipe.

Salió a la calle. La tarde empezaba a declinar. Una suave brisa movía las ramas de los árboles que mostraban ya su desnudez por el inminente otoño. Las hojas formaban una alfombra dorada sobre la acera. Miró la tarjeta. El nombre escrito era “Tristan Sorescu”. Debajo había una pequeña frase en rumano, que Robert no tenía ni idea de lo que podía decir, y la firma de Cantacuceno

Al cabo de un cuarto de hora y cuando las sombras empezaban a invadir los edificios, se encontró delante de la reja dorada que le había dicho el piloto rumano.

La abrió con un ligero chirrido al moverse sobre sus goznes, subió una pequeña escalinata de tres peldaños y llamó a una puerta de madera repujada.

No hubo contestación e insistió de nuevo. Se escucharon unos pasos y unos segundos después, a través de una estrecha mirilla, vio unos ojos que le escrutaban.

La persona que estaba tras la puerta, aparentemente una mujer de cierta edad y voz chillona, soltó una frase interrogativa. Robert no pudo entender una sola palabra. Tan sólo dijo pronunciando lentamente:

—¿Tristan Sorescu?

De nuevo unas cuantas frases en rumano fueron la respuesta y después cerró la mirilla.

Robert lo intentó de nuevo llamando con los nudillos a la puerta. Una vez más la mirilla se abrió y la persona que estaba dentro de la casa empezó a decir unas palabras en un tono más alto.

Lo único que se le ocurrió decir a Robert fue de nuevo:

—Tristan Sorescu. —Simultáneamente puso enfrente de la mirilla la tarjeta que llevaba en sus manos para que la pudiera ver mientras decía—: Print Constantin Cantacuceno.

Se hizo un momentáneo silencio. La mirilla se cerró de nuevo y se escuchó un ruido metálico al moverse aparentemente unos cerrojos. Por fin la puerta se abrió.

Una mujer vestida de negro y con un delantal blanco como sobrefalda le hacía señas con una mano para que entrase. Era algo entrada en carnes, pelo blanco y aspecto desagradable aunque pulcro.

Diciendo unas palabras, que Robert no podía entender, le indicó una silla que había junto a la entrada haciendo un gesto para que se sentase. Después continuó hablando en rumano con su voz chillona. Parecía que le pedía algo, pero él no llegaba a entender que quería. Señaló la tarjeta y Robert se la dio. Ella se deslizó sobre el suelo de tarima hacia una habitación cercana. Debía tener un defecto en una pierna, pues el pie derecho estaba como torcido hacia al exterior y al andar arrastraba algo esa pierna.

Robert se quedó mirando la estancia. Había una vieja estufa en un rincón, una lámpara de cristal pendía desde el techo y unos muebles barrocos se apoyaban contra las paredes. En uno de los laterales de la estancia existían dos puertas que estaban cerradas, por una de ellas había desaparecido la sirvienta.

Estuvo un par de minutos así, observando esta habitación poco iluminada y algo lúgubre, hasta que escuchó unas voces que se aproximaban. La puerta por la que había desaparecido la mujer se abrió y entraron una persona a la que le sobraba más peso que años y un chico muy joven, cara estrecha y nariz prominente sobre la que se apoyaban unas gafas redondas.

La persona mayor le tendió la mano mientras pronunciaba una frase interrogativa que Robert no podía entender. El muchacho joven intervino hablando en polaco.

—Pregunta si es usted un oficial del Ejército del Aire de Polonia.

—Dile que sí, que he escapado de allí y que mi intención es llegar a Bucarest para reunirme con el resto de los militares que han huido.

El chico parecía no dominar mucho el idioma rumano, pues le costaba que su interlocutor pudiera entenderlo bien. Al final, con una sonrisa dirigida a Robert, le invitó a pasar a la sala contigua.

Mientras andaban hacia allí, el joven le dijo a Robert:

—Yo soy un cadete de la Academia de Deblin. Escapé junto a otros compañeros, pero al final tuvimos que separarnos porque nos perseguían unas tropas alemanas de la Gestapo que están estacionadas en Rumanía. Hablo un poco de rumano, pues mis padres tenían familia en este país y durante los veranos íbamos a la costa del Mar Negro. —Luego, señalando a la persona mayor dijo—: Él es un antiguo amigo de mi familia, piloto civil de un aeroclub junto a la ciudad de Cluj. Está ayudándome a ir hacia Bucarest y poderme reunir con el general Stanislaw Ujejski, que es quien está agrupando a todos los pilotos polacos.

En la habitación contigua y sobre una mesa la persona de edad extendió un mapa de Rumanía para mostrarles la ruta que iban a seguir al día siguiente. El cadete joven iba traduciendo a Robert las indicaciones sobre la manera de llegar a Bucarest: irían primero hacia Sibiu unos ciento setenta kilómetros y después, desde Sibiu, hacia Bucarest otros ciento setenta kilómetros. También les proporcionó una carta en la cual, aparentemente, estaba escrita una proposición de trabajo en una factoría para el caso de que las autoridades les pidieran una documentación. Ésta eran unos papeles que a Robert le parecieron bastante burdamente confeccionados con su nueva identidad. En ella ponía que sus nacionalidades eran ucranianas.

Más tarde pasaron a un gran comedor y se instalaron en una mesa larga. Robert se dio cuenta de que en ese día había comido más que en todas las semanas anteriores, pues, entre el almuerzo con el príncipe Cantacuceno y esta abundante cena, su estómago estaba a rebosar.

Fue una velada agradable y regada con buen vino, que el joven cadete apenas probó. La persona de edad tenía una verborrea continua que, con gran dificultad, trataba de traducir el cadete de Deblin. Robert se daba cuenta que no llegaba a enterarse ni del diez por ciento de lo que el otro decía.

Acabaron la pitanza y el anfitrión les invitó a pasar a otra salita adjunta. Era una habitación muy barroca: con un techo pintado y abundantes escayolas formando un artesonado por las esquinas.

Robert se quedó tenso: En un costado había un piano de media cola de color negro.

El rumano ofreció una copa de brandy a Robert y, luego, él mismo se sirvió con largueza un panzudo vaso. Después se dirigió hacia el piano preguntando si les gustaba la música.

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