Honor

Honor


II

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II

 

Volamos

 

 

 

En el dispersal suena el teléfono. Todos interrumpen su particular labor, jugar al ajedrez, leer, dormir o tomar un dulce baño de sol, para estar atentos a la posible salida al aire del escuadrón. El soldado que ha cogido el auricular escucha sin decir una palabra, pero moviendo la cabeza constantemente en sentido afirmativo.

Tensos momentos de espera, hasta que sin soltar el teléfono saca la mano por la ventana y la mueve de lado a lado con la palma abierta, como queriendo indicar una negación. Los pilotos se recuestan de nuevo en sus asientos con un pequeño suspiro de alivio. Cuando por fin cuelga, alza la voz lo suficiente, para que todos los aviadores que están en tensa espera le puedan escuchar.

—Dicen en operaciones, que es posible que en un par de horas den una orden de despegue para escoltar a un grupo de bombarderos. Hay otro escuadrón al cual le han asignado esta misión, pero tienen el aeródromo muy encharcado por las lluvias y no podrían despegar, tendrían que salir los aviones de aquí, de Coltishall.

Se escuchan murmullos de desaprobación.

—¡Otra misión acompañando a los B-17 al corazón de Alemania, que desagradable para un piloto de caza!—. Replica un hombre de cabello pelirrojo mientras no deja de mirar al tablero de ajedrez en el cual está enfrascado en una lucha incruenta con las fichas blancas contra su compañero.

El soldado que cogió el teléfono vuelve a asomarse por la ventana para decir en voz alta.

—Piden a los jefes de escuadrilla que vayan ahora a reunirse con el Wing Commander en la caseta de operaciones.

Más murmullo de desaprobación y desagrado, mientras pesadamente se levantan de sus asientos unos cuantos pilotos y se van andando hacia una construcción de madera que se encuentra a unos cien metros en el perímetro del aeródromo.

Robert se queda mirando a los que se alejan, embutidos en uniformes grises, pero calzando unas gruesas botas de vuelo, por cuya parte superior, se desborda el forro interior de borrego blanco que llevan. Sobre el torso una cazadora de cuero, en general bastante desgastada, y sobre ella un chaleco salvavidas de color amarillo chillón, cuyas cintas para ajustarlo cuelgan indolentes a lo largo de las piernas.

Recuerda ahora la primera vez que vio un aviador vestido de esa forma, y cómo le envidiaba. Él quería ser uno de ellos. Pero eso fue bastante después de esos primeros escarceos aeronáuticos con los planeadores en Wasserkuppe.

Se recuesta de nuevo en el asiento que cruje sus años y su mal estado al moverse y, cerrando los ojos, se deja acariciar de nuevo por el sol mientras los recuerdos se materializan en su memoria.

 

***

 

La construcción de aquel primer planeador fue una auténtica odisea. Todas las tardes, después del colegio se reunían en secreto Annette, Peter y él en el cobertizo. Poco a poco el fuselaje iba tomando forma. Pegando, lijando, dando el perfil a los listones para que aquello se pareciera a lo que habían dibujado.

Pero cuando iban a rematar su trabajo, surgió el problema de encontrar la tela para terminarlo. Peter se llevó unos visillos que había encontrado en su casa en un arcón, pero aquello no era suficiente. Por otra parte, el padre de Robert, Salomón, que ejercía de judío, empezó a ver que de su taller faltaban algunos listones, algunas piezas de madera que el siempre inventariaba de una manera precisa.

Los tres chavales, se dieron cuenta de que no podían seguir más adelante si sus familias no estaban al tanto de su construcción, pues para las alas sería imposible llevarse, largueros, pegamentos y piezas de madera si no se lo contaba Robert a su padre.

 

***

 

La confesión de sus propósitos, creó una situación totalmente tensa en el seno de las familias. Como siempre, Sara, la madre de Robert, salió en su defensa, contra un padre que estaba dispuesto a arrasar con todo lo que habían lijado, pegado y unido en el viejo almacén.

La situación no era mejor en el hogar de Annette y Peter. Ahí, los padres lo único que veían era la inutilidad de trabajar de esa manera para construir algo que no servía para nada. ¡Y eso que ninguna de las dos familias conocían que no solo era cuestión de construir un planeador, sino que además querían volarlo sus constructores! Lo consideraban una chiquillada, una locura de juventud.

Al final la situación se estabilizó en cierta forma, al apreciar ambas familias la determinación para llevar a cabo su proyecto. El padre de Robert, transigió con las locuras de su hijo, pero éste le tendría que devolver lo gastado y usado con trabajo en su taller de maderas. Esto hizo que los días para el muchacho se trasformasen en un horario sin descanso. Cuando acababa sus clases, iba primero al almacén, a trabajar algo en el avión, y después se recluía junto a su padre en el taller hasta la hora de la cena.

Más de una vez pensó si merecía la pena todo este trabajo y no dedicarse a jugar, a pasarlo bien como el resto de los alumnos del colegio, que miraban con estupefacción a estos tres compañeros a los cuales no llegaban a entender, pues la pasión por volar era algo desconocido al resto de los habitantes, si no hubiera sido por la reunión que los pilotos de planeador habían hecho el verano pasado en las laderas de Wasserkuppe.

Annette cada vez se involucraba más en el proyecto y también pagaba sus réditos, trabajando en las elaboraciones de los quesos y el ordeño de las vacas para conseguir algún dinero extra y poder gastar en materiales o telas de algodón.

 

***

 

Robert, se sonreía ahora al recordar cómo terminó al final la máquina que construyeron. La falta de práctica y el desconocimiento de cómo se construían los aviones, hizo que el APR-1 en su acabado final, casi se parecía más a un mueble que a un planeador. Era mucho más pesado que lo que ellos querían haber hecho, pero tenía una apariencia robusta y dura.

Estuvo listo tan solo unas semanas antes de que la reunión de pilotos de planeador empezase durante el verano. Ellos llevaron, no sin cierto esfuerzo, su diseño sobre una carreta, que renqueante subió la cuesta de la ladera de Wasserkuppe.

A mediados de Julio, como el año anterior, los estudiantes de la universidad y un nutrido grupo de entusiastas, empezaron a aposentarse de la cima del Röhn, erigiendo sus tiendas de campaña, sus talleres ambulantes y descubriendo sus aviones que venían cubiertos por lonas para preservarlos del polvo del camino.

Los tres enseñaron con orgullo su planeador, el APR-1. Los expertos se quedaron un poco sorprendidos por el diseño. Les ayudaron los estudiantes de ingeniería a trimar los mandos, a sacar el centro de gravedad, para que aquello tuviera alguna posibilidad de volar, y a cambiar la incidencia del estabilizador horizontal, para que el avión no fuera un trasto imposible de pilotar.

 

***

 

En pocos días empezaron los vuelos de los demás concursantes. Esta vez los diseños estaban mucho más elaborados que el año anterior. Ya no eran esos aviones de tela y cartón. Todo había mejorado. Incluso se presentó un planeador, el Vampyr, que parecía algo construido en una fábrica seria, no en un taller de aficionados.

Con él, venía un piloto con abundante experiencia. Joven pero avezado en el arte de volar.

Los lanzamientos seguían siendo por medio de las “gomas” desde la parte más alta de la colina. Ya no se trataba de simples planeos hasta la falda de la montaña. Todos habían aprendido, cómo el año pasado el Weltensegler, había sido capaz de sobrevolar la cima y mantenerse en el aire por unos cuantos minutos.

Un día de viento constante y bien aproado perpendicularmente a la ladera, el Vampyr fue lanzado a media tarde. El piloto, Martens, siguiendo las enseñazas aprendidas, no se fue en línea recta hacia el valle, sino que empezó a volar paralelo a la cresta de la montaña. La ascendencia que producía el viento al chocar contra la cima, hizo que empezase a tomar altura. ¡Una vez más se producía el milagro! Al final, el piloto no fue capaz todavía de entender esa ascendencia que se encontraba delante de la montaña, pero estirando su planeo llegó a estar más de seis minutos en el aire, hasta que aterrizó en la falda de Wasserkuppe. Subir el planeador desde el valle hasta la cima, era una labor tan penosa y difícil que pocas veces se podían hacer más de dos vuelos por cada tipo de avión. ¡Eso si no se había dañado en el aterrizaje, que era lo más normal!

Pero por lo que recordaba con cariño ese verano, era porque ellos aprendieron a volar. No existía ningún planeador para dar clase. Todos estaban pensados para un único piloto. Algunos de los aviadores que fueron a experimentar el vuelo a la reunión de Wasserkuppe, ya eran aviadores procedentes de la Gran Guerra, pero la mayoría no eran sino aficionados que con sus propios diseños tenían que aprender el arte de pilotar.

Tanto Robert como Peter, pasaron gran cantidad de tiempo con “su avión” en lo alto de la montaña, montados en la cabina, aproados contra el viento, y moviendo los mandos para mantener las alas paralelas al suelo, pues el planeador no tenía ni ruedas ni ningún elemento para moverse por el terreno. Tan solo un patín, hecho de madera de pino, protegía la parte baja del fuselaje, para que cuando se arrastrase por el suelo no se rompiese la “panza” del planeador.

Así, aproados al viento, movían la palanca de mando e iban adquiriendo los reflejos para mantener en equilibrio su máquina conservando horizontales las alas. En el fondo retrasaban inconscientemente el momento de hacer el primer verdadero vuelo. Tenían miedo, no solo en lanzarse al aire sino también en romper ese trabajo materializado en tela y madera que les había llevado todo un año de esfuerzos.

Pero llegó el día. Despejado. Viento fresco y constante, bien aproado a la ladera de la montaña. Ya no había excusas para no intentar el primer salto. Con religiosa seriedad echaron a suertes quién sería el primero en pegar el “vuelo”. Annette no quiso entrar en esta aventura. Lanzaron una moneda y la suerte se decantó por Robert.

Recordaba, como si fuera hoy, esos instantes que precedieron al despegue. Robert trataba de aparecer tranquilo, pero le temblaban las piernas. Sentía una desazón enorme. Le daban ganas de salir de allí corriendo, de abandonar ese compromiso en el cual habían estado soñando durante todo el año. Pero llegado el momento no podía huir y la responsabilidad se desplomaba sobre él como una pesada losa.

Plantaron el planeador en lo alto de la montaña apuntando al valle. Robert se metió en la cabina. No tenían ni siquiera un cinturón de seguridad. No había instrumentos. La velocidad la deduciría por la fuerza del viento que le daría en la cara. Dentro habían puesto un asa para que con la mano izquierda se agarrara, y así mantenerse sentado sin moverse. La mano derecha empuñaba la palanca de mando que movían los alerones para mantener las alas en equilibrio. También moviendo esta palanca adelante y atrás haría que el avión picase o encabritase. Por último unos pedales en donde apoyaba los pies, movían el timón de dirección, que dirigiría el planeador a derecha o izquierda.

Cuando ya estaba sentado, se acercó Arthur Martens, el piloto del Vampyr, y le dio un casco de cuero para que se lo pusiese encima de la cabeza. Le miró con determinación a los ojos y le aconsejó.

—En este primer vuelo, tensaremos poco las gomas para que hagas un salto corto. Trata de mover los mandos lo menos posible, deja que el avión vuele solo. Siente sus reacciones, aprende de él. ¡Suerte!

Dicho esto se fue andando hacia la punta del plano izquierdo, para mantenerlo él sin que las alas se cayesen hasta que el avión empezase a correr. Se dispusieron las gomas en forma de gran uve, enganchadas por una anilla a una pieza de hierro parecida a un pivote curvo hacia abajo en el morro del planeador. Junto a la cola se sentaron en el suelo cuatro personas para sujetar con una cuerda la parte de atrás del avión y mantenerla mientras las gomas se tensasen.

Peter le dio una cariñosa palmada sobre el casco de cuero y se alejó sin decir nada. Annette, se aproximó. Le miraba fijamente. No decía una palabra, pero al final en un gesto rápido se inclinó hacia él y le dio un beso en la mejilla. Esto desconcertó de tal manera a Robert, que por un momento se olvidó del vuelo, y se quedó mirando a la muchacha que se alejaba de la zona de lanzamiento para ver desde la proximidad del ala izquierda el vuelo.

—¿Listo?—. La voz de Martens, le sacó de su ensoñación.

—¡Si! —respondió Robert con un hilo de voz.

Unos momentos de espera que a él se le hicieron muy largos. Estaban esperando que el viento tuviera una racha un poco más fuerte para favorecer el despegue.

—¡Tensar! —gritó Martens desde la punta del plano.

Los que estaban al final de las gomas empezaron a correr, mientras estas se iban estirando.

Robert con la mirada dirigida al frente, la vista fija en la ladera cubierta de verde hierba que se extendía delante de sus ojos, notaba por una tenue vibración como las gomas se estiraban tratando de tirar del planeador.

—¡Soltar!

La voz de Martens apenas la pudo escuchar, pues el avión salió lanzado hacia adelante. Sintió la espalda pegada al asiento por la aceleración. El ruido del patín deslizándose por el suelo y unos instantes después, ya dejó de notar estas vibraciones. Solo la suavidad del aire.

¡Estaba volando!

El planeador se mantuvo a un metro de altura durante un cortísimo periodo de tiempo pero que Robert lo podía recordar como si fuera eterno, como si la vida se hubiese detenido en ese instante mágico en el cual ya no pertenecía a la tierra, ya era un pájaro que se escapaba del nido para vivir la vida de la libertad.

El planeador se dirigía hacia el suelo. Él tiró hacia si de la palanca, pero sintió como en ese momento el patín empezaba a rozar la hierba. El plano derecho se empezó a caer inclinándose. Movió la palanca hacia la izquierda para levantarlo, pero ya era tarde. La punta se arrastró ligeramente sobre la verde pradera y el avión se detuvo.

Todo volvió a ser silencio, tranquilidad. Soltó la empuñadura que tenía agarrada con la mano izquierda. Se dio cuenta de que la había mantenido con tal fuerza, que le dolían los nudillos. Respiró profundamente. En ese momento empezó a percibir los gritos de los jóvenes que venían corriendo ladera abajo hacia el planeador.

—¡Fantástico, extraordinario! —gritaba Peter dándole cariñosos golpes con la mano en el casco de cuero, mientras trataba de recuperar el resuello después de la carrera que se había dado desde el lugar de lanzamiento hasta el punto en donde se había detenido el avión. Annette se puso delante de él y sin decir palabra hizo un gesto con los puños apretados como queriendo decir: ¡Bien hecho!

Miraron el planeador por si había sufrido algún daño, pero tan solo se había roto un poco la tela de la punta del plano derecho al arrastrarse, cosa que reparó Annette cuando llegaron de nuevo a la cima de la montaña.

 

***

 

Ese día fue mágico, Peter voló dos veces y Robert dio un vuelo más. Todos muy cortos, pues no sobrepasaban los trescientos metros entre el punto del despegue y el del aterrizaje, volando a alturas que nunca fueron superiores a los cuatro o cinco metros, deslizándose paralelos a la montaña ladera abajo.

La verdad era, ahora lo recordaba con cariño, que el avión volaba bastante mal. No era nada maniobrero, nunca intentaron ni siquiera dar el más mínimo viraje con él, siempre volando por derecho montaña abajo. Tenía una virtud, era muy duro, no se rompía. Se acordó cómo en el primer vuelo de Peter, el aterrizaje fue algo violento, pero el planeador no sufrió ningún daño. Tan solo, a veces, la tela se desgarraba, pero ahí estaba la diligente Annette para arreglarla. El resultado fue que al final del verano, la apariencia del avión era penosa. Llena de remiendos, de arreglos provisionales, de parches de todo tipo y color.

Los estudiantes de Hannover, que habían construido el Vampyr, les dieron muchos consejos para mejorar el APR-1. También les dijeron que la razón para volar tan defectuosamente era que en el fondo su construcción era demasiado pesada, demasiado rígida.

 

***

 

Ese verano no hubo, por fortuna, ningún accidente mortal, pero sí más de un piloto salió de los restos de su avión, rodeado de astillas y tela desgarrada, con alguna pierna o brazo roto.

Mucha de la gente de Poppenhausen y de la aldeas de alrededor, acudían, pues los días del estío propiciaban al tiempo libre, a ver a esos “locos del aire” que se empeñaban en lo imposible, en volar sin que ningún motor los propulsara.

También a mediados de Agosto, las familias de Robert y de Annette y Peter se desplazaron a Wasserkuppe, subiendo a lo alto de la montaña, para ver el espectáculo y, sobre todo, apreciar las habilidades de sus hijos en esta faceta incipiente de la aviación sin motor.

—Estamos orgullosos de lo que habéis hecho —dijo Sara la madre de Robert a su hijo.

Pero éste no veía ningún entusiasmo en su padre que observaba con mirada crítica el extraño artefacto volador. Lo que comentaba era lo mal acabado que estaba en relación a cómo estaban ensambladas las maderas.

—Ya te enseñaré a mejorar estos empalmes —dijo Salomón Stanko.

Era la primera vez que su padre le decía algo que no fuera crítico sobre su trabajo.

 

 

Ellos ya se consideraban “expertos”, habían hecho más de una docena de cortos vuelos, de cortos planeos hacia el valle. Todavía Robert sentía una sensación extraña en el estómago antes de iniciar el lanzamiento. No quería reconocerlo, pero en el fondo eso era miedo. Lo que le entusiasmaba era, en cambio, el sentimiento de euforia, de alegría una vez concluido el aterrizaje. Cómo salía de su pequeña cabina con el convencimiento de ser un héroe, de haber vencido no solo su aprensión, sino de haber dominado a la madre naturaleza, a la fuerza de la gravedad que con obstinación quería hacer llevar a su APR-1 contra la tierra.

 

***

 

Mientras el avión que habían construido no pasaba de hacer pequeños saltos a muy poca altura, otros planeadores más avanzados empezaron a hacer vuelos que duraban minutos y llegaban a recorrer varios kilómetros.

El verano acabó y con él la reunión de pilotos y constructores. Robert, Peter y Annette se consideraban ya integrados en este grupo de personas pioneras en esta actividad.

Les dieron una serie de recomendaciones para hacer el APR-1 más maniobrero, para que volase de verdad. Pero eso significaba hacer casi el avión de nuevo, cambiar toda la estructura del ala, tan solo el fuselaje era posible mantenerlo más o menos como se encontraba construido.

Oscar Ursinus, el alma de este grupo, anunció que al año siguiente no solo sería una reunión de constructores, sino también un concurso deportivo. Habría premios para el primero que consiguiese estar en el aire por más de cuarenta minutos y para aquel concursante que lograse la distancia más larga desde el punto de despegue al de aterrizaje. También se concedería una distinción al mejor diseño.

Por último, para evitar incidentes y accidentes, un comité técnico tendría que hacer una evaluación del planeador antes de lanzarse al aire, y aquellos que no tuvieran un mínimo de seguridad, por su construcción, por su diseño, no serían autorizados a volar en el concurso.

Volvieron con su APR-1 al almacén y estuvieron pensando en la manera de modificarlo, de hacerlo más “aeronáutico”.

No obstante durante el invierno, tuvieron que aplicarse, pues era ya el último curso en el colegio.

Muchos días al acabar las clases, haciendo cara a aquel duro y áspero invierno, agrupados junto a la panzuda estufa del almacén, mientras se frotaban las manos y el viento y la nieve golpeaban las ventanas, pensaban modificar, o mejor construir un nuevo planeador. Sería el APR-2. Pero las intenciones y dibujos de Peter no pasaron de ahí, de buenos deseos.

Era su último año en el colegio municipal que reunía no solo a los estudiantes de Poppenhausen sino de bastantes aldeas vecinas. Todos se hacían cábalas de cuál sería su destino a partir de ahora. Annette quería estudiar, pero todos los esfuerzos de su familia se concentrarían en Peter. Éste se iría a la universidad de Darmstadt a iniciarse en la ingeniería, para ello la muchacha se tendría que quedar en la granja de sus padres dedicada a labores tan ingratas como la confección de quesos o el ordeño de las vacas.

Por su parte Robert, casi no tenía elección, pues su padre, autoritario como siempre, le conminaba a quedarse en la serrería y carpintería sacando adelante el negocio familiar.

 

***

 

Así pasó un invierno, que recordaba duro, terrible. No solo era el inclemente rigor de las nevadas, de los vientos heladores, del frío que se colaba dentro de los huesos, sino también la espantosa depresión económica en la cual lenta pero inexorablemente se hundía Alemania. La guerra había dejado el país desolado, destruido y con muy pocas posibilidades de salir adelante. Tenían la suerte, la ventaja, de que siempre en un pueblo esa calamidades se podían paliar, pues aunque la economía estuviese terriblemente deprimida, allí tenían vacas, aves de corral, embutidos caseros, que permitían seguir alimentando, sino con abundancia, si con dignidad a las familias.

 

***

 

Pero nada es eterno, y la primavera empezó a mostrar su faz amable. Los días empezaron a alargar, la luz inundaba los campos y al final del curso, de nuevo aparecieron aquella tropa de titiriteros aeronáuticos. Otra vez los viejos camiones, cada año más obsoletos, traían colgando vetustos remolques en los cuales cubiertos por lonas se adivinaban las formas de los planeadores. Sus alargadas alas. Los fuselajes con la brillantez del reciente barnizado sobre la madera. El entusiasmo de una juventud, ávida de experimentar la aventura del vuelo.

Peter, Annette y Robert, desempolvaron su viejo APR-1, lo limpiaron de telarañas y metiéndolo en un carro, desarmado en varias partes, las alas por un lado, el fuselaje por otro y la cola en otro paquete, subieron la colina. Arriba, en Wasserkuppe, ya estaban plantadas las tiendas, las casamatas que iba a hacer de hangares, de talleres.

Montaron con cuidado su máquina, las riostras y cables que le daban algo de rigidez a la estructura, las conexiones de los mandos, trimaron las alas, pero antes de volar, apareció el comité técnico que como había avisado el año anterior Oscar Ursinus, debería evaluar las condiciones de seguridad del planeador.

Era un grupo de sesudos ingenieros, con esa seriedad que daban las barbas pobladas de pelos canosos, pero también estudiantes de ingeniería, constructores aficionados, que se arrogaban el conocimiento de la construcción aeronáutica. Miraron, repasaron, evaluaron, hicieron cálculos y números en muchos papeles y cuartillas, para al final lanzar un veredicto inapelable. Ese planeador no estaba en condiciones de continuar el vuelo. La estructura de las alas era débil, pero sobre todo, el diseño aerodinámico era muy pobre, peligroso, no podía tener estabilidad y la maniobrabilidad sería muy marginal.

Fue un jarro de agua fría sobre los tres muchachos. Ya no podían seguir volando. Su sueño se desvanecía. Pero como nunca todas las ventanas se cierran al mismo tiempo, dado que el año anterior ya habían volado, que eran bien valorados por su trabajo en la madera, y por la habilidad de Annette para reparar telas rotas a jirones por los golpes y los poco afortunados aterrizajes, les encontrarían un hueco para dejarlos volar algunos de los diseños que traían los estudiantes de Hanover, o Frankfurt o de la universidad de Darmstadt y, a cambio, tendrían que trabajar en las reparaciones, en el arreglo de los planeadores rotos, y en el lanzamiento y recogida de estos.

Esta noticia, si en parte palió la tristeza de los dos muchachos no hizo lo mismo en Annette, pues ella no tendría la recompensa a su trabajo con saborear esos breves momentos en el aire.

 

***

 

Día tras día, los saltos de los nuevos planeadores asombraban a los lugareños y espectadores que en numerosa tropa se había desplazado hacia la montaña para contemplar aquel milagro de que aviones sin ningún motor se mantuviesen en el aire. Las evaluaciones del comité técnico habían dado sus frutos, pues ahora los aviones que volaban ya no se partían en el aterrizaje, o entraban en posiciones anormales, que los incipientes pilotos no eran capaces de solventar.

Martens, había refinado su planeador, el Vampyr y, además, debido a su mayor experiencia en el pilotaje, ganada el año anterior, empezaba a hacer vuelos cada vez más largos. Una tarde, de viento constante y bien aproado hacia la ladera, se preparó para ganar el premio de poder mantenerse más de cuarenta minutos seguidos en el aire. Con parsimonia, para no dejar nada al azar, se metió en la cabina. Cuidadosamente se ató a unos cinturones y cerró una cubierta de piel, que dejaba tan solo su cabeza al aire libre.

Todos esperaban el momento en que la racha de viento aumentase para lanzarlo al espacio. Delante del morro del planeador se extendían las dos gomas que enganchadas a un garfio, tirarían del avión. Las gomas eran del grosor de un par de centímetros, y estaban constituidas por cientos de pequeñas gomitas juntas, de unos cinco o seis metros de largas y envueltas todas ellas por encima en una cobertura de tela. Al final de las gomas había enganchadas dos cuerdas con nudos, que era donde las sufridas personas que las estiraban, tiraban con fuerza para darlas tensión. En la cola, unos cuatro o cinco muchachos mantenían con fuerza una pequeña cuerda, que evitaría que el planeador saliera volando, hasta que las gomas estuvieran lo suficientemente tensas. Un piloto con experiencia, estaba en la punta del plano izquierdo, y él era el que dirigía el lanzamiento.

Todo estaba preparado y la persona que cogía el ala le dijo a Martens.

—¿Todo listo?

Éste respondió afirmativamente con la cabeza, sin dejar de mirar al frente. Junto a ellos un chaval mantenía en alto un artilugio de cazoletas que giraban movidas por el viento y que medía la intensidad de éste. Cada pocos instantes decía en voz alta la velocidad del aire.

—¡Diez metros por segundo! ¡Doce ahora! ¡Nueve metros!

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