Honor

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III

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Robert apreció cómo el Konsul que pilotaba Peter se detenía en la última parte de la ladera hasta que recuperase la altura suficiente para intentar el paso a la siguiente montaña. Cuando el viento aumentó en alguna de sus ráfagas permitiendo incrementar un poco más la altitud de su vuelo, Peter se lanzó seguido por Robert en un planeo para alcanzar la próxima ladera. Ambos aviones se deslizaban perdiendo altura al haber abandonado la ascendencia de la montaña. Llegaron por debajo de la cresta de la cima, volando a solo unos escasos metros sobre el suelo, pero de nuevo la ascendencia que producía el viento les mantuvo y empezaron a aumentar su altitud. Así estuvieron volando ladera tras ladera, recordando los recovecos en donde el viento más podría ayudarles. Esas formas de la montaña que ellos habían memorizado después de aquella excursión en bici. Al final, aquello se acababa. Ya no se podía llegar más lejos. La siguiente cresta estaba tan alejada que era imposible alcanzarla. Tan solo estaban solos en el aire Peter y Robert. Peter se lanzó en el último planeo, mientas su amigo se quedaba dando vueltas todavía al final de la ladera, y pudo ver como estirando al máximo el rendimiento de su avión acabó aterrizando cerca de una granja, en un extenso prado en el cual pastaban dispersas algunas vacas. Robert sabía que el avión de Peter planeaba más, era superior al suyo. Él se quedaría un poco antes de donde había aterrizado el Konsul. No podría ganarle en esta competición de distancia.

Seguía dando vueltas y vueltas delante de la última montaña, apoyado en la brisa de la tarde, antes de abandonar ésta y lanzarse al planeo final. De pronto, una sombra pasó por su parte derecha. Era un pájaro bastante grande. De color gris, las plumas de la punta de las alas abiertas. ¿Sería un águila? No lo sabía, pero estaba volando exactamente como él, aprovechando la ascendencia que proveía el aire al incidir el viento contra la montaña. En un momento el pájaro pasó, en una de las maniobras de viraje, muy cerca de él. Vio como volvía la cabeza para mirarlo, pico acerado, ojos penetrantes, parecía observarlo con indiferencia. Pero el águila en lugar de seguir dando vuelas por delante de la ladera, emprendió un vuelo recto. Se alejaba de la montaña perdiendo altura, pero no movía en absoluto las alas. Ya casi no podía seguirlo con la vista, cuando vio como empezaba a dar giros. ¿Sería que estaba aprovechando una de esas pompas de aire caliente que posiblemente se desprendían de la tierra y formaban las nubes? Aparentemente sobre la posición del pájaro había una recortada nubecilla. La base de color gris y la parte alta blanca, inmaculada. No lo dudó. Pilotó su velero a la posición en donde el pájaro daba vueltas. Sabía que en parte se la estaba jugando. En esa zona no había nada más que piedras y prácticamente ninguna zona llana en donde poder efectuar el aterrizaje si al final se iba al suelo. No quiso pensar en ello. Llegó debajo del pájaro e intentó acomodar su vuelo al del ave. Daba vueltas debajo de él. Era algo a lo que no estaba acostumbrado. El pájaro viraba y viraba en círculos muy cerrados. Robert se abría algo más, su experiencia de pilotaje, era todavía muy precaria y dar virajes ceñidos, nunca lo había probado. Alternativamente miraba con atención la posición del animal, para volar justo debajo de él y, por otro lado, tenía los cinco sentidos puestos en que el velero no se desbocase, no entrara en una posición anormal. No era capaz de medir cuanto tiempo estuvieron así, tenía puesta toda su atención en la técnica de pilotaje y en mantenerse en la medida de lo posible justo debajo del gran pájaro. Por fin éste, ya muy cerca de la nube, abandonó esta forma de volar dando vueltas y vueltas y se dirigió por derecho hacia la llanura. En ese momento, Robert dejó también de virar y por primera vez lanzó su vista hacia la dirección del ave. Su sorpresa fue mayúscula. Se percató entonces que había subido.

¡Y mucho! Estaba a una altura inusual sobre la campiña. Antes preocupado por mantener el avión estable en los virajes, y mirando casi continuamente hacia arriba para acomodar su vuelo al del pájaro, no había tenido conciencia de su posición respecto a la tierra. Empezó a pegar gritos de alegría. No podía contener la euforia que lo inundaba. Aquello de volar dentro de esas pompas de aire caliente que subían hacia las nubes funcionaba, aunque encontrarlas sería algo difícil si no había cerca algún pájaro que marcase su posición, pues eran invisibles al ojo humano.

A mucha altura sobrepasó el Konsul de Peter que se veía allá abajo posado sobre la hierba. Fue trasformando toda esa altura ganada, en distancia. Mas de una vez notó las sensaciones que había experimentado cuando subía dando vueltas bajo el ave, ese empujón del aire, ese estremecimiento de las alas producido seguramente por la ligera turbulencia que producían en la atmósfera las corrientes ascendentes, pero no quiso virar, no sabía si sería capaz de aprovechar de nuevo esa ascendencia que acababa de descubrir, y tan solo le bastaba alargar todo lo posible el planeo, para ganar el mejor vuelo del campeonato.

Por fin se encontraba ya muy bajo sobre el terreno. Había que pensar en el aterrizaje. Un poco a su izquierda tenía un amplio campo que parecía recién segado de alguna cosecha de cereal. Decidió dirigirse allí. Antes una rápida mirada al humo de la chimenea de un caserío cercano para que le marcara la dirección del viento, y ya a muy pocos metros sobre el suelo se preocupó de posar lo más suavemente posible su avión. El patín de la parte baja del fuselaje, rozó el terreno. Rebotó ligeramente y de nuevo escuchó el sonido de la tierra al arrastrarse el velero en su carrera de aterrizaje. Una par de pequeños movimientos y el avión se detuvo. El ala izquierda, ya el velero parado, se apoyó suavemente sobre el suelo. Después de haber estado escuchando y sintiendo el sonido del aire contra su cara durante bastante tiempo, el silencio lo envolvió. Una sensación de tranquilidad, de relax se apoderó de él. Aquello fue un momento mágico. No sabía cuanto había estado volando, pero seguramente habría sido bastante más de una hora. Se sentía cansado, fruto de la tensión que había tenido durante ese vuelo.

Salió de la cabina y después de inspeccionar el velero comprobó que no tenía ningún daño. El terreno era algo pedregoso, pero el patín había protegido el fuselaje de las pequeñas piedras. Vio la huella que había dejado éste en el suelo y dedujo que la carrera de aterrizaje, apenas habría sobrepasado los veinte metros.

A lo lejos se acercaban corriendo dos chiquillos seguidos de una persona de edad montada en un caballo o en un mulo, no lo distinguía con certeza.

Cuando llegaron a donde él estaba, lo primero que preguntaron es si se encontraba bien. Ellos pensaban que había sufrido un accidente de aviación que le había obligado a hacer un aterrizaje forzoso. Robert les explicó como pudo que aquello era un avión sin motor, que estaban haciendo un campeonato y que había salido de Wasserkuppe. La incredulidad casi se reflejaba en el rostro de la persona mayor. Era imposible, El punto de salida que había dicho Robert, estaba a más de ¡40 Km.! de donde había aterrizado.

Por fin consiguió que le montaran en el caballo y a lomos de éste fueron a la aldea más cercana, a buscar un teléfono para avisar al equipo de rescate y que vinieran a desarmar el velero.

 

***

 

Llegaron ya totalmente de noche a la montaña del Rhön. El recibimiento fue apoteósico

—¿Cómo has podido hacer este vuelo? —preguntó Peter—. Te he visto pasar sobre mí a una altura increíble. Dabas vueltas y vueltas, pero ibas ganando altura, además estabas sobre la llanura, no sobre la montaña. Después te perdí de vista mientras te alejabas de mi lugar de aterrizaje.

Al día siguiente, hacia un día infernal. Viento racheado y muy fuerte mezclado con pequeños chubascos. Todos se afanaron en fijar con cuerdas al suelo los veleros que había en la cima, para que el aire no se los llevara. El avión de Robert, quedó dentro de un barracón desarmado, lo montarían cuando mejorase el tiempo, y la pléyade de pilotos se dirigieron bajo una gran tienda de campaña cuya tela flameaba agitada por el viento, para comentar el vuelo del día anterior.

Ahí Robert tuvo que explicar, cómo durante la primavera había ido primeramente con Peter y su hermana, a recorrer las montañas en toda su longitud, para ver en qué zonas se podría subir y mantenerse mejor, y cómo otro día observando el vuelo de los pájaros llegó a la conclusión de que volando en círculos dentro de las corriente ascendentes, como hacía estos, se podría ascender. Se estableció una animada discusión, hasta que un meteorólogo al que todos conocían como el profesor Walter Georgii dio una explicación.

—El mecanismo de formación de las nubes convectivas es conocido desde hace años. La tierra se calienta de manera desigual debido a los rayos solares. No tiene la misma temperatura un bosque que un arenal o que un lago. El aire que hay encima del terreno, coge la temperatura de la superficie que tiene debajo. El resultado es que al cabo de un cierto tiempo, hay zonas de la atmósfera, pegadas al suelo, que tienen diferencias de varios grados de temperatura. Eso es suficiente para que el aire en contacto con las zonas más cálidas, debido a que tiene menos densidad al volverse más caliente, se escape hacia arriba como un gigantesco globo, o corriente que asciende. Esas corrientes al final forman las nubes convectivas, las que denominamos como cúmulos, que son más o menos planas en su parte baja y redondas por la parte superior.

—Pues bien eso lo conocíamos los meteorólogos hace tiempo, pero lo que no se sabía era la intensidad y fuerza de esas corrientes que subían hacia la parte alta de la atmósfera. Lo que ha hecho Robert Stanko es, observando la técnica de vuelo de los grandes pájaros, imitarla y aprovecharse de esas burbujas que ascienden. Las deberíamos de llamar “térmicas” pues se producen por diferencias de temperatura. De todas formas, siempre había pensado, personalmente, que una de esas corrientes tenía la fuerza suficiente para hacer subir un pájaro, pero no un avión, aunque sea uno diseñado para planear como son nuestros veleros.

Surgieron muchas discusiones entre los pilotos sobre cómo conseguir volar dentro de esas “térmicas”. Una vez más le preguntaron a Robert, que explicase exactamente cómo había volado dentro de esa ascendencia.

Éste contó lo mejor que pudo lo que había hecho. Cómo fue acomodando el vuelo al del pájaro. Dijo que éste no hacía círculos perfectos, sino que iba abriendo y cerrando continuamente sus virajes. Seguramente la ascendencia no era aire estable, sino que cambiaba al subir. Explicó cómo sentía la turbulencia y lo que él notaba como empujones a su velero.

Fue un día muy importante, pues al final de la jornada se llegaron a bastantes conclusiones. Había que construir los nuevos aviones sin motor de una manera diferente, pensando más en la maniobrabilidad, pues hasta ahora la capacidad de poder volar en estrechos círculos no se había tenido en cuenta, ya que pasearse por delante de la ladera no exigía esa característica.

También iba a ser necesario poner instrumentos en las cabinas. Hasta ese momento como se volaba muy cerca del suelo, sobre la montaña, la simple observación del terreno, era suficiente para comprobar la velocidad y la altura, pero a partir de ahora, volando a gran altitud esa perspectiva se acababa.

 

***

 

El descubrimiento de las “térmicas” fue la mayor revolución en el vuelo a vela. Hasta ese momento, los veleros estaban anclados en las montañas. Solo podían volar sobre ellas y, únicamente, cuando el viento, incidiendo contra la ladera creaba delante de la cresta una ascendencia. Pero había muchos días sin viento, lo cual hacía que el vuelo fuera un simple planeo hacia el valle. Las térmicas propiciaban que se pudiese volar en cualquier terreno, no solo en las montañas. Siempre que el sol calentase, éstas corrientes ascendentes se producirían y poco a poco los pilotos empezaron a saber cómo aprovecharse de ellas. Al cabo de algún tiempo los records se dispararon a cifras impensables hacía tan solo un par de años. Se recorrieron distancias de cientos de kilómetros, y se alcanzaron alturas de muchos miles de metros.

Se diseñaron y construyeron veleros pensando en esta nueva manera de volar, maniobreros, ágiles, y también en parte se fue abandonando el sistema de hacerlos despegar desde el suelo. Cuando se volaba en un campo que no estaba en la cima de una ladera, el tradicional método, de lanzar el velero por medio de las gomas era imposible de aplicar. La única manera era remolcando el planeador por medio de una avioneta. Se unía a ésta por un cable o cuerda y así despegaba el avión remolcador arrastrando el velero hasta una cierta altura. Allí el piloto de vuelo a vela, soltaba el cable y empezaba a volar por su cuenta, buscando las térmicas que le hicieran mantenerse en el aire.

Esto creó grandes controversias. Los “puristas” del vuelo a vela no querían acomodarse a todos estos nuevos descubrimientos. Consideraban una “aberración” no salir desde una montaña impulsados por las “gomas”. Para ellos una avioneta era un medio “mecánico” y el vuelo a vela debería moverse solo gracias a las fuerzas de la naturaleza o de los hombres. No querían volar ahora con una cabina que poseía un montón de instrumentos. Estos viejos pilotos querían seguir notando el viento en sus caras, apreciar la altura visualmente sobre la cresta de la montaña y volar siempre por ella. Pero como es habitual, al final se tuvieron que rendir a la evidencia de que volar con esos nuevos veleros y esas nuevas técnicas, representaban el futuro del vuelo a vela.

También esta modalidad deportiva se empezó a expandir por toda Europa. Cada verano, tímidamente pero con continuidad, se presentaban al concurso de Wasserkuppe, pilotos y veleros de otros países, Francia, Inglaterra, Hungría etc. Normalmente no tenían resultados brillantes, pues los diseños alemanes eran mejores, y también los pilotos de ese país tenían una experiencia, fruto de los años en los cuales llevaban volando a vela, que sobrepasaba grandemente a la de los pilotos extranjeros.

Fueron unos años gloriosos, en los cuales para Robert y Peter, se llegaba por fin al propósito del vuelo a vela, la exploración de los límites del cielo, que por primera vez lo tenían al alcance de la mano igual que por siglos y milenios habían hecho los pájaros. Era el descubrimiento de un nuevo reino en el cual se podían medir de tú a tú con las aves.

Todo esto contrastaba en gran medida con la situación real de Alemania. Después del Jueves Negro de 1929 la miseria, el paro y la inflación galopante se enseñoreaban del país. Wasserkuppe y Poppenhausen eran como una isla en donde estos problemas se difuminaban. El vuelo a vela había dado un nuevo auge a esta región. La fábrica de muebles de la familia de Alexander Schleicher, se estaba transformando en una auténtica industria de construir veleros. Al principio nada más que se dedicaban a arreglarlos, pero ahora tenían nuevo personal que dirigía diseñaba y fabricaba estos aviones. El primer velero propio que construyeron fue un aparato biplaza, un tanto tosco, para enseñar a los futuros pilotos el arte de esta actividad. Peter se había trasformado en uno de los ingenieros de diseño y Robert, a pesar de sus pocos años, dirigía el taller que buscaba y trataba las maderas y los materiales de construcción. Por otra parte, tanto Peter como Robert, eran ahora unos de los mejores pilotos de competición de Alemania, y verano tras verano en el concurso de Wasserkuppe, luchaban siempre codo a codo por los primeros puestos.

Pero el resto de Alemania estaba sumida en al caos y la desesperanza. El pueblo alemán, perdido el norte buscaba un líder, un guía que encauzase a este país. En 1933, por fin la República de Weimar, dejó paso a un nuevo partido, dirigido por una persona emblemática, llena de carisma que supo encauzar las frustraciones de Alemania. Era Adolfo Hitler jefe del partido Nationalsozialistische Deutsche Arbeiterpartei, que pronto se conoció de una manera más concreta como el partido Nazi.

El cambio se notó hasta en la pequeña aldea de Poppenhausen. Las juventudes nazis, organizaban paradas y desfiles los domingos. Eran manifestaciones de muchachos vestidos de manera militar, con una parafernalia particular y que querían aplicar las directrices de su líder Hitler.

 

***

 

La tragedia que cambió la vida de Robert y de su familia ocurrió una desapacible noche de Febrero de 1933. Ya de madrugada, cuando las sombras, el frío, y la ventisca de nieve envolvían la aldea, unos gritos le despertaron. Al abrir los ojos vislumbró a través de los helados cristales de su ventana un resplandor rojo intermitente.

Se escuchaban gritos de su madre. No comprendía lo que pasaba.

—¡Vamos en pie, ayuda!—. Era su hermana que con cara desencajada llevaba en sus manos un cubo de agua que movía con dificultad por su peso.

Se levantó y al asomarse vio con horror que todo el taller de maderas de su padre estaba en llamas

—¡Más agua, más agua!—. El grito de su padre era desgarrador, angustioso, mientras intentaba como un poseso dar golpes con una lona contra las llamas.

Intentaron apagarlo, pero dados los materiales que había dentro era imposible. La noche fue muy dura, algo terrible y dantesco. Recordaba con claridad el rumoroso crepitar de las llamas, el resonar como truenos cuando las vigas del techo del almacén se derrumbaban en medio de una lluvia de chispas que se mezclaban con los copos de nieve que la ventisca arrastraba sin piedad, el calor asfixiante pese a la dureza del frío invernal… Aunque fueron ayudados por vecinos y amigos, no pudieron hacer nada. Al amanecer tan solo quedaban unas pavesas y un persistente humo negro que señalaba el lugar en el que estuvo el floreciente negocio del padre de Robert. Éste preguntaba con rabia a su hijo que si había dejado encendido algún infiernillo, alguna estufa que hubiera podido desencadenar este infierno.

—No papá. Yo no he dejado nada encendido —respondía con voz temblorosa Robert.

—¡Pero cómo es posible que todo esto se haya prendido, si es lo que más vigilo para que nunca ocurra un incendio! —decía su padre con una voz desgarrada que mezclaba la furia y la desesperación.

Pero con las primeras luces la realidad se hizo patente. Pudieron ver una gran pintada hecha con brea que cubría la fachada de su casa. Rezaba así: “Jüdisches Schweinefleisch aus Deutschland” (Cerdo judío fuera de Alemania)

Sí, el padre de Robert era judío, pero el muchacho no se podía considerar como tal. Había ido algunas veces con su familia a la sinagoga que había en Fulda, la ciudad más cercana de su aldea, pero nunca había tomado parte en grandes ceremonias religiosas. Era cierto que su padre, iba siempre con la Kipá, una pequeña gorra ritual empleada para cubrir parcialmente la cabeza usada tradicionalmente por los varones judíos. También tenía unos rasgos muy definidos, nariz aguileña y luengas barbas entrecanosas que le hacía notar como alguien diferente entre la población de su aldea.

La destrucción de su negocio causó una conmoción en el pueblo y una depresión brutal en su padre. Por primera vez, Robert se dio cuenta de lo que significaba pertenecer a una familia judía en esta nueva y cambiante Alemania. Aunque él, personalmente, se había sentido siempre un alemán no muy distinto de los demás, no llegaba a comprender esta nueva situación. Por miedo, por vergüenza, muchas personas trataban de esquivar el contacto con ellos a partir del día del incendio. El partido Nazi tenía ya una tela de araña establecida en las aldeas y la gente tenía miedo de que la tildasen de amigo de los judíos.

Peter se comportó con nobleza, aunque le dijo que posiblemente se aproximaban nuevos tiempos, que sería difíciles para ellos.

—Pase lo que pase, yo siempre seré tu amigo —le decía sinceramente.

—El problema va a ser el comportamiento de la gente del pueblo. No sé si por convicción o por miedo nos van a aislar —respondió Robert.

Peter quedó en silencio antes de responder.

—Tú has sido siempre un optimista. Esto pasará. Ahora el nuevo partido del gobierno está en efervescencia, pero seguro que la cordura vendrá de nuevo. Somos un pueblo culto y respetuoso con los demás.

Pero la realidad a veces no se alía con los deseos. Desde el día del incendio, el comportamiento de los vecinos del pueblo empezó a cambiar. La mayoría empezó a hacer un vacío alrededor de la familia judía. Hasta los que eran más amigos, los vecinos, trataban de eludir encontrarse con ellos, de mostrar en público su amistad.

Antes de que hubieran pasado dos meses. El padre de Robert, Salomón Stanko, decidió que tenían que abandonar Alemania. No había manera de recomponer su negocio, y además estos asaltos a judíos estaban extendiéndose por todos los lugares. Se marcharían a Polonia, en donde todavía tenían familia lejana. Con su autoritarismo, que era una parte importante de su personalidad, decidió que su nuevo destino iba a ser Varsovia, y que ahí irían todos juntos a buscar una nueva vida. Robert pensó en quedarse en su patria, pero antes decidió consultarlo con sus amigos.

Una tarde, acabado el trabajo en la fábrica de Alexander Schleicher, se reunieron ellos más Annette para tratar el tema.

—Es triste que Alemania trate con desprecio y hasta con humillación a una parte de sus ciudadanos, aunque sean de origen judío o húngaro, o de donde sea —decía Peter con tristeza—. Yo creo que esto acabará pronto y que la racionalidad se establecerá de nuevo en este país. Todos somos alemanes, residimos aquí y yo creo que no ha habido mala convivencia hasta ahora. Hitler está aglutinando a toda la población de Alemania y pronto saldremos de esta miseria que nos trajo la guerra. El partido Nazi es un partido socialista, y como tal tiene que velar por todos.

Se quedaron pensativos hasta que Alexander dijo con valentía.

—Tengo amigos que son militantes del partido. No seas ingenuo Peter. Tienen una obsesión con la raza aria, con la pureza germánica. Quieren destruir todo aquello que no sea genuinamente alemán. Desgraciadamente Robert —decía estas palabras dirigiéndose directamente a él—, si te quedas aquí, creo que te harán la vida imposible. Nosotros seguiremos siendo tus amigos, pero no podemos hacer nada contra una organización tan dura y potente como el partido Nazi. La realidad es cruda, pero es así.

 

***

 

Al final, y después de muchas dudas y cavilaciones pensó que no podía dejar solos a sus padres y a su hermana y saldría con ellos. Quizás si las cosas cambiaban y se establecía la sensatez y la convivencia con respecto a los judíos otra vez en Alemania, volvería. Sus amigos le aseguraron que siempre tendría un trabajo en la fábrica y un puesto como piloto de competición de vuelo a vela.

La despedida con Annette fue la más dura y triste. Las relaciones entre los dos se habían intensificado. Aunque sin establecer oficialmente un noviazgo, hacían planes para el futuro. Robert prometió a la muchacha que volvería, que no se conformaba con esta precipitada huída a la cual estaba obligado para ayudar a su familia.

El último día cuando la fábrica se cerró y los pocos trabajadores que en ella laboraban salieron fuera, los dos se quedaron dentro del almacén. Rodeados por los fuselajes y las alas de los veleros a medio construir, sumergidos entre los olores de la resina, de los pegamentos y barnices, entre medias de sus queridos aviones, por primera vez dieron rienda suelta a la fogosidad de sus jóvenes cuerpos. Fue una noche de amor y pasión que acabó en una despedida plagada de lágrimas y promesas ya cerca del amanecer.

Al día siguiente, muy de mañana, toda la familia de Robert con unas grandes maletas y baúles en las cuales llevaban las pertenencias más imprescindibles, tomó un autobús que les conduciría a Fulda. Allí abordarían un tren para dirigirse a Polonia.

Cuando salieron de su casa hacia la parada del medio de transporte, los pocos vecinos que había por la calle, con vergüenza, con pudor, trataban de no cruzarse con ellos, de dirigir la mirada hacia otro lado, de bajar la vista, de hacer como si no les conocieran. Fue en ese instante cuando Robert se dio cuenta que en el fondo dejaba de pertenecer a esa patria en la cual había nacido y pasado años maravillosos, pero que ahora le negaba el amparo y la vida. A partir de ese momento una nueva existencia, una incógnita era el porvenir que le esperaba. Sintió en su estómago, otra vez esa sensación incómoda que había experimentado cada vez que iba a salir a volar, cuando todavía estaba aprendiendo el arte de pilotar un avión y la inexperiencia le atenazaba, pero esta vez, sí era miedo, no era al vuelo, era a la desconocida vida, a la incertidumbre a la cual se enfrentaba.

Ya montado en el autobús, se atrevió a dirigir una mirada a la montaña de Wasserkuppe, esa ladera mítica en la cual aprendió a volar, a deslizarse por el aire como un pájaro. ¿Volvería a sentir otra vez esas sensaciones únicas del vuelo, o eso era también parte de su pasado? La veía entre la bruma, verde, imponente y algo borrosa. Se dio cuenta que era por las lágrimas, que sin haberlo notado antes, iban anegando sus ojos.

 

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