Honor

Honor


IV

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IV

 

La vida en Varsovia

 

Miró el emblema que tenía su avión, el Mustang, en el fuselaje. Era el escudo de su escuadrón, el 303, el Kosciuszko Squadron. Un escudo en el cual se veían dos guadañas, y de fondo una representación de las barras y estrellas de la bandera de Estados Unidos. ¡Qué lejos se le antojaba el día en que por primera vez oyó hablar de este escuadrón!

En realidad el nombre, Kosciuszko venía de un héroe polaco, Tadeusz Kosciuszko, que durante la guerra de independencia americana, cuando los futuros Estados Unidos se estaban formando, ayudó a esta nueva nación a lograr su separación de la metrópoli inglesa. Éste hombre era un buen ingeniero que en el año 1776 en las batallas de Saratoga y Hudson River, ayudó, construyendo sistemas de barricadas, que propiciaron la victoria a las fuerzas de Washington.

Regresó en 1779 a Polonia, allí volvió a seguir luchando, esta vez por la independencia de su patria, organizando una revuelta, y creando un ejército popular con los campesinos. La combinación de fuerzas de Rusia, Prusia y Austria, acabó derrotando ese conato de independencia. Tadeusz Kosciuszko acabó muy mal herido y preso por los rusos. Al cabo de los años, ya liberado, murió a resultas de las secuelas de las heridas que tenía y que le habían dejado totalmente tullido.

Durante la Primera Guerra Mundial, un oficial americano de nombre Merian Cooper, cuyos antepasados eran polacos, se involucró en la lucha contra Alemania y fue un piloto activo en los aviones de caza volando desde Francia.

Cuando acabó la Gran Guerra, Cooper, de espíritu muy aventurero, quería todavía más batalla. Se dirigió a Polonia, que entonces luchaba contra Rusia, para tratar de mantener su independencia, y le propuso al gobierno polaco organizar un escuadrón aéreo de combate, pues el ejército de Polonia no tenía ni medios ni pilotos para luchar. Lo consiguió y bautizó ese escuadrón de aviones con el nombre de Kosciuszko Squadron, en memoria de aquel polaco que hacia varios siglos ayudó a su patria a conseguir la independencia. El emblema lo diseño con un fondo de barras y estrellas, en recuerdo de su patria, Estados Unidos, el gorro de cuatro puntas que llevaba Kosciuszko en el levantamiento militar de 1799 y las dos guadañas cruzadas sobre él, para representar las únicas armas de que disponían los revolucionarios, ya que eran tan solo campesinos que usaban sus instrumentos de trabajo agrícola como armamento.

La revuelta por la independencia de Polonia acabó en fracaso, y Merian Cooper, al igual que su predecesor polaco, acabó preso de los rusos, salvando su vida milagrosamente después de pasar varios años en prisión.

En recuerdo a toda esa aventura, el primer escuadrón que luchó junto a Inglaterra con pilotos polacos contra Alemania, se apodó Kosciuszko Squadron y recuperó no solo su emblema sino también su tradición de rebeldía, de lucha contra los países que habían quitado la independencia a Polonia.

Antes de conocer a ese escuadrón, Robert recordó cómo fue su primer contacto con su nueva patria.

 

***

 

Después de empaquetar cuidadosamente sus pertenencias en unos grandes cajones de madera, los mandaron a una dirección en Varsovia, que el padre de Robert dio a una agencia. Tan solo llegaron dos paquetes a su destino y al cabo de cerca de medio año. El resto de sus cosas, la ropa, y otros aperos de la casa de tamaño pequeño, en grandes maletas y baúles, se lo llevaron con ellos, a pesar del incordio por el peso y el volumen que representaban

El viaje en tren hasta Varsovia, les llevó más de un día. Recordaba la gris mañana en la cual la llovizna daba una pátina brillante a los andenes de la estación de Fulda. Se metieron en un vagón en el cual había dos jóvenes, los cuales al ver a su padre con la kipá sobre su cabeza y sus largas barbas, intercambiaron una mirada cómplice y sin mediar palabra salieron del apartamento, dejándolos solos. Toda la familia Stanko, no comentó nada sobre el incidente, pero se dieron cuenta de que una nueva cultura se imponía en Alemania. Una cultura de desprecio y de aislamiento hacia los judíos. Más tarde, Robert intentó que su padre se quitase de la cabeza ese aditamento que le señalaba y le definía como una persona distinta de los alemanes vulgares, pero recibió una reprimenda moral importante, que si no llega a ser por la madre de Robert, que medió en la discusión, habría acabado con las escasas relaciones que el muchacho tenía ya con su padre.

El tren arrancó con pesadez entre grandes bufidos envueltos en vapor y el viaje empezó a media mañana. Atravesando el terreno hacia el norte de Alemania. Robert tenía la vista fija en el paisaje que lentamente desfilaba delante de ellos. No entendía por qué se sentía expulsado de esa tierra a la cual amaba, de la cual formaba parte. Las nubes bajas y la pertinaz y suave lluvia que envolvía las colinas y los campos, le producían una gran tristeza.

Pasaron por Erfurt, y prosiguieron hasta Leipzig. Allí tendrían que cambiar de tren para seguir hacia Berlín. La espera en la estación, a donde llegaron a la última hora de la tarde, todos juntos, envueltos en mantas y rodeados por maletas y baúles, daba una visión lastimosa que las personas que por allí deambulaban miraban casi con desprecio.

Ya casi amaneciendo entró el expreso que les llevaría hasta la capital alemana. Se subieron al tren y lograron encontrar un apartamento vacío, el cual llenaron a tope para que nadie osara juntarse con ellos y tener que sufrir otro desprecio. Nada más partir el tren se quedaron dormidos por el cansancio de la espera en la estación de Leipzig.

Robert se despertó cuando ya estaban llegando a las primeras casas de Berlín. La ciudad le impresionaba por su tamaño, por su aparente lujo, pese a la depresión alemana. En realidad había pasado toda su corta vida prácticamente en su pueblo natal, en Poppenhausen haciendo alguna vez alguna escapada a Fulda.

El tren se detuvo y con gran trabajo sacaron todas las maletas y baúles hasta el andén. Tenían que esperar un par de horas a que saliera el ferrocarril que les llevaría hasta Varsovia. Una vez más se produjo la misma escena que en la estación de Leipzig. Toda la familia apilada junto a una pared, rodeada de sus pertenencias, mientras los pasajeros deambulantes les miraban con un cierto desdén al ver al padre de Robert con la kipá sobre su cabeza y la fisonomía que delataba su pertenencia a los judíos.

Toda la estación estaba llena de banderolas rojas con la svástica del nuevo partido nazi que acababa de subir al poder. Robert se aproximó a una cantina cercana para comprar algo de comer. Pan, salchichas y chocolate junto a unas botellas de agua. Como iba él solo junto a su hermana Gretel, el trato fue familiar y agradable por parte del cantinero. Se dio cuenta de que estos no se percataban de que pertenecía a una familia judía. Si hubiese ido con su padre la situación habría sido muy distinta.

Por fin a media mañana tomaron el tren que los llevaría hasta la frontera. El día seguía lluvioso y encapotado, luz lúgubre que infundía un rictus de tristeza a los últimos kilómetros que desfilaban delante de ellos de esta llanura alemana.

Pasaron el río Oder, que le impresionó por su tamaño, y poco después el tren inició una ralentización de su marcha hasta que se detuvo. Habían llegado a la frontera con Polonia. De nuevo la ingrata labor de bajar con todo su equipaje y baúles. Allí un estricto oficial miró y remiró los documentos y pasaporte de toda la familia Stanko, para al final dar el visto bueno y permitir pasar al otro país.

En la frontera polaca, el padre de Robert, era el único que se podía hacer entender bien, la madre del muchacho, Sara, hablaba muy poco el polaco. Nuevamente revisión de paquetes y equipajes, para al final poner unos cuantos sellos en los pasaportes y permitir la entrada en Polonia.

Arrastraron de nuevo sus pertenencias y montaron en un nuevo tren que les llevaría hasta su destino final, Varsovia. A Robert le pareció que los vagones eran algo más desvencijados que los alemanes. Ya no iban en un compartimento, sino en bancos corridos casi llenos de gente. Lo que observó es que no había miradas extrañas por la presencia inequívocamente judía de su padre, parecían mejor aceptados que en la naciente Alemania nazi.

Tras una corta espera el tren se puso en marcha. Sus progenitores se durmieron en poco tiempo abrazados a las maletas, pero tanto Robert como su hermana, estaban con la vista fija en el paisaje que con lentitud pasaba delante de la ventana del vagón.

Le pareció muy semejante a la Alemania que acababan de dejar, llanuras verdes, el suelo encharcado, henchido de agua, no había colinas ni montañas, se acordó de su Wasserkuppe, de la montaña del Röhn, en donde había disfrutado de esos maravillosos incipientes saltos en el espacio. Las construcciones de las casas eran algo peculiares y sintió una leve inquietud al ver los carteles de las estaciones escritos con letras y caligrafía que no llegaban a entender en absoluto. Tendría que aprender una lengua distinta, una manera diferente de comunicarse, el alemán su idioma de nacimiento y el inglés que hablaba casi perfectamente gracias a su madre no le serían de utilidad en esta su nueva patria. ¡Nueva patria! Qué extraña le sonaba esa frase.

 

***

 

A media tarde llegaron por fin a Varsovia. Una vez más el engorro de bajar con todo su aparatoso y pesado equipaje. Sobre la entrada del edificio rezaba un gran cartel en letras negras sobre fondo blanco: “Dworzec Kolejowy Warszawa Centralna”. Eso debería significar Estación Central de Varsovia. Se dio cuenta de que no entendía nada de este, para él, extraño idioma tan distinto a lo que estaba acostumbrado a hablar.

Ya en la calle, cogieron dos taxis dentro de los cuales se acomodaron con sus voluminosas pertenencias y el padre de Robert, les dio una dirección, Pròzna junto plaza Grzybowski. Mientras recorrían las calles, admiraba su amplitud, la elegancia de algunos edificios, y sobre todo los tranvías. Hasta ahora no había visto nunca ninguno.

Por fin llegaron a unas casas construidas en ladrillos rojos, de muy buena apariencia. Dejaron todas sus pertenencias sobre la acera, al cuidado del muchacho y su hermana, y por una escalera amplia con un bonito pasamanos de madera subieron Salomón Stanko y la madre de Robert, Sara.

Allí sobre la acera, los dos hermanos sin intercambiar apenas palabras miraban con curiosidad todo aquello que era totalmente nuevo para ellos. Los ruidos de la calle, el tráfico de coches y el peculiar sonido metálico que era el timbre de los tranvías cuando después de parar emprendían de nuevo la marcha. También escuchaba un piano cuyas notas parecían subir desde el sótano de la casa.

Les sacó de su abstracción la presencia de sus padres, que con cara sonriente dijeron que subieran al segundo piso. Con gran esfuerzo agarraron los baúles y maletas y llegaron a un rellano con dos puertas. En una de ellas, abierta, se escapaba una luz mortecina y cálida. En el umbral una persona que a Robert le pareció muy anciana les ofrecía una amigable sonrisa.

—Éste es vuestro tío abuelo Andrzej, en cuya casa nos vamos a instalar de momento.

Gretel dio un beso en la mejilla al anciano y Robert dudó de hacer lo mismo u ofrecerle la mano que es lo que hizo al final.

Andrzej era una persona de pocos y largos pelos blancos sobre su cabeza, que también llegaba la kipá. Era alto aunque de espaldas encorvadas, y muy delgado. La piel del rostro arrugada, en donde brillaban con inquietud unos ojos marrones. Estaba con una pequeña manta sobre sus hombros que le protegían del frío que había en la casa, calentada, aparentemente, por una panzuda estufa en donde se escuchaba un crepitar de llamas. Su hogar era muy grande, largos pasillos, muchas habitaciones y todo parecía que llevaba años cerrado, con los escasos muebles cubiertos por sábanas que en su tiempo serían blancas pero que ahora tenían un color sepia. Él habitaba en este gran caserón sin ninguna otra persona, se había quedado viudo hacía muchos años, y no tenía hijos. Tan solo una pequeña parte de la casa es la que usaba. El salón, con elegantes y decadentes muebles. Algunas fotografías amarillentas sobre ellos, mostraban a la que debía haber sido su mujer. Una cocina, su amplio dormitorio y un cuarto de baño. El resto, aparentemente lo tenía todo cerrado.

Había sido un afamado joyero que conocía los secretos del corte de las gemas y los diamantes. Ahora vivía del dinero ahorrado, y apenas salía de su casa, según explicó al padre de Robert, mientras éste lo traducía para sus hijos.

Se acomodaron en las habitaciones libres que quedaban, una grande para los padres de Robert, y dos más pequeñas, una para Gretel y otra para él. La madre de ambos se ocupó inmediatamente de arreglar, en la medida de lo posible, estas estancias extendiendo las sábanas sobre las camas. El problema es que fuera del salón hacía un frío considerable, pues toda la calefacción estaba cerrada y por estar tanto tiempo en desuso, apenas calentaba.

Sara preparó una agradable cena y, en la mesa, Salomón hablaba continuamente con su tío, ante la mudez de Robert y Gretel que no entendían nada.

Terminada la pitanza, se acomodaron en unos sofás mientras los dos hombres tomaban unas copas de un licor. La madre y la hermana de Robert fueron a la cocina a recoger y fregar los platos y cubiertos, y el muchacho se quedó viendo los libros y recuerdos que repartidos por el salón daban un toque algo más personal a la estancia.

Ya bastante tarde se retiraron a descansar. Sería algo ya pasada la media noche, cuando unos gritos y sollozos despertaron a Robert. En un principio se quedó quieto. No sabía de donde provenían esos sonidos, pero se dio cuenta de que era su madre la que gritaba y lloraba. Se vistió de mala manera con premura y salió de su habitación. Al final del largo y oscuro pasillo vio la luz que se desparramaba por la puerta abierta de la habitación en la cual se habían acomodado sus padres.

Junto a la puerta la madre de Robert, apretaba un pañuelo contra su nariz. A un lado, con una mano cariñosamente posada sobre su hombro estaba Andrzej que llevaba un batín, como de raso, abierto, lo cual dejaba ver un arrugado pijama a rayas, y sobre sus hombros la misma mantita con la cual les había recibido la tarde anterior.

Robert se asomó a la habitación. Sobre la cama, su padre con los ojos muy abiertos, un brazo estirado y movimientos rítmicos y espasmódicos en el rostro, era acariciado con ternura por su hermana Gretel.

Andrzej, salió arrastrando las pantuflas que llevaba sobre sus pies, hacia la puerta. Abrió ésta y con suavidad llamó a la casa vecina. Tuvo que hacerlo varias veces, hasta que alguien al otro lado contestó unas palabras que Robert no podía entender.

Se abrió, y en el umbral, a contraluz de una lámpara su tío abuelo, habló con premura a un hombre de mediana edad. Éste desapareció dentro de la casa dejando la puerta abierta. Por lo que podía ver Robert, estaba amueblada con elegancia, bonitos cuadros sobre las paredes, alfombras sobre un suelo de buena tarima.

Al cabo de un rato, apareció un hombre de unos treinta años, alto, delgado, con unas gafas redondas que le daban un cierto aire intelectual. Iba vestido con un batín de color beige y calzaba unas pantuflas que arrastraba por la madera del entarimado. Intercambió unas palabras con Andrzej en polaco y entró en su casa.

Por la puerta del fondo del pasillo apareció una figura que Robert no distinguía bien por el contraluz. Se aproximó a la puerta. Era una mujer que se cubría con una bata que le llegaba hasta los pies. Pelo ensortijado y de color trigueño, nariz afilada y larga, y un cierto aire elegante en sus ademanes.

Se dirigió a Robert en un perfecto alemán cosa que le sorprendió totalmente.

—Sois la familia de Andrzej que habéis venido de Alemania

¿Verdad?

En un principio el muchacho se quedó un tanto atribulado al ver a esta joven mujer hablar su lengua.

—Sí, llegamos ayer —respondió—. Parece que a mi padre le ha dado un ataque de algo, no sé... Estamos angustiados, no sabemos que hacer, no conocemos a nadie aquí.

—Mi hermano lo tratará —dijo ella—. Es un buen médico y seguro que tendrá alguna solución.

Se quedaron los dos sin hablar, mientras de la casa de Andrzej, salían sonidos de la interrogación que hacía el doctor y las respuestas de la madre de Robert, mezcladas con algunos gemidos y lloros.

—Me llamo Klara —dijo ella mientras le extendía la mano. Era una mano de dedos largos y finos, uñas cortas y bien cuidadas, y con un pequeño anillo adornando un dedo.

Él le estrechó su mano, mientras se presentaba. Después preguntó con curiosidad.

—¿Cómo hablas tan bien el alemán?

—Soy pianista, e hice mis estudios en Viena durante diez años. En general toda mi familia habla alemán aunque con algo de acento polaco.

 

***

 

El padre de Robert había padecido un ictus cerebral. Esa misma madrugada fue a un hospital en donde trabajaba como médico Simeón, el hermano de Klara. No pudieron mejorar su estado. A partir de ese día la parálisis parcial de su rostro y del lado derecho de su cuerpo, le impedía hablar con soltura y, en parte, valerse totalmente por si mismo. Salomón Stanko que siempre había sido hombre de pocas palabras y de carácter reservado, se volvió todavía más taciturno. Apenas hablaba por las dificultades que tenía para hacerse entender, y gracias a la paciencia de Sara, la situación familiar era algo más soportable.

Inmediatamente se plantearon que tendrían que trabajar de alguna forma para sacar adelante los gastos de la casa, pese a que Andrzej se ofreció a ayudar en la medida de sus posibilidades. La madre de Robert y su hermana, pronto empezaron a hacer arreglos caseros de ropa trabajando con una máquina de coser, que aunque algo antigua y olvidada, daba un buen rendimiento.

La familia vecina puerta con puerta, fue de gran ayuda para ellos. Estaba constituida por el padre Isaac, un buen artesano, de pelo canoso y algo largo, bastante corpulento y que aunque era también judío, no se tocaba con la kipá, como el padre de Robert. Su mujer había fallecido hacia tan solo un año, víctima del atropello de un tranvía, creando una conmoción en la familia. Su oficio o profesión, era la construcción de instrumentos musicales, principalmente pianos, cosa que hacia en un amplio sótano que existía en la casa. Su hijo Simeón, era ya un afamado médico que se dedicaba principalmente a la cirugía cardiaca. Por último la hermana pequeña, Klara, un poco más mayor que Robert, pianista, que trabajaba en la Orquesta Filarmónica polaca. Era una mujer que muy pronto congenió con Robert. Se ofreció a enseñar el polaco tanto a él como a su hermana, aunque ella la mitad del tiempo no asistía a las clases que le daba en su casa por el trabajo de la costura junto a su madre. Esto le agradaba más al muchacho, pues la verdad es que además de aprender el polaco, había una buena comunicación entre ellos, y las bromas y las risas creaban una atmósfera de complicidad. Toda la familia de Isaac, era de un nivel intelectual alto. Además de la maestría de Klara para tocar el piano, su padre también era un buen concertista y su hermano, cuando las obligaciones en el hospital le dejaban tiempo, tocaba con bastante habilidad el violín.

Pero no solo era la música, la literatura y las tertulias culturales se sucedían en su casa. Robert se dio cuenta que la unión de la población judía en Varsovia era bastante fuerte y que los judíos eran en general gente de alto nivel intelectual y económico.

Klara no era una mujer muy agraciada físicamente, tenía un cuerpo estilizado y fino, pero su cara demasiado delgada y con su nariz prominente no mostraba unos rasgos armónicos. Pero no cabía duda de que tenía un alma buena y generosa.

Su padre, Isaac, ofreció un puesto de trabajo a Robert en el taller de construcción de pianos. Él no tenía ni idea hasta entonces de cómo se fabricaban estos instrumentos musicales, pero los años trabajados en la fábrica de Alexander Schleicher, construyendo aviones sin motor, le habían dado una cierta maestría en el manejo, corte y tratamiento de la maderas, que le fue muy útil a la hora de sentirse cómodo en su nueva labor.

 

***

 

Cada día al final de la tarde iba a casa de Klara, a practicar el polaco. A veces, ella estaba haciendo sus intensivos ejercicios de piano, y Robert esperaba pacientemente escuchando su maestría y observando la rapidez y elegancia con la cual sus dedos se deslizaban por el teclado. Cuando acababa, siempre tenía una sonrisa para su anfitrión. Ella no solo quería que aprendiese a hablar con soltura su lengua, sino también intentaba que supiera escribirlo. Le ponía ejercicios para que tradujera frases. Klara escribía con una letra elegante, uniforme, casi como si fuera de imprenta. A Robert le fascinaba verla escribir con esa facilidad, trazando consonantes altas y picudas, y vocales redondeadas. Todo sin perder nunca la alineación, sin hacer una letra más grande que otra. A veces las risas por la pronunciación de las frases rompía la seriedad de la enseñanza y ambos lo pasaban francamente bien, con esos momentos divertidos.

Los días de fiesta, Klara le mostraba la ciudad, principalmente los monumentos, los grandes edificios. Se asombraba de su erudición, de su cultura. Se sentía disminuido delante de ella.

Un día le invitó a un concierto. Era la primera vez que iba a un evento así. Robert tuvo que ir por su cuenta, pues Klara, que era una de las solistas se desplazo muy pronto a la sala para preparar todo. Cuando él llegó allí se quedó fascinado por la elegancia de los asistentes, el sentimiento casi religioso del acto. Se sentó en su butaca, y con gran atención estudió el programa de mano. Iba a escuchar en la primera parte “Scheherazade” de Rimsky-Korsakov y en la segunda el Concierto número uno para piano y orquesta de Chopin, en el cual Klara actuaría de solista. Ya tenía el suficiente dominio del polaco para entender sin problemas lo que ponía sobre las obras el programa de mano. Se fascinó con la historia de Scheherazade basada en el libro de “Las Mil y una Noches”, la muchacha que escapa de la muerte noche tras noche, contándole cuentos al Sultán que podría ejecutarla, una obra programática, con un hilo argumental extramusical, donde el título de cada movimiento se corresponde con uno de los cuentos que relata Scheherazade.

Por fin todos los asistentes llenaron a tope el patio de butacas. Salió el director, y tras unos aplausos de cortesía se empezó a hacer un silencio expectante. Ese rito mágico de los conciertos que para él era desconocido. El director levantó los brazos, de espaldas al patio de butacas. Así esperó un cierto tiempo, que a Robert se le antojaba largo y extraño hasta que ni el más mínimo sonido se escuchaba en la sala. Inició entonces un movimiento ondulante y la orquesta cobró vida. Tras unos compases de introducción, surgió nítido, puro, el sonido del violín adornado por el arpa. Robert reconoció al instante que aquella era la representación de la voz del Scheherazade. Notó como el vello de los brazos se le erizaba, nunca había tenido esas sensaciones, ¡sentía esa música que jamás antes había intentado ni siquiera comprender! Terminó el primer movimiento, y en el intervalo todo el publicó hizo diferentes ruidos, carraspeos, moverse en la butaca, algún comentario en voz baja... De nuevo el director levantó los brazos para atacar el segundo movimiento. El milagro se produjo de nuevo. Hasta que no se hizo un silencio total no empezaron de nuevo aquellos sonidos tan armónicos, maravillosos que le fascinaban. Así llegaron hasta el cuarto y último movimiento. Robert consultó el programa de mano, en él se explicaba a qué se refería esta última historia: “Festival en Bagdad. El Mar. El barco se estrella contra un acantilado superado por el Jinete de Bronce”. Una vez más el sonido de los instrumentos le envolvía. Casi al final de la obra entornó lo ojos. La potencia sonora de la orquesta que iba aumentando cada vez más, le trasladó a un mundo de sensaciones increíbles. No pensaba que la música podía producir esos sentimientos. Con los ojos casi cerrados, “veía” esas olas de un mar bravío, cada vez más y más imponente, hasta que al final, la nave se estrellaba contra las rocas y quedaba a la deriva. De pronto la orquesta se apagaba, casi todo en suave silencio, y surgió la voz aguda del violín... la voz de Scheherazade, desesperada pues tan solo podía ya esperar la clemencia del sultán.

Acabó la obra y mientras en un gesto lento y casi teatral el director bajó los brazos, los espectadores, todos puestos en pie, prorrumpieron en frenéticos aplausos mezclados con gritos de

¡Bravo! Robert seguía con los ojos medio entornados. Salió de sus abstracción y se dio cuenta que los tenía húmedos, se encontraba emocionado. Estaba sentado en la butaca, casi incapaz de moverse, mientras la costumbre, para él nueva, de saludar del director, que salía y entraba del escenario para recoger sus aplausos, se prolongó durante muchos minutos.

En el intervalo, se quedó sin abandonar su asiento, mientras, la mayoría del público salía a fumar o a comentar la obra. Él seguía estremecido por esa música que acababa de descubrir, viendo como los tramoyistas cambiaban partituras, y sacaban al escenario un gran piano de cola de color negro.

Otra vez la sala se llenó y después de salir los profesores de la orquesta, se presentaron sobre el estrado el director acompañado por Klara. Iba enfundada en un vestido negro, largo hasta los pies. Un escote dejaba al descubierto la parte superior de su torso. Brazos largos y clavículas marcadas por su delgadez. Otra vez el ritual del director: levantó los brazos, mientras, Klara, totalmente concentrada, seria, se acomodaba bien sobre su asiento, midiendo la distancia hasta el piano y dejando los brazos caídos lánguidamente a sus costados. Cuando el silencio era total, no se escuchaba ni la respiración de las personas, el concierto empezó. Robert lanzó una fugaz mirada al programa; primer movimiento allegro maestoso, no sabía en realidad el significado de esas palabras. La orquesta empezó a desgranar las primeras notas. Klara, estática, sin un movimiento, sin ninguna expresión continuaba mirando fijamente hacia el teclado. Al cabo de varios minutos la orquesta fue disminuyendo su potencia sonora. Ella movió las manos para ponerlas sobre el piano, y a una leve mirada del director atacó las primeras notas. Fuertes, potentes, seguidas por una cascada de sonidos desde las notas más agudas a las más graves. Robert quedó sorprendido, más que por la música, por la manera cómo ella la sentía, las expresiones de su cara, los movimientos con los que acompañaba con la parte superior de su cuerpo al tempo musical, los silencios en los cuales tocaba sola la orquesta y ella esperaba, la mirada en plena concentración, a que el director diera la entrada.

El segundo movimiento, lento, romántico le dejó subyugado. Klara más que tocar el piano, lo acariciaba, moviendo sus hombros adelante y atrás, en una ensoñación, los ojos entornados, la orquesta envolviendo los sonidos pianísticos. Robert experimentaba una serie de sentimientos que no llegaba a entender.

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