Honor

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XV

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En ese momento el avión vibró violentamente y experimentó un frenazo, como si hubiera chocado contra una pared de ladrillos.

¡Se había parado el motor por haber agotado todo el combustible!

No obstante, con la inercia seguía aún volando… aunque disminuyendo la velocidad muy rápidamente.

Una sombra le llamó la atención: ¡Era el Mustang, el avión inglés, que le sobrepasaba por arriba y por la izquierda a unos pocos metros! Seguramente al volar tan pegado a su cola le había sorprendido el frenazo del Messerschmitt de Peter y no había podido evitar pasar por delante de él.

Lo tenía a unos veinte metros por encima ganando altura. Peter tiró con determinación de la palanca de mando y, con la inercia que todavía llevaba, enfocó a su enemigo. Estaba muy cerca, tanto que ocupaba todo su parabrisas por completo. Con una rabia infinita apretó simultáneamente con el índice y el pulgar los botones del cañón y las ametralladoras.

Las balas que salían de su avión se incrustaron en el fuselaje del Mustang. Una llamarada salió de su motor y a la vez el radiador de refrigeración de la parte baja estalló en mil pedazos.

—¡Muere, maldito, muere! —dijo Peter en voz alta histéricamente.

Pero no pudo detenerse a ver más. Su caza se quedaba casi sin velocidad. Tenía que tirarse en paracaídas inmediatamente. Miró afuera. Estaba a menos de doscientos metros del suelo. ¡Imposible! Si abandonaba el avión a esta altura no habría tiempo para que se abriera. Empujó la palanca de mando para recobrar un poco de velocidad. Tenía que aterrizar de panza en lo que encontrase delante. Rozó las ramas superiores de algunos árboles y se desplomó hacia un prado bastante extenso. Tiró de la palanca en el último momento y el Messerschmitt pegó contra el suelo con bastante violencia. El fuselaje daba botes sobre el terreno con un sonido de piedras y tierra que se arrastraban por la parte inferior de su avión.

No podía ver nada por delante, pues la hierba era muy alta y envolvía su máquina. Era imposible tratar de dirigir o frenar.

Peter ya no era un piloto; ahora era un espectador dentro de un amasijo de hierros que se deslizaba sobre la hierba. Soltó la palanca de mando y puso sus dos manos en unas anillas que había junto al parabrisas para protegerse.

—¡Para, para! —decía con desesperación, mientras, con bastante rapidez, todavía su avión continuaba arrastrándose por el suelo.

Cuando ya estuvo casi detenido, salió de las hierbas.

Delante pudo ver un camino y detrás una hilera de árboles frondosos que hacía como de seto para delimitar el terreno.

La hélice, con las palas dobladas, se incrustó en un pequeño talud que había en el borde del sendero.

El Messerschmitt se detuvo pero, al chocar contra el muro de tierra, se levantó de la cola. Iba a dar una vuelta de campana. Peter apretaba con desesperación sus manos a los tubos de hierro que tenía agarrados. El avión se puso vertical con el morro en el suelo pero, en lugar de dar la voltereta, al final cayó otra vez la cola hacia la tierra con gran estrépito.

Se hizo un silencio espeso. Todo había terminado.

«¡Hay que salir de aquí antes de que se incendie!», fue el primer pensamiento de Peter, para reflexionar después y pensar con serenidad: «¿Cómo se va a incendiar si no le queda ni una sola gota de gasolina?».

Suspiró con alivio. ¡Estaba vivo! Nunca había tenido que sufrir una situación tan difícil.

«Menos mal», pensó, «que el Mustang no tiene ametralladoras de gran calibre o cañones como el de treinta milímetros del Messerschmitt».

De lo contrario ahora estaría muerto.

 

***

 

Abrió la cabina y la suave brisa le reconfortó. Se quitó el casco de cuero y la máscara y disfruto por unos instantes del aire fresco mientras inspiraba profundamente. Todo era paz, tranquilidad, algunos trinos de pájaros y el sonido del viento enredándose en las ramas de los árboles. Miro al cielo y vio a lo lejos como, hacia el este, la gran formación de aviones dejando estelas blancas se perdía ya casi en el horizonte.

¡Qué inútil este sacrificio!

Suponiendo que el segundo bombardero que atacó hubiese caído, ¿cuantos aviones podrían haber derribado en total los cazas alemanes? ¿Cincuenta? ¿Cien? ¿Y que era eso en un grupo de bombarderos compuesto casi por mil aviones? Nada.

Escuchó una fuerte explosión. Detrás de la fila de árboles subió hacia las alturas una columna de humo negro en forma de hongo. Casi seguro que era un avión que se había estrellado muy cerca. A su derecha, ya muy próximo al suelo, pudo ver como un paracaídas de color blanco, brillante e inmaculado se deslizaba hacia el suelo. Colgando de él se vislumbraba una pequeña figura humana que se balaceaba bajo la seda. Desapareció detrás de los árboles. ¿Sería su piloto perseguidor derribado?

Quería salir de la cabina y abandonar este pecio, un trozo de metal ahora convertido en chatarra inútil.

Cuando se fue a poner de pie no pudo reprimir un grito de dolor al poner la bota izquierda en el suelo. Se había olvidado del tiro que acababa de recibir.

Apoyándose solo en la pierna derecha saltó de su habitáculo y cayó al suelo al no poder mantener el equilibrio.

Andando a la pata coja rodeó el plano izquierdo y se sentó en su parte delantera.

Ahora podía contemplar mejor los daños del combate: había agujeros de bala por todas partes y la cola estaba destrozada pero, milagrosamente, el motor estaba sin ningún impacto.

—¡Erika has estado a punto de quedarte viuda! —gritó en voz alta con alivio.

En el fondo estaba feliz de encontrase vivo. Tan sólo tenía la herida del pie izquierdo. No quería quitarse la bota. Podía ver el cuero en el talón como chamuscado y roto y una mancha rojiza en esa zona.

¿Qué hacer ahora? Lo único era esperar a que alguien pasara por el camino y le ayudase, pues tal como estaba no podía ni andar.

Escuchó un chasquido, como de unas ramas que se tronchan. Venían de la fila de árboles y matojos que delimitaban el prado.

De pronto apareció la figura de una persona entre la vegetación. Cazadora de cuero, chaleco salvavidas amarillo sobre él, todavía el casco sobre la cabeza y la máscara colgando de un lado.

Peter echó mano a su cintura y desenfundó su pistola Luger apuntando al intruso. Éste al verle metió su brazo dentro de la cazadora y sacó un revolver. Se quedaron los dos inmóviles, apuntándose el uno al otro. Estaban separados por unos veinte metros.

Así se mantuvieron durante varios segundos, sin que ninguno disparase ni hiciera el más mínimo movimiento.

—¿Peter? ¿Eres Peter?

La voz salía de la persona que había aparecido entre el ramaje.

A Peter le extrañó que ese piloto, aparentemente inglés, le hablase en un correctísimo alemán.

—¡No se mueva en absoluto o disparo! —dijo a gritos.

La persona que estaba frente a él se llevó lentamente la mano izquierda al casco de cuero quitándoselo.

Mientras hacía esto, Peter gritó con furia:

—¡Un movimiento más y está muerto!

Mientras, movía nerviosamente la pistola apuntándole.

—Peter… Soy Robert, ¿no te acuerdas de mí?

Ésa fue la respuesta que, con voz desmallada, recibió.

En ese momento pudo reconocerlo. Hacía bastantes años que no se habían visto, pero la apariencia física era la misma, con un poco menos de pelo, pero casi igual.

Los dos seguían paralizados.

Robert bajó el revolver apuntando al suelo mientras decía:

—Por Dios, Peter, baja esa arma. ¡No seas ridículo!

Dándose cuenta, dejó la pistola Luger sobre el ala donde estaba sentado.

Robert se acercó andando despacio al plano del Messerschmitt donde Peter se encontraba. Éste preguntó:

—¿Eras el piloto del Mustang?

Asintió con la cabeza sin decir palabra, como con pesadumbre. Peter, mascando las palabras, dijo despacio:

—No me has matado de milagro.

—Y tú has acabado derribando mi avión. Me tuve que lanzar en paracaídas.

Se estableció un silencio tenso entre los dos que fue roto por Peter.

—¿Qué haces luchando contra tu patria? ¿Qué hace un alemán combatiendo contra sus compatriotas?

—¿Mi patria? —contestó Robert con agresividad—. ¿Cuál es mi patria? ¿El lugar donde nací o los que me han acogido? Sí, nací en Alemania, pero tú sabes tan bien como yo que, por ser judíos, nos incendiaron el negocio de mi padre y nos quisieron matar. Tuvimos que huir a Polonia y allí, cuando tus amigos nazis invadieron ese país, mataron a mi padre y una vez más tuve que huir para salvar la vida. No tengo ni idea desde entonces de qué ha sido de mi madre y de mi hermana. Me temo lo peor. Que estén en unos de esos campos de prisioneros que habéis montado para destruir a los que consideráis enemigos. Habéis masacrado a la población de Londres, asesinando sin discriminación a personas inocentes… Yo lucho por liberar mi patria, que ahora es Polonia y además…

—¿Sabes lo que ha ocurrido el 15 de febrero? –gritó Peter acallando la exposición de Robert—. Sí, hace tan solo unas semanas. Los liberales, los “buenos” —dijo esta palabra con sorna— cometisteis un crimen espantoso. Te voy a refrescar la memoria: arrasasteis Dresden. Lanzasteis cientos y cientos de toneladas de bombas incendiarias. Matasteis a casi toda la población y de una manera cruel, terrible… achicharrándola con bombas de fósforo.

En ese momento Peter trató de sentase mejor sobre el ala del avión y, para hacerlo, cogió la pistola que estaba sobre el plano para retirarla.

Viendo esto, Robert le gritó con furia:

—¡Sí! ¡Coge la pistola y pégame un tiro si crees que yo he sido responsable de esa tragedia!

Peter se dio cuenta de que tenía la pistola en su mano y la fue a guardar en su funda. En ese momento se resbalo de donde estaba sentado y al caer al suelo no pudo reprimir un grito de dolor al apoyar su pierna izquierda sobre el terreno.

¿Estas herido? —preguntó Robert.

—Estoy vivo de milagro después de todas las balas que disparaste sobre mí.

—Peter, por favor, no sigamos. Ni tú ni yo tenemos la culpa de esta guerra. No puede ser que, porque unos políticos o militares quieran dirimir sus diferencias a tiros, se acabe con una amistad, con un compañerismo que nos ha unido desde que éramos pequeños, con una ensoñación por volar que absorbió nuestra primera juventud. Déjame ver tu pie.

—Hay un botiquín en la parte…

—Sé dónde está. Aunque no te lo creas he volado el Messerschmitt 109.

—¿Dónde?

—En el Royal Aircraft Establishment, en Farnborough. Me dediqué durante unos años a probar los aviones alemanes que caían en nuestras manos para ver sus características.

—¡Así me podías ganar en el combate! Jugabas con ventaja.

—Como en los antiguos campeonatos de vuelo a vela, pero hoy tú has vencido —le recordó Robert—. Al final quien me ha derribado has sido tú.

Se acercó a la parte trasera izquierda del fuselaje y quitó una pequeña tapa circular con una cruz roja pintada. Era un botiquín con gasas, esparadrapos, algo de alcohol y sulfamidas.

Se fue de nuevo junto a Peter, que estaba apoyado en el suelo, y con mucho cuidado le extrajo la bota izquierda. La herida estaba ensangrentada. Seguramente en lugar de una bala debía ser una esquirla, pues no se apreciaba agujero alguno en el talón.

Con cuidado se la lavó como pudo y le empezó a vendar. Mientras lo hacía Peter preguntó:

—¿Estas casado?

Sin desatender a su tarea, le dijo, mientras continuaba poniéndole la venda:

—Tuve un gran amor con una pianista polaca. Escapamos juntos en un velero, una aventura increíble, pero la mataron unos soldados rumanos.

—Vaya… Lo siento —dijo Peter con pesar.

—Ahora estoy con una mujer viuda de un piloto de la RAF. Tiene dos hijos. Supongo que, si salimos vivos de esta maldita guerra, acabaré casándome con ella. ¿Y tú?

—Me casé con una chica de Múnich.

—¿La conozco?

—No creo. Era una de las secretarias de Egon Scheibe, ¿te acuerdas de él? El que hacía veleros de tubo y tela. Estamos esperando un hijo.

—Me alegro de veras —dijo Robert—. Y a Annette, ¿cómo le va?

—Estuvo casada con Wolgang Emerich, ¿le recuerdas? Vivía al final del pueblo.

Robert asintió mientras seguía con el vendaje de la herida.

 

***

 

—Estuvo destinado en un submarino y desapareció en el Atlántico hace dos años —siguió Peter— ¡Qué locura es la guerra! Es como un duro combate de boxeo: aunque al final uno gane, el otro no sale bien parado. Sé que esto ya no va a durar mucho. Alemania quedará de nuevo arrasada, y todavía peor que después de la Primera Guerra Mundial. Aún así, los vencedores tendrán también que reconstruir sus ciudades, sus fábricas… Pero lo peor es la tragedia humana: familias enteras destrozadas, huérfanos, viudas, tullidos e inválidos por doquier. ¿Quién les restituye a ésos la vida, la existencia que han perdido para siempre?

—Mi ilusión era llegar a ser piloto de caza. Lo consideraba el culmen de la profesión de aviador. Luche y removí lo indecible para conseguirlo pese a que ya era mayor para ese puesto.

—¡A mí me ha pasado lo mismo! —dijo Robert.

Cuando esto acabe, no quiero ser más un piloto de combate. No quiero matar a nadie amparado en ninguna idea o bandera.

—Yo opino igual

—¡Jamás volveremos a pelearnos en el aire! Robert se levantó y abrazó a su amigo.

Se quedaron mirándose y Robert dijo con un deje humorístico:

—Sólo pelearemos en los campeonatos de vuelo a vela.

—¿Para que me ganes como siempre? ¡Me niego! —dijo Peter mientras los dos reían.

 

***

 

Siguieron hablando y recordando su tiempo pasado en la juventud y sus familias.

Al cabo de una hora un camión se acercó por el final del camino.

—Ahora yo seré un prisionero de guerra —dijo Robert.

—Mira, esto no creo que dure ya más de unos meses. El problema será para mí, que me convertiré en un soldado del bando de los vencidos —respondió Peter.

El camión se paró frente a ellos. En la caja abierta, sin lona, había una gran cantidad de pilotos alemanes, americanos e ingleses, que habían sido derribados o se habían lanzado en paracaídas. Todos charlaban entre sí con animación. Algunos estaban algo heridos.

Un piloto americano se bajó para ayudar a Peter a montarse mientras Robert también le empujaba desde el suelo. Se sentaron uno frente a otro hermanados por el resto de los pilotos.

Peter miró al cielo. Era un día luminoso plagado de pequeñas nubes cumuliformes.

—Que día más bueno para volar.

Su amigo entendió al momento que se refería a volar a vela.

—Extraordinario. Pocos se encuentran como hoy.

 

***

 

El camión emprendió su marcha mientras los pilotos trataban de charlar entre ellos y, pese a las diferencias en el idioma, se sabían hacer entender. Comentaban el combate y lo describían con las manos como si volasen uno contra otro.

Todos los que horas antes habían estado intentando matarse entre sí estaban ahora unidos sin rencor por una misma pasión por esa ensoñación de volar, de sentirse pájaros en el aire, de ser aviadores…

 

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