Honor

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VIII

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—Pero no vayas ahora, es muy peligroso. Quédate por aquí. No puedo darte cobijo en mi casa, pues me podrían detener. Compréndelo —respondió la anciana mirando con recelo a la escalera que estaba casi sin luces y, entornando un poco más la puerta, se despidió—: Que tengas suerte.

Dicho esto cerró suavemente la entrada de su vivienda mientras Robert escuchaba algunos cuchicheos detrás de la puerta. Parecía como si las otras personas que vivían con ella echaran en cara a la mujer no haberle ayudado y escondido.

No se lo pensó dos veces y salió al portal. La noche era negra, estaba todo nublado y no se vislumbraba a nadie. Dedujo que sus padres y su hermana estarían en casa de su tío abuelo, Andrzej. Aquél era un barrio casi totalmente judío y era posible que los alemanes quisieran agrupar a todos ellos en esa parte de Varsovia.

No había mucha distancia. Se propuso ir de portal en portal escondiéndose. No haría un solo movimiento hasta no estar seguro de tener todo el camino despejado.

Corría medio agachado de un edificio al siguiente. Cuando paraba estaba un par de minutos para recuperar el resuello tratando de hacer el menor ruido posible y escuchando los sonidos de la calle. Todo estaba en calma y tan sólo un par de veces cruzó alguna avenida un coche alemán repleto de soldados armados con fusiles. Desde su escondite les miraba con un sentimiento ambiguo.

Él había nacido en Alemania, había sido su patria hasta su primera juventud y aquellos soldados deberían de ser compatriotas suyos; en cambio, ocurría algo sin sentido: eran enemigos. Él, un alemán de nacimiento, era enemigo para las personas que habían nacido en su propio país.

Por fin vio a lo lejos la casa en donde vivían tanto Andrzej como la familia de Klara. No se veía ni una sola luz en ninguna vivienda.

Deslizándose pegado a la pared se aproximó lentamente.

—¡Alto!

Esta palabra pronunciada en un polaco con marcado acento alemán le heló la sangre. Pensó en salir corriendo, tan sólo le quedaban una docena de metros. Sería una locura, no tenía escapatoria… Se volvió… Era una pareja de soldados alemanes. Esbozó una sonrisa y empezó a hablar en alemán con marcado y falso acento bávaro.

—¡Camaradas, soy un soldado alemán!

Al escuchar hablar en su idioma la pareja que intentaba detenerlo se quedó un tanto sorprendida.

—¿Que haces sin uniforme? Enséñanos tu documentación.

Robert pensó rápidamente. Miró como con recelo a ambos lados de la calle y en un tono confidencial se acercó a ellos.

—Sé que no debo quitarme el uniforme, pero he conocido a una chica… Sí, a una perra muchacha polaca. Me la quiero tirar. Vive muy cerca de aquí y me está esperando. Volvió a mirar a la calle para asegurarse de que no había nadie más. —Comprendedlo. Llevo desde el primer día de la invasión luchando, he perdido camaradas, como seguramente vosotros. Una alegría al cuerpo siempre es un regalo. No puedo ir de uniforme, ¿lo comprendéis?

Los soldados se miraron uno al otro con una sonrisa de complicidad.

—Por favor, ayudadme a que pase una buena velada con esa perra. Os aseguro que mi cuerpo lo necesita —susurro Robert.

Dudaron un momento hasta que en un gesto amigable respondieron.

—Anda, sigue. Pero como te pillen los oficiales te van a meter un buen arresto.

—Gracias, camaradas.

—Disfruta con ella —respondió uno de los soldados mientras Robert se alejaba andando despacio.

Le temblaban las piernas y estaba sudando a pesar del frío de la noche.

Pasó de largo del portal de su familia y siguió su camino. Al llegar a una esquina miró hacia atrás. No veía ahora a nadie. Retrocedió sigilosamente hasta el portal de la casa de Klara y de Andrzej. Miró a ambos lados. Antes de entrar se aseguró de que ninguna persona le veía. Subió las escaleras. Llamó suavemente con los nudillos. No hubo respuesta. Llamó de nuevo. Nada. Cuando se dirigía a la puerta de la familia de Klara se abrió lentamente su puerta.

—¡Robert!

—¡Mamá!

Entró en la casa. Todas las persianas estaban echadas para que no saliera luz a la calle.

Se fundieron en un abrazo tanto su madre, como su hermana Gretel y su tío abuelo, que no era precisamente muy efusivo. Se acercó a su padre, que estaba acostado, y le dio un beso en la frente. Éste ni siquiera abrió los ojos.

Su familia le relató todos los últimos acontecimientos: los bombardeos que habían dejado la ciudad llena de ruinas y de cadáveres, la huida de muchos habitantes pero, sobre todo, lo peor: la obsesión de las autoridades alemanas contra los judíos. De momento habían ya ajusticiado sin piedad a muchos de ellos. Ahora querían agruparlos a todos en una parte de la ciudad, donde se encontraban ellos en ese momento. Mañana muchas familias que vivían en otros barrios serían trasladados allí. Esto significaba que en esta casa, que era grande, tendrían que convivir con personas extrañas, con otros polacos de origen judío que ni conocían ni eran de su misma educación.

Robert preguntó por la familia de Klara y le dijeron que se encontraban también desesperados por lo que se les venía encima. No quiso pasar Robert a visitarlos, pues era ya muy entrada la noche. Con estas perspectivas tan nefastas se fueron, ya de madrugada, todos a intentar dormir.

 

***

 

Las sirenas que surgían de la calle y las voces amplificadas por los altavoces despertaron a todos a primera hora de la mañana.

En un polaco impregnado de fuerte acento alemán y desde una furgoneta de cuyo techo sobresalían varios amplificadores, se gritaba a los cuatro vientos que todos los habitantes de las casas deberían de salir a la calle en el espacio de quince minutos y dejando sus puertas abiertas. Repetía machaconamente que, cuando decía “todos”, se refería que ningún habitante de los hogares se podía quedar dentro, ni mujeres ni enfermos, ni ancianos, ni niños.

Con gran premura, entre su hermana y Robert, vistieron de mala manera a su padre y lo sentaron en la silla de ruedas. Cuando salían de la casa se encontraron con los miembros de la familia de Klara que, con faz demudada, llegaban ya a la calle.

Una fila interminable se formó delante de cada bloque de casas. Algunos soldados, con el fusil entre sus manos, exigían silencio absoluto.

Todos formaron esperando acontecimientos. Al final de la calle se escuchaban gritos de angustia y, de de vez en cuando, algún que otro disparo seguido de exclamaciones y lloros.

Robert estaba en la segunda fila. Tenía a su hermana a su derecha y a Klara a su izquierda. Entrelazó las manos con fuerza con ellas.

Desde las ventanas de los pisos caían a la calle muebles, enseres, papeles, gramolas, figuritas de porcelana… multitud de objetos: la vida y la personalidad de cada hogar que se destrozaban al caer contra el pavimento. Parecía que una brigada de soldados entraba en cada casa e iba destruyendo todo lo que había en cada vivienda.

Delante de la fila cuatro o cinco soldados y un capitán iban pasando lentamente delante de la formación de personas y de vez en cuando decían:

—¡Tú, fuera!

El nombrado era obligado a salir y le conminaban a hacer una serie de ejercicios o movimientos. Si no estaban de acuerdo con lo que podía hacer, sin ningún miramiento ni piedad un soldado, a la orden del capitán, con una pistola Luger en la mano le pegaba un tiro en la cabeza. Caía como un saco al suelo y, como otra persona se acercase a socorrerlo, sonaba otro disparo; así hasta que la fila se mantenía con sollozos apagados, pero sin moverse.

En ese momento Robert se dio cuenta con horror de que lo que buscaban los alemanes eran las personas que ancianas o con graves problemas físicos; los que no pudiesen o trabajar o valerse por sí mismos. Esos eran los que sin la más mínima humanidad eran ejecutados. Su padre en la silla de ruedas no cabía duda de que era un firme candidato.

Muy sutilmente entre su hermana y él trataron de esconder detrás de ellos, ya que la fila era de tres o cuatro personas en paralelo, la silla de ruedas de su padre para ocultarla a los soldados alemanes.

Mientras tanto, un pelotón de soldados había ya subido por detrás de ellos a la vivienda donde habían residido. Pudieron escuchar con toda nitidez cómo debían estar destrozando el piano de Klara, pues se oían notas sueltas y sonidos que debían de salir de la caja del instrumento mientras lo reducían a añicos.

Klara apretó fuertemente la mano de Robert. Éste se volvió hacia ella y vio que rodaban por sus mejillas unas lágrimas silenciosas.

Por delante de las filas se aproximaban ya el capitán y los soldados que iban escogiendo a los deshabilitados. Todos contuvieron la respiración. Con desprecio les miraba por encima. Pasaron de largo. Tanto Robert como su hermana, que se apretaban con fuerza las manos, soltaron un suspiro de alivio: su padre, por lo menos de momento parecía haberse salvado.

—¡Capitán! —Era un soldado que venía por detrás y que llamaba a su jefe—. ¡Aquí hay una silla de ruedas!

El oficial se dio la vuelta acercándose a donde estaba el padre de Robert. A él se le heló la sangre en las venas.

Dirigiéndose a su padre le gritó:

—¡Levántate y sal fuera de la fila!

—Con su permiso, no pue...

No pudo acabar la frase. Robert recibió un golpe en la boca con la culata de la pistola Luger que llevaba el oficial mientras le decía en tono inmisericorde:

—¡No te he dado permiso para hablar!

Robert se tuvo que tragar su rabia mientras notaba el sabor de la sangre que le invadía su boca. La herida que le había hecho con la culata le dolía con agudeza.

—¡Que te levantes!

Ante la falta de respuesta, el capitán, hombre muy corpulento, agarró con una sola mano por las solapas de la camisa a su padre y, como un triste saco de huesos, lo levantó de la silla de ruedas y lo llevó arrastrando delante de las filas de los judíos.

Lo dejó tirado en el suelo mientras le gritaba:

—¡Levántate o te mato!

Sin moverse, Robert escuchaba los callados sollozos de su madre.

Su padre miraba con los ojos muy abiertos desde el suelo donde estaba medio tumbado, con una mueca de terror y con movimientos inconexos y temblorosos de su boca hacia el oficial alemán. Éste cargó la pistola, la puso sobre la cabeza del padre de Robert y sonó el disparo. El cuerpo se quedó tendido e inmóvil mientras su escaso pelo se teñía de un color rojo. La sangre que salía poco a poco empezó a hacer un pequeño charco en el suelo.

Robert intentó salir como una flecha hacia el soldado alemán pero se sintió agarrado no sólo por las manos de Klara y Greta, sino también tirado hacia atrás por la camisa que aguantaba Simeón, el hermano de Klara. Éste le susurró al oído:

—Ya no puedes hacer nada, ese hijo de perra lo ha matado. Si sales de la fila te matará también a ti. Tienes que vivir. Piensa en tu madre y en tu hermana.

Robert apretó con fuerza las mandíbulas mientras trataba de escupir la sangre que le producía la herida de la boca. La rabia, la impotencia y la desesperación se adueñaron de él.

Estaba como ido. Apenas prestó atención a las órdenes que el coche con los altavoces impartía a los polacos. No debían de acercarse a las personas muertas. Una brigada de judíos polacos recogería esa “basura”; así lo decían, textualmente. Al día siguiente harían un inventario de las personas y se les daría una documentación especial para poder circular por la calle, no podrían salir de esa zona de la ciudad, deberían llevar en su ropa una estrella de David como símbolo de su raza judía, no podrían tener en casa más de dos mil zlotys en dinero para gastar, tendrían que acomodarse todos en las casas restantes agrupando familias e individuos y se les nombraría a todos trabajos para el resto de la comunidad de acuerdo a sus oficios y profesiones.

Ahora debían disolverse y regresar a sus casas en silencio: había nacido el gueto de Varsovia.

 

***

 

Todos se reunieron en la casa de los padres de Klara. El mobiliario estaba destrozado. El piano roto a machetazos de bayoneta y las teclas machacadas. Un auténtico drama. La madre de Robert, en un lloro continuo, suave y callado por la muerte de Salomón. Todos estaban verdaderamente demudados.

A última hora de la tarde llegó al piso el hombre con el cual salía Greta. Él trabajaba en el ayuntamiento de Varsovia. No era judío y llegar hasta esta zona de la ciudad, fuertemente custodiada por las tropas alemanas, era casi una temeridad. Wladek, que así era como se llamaba, le contó las directrices que había oído en su oficina.

Isaac le dio las gracias. Sabía que ayudar a los judíos polacos representaba poder enfrentarse con la justicia y llegar incluso hasta la horca. La situación era muy grave y peligrosa.

—Lo único que puedo hacer es ayudarles. No es cuestión de ser judíos o no, es cuestión de seres humanos. No se puede tratar a las personas como si fueran basura, como si fueran animales. Me asombra que un pueblo culto como el alemán actúe así con sus enemigos, o simplemente con los que no comulgan con sus ideas.

Robert tomó la palabra.

—Nosotros hemos nacido en Alemania. No es un problema del pueblo alemán, es que el Partido Nazi ha abducido a los que viven en nuestra patria. No se puede discrepar hoy día de la línea oficial del partido; si lo haces te expones al ostracismo… y hasta a la muerte. Hay que tener en cuenta que Hitler heredó un país con una situación caótica y ruinosa. Es cierto que supo darle un sentimiento de patriotismo que consiguió en muy pocos años llevarlo a la mayor prosperidad nunca vista. Pero creo que este hombre es peligrosísimo y que acabará llevando a la ruina no sólo a su patria, sino también a Europa entera.

—De todas maneras, gracias a mi trabajo en el ayuntamiento, tengo pase para poderme mover libremente por toda Varsovia

—dijo Wladek—. Se trata sólo de que no me vean reunido con vosotros; pero tengo cuidado cuando entro en la casa. —Después, inclinándose hacia delante como en un tono confidencial, dijo—. Van a deportar a los que no puedan trabajar duro para trasladarlos a otros campos, en los cuales no sé si dedicarán sus labores al esfuerzo de guerra. Son campos nuevos, como de concentración, se están construyendo ahora. El primero es Belzec, cerca de Lwow, pero van a construir más.

»No toleran que haya intelectuales y artistas entre la población judía. Mañana seguramente harán un inventario del personal que hay aquí, y, a todos los que sobresalgan por sus actividades en el campo de la ciencia, de las artes, de la música, de la pintura… los deportarán, o simplemente los ajusticiarán—. Se dirigió a Klara y a Robert—: Tenéis que desaparecer inmediatamente de Varsovia. Tú

—dijo dirigiéndose a la chica—, en cuanto averigüen que eres una afamada intérprete de piano tienes los días contados; y tú —dijo esto encarándose a Robert—, al saber que eres un piloto de la fuerza aérea polaca, serás seguramente arrestado y no sé cuál puede ser tu destino… Pero nada bueno.

Todos se quedaron en silencio. No sabían qué responder. Hasta los sollozos de la madre de Robert quedaron en suspenso.

—¿Pero cómo podemos salir de aquí? El barrio está totalmente cercado. ¿Tú cómo has podido llegar hasta esta casa? —preguntó Robert a Wladek.

—Con un pase del ayuntamiento. Van a hacer un muro a partir de mañana que cercará todo este barrio. Me han dejado pasar porque les he dicho que me mandaba el ayuntamiento de Varsovia para estudiar qué calles se cerraban y cómo se podía permitir el paso por ciertas zonas de los tranvías para que el resto de los habitantes, los que no son judíos puedan moverse—. Wladek pensó en silencio durante unos instantes y, algo meditabundo, dijo—: Tengo una solución— Todos guardaron un respetuoso y atento silencio—: hay que escapar por el subsuelo, por las alcantarillas.

—Pero sin un plano supongo que será casi imposible —añadió Robert.

—Tienes razón —respondió Wladek—. Va a ser difícil, pero creo que hay posibilidades de hacerlo.

Robert, sin pensárselo dos veces, dijo:

—Yo me quedo aquí. Debo ayudar a mi familia, a mi madre a mi hermana, y a los judíos que están con nosotros.

Su madre, Sara, que había estado sollozando callada, suspiró suavemente y tomó la palabra.

—Robert, nos han matado a tu padre estos salvajes. ¿Qué quieres, que pierda también a mi hijo? No tienes nada que hacer aquí. Quizá incluso arrastres a toda tu familia a la desgracia. Tanto tu hermana como yo somos mujeres; creo que por eso nos respetarán algo más: somos útiles para trabajar. Podremos salir adelante.

Se hizo un silencio, roto solo por Isaac, el padre de Klara, que se dirigió directamente a Robert.

—Hijo, yo creo que tu madre tiene razón. Tanto Simeón como yo podremos sobrevivir. Creo que somos imprescindibles por ser médicos, y por eso nos querrán. No estamos implicados en nada que pueda molestar a los nazis. Si Klara y tú seguís aquí vamos a tener otra desgracia dentro de poco. Wladek tiene razón: debéis huir de esta zona. No sé a dónde podéis ir, pero quedarse en Varsovia puede representar casi seguro vuestra sentencia de muerte.

—Quizás el Báltico es lo que queda más cerca para intentar la huida.

Robert tomó la palabra.

—Esta bien. Aunque me duela dejaros aquí, podemos tratar de huir. ¿Estás de acuerdo, Klara? —dijo esto dirigiéndose a ella. La muchacha asintió levemente con la cabeza sin decir ni una palabra—. Las fuerzas aéreas polacas se intentan reagrupar en Rumanía. Sé que está más lejos, pero creo que sería una puerta de escape; aunque difícil, más segura pues el sur estará menos vigilado que los puertos del mar. Podríamos traspasar las montañas del sur. La zona checoslovaca no es muy ancha.

—Bien. El problema es salir de aquí esta misma noche —dijo Wladek lentamente. —Se inclinó hacia Robert y Klara y, como en un tono confidencial, empezó a hablarles—: En cada encrucijada de calles, pegado a la acera hay un registro de alcantarilla. No va a ser fácil abrirlo, pues muchas de estas entradas seguro que llevan mucho tiempo cerradas y es muy posible que, sin las herramientas adecuadas, no se puedan abrir. ¿Tenéis algún tipo de palancas metálicas o algo parecido?

Dijo esta última frase, mirando a los restos del piano por cuyos costados sobresalían algunos elementos de la estructura interna hechos de hierro.

—En el sótano. En el taller sí tengo ganzúas o palancas que nos pueden servir — dijo Isaac.

—Estupendo —respondió Wladek.

—Vale pero… una vez dentro de las alcantarillas, ¿qué hacemos? —preguntó Robert—. ¿Cómo nos orientamos? ¿Tienes algún mapa o algo parecido, un plano...?

Wladek se quedó pensativo. Todos guardaban silencio.

—Desgraciadamente no tengo aquí ningún diseño de la disposición de las galerías. No me puedo acordar de cómo están distribuidas. He estado muchas veces debajo del subsuelo de esta ciudad, pero reconozco que es algo complicado… ¡Ya sé, tengo la solución! —Todos se sumieron en un silencio expectante—. Las aguas residuales se canalizan por galerías no muy grandes, pero que van juntándose unas a otras hasta desembocar en grandes túneles de tamaño considerable. Todo el sistema acaba desaguando al río. Lo que tenéis que hacer es seguir la corriente de agua de las galerías, de los conductos. El agua va siempre cuesta abajo y es como un sistema, que siguiéndolo, os llevará hasta salir fuera, a la orilla del Vístula.

»Hay atajos para salir antes, pero sin un plano de las galerías os podéis perder. Seguid siempre y en todo momento la corriente de aguas residuales.

—Vamos. No podemos desperdiciar ni un minuto. Hay que aprovechar la noche para huir —dijo Klara mientras se levantaba del sofá donde estaban sentados y cogía a la vez de la mano a Robert.

—Hará falta una linterna. ¿Tenéis alguna? —dijo Wladek.

—Creo que sí —respondió Isaac—. Hay una en el taller, pero no sé cómo andará de baterías. Vosotros preparad algo de ropa en una mochila,y yo voy, con Wladek, al sótano para buscar herramientas, una ganzúa y la linterna.

Antes de una hora ya estaban en la calle Wladek, Robert y Klara. La última despedida de las familias había sido triste, terrible y sentida. Todos se dieron abrazos entre lágrimas. Se enfrentaban a un futuro muy incierto. En realidad no sabían cuándo podrían volver a verse… Ni siquiera si sobrevivirían a la guerra. Wladek aseguró a los dos jóvenes que cuidaría, en la medida de lo posible, a las familias y que trataría por todos los medios que la vida fuera más fácil para los que se quedaban en Varsovia.

Klara se vistió con un mono gris de trabajo que había en el taller; lo llevaba ceñido en la cintura por un cinturón de cuero. Robert llevaba también una ropa de trabajo de los operarios del taller de instrumentos de música. En una mochila pusieron algo de comida, algo de dinero y algunos objetos personales de ropa.

En la calle, moviéndose con disimulo de portal en portal para no ser vistos, se acercaron a la primera esquina. Metiendo la palanca de hierro que portaban, intentaron abrir un registro, pero estaba tan trabado que era imposible. Así fueron deslizándose con sigilo de encrucijada a encrucijada de calles hasta que, por fin, pudieron abrir una tapa de alcantarilla circular. Dentro se veía un pozo redondo y una escalerilla en la pared para poder bajar.

Se dieron un abrazo con Wladek y, en silencio después de encender la linterna, empezaron a descender.

La tapa circular se cerró detrás de ellos con un sonido grave y seco que resonó con un cierto eco por las galerías subterráneas.

Nada más iniciar el descenso escucharon algunas voces en la calles. Apagaron la linterna y se quedaron quietos agarrados a los peldaños de la escalera. Parecía que una patrulla estaba pidiendo la documentación a Wladek.

—Sigamos bajando. Hay que alejarse de aquí lo antes posible

—susurró Robert a Klara.

Cuando llegaron al fondo del tubo de descenso tocaron un suelo resbaladizo y húmedo. Robert encendió la linterna: estaban en una galería bastante estrecha y algo baja, que les obligaba a estar ligeramente agachados. Por el suelo discurría un hilo de agua sucia. El ambiente era húmedo, opresor y con un olor fecal espantoso. Robert cogió de la mano a Klara y empezaron a andar con el torso ligeramente doblado, para no dar con la cabeza en el techo, y siempre siguiendo la dirección del agua que mojaba sus pies.

—Vaya perfume, ¿eh? —dijo ella.

—El perfume de la libertad —respondió Robert entre risas—. Vamos, sigamos avanzando.

 

 

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