Honor

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Capítulo 4

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MAC se sorprendió al ver entrar a la comandante a las siete de la mañana del domingo. Según el informe de la vigilancia de noche, había sido ella la que había seguido el rastro de Egret hasta altas horas de la madrugada. Curiosamente, no había informe de la vigilancia dentro del bar. Tendría que haberlo hecho Roberts y, de momento, no lo había realizado. La saludó con la cabeza mientras ella se servía café antes de reunirse con él en la gran terminal central de trabajo.

—¿Cuánto tiempo lleva en este grupo, Mac? —le preguntó, tratando de entablar conversación. Había dormido tres horas y, después de levantarse, había hecho ejercicio durante una hora en el gimnasio del centro de mando. Tras ducharse en el vestuario de los agentes, se había puesto los vaqueros y el polo que llevaba en la bolsa de deporte.

—Desde el nombramiento del Presidente —contestó.

—¿Y sucede lo mismo con el resto del equipo?

—Sí, señora.

—¿Y todo el tiempo se les han ido las cosas de las manos de esta forma?

Mac contuvo el aliento un segundo para pensar a quién podía ofender que importase. No se le ocurrió nadie y lanzó un resoplido casi de agradecimiento.

—Peor. Por lo menos anoche la encontramos. Hubo media docena de noches y un fin de semana entero que no supimos dónde estaba.

—Dios —murmuró Cam—. ¿Cómo diablos lo han mantenido en silencio?

—Egret no es estúpida. —Mac hizo una mueca ante el eufemismo—. Sabía que tendríamos que apretar el botón del pánico si estaba totalmente fuera de control, así que llamaba a las pocas horas, de vez en cuando, desde teléfonos públicos o desde su móvil, para que comprobásemos que se encontraba bien. No podíamos rastrear las llamadas, así que lo único que nos quedaba era correr por ahí como imbéciles, tratando de encontrarla.

—¿Ninguna repercusión?

—Egret ejerce mucha influencia sobre su viejo. Si alguien se queja de ella y él se entera, mejor que sea por algo grave y, si no, que se ponga a buscar otro trabajo. Y, por lo visto, un poco de diversión no le parece demasiado grave.

—A mí sí —dijo Cam sin rodeos—. Y como no vamos a contar con ayuda desde arriba, tendremos que pegarnos a ella, pero sin entrometernos en su camino. Hay más probabilidades de que escape si la atosigamos.

—Creo que todo el mundo entiende el plan.

—Ya veremos. —Su tono de voz era gélido.

—Sí, señora.

A las tres de la tarde Blair salió del edificio en el que vivía con el abrigo en el brazo, saludó con la cabeza al agente que le abrió la puerta para que saliese y entró en la parte de atrás del Suburban negro que esperaba junto al bordillo. Cameron Roberts ya se encontraba dentro. Era un acto al que se había dado publicidad y, por tanto, se contaba con la presencia del Servicio Secreto. El interior del espacioso vehículo resultaba cálido; la mampara de cristal que separaba la parte de los pasajeros del asiento delantero donde se encontraban otros dos agentes permanecía cerrada.

—Buenas tardes, señorita Powell — dijo Cam cuando el vehículo se mezcló con el tráfico. Para la inauguración de la galería, la primera hija se había puesto un sencillo vestido negro y un collar de perlas de una vuelta. Las finas tiras del vestido acentuaban los ejercitados músculos de los hombros y los brazos, y el escote redondo dejaba al descubierto tan sólo un asomo del pecho. El conjunto manifestaba buen gusto y sobria elegancia. A Cam se le hacía difícil creer que aquella impecable mujer que se hallaba sentada frente a ella fuese la misma que había practicado sexo anónimo unas horas antes. Pero los personajes públicos solían ser una mera fachada. Lo sabía por experiencia.

—Agente Roberts, volvemos a encontrarnos. ¿Hoy va a ser usted mi acompañante? — preguntó Blair en tono amable. Se fijó en que su jefa de seguridad iba muy bien vestida para la reunión semi formal, con un traje de seda gris marengo cortado a la moda y delicadamente adaptado a su cuerpo alto y firme, y una blusa blanca y negra. «He aquí una funcionaria que no compra ropa de baratillo.»

—Pensaba entrar después de que usted hiciese su entrada. —La lista de invitados era una mezcla de todos los coleccionistas de arte importantes de la ciudad, muchos artistas famosos y unos cuantos políticos. Cam tenía fotos de todos y, para acceder a la galería Soho, se exigía presentar invitación. Previamente habían puesto a un equipo en el lugar para que vigilase el gentío, como de costumbre, y tres agentes esperaban el coche y acompañarían a Blair por la acera. A pesar de la estrecha seguridad, aquella situación era de las más peligrosas para Blair: un acto público anunciado de antemano. Como mínimo, habría espectadores curiosos en el exterior. Cam estaría dentro con otros dos agentes, mientras el segundo equipo la esperaba en el coche—. No es buena idea que se me identifique fácilmente... por las ocasiones en que será preferible que no nos reconozcan a ninguna de las dos.

—¿Se refiere a ocasiones como la de anoche, que podrían resultar embarazosas?

—Blair se rió, con cierta moderación.

—Me refiero a ocasiones en las que tal vez quiera disponer de toda la intimidad posible —respondió Cam sin alterarse.

Blair la miró fijamente.

—¿Le gustaría que yo creyese que eso le importa a usted?

Cam se encogió de hombros y una sonrisita parpadeó en la comisura de sus labios.

—Cuanto más feliz sea usted, más feliz seré yo.

Blair volvió a reírse, esta vez sin reserva.

—Por lo menos parece sincera, aunque no sé muy bien adónde llegará así.

—Es la única carta que puedo jugar —afirmó Cam, muy seria.

—Su enfoque resulta realmente novedoso, comandante. —Blair la miró con frialdad—. Estoy acostumbrada a la mano dura: «Como no te portes bien, ya verás». Nadie había probado hasta ahora el humilde número de: «Estoy aquí para cuidarte». Supongo que cree que me lo voy a tragar y que, de repente, le voy... a abrir... mi corazón.

Su tono era burlonamente sugerente y la contemplación descarada del cuerpo de Cam dejaba pocas dudas acerca de sus intenciones. Se movió en el asiento de cuero y dejó al descubierto gran parte de un muslo liso y musculoso.

Cam sonrió sin inmutarse. Por muy atractiva que fuera Blair Powell, y era condenadamente atractiva, no estaba dispuesta a dejarse distraer.

—Si puedo hacer mi trabajo sin interponerme en su camino, lo haré.

Procuraré que eso ocurra siempre en la medida de lo posible. Habrá veces en que sea imposible. Me disculpo de antemano.

—¿Y no va a quebrantar las normas, ni siquiera si se lo pido por favor? — preguntó Blair dulcemente, en un tono insinuante—. Puedo ser muy generosa con las compensaciones.

—No —respondió Cam sin rodeos. Bajó un poco la cabeza cuando una voz en su oído la informó de la localización de los agentes. Al levantar la vista, percibió la sorpresa en los ojos de Blair antes de que sus elegantes rasgos dibujasen una expresión de arrogante desprecio.

—Casi hemos llegado —anunció Cam—. Un agente la acompañará hasta la entrada.

—Ya sé lo que hay que hacer — repuso Blair, irritada por el comportamiento implacable de la agente. «Tal vez me haya equivocado. Puede que Roberts sea heterosexual. ¡Pero cómo estaba anoche en el bar! De lo más caliente. Y parecía encontrarse muy cómoda.» Saber que Cam la miraba mientras la desconocida vestida de cuero buscaba satisfacción en su cuerpo había sido increíblemente excitante, más que lo que hacía la otra mujer. La constatación de ese hecho la desasosegó, y quería que Cam se sintiese tan inquieta como ella. Hasta el momento no había sido capaz de quebrar la frialdad exterior de su jefa de seguridad. Si no podía trastornarla de alguna forma, le resultaría muy difícil despistarla y despistar a sus guardianes.

—Páselo bien en la inauguración, señorita Powell —dijo Cam en voz baja tras salir del vehículo y mantener la puerta abierta. Blair no se dignó a responderle.

Una rubia esbelta, con un vestido de seda azul marino que le marcaba las formas, recibió a Blair con un afectuoso abrazo mientras susurraba dulcemente:

—Eh, cielo. Me pasé casi toda la noche llamándote. ¿Te fuiste de ronda?

Blair le devolvió el abrazo a Diane Bleeker y, luego, se encogió de hombros levemente al notar la presencia de los periodistas.

—Un rato.

Se apartaron del gentío congregado en torno al pequeño bar en el que se ofrecían el vino y el queso de rigor. Blair sonrió a las personas que conocía y a las que no.

Tenía mucha práctica y apenas se fijaba en los rostros.

—¿Hubo suerte? —preguntó Diane con una ligerísima crispación en la voz. Hacía años que se conocían, desde la escuela preparatoria de Choate, donde habían sido amantes durante un breve espacio de tiempo. Más de una vez Diane deseó que continuaran siéndolo. En ocasiones, cuando veía a Blair inesperadamente, el deseo repentino le cortaba la respiración. Blair era hermosa, inteligente, tenía talento y, lo más atrayente de todo, parecía emocionalmente distante: la clase de desafío que a Diane le gustaba vivir con sus mujeres. Cuando miraba a la mujer fría y reservada que estaba a su lado, apenas recordaba a la chica ansiosa y sincera con la que había compartido por primera vez el amor y el placer sexual simple y desenfrenado. Hacía años que no veía ni un asomo de ella.

—Depende de lo que entiendas por suerte. —La sonrisa de Blair era tensa—.

Disfruté con ella.

—¿Y ella disfrutó contigo? —repuso Diane. Sabía muy bien que Blair casi nunca dejaba que sus conquistas sexuales la poseyesen. Y aquélla era una de las razones por las que seguía atrayéndola. Como le ocurría con las obras de arte que vendía, únicas y exquisitas, Diane deseaba lo excepcional, lo singular, aquello que nadie poseía. Quería ser la única que arrancase un grito de pasión a aquellos preciosos labios, que rompiese el silencio del aislamiento de Blair.

—Consiguió lo que buscaba. —En los ojos azules de Blair hubo un destello de prudencia. Había lugares en los que hasta las amigas más antiguas estaban de más—.

Se fue satisfecha.

«Sí, ¿y tú?» Diane tomó la sabia decisión de dejarlo correr. Tenía negocios en perspectiva. Contempló la sala, contenta con el número de asistentes. Siempre que exponía los cuadros de Blair, había interés. Una parte se debía, naturalmente, a la notoriedad de Blair; pero contaba más su verdadero talento. Los coleccionistas empezaban a comprar sus obras y a reconocer su valor. No se trataba de una exposición en solitario, pero Blair era la artista más destacada.

—¿Dónde está tu nuevo fantasma? — preguntó Diane.

—Justo enfrente. Acaba de entrar — respondió Blair. Cameron Roberts miraba hacia ellas, aunque no dio la impresión de verlas. Era buena.

Blair sabía muy bien que ella era lo único que miraba su jefa de seguridad.

También sabía que la atractiva agente la consideraba sólo una misión, un objeto que había que mover, frenar y controlar sobre un gigantesco tablero de ajedrez. Aunque Blair fuera la reina, le habían quitado el poder. La dominaban los peones y lo odiaba.

Sobre todo porque su guardián era una mujer tan atractiva que sentía una punzada de deseo cada vez que la veía, lo que acentuaba su necesidad de huir de aquellos intensos ojos grises.

—¡Vaya! —murmuró Diane, siguiendo la mirada de Blair, y asimiló el físico esbelto y los rasgos andróginos con un vistazo rápido y calculador—. Sí que es seductora.

Molesta por el tono sugerente de la voz de Diane y aún más molesta ante su propia necesidad de posesión, Blair replicó: —Sí, cuando no le pagan para que te vigile.

—Casi estaría dispuesta a pagar por eso —repuso Diane, haciendo caso omiso de la irritación que traslucía Blair. Nunca había permitido que la amistad se interpusiese en el camino de su atracción hacia otra mujer y, si Blair también estaba interesada, era un aliciente más. Aunque aquélla parecía de las difíciles. Había una barrera casi visible a su alrededor. Su indiferencia proclamaba a gritos:

«Mira lo que quieras, que a mí no me importa». A Diane le encantaba doblegar a las inaccesibles, por así decirlo.

—Tienes que mezclarte con la gente, cariño —sugirió Diane, alejándose—. Y también yo, si quiero vender algo.

Blair observó cómo su ágil y seductora amiga se perdía entre la gente, y se preguntó cuánto tardaría en acercarse a Cameron Roberts. Frunció el entrecejo ante el esbozo de preocupación y, con una sonrisa, se volvió hacia el director del Museo de Arte Moderno y lo saludó por su nombre sin el menor asomo de inquietud interior.

* * *

—Es una lástima que no pueda disfrutar del arte —dijo Diane dulcemente, acercándose a Cam—. Y no porque vigilar a Blair no sea un placer, desde luego. —Extendió una mano de dedos largos. En el dedo anular de su mano derecha resplandecía un diamante de un tamaño que casi podía considerarse ostentoso, pero era tan bonito que resultaba impresionante—. Soy Diane Bleeker, agente de Blair.

—Encantada. —Cam asintió con educación. Sabía perfectamente quién era la sofisticada mujer que estaba a su lado y no reveló su nombre a propósito—. He conseguido echar un vistazo o dos a las obras. Tiene una colección excelente.

—¿Ve algo que le guste de una forma especial? —preguntó Diane, en tono de burla. No le encontraba sentido a mostrarse tímida. Estaba muy por encima de esas cosas, así que apoyó una pierna contra el muslo de Cam. Podría haberse visto empujada por la presión de la multitud, pero las dos sabían que no era el caso.

—Pues la verdad es que sí. —Cam percibió el contacto y el calor de la pierna de Diane junto a la suya. Se daba cuenta de que, si bajaba la vista, observaría los pechos de la mujer, que el bajo escote del ceñido vestido dejaba al descubierto. Y no bajó la vista. En vez de eso, miró más allá, al lugar en el que Blair hablaba con un joven que representaba todos los estereotipos del artista luchador, desde la chaqueta de tweed arrugada hasta la áspera barba. Cam no apartó los ojos de ellos mientras hablaba.

—Hay una serie de apuntes, desnudos, al fondo de la pared de la derecha. Carboncillo sobre papel. Son de ella, ¿verdad?

Diane la observó, sorprendida. Dudaba de que mucha gente hubiese prestado atención a los pequeños apuntes que colgaban entre los grandes óleos y otras telas.

Pero no fue ésa la razón de su cuidadosa respuesta.

—La artista es Sheila Blake.

—Claro —dijo Cam con una ligera sonrisa—. Los toques de la señorita Blake recuerdan a los de la señorita Powell, como también el uso de los claroscuros y la relación espacial. No creo que la hija del Presidente tenga interés en hacer estudios de desnudos femeninos. ¿Están a la venta?

—Sí —contestó Diane, intrigada y enormemente atraída.

—¿Y las transacciones son confidenciales?

—Si lo desea el comprador. Cuando depositan las obras en mis manos, el comprador se convierte en cliente mío.

—El comprador desea permanecer en el anonimato —indicó Cam con soltura, cambiando de posición para no perder de vista a Blair.

Diane contuvo la respiración cuando el brazo de Cam le rozó el pecho involuntariamente. Sintió cómo se le endurecía el pezón, con doloroso placer, y se dio cuenta de que se notaba bajo la fina tela de su vestido. «¿Cómo es posible que alguien que prácticamente no me hace caso me excite de esta forma?»

—Se lo garantizo —logró decir Diane con voz ronca.

—Gracias.

—¿No hablamos del precio? — preguntó Diane, tras controlar sus hormonas. Al fin y al cabo, era una mujer de negocios.

—No hace falta.

—Entonces, permítame que la invite a comer... para hablar de los detalles. —Mientras hablaba, Diane posó los dedos en el brazo de Cam y apretó suavemente los duros músculos ocultos bajo el fino tejido.

Cam la miró directamente a los ojos por primera vez y leyó la insinuación que había en ellos.

—Me parece una idea estupenda. La llamaré.

—Sí, hágalo, por favor.

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