A Sangre Fría

A Sangre Fría

Truman Capote



AGRADECIMIENTOS

Todos los materiales de este libro que no proceden de mis propias observaciones se han tomado de archivos oficiales o son el resultado de entrevistas con las personas directamente implicadas en aquello que se cuenta; entrevistas que, las más de la veces, fueron prolongándose a lo largo de varios años. Estos «colaboradores» se hallan identificados en el texto mismo, de forma que volver a nombrarlos no sería sino una redundancia; sin embargo, quiero expresarles aquí mi gratitud explícita, ya que sin su paciente cooperación mi tarea habría sido imposible. No intentaré, tampoco, enumerar a todos los ciudadanos del condado de Finney que, si bien no aparecen en estas páginas, brindaron al autor una hospitalidad y una amistad que él siempre podrá corresponder pero jamás devolver debidamente. No obstante deseo dar las gracias de forma especial a ciertas personas cuyas aportaciones fueron muy específicas en su campo: el doctor James McCain, presidente de la Universidad Estatal de Kansas; el señor Logan Standford y el personal del Departamento de Investigación de Kansas (KBI); el señor Charles McAtee, director de Instituciones Penitenciarias de Estado de Kansas; el señor William Shawn, de The New Yorker, que me animó a emprender este proyecto, y cuyo juicio crítico me permitió seguir por la buena senda desde el principio hasta el final.

Truman Capote


FRANCOIS VILLON, Ballade des pendus




Los últimos que los vieron vivos


El pueblo del Holcomb está situado en las altas planicies trigueras del oeste de Kansas, un territorio solitario que los demás habitantes llaman «allá» A unos cien kilómetros al este de la frontera de Colorado, el campo, con sus duros cielos azules y su aire diáfano de desierto, tiene una atmósfera más propia del Lejano que del Medio Oeste. El acento local tiene un deje de la pradera, una gangosidad de peón de rancho, y los hombres -muchos de ellos- llevan pantalones ajustados de la frontera, sombreros Stetson y botas puntiagudas de tacones altos. La tierra es llana, y las vistas son enormemente extensas: los caballos, los rebaños de ganado, el racimo blanco de elevadores de grano que se alzan con gracia de templos griegos se hacen visibles al viajero mucho antes de llegar a ellos.

También Holcomb se divisa desde la lejanía. No es que sea un lugar donde haya mucho que ver: no es más que un grupo de edificios partido por la mitad por las vías del ferrocarril de Santa Fe, un villorrio anodino limitado al sur por un pardo retazo del río Arkansas (pronunciado «Ar-kán-sas»); al norte por una autopista , la Route 50, y al este y el oeste por praderas y campos de trigo. Después de las lluvias, o del deshielo de las nevadas, el grueso polvo de las calles sin nombre, sin árboles, sin pavimentar, se convierte en el más sucio de los barros. A un extremo del pueblo se levanta una vieja y desnuda estructura de estuco , en cuyo tejado hay un cartel de neón en el que se lee BAILE, pero no hay ningún baile y el cartel lleva apagado varios años. Cerca hay otro edificio con un letrero superfluo, de un dorado desconchado, sobre una ventana sucia: BANCO DE HOLCOMB. El banco quebró en 1933, y sus antiguas oficinas se han convertido en apartamentos. Es uno de los dos «edificios de apartamentos» del pueblo; el otro es una mansión destartalada conocida como «la casa de los profesores», ya que una buena parte del profesorado local vive en ella. Pero la mayoría de las casas de Holcomb son de madera y de una sola planta, con porches en la planta delantera.

Junto a la estación de tren, una mujer enjuta con chaqueta de cuero crudo y vaqueros y botas de cowboy, dirige la destartalada oficina de correos. La estación misma, con su pintura amarilla desconchada, es igualmente melancólica. EL jefe, El Superjefe y el Capitán pasan todos los días, pero estos famosos expresos jamás se detienen en ella. Ningún tren de pasajeros lo hace -soló algún que otro mercancías- .Arriba, en la autopista, hay dos gasolineras: una de ellas hace también de tienda de comestibles -bastante poco surtida-, y la otra de cafetería: el Café Hartman, donde la señora Hartman, la propietaria, sirve sándwiches, café, refrescos y cerveza de 3,2° (Holcomb, como el resto de Kansas, es «seco»).

Y eso es todo, en realidad. A menos que se incluya -como es de rigor- la escuela de Holcomb, un centro con muy buen aspecto que revela un detalle que la apariencia de la comunidad de otra forma ocultaría: que los padres que mandan a sus hijos a este colegio moderno y reputado y con buen profesorado -acabara desde el jardín de infancia hasta los últimos años de secundaria-, que cuenta con una flota de autobuses escolares - para unos trecientos sesenta alumnos , normalmente- que se desplazan a distancias de hasta veinticinco kilómetros, son, por lo general, gente próspera. En su mayoría rancheros. Y de ascendencia muy diversa: alemanes, irlandeses, noruegos, mexicanos, japoneses... Crían vacas y ovejas, cultivan trigo, mijo, plantas para forraje y remolacha. El de agricultor es siempre un oficio arriesgado, pero en el oeste de Kansas quienes se dedican a él se consideran a si mismos «jugadores natos», pues han de enfrentarse a lluvias muy escasas (la media anual es de cuatrocientos cincuenta mm) y a problemas de riesgo angustiosos. Sin embargo en los últimos siete años no ha habido seguía. Los granjeros del contado de Finney, del que forma parte Holcomb, han tenido jugosas ganancias: el dinero no les ha venido sólo de la actividad granjera sino también de la explotación de las pródigas reservas de gas natural, y la prosperidad pecuniaria se refleja en el nuevo colegio, en el confortable mobiliario de las granjas y en los altos y repletos elevadores de grano.

Hasta una mañana de mediados de noviembre de 1959, pocos norteamericanos -de hecho, pocos habitantes de Kansas- habían oído hablar de Holcomb. Al igual que las aguas del río, que los automovilistas de la autopista, que los trenes amarillos que pasaban vertiginosamente por las vías de Santa Fe, la tragedia -en forma de algún suceso extraordinario- jamás se había detenido en Holcomb. Los vecinos del pueblo -docientos setenta- estaban contentos de que así fuera, satisfechos de llevar una vida común y corriente: trabajar, cazar, ver la televisión, asistir a los actos del colegio y a los ensayos del coro,reunirse en el Club 4-H. Pero de pronto, en las primeras horas de aquella mañana de noviembre , domingo, ciertos ruidos extraños interfirieron en los sonidos nocturnos normales de Holcomb: en la histeria lastimera de los coyotes, en el chasquido seco de la raudas plantas rodadoras, en el gemido que se aleja velozmente del silbato de las locomotoras. Ni un alma del dormitorio Holcomb los oyó entonces: cuatro disparos de escopeta que acabaron -de incluirlos todos- con seis vidas humanas. Pero luego la gente del pueblo, hasta entonces tan poco temerosos unos de otros como para cerrar con llave la puerta de sus casas, se vio a sí misma recreándolos en su fantasía una y otra vez, aquellos sombríos estampidos desencadenaron unos fogonazos de desconfianza a cuyo fulgor muchos viejos vecinos empezaron a verse unos a otros de un modo extraño, y como a extraños.
















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