Hitler

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Libro sexto » Capítulo IV

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Cuando Coulondre compareció hacia el mediodía ante el ministro alemán del Exterior, Inglaterra ya se hallaba en estado de guerra con el Reich. El ultimátum francés era casi idéntico al británico; variaba solamente en un detalle muy llamativo: como si el gobierno de París temiese, incluso ahora todavía, emplear la palabra «guerra», amenazaba, para el caso de que Alemania se negase a retirar inmediatamente sus tropas de Polonia, «con cumplir las obligaciones de aliado que Francia había contraído con Polonia, y que eran conocidas del gobierno alemán». Coulondre rompió a llorar ante sus colaboradores cuando regresó a la embajada[1238].

Pero Inglaterra tenía dificultades para acoplarse a la realidad de la guerra. Polonia esperaba desesperada la ayuda militar o un alivio, y solo más tarde comprendió que se hallaba completamente sola y sin ayuda alguna. La pesadez de las acciones inglesas no constituía únicamente un asunto del temperamento o de unos preparativos militares insuficientes. La realidad era que las garantías para Varsovia no habían encontrado jamás grandes simpatías en Inglaterra, no existía una amistad tradicional entre ambos países, y Polonia poseía fama de ser uno de aquellos regímenes dictatoriales que solo permitían ver la estrechez y la opresión de un dominio totalitario, pero no la magia teatral y la sugestión del poder[1239]. Cuando uno de los diputados de la oposición, durante los primeros días de septiembre, insistía acerca de un ministro del gabinete para que se prestase ayuda a Polonia, mencionando el entonces discutido plan de atacar la Selva Negra mediante bombas incendiarias, recibió la siguiente respuesta: «Oh, eso no puede hacerse, eso es propiedad particular. Usted aún solicitará que bombardeemos el territorio del Ruhr». Francia, por su parte, se había obligado contractualmente a lanzar una ofensiva con treinta y cinco o treinta y ocho divisiones, hacia el decimosexto día de la guerra.

Pero este país, solo mentalizado para defenderse y afirmar su idilio nacional, no se hallaba capacitado para desencadenar una ofensiva. El general Jodl ha declarado en Nuremberg: «Si no nos derrumbamos ya en 1939, ello fue debido a que las ciento diez divisiones francesas e inglesas, en cifras redondas, se mantuvieron en Occidente frente a las veinticinco divisiones alemanas, durante la campaña desarrollada en Polonia»[1240].

Bajo estas condiciones, los modernos ejércitos alemanes pudieron atravesar toda Polonia en una ofensiva realmente única y triunfal. A la perfección y dinámica funcional de la misma, la parte contraria solo podía oponer intentos de «un absurdo conmovedor», como fue confesado posteriormente[1241]. La actuación conjunta y sincronizada de las unidades blindadas con las de la infantería motorizada y una Luftwaffe que dominaba totalmente el cielo polaco, todo ello en cantidades nunca vistas, el perfecto trabajo del sistema de comunicaciones y logístico: toda la fuerza de este coloso mecánico en constante avance no les dejó a los polacos otra cosa que no fuese su valor. Como había afirmado Beck, muy seguro de sí mismo, «las fuerzas armadas de su país estaban preparadas para una guerra elástica y de contención. Se verán grandes sorpresas»[1242]. Pero la auténtica importancia de esta campaña radicaba en el hecho de que en ella luchaba al mismo tiempo la segunda guerra mundial contra la primera, y en ninguna parte se observó de forma tan acusada esta desproporción como en el quijotesco mortal ataque de caballería realizado en la Tucheler Heide, cuando una unidad polaca a caballo montó para atacar a los tanques alemanes. Durante la mañana del 5 de septiembre, el general Halder había anotado, después de una conferencia sobre la situación: «el enemigo, prácticamente derrotado»; el 6 de septiembre se entregó Cracovia, un día más tarde huyó el gobierno polaco a Lublin, y al siguiente día las avanzadillas alemanas alcanzaron los límites de la capital polaca. A partir de este momento empezó a derrumbarse toda resistencia organizada del enemigo. En dos grandes movimientos de cerco iniciados el 9 de septiembre, los restos de las fuerzas armadas polacas fueron copados y lentamente aniquilados. Ocho días más tarde, cuando la campaña estaba ya prácticamente acabada, la Unión Soviética inició su ofensiva desde el Este sobre el país prácticamente sojuzgado, no sin haber tomado numerosas medidas jurídicas y diplomáticas para asegurarse contra la acusación de agresión. El 18 de septiembre, las tropas alemanas y soviéticas se encontraban en Brest-Litowsk: la primera guerra relámpago había finalizado. Cuando un día más tarde capituló Varsovia, Hitler ordenó que las campanas volteasen durante siete días consecutivos, entre las doce y trece horas.

A pesar de ello, cabe preguntar si sentía sobre aquel triunfo militar tan rápido una auténtica satisfacción o pretendía ocultar con el júbilo y el repique de campanas el presentimiento de que el triunfo ya lo había perdido. En todo caso, Hitler vio cómo había quedado invertido su gran concepto: él luchaba ahora no contra el Este, como quizá había pretendido convencerse a sí mismo durante los cortos días de la campaña polaca, sino contra Occidente. Durante casi veinte años, todos sus pensamientos y todas sus tácticas habían estado configurados por lo contrario; ahora toda su intranquilidad febril, toda su altivez y los efectos de los grandes éxitos habían ganado la partida a los pensamientos racionales, destrozando por completo la constelación «fascista»: «Se hallaba ahora en guerra con los conservadores, antes de haber derrotado a los revolucionarios»[1243]. Parece ser que ya era consciente de esta equivocación fatal durante aquellos días. Los que le rodeaban han hablado de trastornos pesimistas, viéndose atacado por repentinas pesadillas; «aún le hubiese agradado sacar la cabeza del lazo que rodeaba su cuello»[1244], y manifestaba a Rudolf Hess, poco tiempo después de tener la certidumbre de la guerra contra Inglaterra: «Toda mi obra se derrumba ahora. Mi libro lo he escrito para nada». En ciertas ocasiones se comparaba a sí mismo con Martin Lutero, quien en realidad tampoco quería luchar contra Roma, lo mismo que tampoco él contra Inglaterra. Después, en otras ocasiones, se sugería a sí mismo, con sus conocimientos casuales, la debilidad de Inglaterra y la decadencia democrática; o bien intentaba tranquilizar sus presentimientos, hablando para ello de una «guerra ficticia» mediante la cual el gobierno británico intentaba formalmente dar una satisfacción a una obligación de aliado muy impopular: tan pronto hubiese resuelto el asunto de Polonia, declaró durante los últimos días de agosto, «convocaremos una gran conferencia de paz con las potencias occidentales»[1245]. En ello fundamentaba ahora sus esperanzas.

En estas esperanzas se cimentar los objetivos después de la campaña de Polonia y, posteriormente, a continuación de la conducta de Francia, la prosecución de las hostilidades con Inglaterra, pero solo a media fuerza: como aquella incrementada amenaza bélica con intervenciones agotadoras de la propaganda, para la cual en Inglaterra se forjó el concepto de phoney war. Casi durante dos años seguidos, su dirección de la guerra se vio influida por su intención de volver a poner en pie la fallida constelación y reconquistar el concepto tan a la ligera perdido. Pocas semanas antes de iniciarse la guerra, el 22 de julio de 1939, le había manifestado al almirante Dönitz que en ningún caso debía llegarse a una guerra con Inglaterra, porque una guerra con Inglaterra no sería otra cosa que el finis Germaniae[1246].

Ahora se hallaba en guerra con Inglaterra.

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