Hitler

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Libro segundo » Capítulo I

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El cartel, de un rojo intenso, que anunciaba aquella manifestación nimbada de leyendas, no citaba siquiera el nombre de Hitler. La figura principal de la reunión era un orador nacional famoso, el Dr. Johannes Dingfelder, el cual defendía en publicaciones populares, bajo el seudónimo de Germanus Agricola, una teoría económica en la que se reflejaban sus oscuridades intelectuales respecto a los temores sobre el suministro en la época de la posguerra de forma muy extraña: sus entramados cerebrales pesimistas anunciaban la huelga en la producción de la propia naturaleza; sus bienes, así lo anunciaba y amenazaba, irían en constante disminución, el resto se lo comerían los parásitos y, por lo tanto, el final de la humanidad se iba acercando; todo eso, pleno de desesperanzas como él mismo lo estaba y solo iluminado por la ilusión y el deseo de aportar una nueva conciencia. Lo mismo hizo esta noche «de forma muy objetiva», como indicaba la nota de la agencia de informaciones, «y sostenido, francamente, por un espíritu profundamente religioso»[232].

Solo entonces habló Hitler. A fin de aprovechar aquella oportunidad realmente única para dar a conocer a una gran masa de oyentes las intenciones del DAP, había insistido en la confección de un programa. Durante su discurso se dirigió, de acuerdo con lo que indica un informe contemporáneo, contra la cobardía del gobierno y el tratado de Versalles, contra las ansias de diversión de los hombres, contra los judíos y «las sanguijuelas sangrientas» de los especuladores y acaparadores. Solo después leyó el nuevo programa, frecuentemente interrumpido por los aplausos y el desasosiego. Al final «cae» un grito de interrupción. Inmediatamente, enorme intranquilidad. Todo el público está de pie sobre las mesas y sillas. Un tumulto impresionante. Gritos de «expulsión». La manifestación finalizó en medio de un gran tumulto y de ensordecedor ruido. Algunos partidarios de las izquierdas radicales, dando vivas a la Internacional y a la república bolchevique, abandonaron el «Hofbräuhaus», dirigiéndose al pórtico del Ayuntamiento. El informe policíaco indicaba: «En general, sin disturbios».

La prensa, incluso la que reflejaba la opinión popular, apenas tomó nota de tal manifestación, tildándola más bien de algo cotidiano, a pesar de los tumultos accidentales, y solo nuevas fuentes de información más recientes han permitido reconstruir cómo transcurrió la misma. El relato casi mitológico que efectuó Hitler le concedió el carácter de una batalla campal que finalizó con un júbilo de convencimiento que parecía no tener fin en aquellas masas convertidas: «Unánimemente, una y otra vez unánimemente», habían aprobado los presentes los puntos programáticos, y «cuando la última tesis había encontrado el camino directo al corazón de la masa, la sala se puso en pie, delante de mí, todos unidos por una nueva convicción, por una nueva voluntad». Y mientras Hitler echaba mano con su forma característica de las representaciones operísticas y vio cómo se encendía un fuego «de cuyas brasas surgirá en un día la espada que deberá devolver al Sigfrido germánico la libertad ansiada», y mientras ya oía los pasos «de la Diosa de la venganza sin cuartel para el estado perjuro del 9 de noviembre de 1918», el periódico Münchener Beobachter solo reseñaba que Hitler había plasmado «algunas concretas imágenes políticas» y dado a conocer el programa del DAP, habiendo hablado a continuación del Dr. Johannes Dingfelder[233].

A pesar de todo, es indudable que el autor de Mi lucha tenía razón en un sentido más elevado, porque con esta manifestación se inició el desarrollo de aquella modesta ronda de bebedores de cerveza fundada por Drexler, hasta convertirse en el Partido de masas de Adolf Hitler. No cabe la menor duda de que él, una vez más, había tenido que desempeñar un papel secundario; pero, así y todo, la verdad es que fueron unas dos mil personas las que habían llenado el salón del Hofbräuhaus y confirmado los conceptos políticos de Hitler de forma impresionante. La leyenda del Partido comparó la manifestación del 24 de febrero de 1920 con la fijación de las tesis por Martín Lutero en la iglesia del castillo de Wittenberg[234]. Pero tanto en uno como en otro caso, lo legado a la posteridad formó una imagen propia pero insostenible ante la historia, porque la historia tiende a no hacer caso de la necesidad de la humanidad por una evidencia dramática. Pero como acontecimiento de la fundación del movimiento, la manifestación fue en el futuro celebrada y con bastante justicia, aun cuando para aquel día no estaba previsto ningún acto fundacional, el orador principal no pertenecía al Partido y Hitler, en los carteles murales que invitaban a la reunión, no aparecía nombrado.

El programa que expuso aquella noche había sido ideado por Anton Drexler, posiblemente con cierta colaboración por parte de Gottfried Feder y sometido, a continuación, a la correspondiente revisión por parte del comité central. La parte del mismo que objetivamente corresponde a Hitler no puede ser definida ni detallada en la actualidad, pero la facilidad y manejabilidad con que aparecen algunas tesis en forma de consignas y máximas, delatan su influencia redaccional. Estaba dividido en 25 puntos y unía más bien arbitrariamente elementos aportados por su atracción emocional de la antigua ideología popular, ligados a las exigencias actualizadas de protesta de la nación y de las inclinaciones por una negación de la realidad: las antiposiciones que contenía dominaban de forma llamativa y testificaban enfáticamente de ello. Era anticapitalista, antimarxista, antiparlamentario, antisemita, y negaba, de forma definitiva, el final y las consecuencias de la guerra. Por el contrario, los objetivos positivos, por ejemplo las múltiples exigencias por una protección de la clase media, resultaban pálidos, vagos, y aportaban, en no raras ocasiones, el estigma de unos postulados crecientes en los temores y deseos del hombre de la calle. Así, por ejemplo, debía ser retirado todo ingreso que no procediera de un trabajo realizado (punto 11), confiscado todo beneficio de guerra (punto 12) e introducida la participación en los beneficios en las grandes empresas (punto 14). Otros puntos del programa preveían la responsabilidad de los grandes almacenes por parte de los ayuntamientos locales, alquilándolos «a precios baratos» a pequeños comerciantes (punto 16); también se exigía una reforma del suelo, así como una prohibición de la especulación sobre el mismo (punto 17).

A pesar de los aspectos, fácilmente reconocibles, de oportunismo y de aquellas exigencias dictadas por el momento presente, la importancia de este programa no deja de ser bastante notable, aun cuando a veces se creyese lo contrario, y, en todo caso, ofrecía bastante más que un seductor prospecto de chillona brillantez para el despliegue de la capacidad demagógica del futuro Führer del Partido. En su forma global contenía, al menos en sus inicios, todas las tendencias realmente importantes de la posterior ideología nacionalsocialista sobre el dominio: la tesis agresiva del espacio vital (punto 3), el fundamento antisemita (puntos 4, 5, 6, 7, 8 y 24), así como la exigencias de lo totalitario que se ocultaba detrás de tópicos al parecer inofensivos, pero que siempre aseguraban el amplio aplauso (puntos 10, 18, 24), preparando, como las fórmulas de que el bien común debe anteponerse al bien particular, las leyes fundamentales de un estado totalitario[235]. Desequilibrado, como lo era en su totalidad y en ocasiones oculto por máximas altisonantes, encerraba, sin embargo, los elementos de un socialismo nacional que acentuaba su decisión de eliminar a un capitalismo aprovechado, vencer el frente marxista de la lucha de clases y, finalmente, la reconciliación de todas las capas sociales en una comunidad popular poderosa y estrechamente unida.

Parece ser que precisamente esta imagen consiguió un especial poder de atracción en el país, irritado profundamente en lo social. La idea o fórmula de un «socialismo nacional», en el que se encontraban los pensamientos reinantes del siglo XIX, constituía la base de múltiples programas y planes de ordenación de aquel tiempo. Dicha idea surgía en el sencillo informe del artesano Anton Drexler sobre su «político despertar», lo mismo que en las conferencias dadas en Berlín por Eduard Stadtler, quien en el año 1918, y con el apoyo de la industria, había fundado una «Liga antibolchevique»; la misma fue objeto de unos cursos informativos instituidos por el Mando de la Reichswehr en Múnich, que editó una publicación de Oswald Spengler con el título de Prusianismo y Socialismo, de sugestiva resonancia e incluso con cierta efectividad en la socialdemocracia, a la que la desilusión por el fracaso de la Segunda Internacional al comenzar la guerra había empujado a algunas cabezas independientes a emprender el camino de los programas nacional y social revolucionarios. El socialismo nacional, su camino y desarrollo y sus objetivos fue, finalmente, el título de una extensa obra teórica, publicada en 1919, en Aussig, por uno de los fundadores del Partido Obrero Socialalemán, el ingeniero de ferrocarriles Rudolf Jung. No sin cierta conciencia de sí mismo comprendió al socialismo nacional como la idea política de la época y apropiada para frenar y rechazar al socialismo marxista. A efectos de hacer resaltar convenientemente la contradicción militante respecto a todas las tentativas internacionalistas, Jung había rebautizado, ya en mayo de 1918, conjuntamente con sus congéneres austríacos, a su partido con el nombre de Partido obrero nacionalsocialista[236].

Una semana después de haberse celebrado la manifestación en el Hofbräuhaus, también el DAP modificó su denominación. Imitando las agrupaciones emparentadas de los alemanes sudetes y austríacos se denominó, a partir de ahora, Partido nacionalsocialista obrero alemán (NSDAP), adoptando, al mismo tiempo, el símbolo de lucha de sus amigos simpatizantes de más allá de las fronteras, la cruz gamada. El jefe de los nacionalsocialistas austríacos, el Dr. Walther Riehl, había fundado poco tiempo antes una «Cancillería interestatal» que debía servir de enlace para todos los partidos nacionalsocialistas. Frecuentes contactos existían asimismo con otras agrupaciones coincidentes en la programática popular social, de forma especial con el Partido Alemán Socialista del ingeniero de Düsseldorf Alfred Brunner, el cual afirmaba de su partido que «era de extrema izquierda y sus exigencias mucho más radicales que las de los bolcheviques». Poseía grupos locales en numerosas ciudades alemanas; en Núremberg estuvo dirigido por el maestro Julius Streicher.

El 1.º de abril de 1920, Hitler fue definitivamente licenciado del Ejército, porque ahora, al fin, tenía otros propósitos: estaba decidido a dedicarse plenamente a la política, arrebatar para él el mando del NSDAP y configurar al Partido de acuerdo con sus ideas. Alquiló un piso en la Thierschstrasse, 41, muy cerca del río Isar. La mayor parte del día se lo pasaba en el sótano de las oficinas del Partido, pero evitó ser clasificado como empleado del mismo. La pregunta sobre qué medios tenía para su subsistencia desempeñaba un papel en la primera crisis del Partido que se veía venir. Su arrendataria consideró como a un «auténtico bohemio» a aquel joven sombrío y tan parco en palabras.

Nada tenía que perder. La conciencia de su propio valer la obtenía de su talento de orador, su frialdad y capacidad de decisión en los riesgos, en mucha menor proporción que de la certidumbre de sus ideas, y menos aún de una realidad reconocida que de las posibilidades instrumentales que pudiese ofrecer. Su incapacidad de comprensión de las obras del pensamiento sin contenido político maleable se señaló por el «desprecio» y «profundo asco» que sentía por «los teóricos populares melenudos», «los hombres de solo palabras» y los «ladrones de ideas», así como por la realidad de que solo se presentó a hablar en sus primeras erupciones retóricas cuando pudo contragolpear polémicamente. No era la evidencia lo que convertía en convincente una idea, sino su manejabilidad; no la verdad, sino su idoneidad como arma: «Todo y hasta la mejor idea —indicó con aquella inexactitud apodíctica tan característica en él— se convierte en un peligro cuando llega a creerse que es en sí finalidad absoluta, cuando, en realidad, solo constituye un medio para lograr la misma». En otro lugar acentúa que la fuerza precisa siempre en la lucha política del apoyo a la idea; no a la inversa, característicamente[237]. También el Socialismo nacional, bajo cuyo signo militó, lo consideraba primordialmente como un medio para alcanzar objetivos mucho más lejanos y ambiciosos.

Era la paga y señal romántica, atractivamente difusa, con la que dio su primer paso en el escenario. La idea de la reconciliación que contenía parecía más moderna, más apropiada al tiempo que las divisas de la lucha de clases y que ahora, después de las experiencias obtenidas durante la guerra, habían perdido una parte de su futuro entre la comunidad de hombres en el frente. El escritor conservador Arthur Moeller van den Bruck, quien poco tiempo después de haberse iniciado el siglo había ya representado la imagen de un socialismo nacional, opinaba ahora que «era una parte del futuro alemán»[238]. Lo era, indiscutiblemente, en manos de un político rico en ideas, sin respeto alguno por la tradición, astuto pero lleno de desprecio por el sentido común humano. La idea tenía muchos aspirantes. Pero ya no por más tiempo, y Hitler adquirió la convicción, después, de experimentar aquel júbilo creciente de las masas, de que él mismo sería esta parte del futuro alemán.

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