Hitler

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Libro cuarto » Capítulo III

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A las puertas del poder

«¡Votad! ¡Votad! ¡Acercaos al pueblo! ¡Todos nos sentimos muy felices!».

JOSEPH GOEBBELS

NO fue únicamente la virtuosidad demagógica de Hitler, no solo su habilidad táctica y entusiasmo radical lo que le ayudó al encumbramiento; más bien daba la sensación de que también la astucia de lo irrazonable, que surgía en gran parte de lo casual de unas fechas, le jugaba durante el año 1932 todas las cartas a su favor para que tuviese la oportunidad de desplegar y demostrar toda su superioridad en aquel terreno de la agitación, que tan bien conocía.

El mandato del presidente del Reich finalizaba durante la primavera. A efectos de evitar los riesgos y los efectos radicalizadores de unas elecciones, Brüning había desarrollado, prematuramente, un plan que preveía la prórroga del mandato presidencial para Hindenburg, mientras este viviese. Para conseguirlo debía efectuarse una modificación en la constitución. Ganar tiempo, estos eran sus pensamientos. El invierno había traído consigo una nueva y difícilmente imaginable agudización de la crisis. Se incrementó la cifra de los obreros en paro, durante febrero de 1932, hasta superar los seis millones. Brüning, sin embargo, con la rigidez característica del técnico, que considera que sus fundamentos son muy superiores a la capacidad de adaptación del político, mantuvo el rumbo emprendido: jugó la carta de la dispensa de las reparaciones, creyó en el triunfo de la conferencia del desarme y en la igualdad de derechos para Alemania, así como en la primavera y en su concepto de salir adelante, a pesar del más riguroso hambre.

El pueblo, sin embargo, no compartía ni su severidad ni sus esperanzas; sufría hambre, frío y las denigrantes circunstancias que acompañaban a la miseria. Odiaba los constantes decretos-ley con los formales llamamientos al espíritu de sacrificio: el gobierno solo administra la miseria, en lugar de subsanarla, decía el extendido reproche[599]. Por muy problemática que fuese la política de Brüning con su inexorable reducción de gastos, incluso desde un punto de vista puramente económico, mucho más problemático resultó el hecho de que era políticamente inefectiva para la desesperación de la gente, porque el canciller no disponía, con su objetiva frialdad, del preciso tono patético que exige el sacrificio, un tono que puede convertirse en atrayente y aplaudido si se percibe en él la sangre, el sudor y las lágrimas. Nadie se conforma, simplemente, con saber que la miseria solo es miseria. También en esta incapacidad debía basarse el creciente descrédito de la república, por no saber otorgar una interpretación a la miseria y un sentido a los sacrificios nuevamente exigidos.

La política de Brüning de ganar tiempo dependía del apoyo que él mismo hallase en el presidente del Reich. Pero, de forma sorprendente, Hindenburg se opuso a aquel proyecto de que su plazo de tiempo presidencial fuese prorrogado. Había cumplido, entretanto, ochenta y cuatro años, hacía tiempo que se sentía cansado de sus funciones y temía, además, que con las discusiones que sobre su persona provocaría aquel plan se desatarían nuevos ataques contra sus ya de por sí desilusionados amigos de derechas[600]. Solo aceptó cuando, finalmente, la prórroga fue limitada a dos años, pero, eso sí, después de penosos esfuerzos por parte de muchos e impresionado, de forma significativa, por la referencia de Guillermo I, quien había declarado, con noventa y un años de edad, que no tenía tiempo para estar cansado. Aceptó, pero titubeando; lo hizo, pero al precio de su confianza hacia Brüning, en quien reconocía el motor que se hallaba detrás de aquel apuro: con su triunfo, el canciller había perdido, precisamente, lo que de todo ello había esperado.

Las negociaciones que Brüning inició con los partidos convirtieron a Hitler, forzosamente, en el punto central más codiciado, por cuanto de su aprobación dependía toda modificación de la Constitución. Al mismo tiempo, sin embargo, le situaron ante una alternativa sumamente peligrosa: porque o bien debía hacer causa común con los «portadores del sistema» y, de esta forma, fortalecer la posición de Brüning y negar, al mismo tiempo, su propio radicalismo, o bien ir contra el anciano presidente del Reich, rodeado de tantas devociones, el fiel Eckart y Kaiser suplente de la nación. En este último caso, debería entablar una lucha electoral que podría poner en juego la leyenda triunfal del movimiento y, al mismo tiempo, mostrar públicamente determinadas contradicciones con Hindenburg, las cuales —considerando los decisivos poderes presidenciales— podrían hacer surgir escollos imprevisibles en su camino hacia el poder. Mientras Gregor Strasser recomendaba la aceptación de la propuesta efectuada por Brüning, tanto Röhm como, especialmente, Goebbels la rechazaban de pleno: «No se trata aquí del presidente del Reich —anotaba Goebbels en su diario—. El señor Brüning desearía estabilizar su propia posición y la de su gobierno por tiempo indefinido. El Führer ha rogado se le conceda tiempo para pensar. La situación debe ser aclarada en todos sus puntos… La partida de ajedrez por el poder ha empezado. Quizá dure un año entero. Una partida que debe ser jugada con vivacidad, sabiduría y también, en parte, con refinamiento. Lo importante es que permanezcamos fuertes y no nos comprometamos»[601].

Hitler, durante mucho tiempo, no supo qué partido tomar, por haber sido conducido a una situación fatal debido a la maniobra ajedrecista realizada por Brüning. Mientras Hugenberg rechazó la oferta rápidamente y de forma burda, Hitler seguía indeciso, y la respuesta que finalmente dio no solo reflejaba sus dudas, sino también sus precauciones. Ambas reacciones descubrieron la gran diferencia existente entre la estúpida concepción táctica de Hugenberg, que corría constantemente detrás del radicalismo del compañero con el fin de intentar superarle, y Hitler, que utilizaba su radicalismo de forma instrumental y mezclado de elementos de astuto racionalismo. En todo caso supo unir a su denegación tantas condiciones, que en parte causaba el efecto de hallarse dispuesto a proseguir las consultas. Pero lo que sí intentó fue agrandar más el distanciamiento existente ya entre Hindenburg y el canciller, que él había captado con su seguro instinto. Como un rábula se erigió en el protector de la constitución, exponiendo, en amplias consideraciones, numerosas objeciones jurídicas al plan del canciller, dando la sensación de preocuparse de forma escrupulosa por la fidelidad al juramento del presidente.

Si bien Hitler, en el fondo, se había decidido a presentar su candidatura en contra de Hindenburg, dudó todavía, durante varias semanas, en dar a conocer su decisión. Porque su concepto vital siempre había previsto la «benevolencia» del presidente, no la enemistad. También captó, mucho mejor y con más agudeza que sus acólitos, los muchos riesgos que entrañaba desafiar al mito Hindenburg. En vano le acosaban Goebbels y otros para que anunciase su candidatura. Entretanto, dio su conformidad al ministro del Interior de Braunschweig, Klagges, que era partidario nacionalsocialista, para que le proporcionase la nacionalidad alemana que precisaba para su candidatura[602]. Su indecisión, sobre la que tanto se ha escrito, su timidez ante las resoluciones, contrasta de forma espectacular con la idea del Führer seguro, casi sonámbulo, al que solo los acontecimientos esperados con fatalismo son capaces de exigirle una decisión en el último momento. Aquí tenemos un ejemplo bien palpable de ello, por cuanto la decisión había sido acordada hacía tiempo. El diario de Goebbels descubre la indecisión que torturaba a Hitler, paso a paso:

9 de enero de 1932. Todo en desorden. Grandes enigmas sobre lo que querrá hacer el Führer. ¡Es para asombrarse!

19 de enero. Discutido con el Führer el asunto de la presidencia del Reich. Le informo sobre mis conversaciones. No ha sido aún tomada la decisión. Yo abogo fuertemente por su propia candidatura. En serio, no existe en realidad otra alternativa. Calculamos con cifras.

21 de enero. En la actual situación, no queda otro remedio que presentar un candidato propio. Una lucha difícil y desagradable, pero que debemos soportar.

25 de enero. El Partido se estremece ante el ambiente de lucha.

27 de enero. La consigna electoral en pro o en contra de Hindenburg parece haberse convertido en irremediable. Ahora debemos salir con nuestro propio candidato.

29 de enero. El comité Hindenburg está reunido. Hemos de dar a conocer nuestra postura.

1 de enero. El Führer decidirá el miércoles próximo. Ya no puede ser dudosa.

2 de febrero. Los argumentos en favor de la candidatura del Führer son tan convincentes, que ya no existe otra alternativa… Durante el mediodía, asesoramiento con el Führer. Desarrolla sus puntos de vista para la elección presidencial. Se decide a hacerse cargo de la candidatura. Pero primero debe quedar bien establecida la parte contraria. El SPD inclinará la balanza. Entonces daremos a conocer nuestra decisión al público en general. Se trata de una lucha muy penosa y sin medida; pero debe ser soportada. El Führer hace sus jugadas, sin prisas y con la cabeza clara.

3 de febrero. Los Gauleiter esperan el anuncio de la decisión para la candidatura presidencial. Esperan en vano. Se está jugando al ajedrez. No se anuncia con anterioridad qué jugadas se piensan hacer… El Partido está intranquilo, tenso; sin embargo, todo permanece en silencio… El Führer, durante sus horas de ocio, consulta los planos para una nueva Casa del Partido, así como también para la grandiosa reconstrucción de la capital del Reich. En sus proyectos, ya lo tiene todo terminado y uno se asombra, cada vez, al ver con cuántas preguntas se ha asesorado técnicamente. Durante la noche vienen a verme muchos fieles y antiguos militantes. Se sienten deprimidos, porque no conocen todavía la decisión. Están preocupados porque el Führer espera demasiado.

9 de febrero. Todo está todavía en la balanza.

10 de febrero. Afuera, un día de invierno muy frío. En la atmósfera clara flotan decisiones claras. Ya no se harán esperar en demasía.

12 de febrero. Con el Führer en el «Kaiserhof», revisamos otra vez todas las cifras. Existe un riesgo, pero debemos ser osados. La decisión ha sido tomada… El Führer vuelve a estar en Múnich; la decisión ha sido aplazada durante unos días.

13 de febrero. Durante la presente semana debe ser tomada la decisión pública en el asunto presidencial.

15 de febrero. Ya no necesitamos esconder nuestra decisión por más tiempo.

16 de febrero. Estoy trabajando como si ya estuviese en marcha la lucha electoral. Ello produce algunas dificultades, por cuanto el Führer no ha sido todavía proclamado candidato oficialmente.

19 de febrero. Con el Führer en el Kaiserhof. Hablé con él mucho tiempo a solas. Se ha tomado la decisión.

21 de febrero. Esta espera eterna es agotadora.

Goebbels había convocado para la noche siguiente una reunión de afiliados en el Palacio de los Deportes de Berlín. Constituía su primera presentación en público, después de habérsele prohibido hablar desde el 25 de enero último. Entretanto, la fecha de las elecciones se había acercado; faltaban tres semanas. Hitler, sin embargo, seguía dudando. Durante el transcurso del día, Goebbels se dirigió al Kaiserhof con el fin de exponerle sus pensamientos sobre el discurso previsto. Cuando sacó a colación la pregunta de la candidatura, obtuvo, de forma inesperada, la autorización tan ansiosamente deseada para anunciar, en público, la decisión tomada por Hitler. «¡Gracias a Dios!», anotó Goebbels, para seguir:

«El Palacio de los Deportes estaba lleno a rebosar. Reunión general extraordinaria de los distritos Oeste, Este y Norte. Inmediatamente después de empezar, calurosas ovaciones. Cuando después de una hora de discurso preparatorio proclamé públicamente la candidatura del Führer, el entusiasmo se desbordó durante casi diez minutos. Delirantes manifestaciones para el Führer. Las gentes se levantan jubilosas y gritan. La bóveda amenaza con romperse. Una visión sobrecogedora. Esto es realmente un movimiento que debe triunfar. Reina un indescriptible paroxismo de entusiasmo. El Führer llama todavía aquella noche, algo más tarde. Le informo, y viene a nuestra casa. Se alegra de que haya causado tan buena impresión la proclamación de su candidatura. Él es y será siempre nuestro Führer»[603].

Esta última frase descubre las dudas que Goebbels, con toda seguridad, había sentido, durante las últimas semanas, considerando la debilidad del Führer demostrada por Hitler. Pero si este proceso constituye uno de los testimonios más fehacientes de la flema de que hizo gala Hitler con su decisión, también es igualmente característica la repentina y vehemente energía que demostró, lanzándose inmediatamente a la lucha, una vez tomada su decisión. Durante el transcurso de una ceremonia celebrada en el hotel Kaiserhof, el 26 de febrero, dejó que le nombrasen Regierungsrat (consejero de Estado) y con ello adquirió la nacionalidad alemana. Un día después, en el Palacio de los Deportes, les gritó a sus enemigos: «¡Yo conozco vuestra consigna! Vosotros decís: Permanecemos al precio que sea; y yo os digo: ¡Nosotros os derribaremos, sea como sea! Soy feliz, porque a partir de ahora puedo pegar junto a mis camaradas, así o asá». Se refirió a una observación hecha por el jefe de la Policía de Berlín, Grzesinski, quien le había amenazado con expulsarle de Alemania a latigazos: «Pueden amenazarme, tranquilamente, con el látigo para los perros. Ya veremos en qué manos se hallará este látigo cuando finalice esta lucha». Al mismo tiempo intentó desviar la enemistad con Hindenburg, a la que Brüning le había forzado, hablando de su deber para con el mariscal general de Campo, cuyo «nombre debía serle conservado al pueblo alemán como el Führer de la gran contienda», para decirle: «Anciano, te veneramos demasiado para permitir que se escondan detrás de ti aquellos a los que queremos aniquilar. Por mucho que nos duela, debes apartarte, porque ellos quieren la lucha y nosotros también la queremos»[604]. Goebbels anotó, sumamente feliz, que el Führer «volvía a estar a la altura de las circunstancias».

Quedó perfectamente visible hasta qué punto Hitler y los nacionalsocialistas dominaban, entretanto, la escena política. Porque si bien desde hacía tiempo se hallaban ya dispuestos para la lucha electoral tres competidores, Hindenburg, el candidato comunista Ernst Thälmann y Theodor Duesterberg, el candidato de las derechas radicales burguesas, solo ahora se inició realmente la batalla electoral. Los nacionalsocialistas desarrollaron, una vez más, una fuerza salvaje que todo lo desbordaba. La actividad de las manifestaciones se inició de un solo golpe, demostrando no solo una mejorada situación financiera del Partido, sino también la cada vez más estrecha red de puntos de apoyo para la agitación. Goebbels ya había trasladado a Berlín, durante el mes de febrero, la Dirección general de Propaganda para el Reich, profetizando una lucha electoral «como el mundo jamás haya visto». Había sido movilizada toda la

élite oradora del Partido, el mismo Hitler viajó en automóvil por toda Alemania desde el 1.º hasta el 11 de marzo, hablando, según se supone, ante unas quinientas mil personas. A su lado, junto al «mayor de los demagogos» y por él exigido, se hallaba aquel «ejército de provocadores que azuzaba las pasiones del torturado pueblo»[605]. Su riqueza de ideas y su ingenio, empleando por primera vez los modernos medios técnicos, demostraron una vez más ser muy superiores a los utilizados por sus contrincantes. Fue repartido un disco gramofónico editado en cincuenta mil unidades, se rodaron filmes sonoros, obligando a los propietarios de los cines a proyectarlos al iniciarse el programa; además, se publicó una revista electoral ilustrada y se desencadenó, como Goebbels la denominaba, una auténtica guerra de carteles y banderas que inundó ciudades enteras o distritos de las mismas, solo en una noche, con un rojo sangriento. Los camiones, transportando las unidades de las SA con el barboquejo bajado, circulaban por las calles, a veces en columnas, durante días enteros. Las unidades de las SA, bajo las ondeantes banderas, cantaban o gritaban su «¡Alemania, despierta!». Aquella campaña propagandística atronadora creó pronto, en el Partido, un ambiente de triunfo, como lo expresó una ordenanza oficial de Himmler limitando el consumo de bebidas alcohólicas durante las fiestas que celebraban las SS por sus victorias[606].

En el bando contrario se hallaba Brüning, en realidad solo él, singularmente solitario, aportando a su admiración por el presidente el sacrificio de aquella devastadora lucha electoral; porque el compromiso contraído por los socialdemócratas delataba, con demasiada claridad, que solo apoyaban a Hindenburg para derrotar a Hitler, y Hindenburg mismo protestó contra el reproche que se le hacía de ser el candidato de una «coalición negro-roja». Fue el único discurso pronunciado por él durante la campaña electoral por la radio. De todas formas, se demostraba que la elección, que cambiaba todos los frentes y rompía todas las lealtades, solo se decidía entre Hindenburg y Hitler. En la noche anterior a las elecciones del 13 de marzo, el

Angriff berlinés anunciaba, seguro de sí mismo: «Hitler será mañana presidente del Reich».

El resultado, sin embargo, causó un fuerte impacto, considerando las ilusionadas esperanzas que se habían depositado en las elecciones. Estas produjeron un triunfo impresionante de Hindenburg, quien, con su 49,6% de los votos depositados, se distanció claramente, y más de lo esperado, de Hitler (30,1%). Otto Strasser, con aire triunfante, llenó las calles con pasquines que mostraban a Hitler en el papel de Napoleón durante la retirada de Moscú: «El gran Ejército ha sido derrotado —era el subtítulo—. Su Majestad el emperador está bien de salud». Duesterberg, completamente derrotado, con solo el 6,8% de los votos, decidió, con su fracaso, que la rivalidad existente en el campo nacionalista se decantase definitivamente por Hitler. Thälmann obtuvo el 13,2% de los votos. Los nacionalsocialistas, en diferentes lugares, izaron las banderas de la cruz gamada a media asta.

Considerando, sin embargo, que Hindenburg no había obtenido, por muy poco, la absoluta mayoría prescrita, se hizo necesaria una repetición y fue característica, una vez más, la postura adoptada por Hitler. Mientras que la temida depresión se extendía por el Partido, considerándose en casos aislados la posibilidad de renunciar a la segunda vuelta electoral, indiscutiblemente sin probabilidades de triunfo, Hitler no dejó traslucir lo más mínimo su estado de ánimo y, por el contrario, incitó de nuevo, durante la noche del 13 de marzo, a reemprender e incrementar las actividades, apelando al Partido, a las SA, SS, Juventudes hitlerianas y Cuerpo motorizado-NS: «La primera lucha electoral ha finalizado, la segunda se ha iniciado en el día de hoy. Yo, con mi persona, también lucharé», anunciaba levantando al postrado Partido con «una sinfonía única de espíritu ofensivo», como escribió Goebbels hímnicamente. Sin embargo, uno de sus acompañantes íntimos le halló, a altas horas de la noche, cavilando en la oscura vivienda; «la imagen de un jugador desilusionado, desanimado, que hubiese apostado por encima de sus posibilidades»[607].

Alfred Rosenberg, entretanto, sacudía a los desmoralizados seguidores con sus artículos en el

Völkischer Beobachter. «Ahora proseguiremos, con un encono, con una brutalidad como Alemania jamás habrá conocido… El fundamento de nuestra lucha es el odio contra todo aquello que está contra vosotros. Ahora ya no daremos cuartel». Casi una cincuentena de distinguidas personalidades, aristócratas, generales, patricios hamburgueses y profesores, se declararon pocos días después, en un llamamiento, favorables a Hitler. Fue fijado el día 10 de abril para las elecciones. El gobierno, con el fin de poner coto a la agitación de los radicales, alimentada por el odio, los resentimientos y las consignas de guerra civil, decretó una especie de conciliación, en atención a las inmediatas fiestas pascuales. Realmente, la lucha electoral quedó limitada a una semana, aproximadamente. Pero como siempre que Hitler se veía acosado y obligado a situarse de espaldas a la pared, desarrolló entonces, precisamente por esta limitación impuesta, sus ideas propagandísticas más efectivas. A fin de poder utilizar su capacidad retórica de la forma más amplia posible y, al mismo tiempo, dirigirse personalmente a grandes masas de personas, alquiló para sí y para sus más íntimos un avión. Entre ellos se hallaban Schreck, Schaub, Brückner, Hanfstaengl, Otto Dietrich y Heinrich Hoffmann. El día 3 de abril despegó para el primero de aquellos vuelos por Alemania, que le condujeron día a día a cuatro o cinco manifestaciones, organizadas al estilo de un estado mayor, en un total de veintiuna ciudades; por mucho que la propaganda del Partido haya orlado de forma legendaria aquella empresa, los vuelos dieron la impresión de una gran riqueza de ideas, osado modernismo, espíritu ofensivo y una omnipresencia sospechosa. «¡Hitler sobre Alemania!» constituía la consigna más efectiva, cuyo doble sentido expresaba millones de esperanzas y, al mismo tiempo, millones de temores. El mismo Hitler, profundamente conmovido ante aquel júbilo que le rodeaba, creía ser un instrumento en las manos de Dios y el escogido para liberar a Alemania[608].

Hindenburg logró en la elección, con el 53% y apenas unos veinte millones de votantes, sin grandes esfuerzos, la mayoría absoluta que precisaba, tal y como habían asegurado las predicciones. Así y todo, Hitler alcanzó un importante incremento de votos. Los tres millones y medio de electores que votaron por él correspondían a una participación del 36,7%, Duesterberg no había repetido su candidatura, y Thälmann solo había conseguido algo más de un 10% de los votos.

Aquel mismo día, en un ambiente impregnado por el cansancio, la hectiquez y el embriagamiento del triunfo, Hitler dictó las medidas precisas para las elecciones regionales que debían celebrarse en Prusia catorce días más tarde, así como en Anhalt, Württemberg, Baviera y Hamburgo, las cuales abarcaban prácticamente las cuatro quintas partes de la población: «No descansamos un solo instante y decidimos inmediatamente», anotaba Goebbels[609]. Hitler emprendió nuevamente sus vuelos por toda Alemania, hablando en veinticinco ciudades en ocho días. Sus más allegados decían fanfarronadas cuando hablaban de una «plusmarca mundial» de entrevistas personales. Pero esto, precisamente, es lo que no ocurrió. La presencia de Hitler se perdía entre aquella incansable actividad. Daba la sensación de que solo actuaba un principio dinámico: «Toda nuestra vida consiste ahora en una constante y acuciante carrera hacia el triunfo y hacia el poder».

La personalidad de este hombre, ya de por sí difícilmente comprensible, se desvanece sobre extensos espacios y se resiste y se sustrae a la interpretación histórica. Los más allegados a Hitler intentaron, en vano, otorgar un color, unas características y una aureola humana a su persona. Incluso la sapiencia universal propagandística, que dominaba prácticamente todo tipo de efectos, tropezó pronto con un determinado límite. Ejemplos palpables de ello son los diarios e informes de Goebbels y de Otto Dietrich. Las anécdotas puestas constantemente en circulación sobre el amigo de los niños, el navegante de seguros instintos en el avión desviado de su ruta, el tirador de pistola «totalmente seguro» o aquella mente que conservaba siempre su sangre fría en medio del «populacho», suenan a algo forzado e incrementan aún más la impresión de lejanía vital. Precisamente, lo que intentaban evitar. Solo los requisitos que él se había apropiado le concedían un cierto perfil individual: el chubasquero, el sombrero de fieltro o la gorra de piel, el impertinente látigo, el extraordinario bigote negro y el cabello peinado sobre la frente, de forma inconfundible. Pero, permaneciendo tan uniformes como eran, también le despersonalizaban. Goebbels relató de forma expresiva aquel desasosiego que destruía todo perfil y que embargaba a todos los militantes directivos durante este tiempo:

«Una vez más empiezan esos dichosos viajes. El trabajo ha de realizarse de pie, andando, viajando o volando. Las conversaciones más importantes se mantienen en la escalera, en el pasillo, en la puerta, durante el viaje hacia la estación. Apenas puede uno serenarse. El ferrocarril, el automóvil y el avión le llevan a uno de un lado a otro de Alemania. Se llega a las ciudades con solo media hora de antelación, a veces algo más tarde; entonces se sube a la tribuna de orador y se habla… Una vez finalizado el discurso, uno cree hallarse en la situación de haber salido en aquellos momentos de un baño caliente con todos sus vestidos. Se sube al automóvil, se viaja durante dos horas…»[610].

Muy pocas veces durante el último año y medio pudieron los acontecimientos arrancar a Hitler de sus situaciones de despersonalización, antes que esta constante y continuada lucha le condujese al triunfo, y entonces, durante un instante, arrojaron una luz sobre su carácter individual.

Ya a mediados de septiembre del año anterior, precisamente al iniciarse aquellas correrías a través de toda Alemania, Hitler recibió la noticia de que su sobrina Geli Raubal se había suicidado en el piso que conjuntamente habitaban, en la Prinzregentenstrasse. Esta noticia le llegó mientras realizaba un viaje electoral a Hamburgo y poco después de haber abandonado Nuremberg. Profundamente afectado, Hitler regresó inmediatamente, poseído de un pánico incomprensible, según los informes; y si las apariencias no engañan, apenas existió en su vida otro acontecimiento que le hiriese como este. Durante semanas enteras pareció hallarse al borde del derrumbamiento nervioso, e incluso decidió abandonar la política. En estas tenebrosidades que embargaron su ánimo insinuó, en más de una ocasión, la posibilidad de poner fin a su vida: ello constituía, una vez más, aquel impulso característico que acompañó toda su vida y que le precipitaba a las mayores profundidades y le obligaba a desprenderse de todo. Se hacía ostensible la constante tensión que mantenía su existencia, el constante esfuerzo de voluntad que precisaba para ser quien pretendía ser. La energía que de él emanaba no tenía su origen en un carácter fuerte, sino que era consecuencia del esfuerzo de un carácter neurótico. Y como correspondía a su idea de que la grandeza no posee sentimientos, se retiró durante varios días a su casa en el Tegernsee, con el fin de evitar a las personas. Incluso, posteriormente, cuando hablaba de su sobrina, las lágrimas humedecían sus ojos, según informaban sus más allegados; nadie debía conjurar su memoria, ateniéndose a un acuerdo tácito. Como correspondía a su temperamento patético, amando la solemnidad de la muerte, convirtió su recuerdo en objeto de un culto excesivo. Mantuvo intacta su habitación en el «Berghof», tal como ella la había abandonado, mientras que en la sala donde fue encontrada hizo colocar su busto y en ella, año tras año, Hitler se encerraba durante horas enteras para meditar[611].

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