Hitler

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Libro sexto » Capítulo I

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El discurso ante el Reichstag, con el que Hitler apoyó esta acción, hacía suyos, de forma demagógica maestra, las contradicciones, temores y añoranzas de paz de Alemania y Europa. Con gran riqueza de palabras conjuró «el terror de la dictadura comunista e internacional del odio», el peligro que existía en el Este misterioso y que Francia hacía penetrar ahora en Europa, abogando «para situar bajo la tranquila luz de una inteligencia superior el problema de las contradicciones europeas de pueblos y estados, sustrayéndolo de la esfera de la falta de sentido común y de las pasiones». Puntualizó sus argumentos sobre el paso dado, indicando que desde el punto de vista alemán del derecho el pacto francosoviético debía ser considerado como una ruptura del tratado de Locarno y que apuntaba indiscutiblemente contra Alemania; y aunque los franceses contradijeron, los argumentos de Hitler no dejaban de estar bien fundamentados[990], si bien había sido su política del revisionismo riguroso lo que había empujado a Francia hacia esta alianza, siempre preocupada por su propia seguridad. De todas formas, sus afirmaciones y sus motivaciones no dejaron de causar efecto. Es cierto que el gobierno francés, como se ha sabido posteriormente, sopesó seriamente durante un instante la posibilidad de un contragolpe militar, pero temió a una movilización general, debido a los sentimientos pacifistas imperantes. Inglaterra, por su parte, tenía dificultades por comprender la excitación francesa, por cuanto, según su juicio, Alemania no hacía otra cosa que regresar «a su antiguo jardín»; y cuando Edén aconsejó al primer ministro Baldwin corresponder al menos aparentemente a las preocupaciones francesas mediante una toma de contacto de los estados mayores militares, obtuvo la respuesta: «Esos chicos no tienen las menores ganas»[991]. De todos los aliados de Francia, solo Polonia estuvo dispuesta a intervenir; pero desautorizada por la postura pasiva del gobierno francés, se vio finalmente en un aprieto para fundamentar de forma aceptable ante Berlín su ya conocida disposición por intervenir.

De esta forma transcurrió todo según el modelo establecido en crisis anteriores. Protestas y amenazas siguieron a la acción imprevista realizada por Hitler, después consultas preocupadas, finalmente conferencias (con y sin Alemania), hasta que la palabrería espesa le robó todas las energías al derecho herido. El Consejo de la Sociedad de Naciones, que había sido convocado urgentemente en Londres para una reunión especial, declaró culpable a Alemania por ruptura de tratados, pero haciendo resaltar al mismo tiempo la «buena voluntad para una colaboración» expresada repetidamente por Hitler, agradeciéndoselo sinceramente, y sugiriendo negociaciones con el que rompía acuerdos, como si el propio voto procediese de un humor un tanto absurdo. Cuando una sentencia del consejo dispuso la creación de una zona neutral de veinte kilómetros de anchura en Renania y exigió de Alemania que rehusase construir defensas en la misma, Hitler declaró secamente que él no se sometería a ningún dictado, por cuanto no había restablecido la soberanía alemana para limitarla seguidamente o eliminarla de nuevo: por última vez, las potencias habían hablado en aquel tono de voz de aquella victoria que hacía ya mucho tiempo se les había escapado de las manos. Fue esto, al parecer, lo que opinó el

Times londinense cuanto tituló al artículo de fondo «una oportunidad para la reconstrucción», considerando que era el portavoz publicitario de una política de acercamiento a Hitler que jamás dejaba amedrentarse.

Difícilmente podían ser consideradas estas reacciones como otra cosa que una confesión de que las potencias occidentales ya no estaban capacitadas o no querían defender el orden de paz instituido por ellas mismas en y después de Versalles. Ya un año antes, después de la apagada reacción a la instauración del servicio militar obligatorio, François-Poncet había anotado muy preocupado que Hitler debía estar ahora convencido de que «se lo podía permitir todo en Europa e imponerle sus leyes»[992]. Animado por el júbilo de su propio pueblo así como por la debilidad y el egoísmo de la parte contraria, siguió ascendiendo, cada vez más elevado, en su camino por aquella peligrosa cornisa montañosa. Durante el viaje de regreso triunfal por la Renania nuevamente ocupada, después del discurso pronunciado ante la catedral de Colonia y preludiado con el tañido de las campanas, con una oración de acción de gracias y un mutismo radiofónico de quince minutos de duración, se mostró una vez más, en el pequeño círculo que le rodeaba, aliviado por la indecisión de la parte contraria, mientras se preparaba para partir en el tren especial: «¡Ahora sí que estoy contento, Dios mío! Sí que estoy contento de que todo haya ido sobre ruedas. Sí, el mundo pertenece a los valerosos. ¡A ellos les ayuda Dios!». Durante el viaje, mientras atravesaba por la noche el territorio del Ruhr, ante altos hornos incandescentes, ante montañas de escorias y torres extractoras, le embargó uno de aquellos sentimientos de soñador sojuzgamiento propio que despertaban en él el deseo por oír música. Rogó le pusiesen un disco con música de Richard Wagner, meditando después de haber oído el preludio de

Parsifal: «Del

Parsifal crearé mi propia religión. Un oficio divino en forma solemne… sin teatro de humildad… Solo con el ropaje del héroe puede servirse a Dios». Pero cuán cerca se hallaba en tales instantes de sus inicios, con su hosquedad cargada de resentimientos, a pesar de verse mimado por triunfos casi increíbles, como narcotizado todavía por el júbilo, y cuán poca generosidad y resignación era capaz de mostrar incluso en los momentos de mayor felicidad, lo demostraba su observación después de haber oído a continuación la marcha fúnebre del

Crepúsculo de los dioses: «Por primera vez la oí en Viena. En la ópera. Y todavía recuerdo hoy, como si acabase de suceder, cómo me excité igual que un loco durante el camino que conducía a mi casa cuando me tropecé con algunos judíos en caftán que hablaban su jerga judía y a cuyo lado debía pasar de largo. Una contradicción más incompatible es realmente imposible de pensar. ¡Este misterio maravilloso del héroe moribundo y esta porquería judía!»[993].

En realidad, la ocupación militar de la zona renana no alteró apenas la relación de fuerzas de las potencias europeas. Pero sí posibilitó a Hitler cubrirse las espaldas hacia Occidente, cosa que él precisaba para la realización de sus objetivos, ahora ya más cercanos, en el sudeste y este de Europa. Apenas se habían acallado las voces sobre esta acción, inició seguidamente la construcción de una fuerte línea defensiva a todo lo largo de la frontera occidental. Alemania giraba ahora su cara hacia el Este.

Para la preparación psicológica del cambio de dirección hacia el Este precisaba una incrementada toma de conciencia de la amenaza comunista. Y como si él mismo accionase los registros del proceso histórico, una vez más le fueron favorables las circunstancias. La nueva táctica del frente popular acordada durante el verano último por la Internacional comunista había conseguido unos éxitos espectaculares, primero en España, en febrero de 1936, y poco después, en Francia, cuando la victoria electoral de las izquierdas francesas unidas favoreció a los comunistas, los cuales aumentaron sus mandatos de diez a setenta y dos: el 4 de junio de 1936, Léon Blum formó un gobierno del frente popular. Seis semanas más tarde, el día 17 de julio, se desencadenó en España la guerra civil, iniciada con un alzamiento en Marruecos.

A las solicitudes de ayuda del frente popular español al gobierno francés, de idéntico signo político, así como a la Unión Soviética, respondió el jefe del alzamiento, general Franco, con una petición semejante dirigida a Alemania e Italia. Acompañados por un oficial español, dos funcionarios nacionalsocialistas se pusieron en camino desde Tetuán para entregar cartas personales a Hitler y Göring. Es cierto que tanto el Ministerio de Asuntos exteriores como el de la Guerra se negaron oficialmente a recibir a dicha delegación, pero Rudolf Hess decidió que fuese conducida ante Hitler, quien se hallaba por aquellos días en Bayreuth con motivo de los festivales anuales. En la noche del 25 de julio, los tres enviados entregaron las cartas a Hitler cuando este regresaba de la colina donde se halla situado el teatro, y tomó la decisión de apoyar activamente a Franco, posiblemente como consecuencia de los sentimientos eufóricos que le embargaban en aquellos instantes, y sin consultar con los ministros afectados. Tanto Göring, comandante en jefe de la Luftwaffe, como Von Blomberg recibieron inmediatamente las oportunas instrucciones. La medida más importante y quizá, incluso, decisiva la constituía el urgente envío de algunas unidades de «J 52», con cuya ayuda Franco podía transportar sus tropas al otro lado del mar y establecer una cabeza de puente en tierra firme española. En los tres años que siguieron recibió apoyo consistente en material de guerra, técnicos y asesores, así como la colaboración de la famosa «Legión Cóndor». Sin embargo, la ayuda alemana no influyó grandemente en los acontecimientos bélicos y, en todo caso, fue inferior a las fuerzas enviadas por Mussolini. Entre las más interesantes explicaciones que proporciona el estudio de la documentación sobre tales acontecimientos[994] destaca el hecho de que Hitler actuase, en el presente caso, una vez más de forma táctica, y demostrase una frialdad racional libre de toda ideología: durante años enteros no hizo casi nada por ayudar a Franco para que ganase la guerra, y sí procuró, en cambio, mantener vivo el conflicto. Desde siempre sabía él que su oportunidad se basaba en una crisis. El juramento de declaración de unos intereses reales que exige toda situación crítica, las desazones, las rupturas y nuevas orientaciones ofrecían a las fantasías políticas los auténticos puntos donde poder anudar. Las verdaderas ventajas que pudo obtener Hitler de la guerra civil española y que, dirigiéndolas con conocimiento de causa, obtuvo realmente fue la turbulencia que aportó a las entretanto más fortalecidas situaciones europeas.

A su lado empalidecía toda otra ganancia, por muy alto que se estime el valor de las posibilidades ofrecidas para comprobar en la lucha a la Luftwaffe alemana y a las tropas blindadas. Pesó mucho más la superioridad militante demostrada por primera vez sobre todos los sistemas políticos que rivalizaban. En el grito de indignación que provocó en todo el mundo civilizado el bombardeo del puerto de Almería o el ataque con bombas sobre Guernica, pronto se mezcló también el escalofrío del pervertido respeto ante aquel gesto de agresividad inhumana que desafiaba aquí a la amenaza comunista y que al final obligó a que se replegase: se trataba una vez más, solo que en un terreno más amplio, de la antigua experiencia de Hitler, ganada en las batallas celebradas en las salas de las concentraciones, de la fuerza de atracción que ejercía el terror sobre las masas.

Pronto pudo verse y reconocerse la dirección que tomaban las situaciones en la guerra: la guerra dibujaba aquí otra vez líneas muy conocidas desde hacía tiempo. Es cierto que el antifascismo se creó a sí mismo en los campos de batalla de España su propia leyenda[995], cuando las izquierdas divididas en capillitas y facciones, agotadas por las luchas internas, se unieron en las Brigadas internacionales como si se tratase de una última batalla y demostraban el viejo mito de la fuerza que persiste a pesar de todo. Pero mucho más que una leyenda fue la tesis del poder y del peligro de las izquierdas; como leyenda había ejercido su función más rica en consecuencias: había conseguido la unión y la movilización de la postura contraria.

Fue este el efecto que obtuvo primordialmente con su intervención en España y a pesar de las derrotas: condujo a las potencias fascistas a que se uniesen de forma definitiva, pese a estar divididas en principio y que solo paulatinamente iban acercándose, dio lugar a que Mussolini, el 1.º de noviembre de 1936, proclamase el «Eje Berlín-Roma», que se comprendía a sí mismo como un nuevo y triunfal elemento de orden, un eje alrededor del cual giraban en huidizo remolino las decadentes democracias y los sistemas de terror inhumanos de signo izquierdista: un fascismo internacional con un centro de poder sugestivo fue lo que existió a partir de esta época. Al mismo tiempo quedó bosquejada la nueva constelación de poderes de la segunda guerra mundial.

A pesar de todos los golpes e intentos, esta comunidad de alianzas no se llevó a cabo sin dificultades y no sin saltar por encima de muchos obstáculos. Tanto de parte italiana como alemana existían considerables reservas contra una unión estrecha entre ambos países. La observación de Bismarck de que con el siempre infiel país en el Sur, tanto si es amigo como enemigo, no debía realizarse ninguna política, había conseguido durante la primera guerra mundial la categoría de una verdad muy generalizada y a la opinión pública no le resultó demasiado plausible una unión con Italia, como tampoco lo había sido el acuerdo con Polonia. Es cierto que la pasión no llegaba al extremo, como Mussolini suponía, y le aseguró al embajador alemán en Roma, Ulrich von Hassel, en diciembre de 1934, que ninguna guerra hubiese sido más popular en Alemania que una guerra contra Italia; pero tampoco existía una inclinación por creer las aseveraciones de Ciano de que la Italia fascista había rechazado todas sus ansias de combinar ventajas y que ya no era, como afirmaba un giro denigrante en boga anteriormente, «la ramera de las democracias»[996].

Lo que anudó fuertemente esta unión fue sobre todo la simpatía personal que tanto Hitler como Mussolini desarrollaron después del fracasado encuentro de Venecia. A pesar de las diferencias en los detalles, la movilidad extrovertida de Mussolini, su objetividad espontánea, la sinceridad de sus sentimientos y su generoso apego a la vida, que en tan abierta contradicción se hallaban con el solemne aferramiento y rigidez de Hitler, ambos se semejaban en muchísimos aspectos. A la voluntad de poder de uno correspondía la sed de grandeza del otro; para la irritabilidad, el cinismo engreído o el teatralismo, siempre existía la correspondiente contrapartida. Mussolini se sentía como el de más edad y hacía valer respecto al alemán, no sin cierta altanería, una cierta veteranía fascista. De todas formas, numerosos funcionarios nacionalsocialistas empezaron a leer a Maquiavelo. En el despacho de trabajo de Hitler, en la Casa Parda, se hallaba un busto de bronce del dictador italiano, y con un gesto de admiración desacostumbrado en él le denominó, en octubre de 1936, durante una visita efectuada por el ministro de Asuntos Exteriores italiano, como «el hombre de Estado más importante del mundo», «al que nadie, ni de lejos, podía comparársele»[997].

Mussolini prosiguió con cierta reserva escéptica esta publicidad declarada por parte de Hitler. No solo el enraizado temor ante el «germanismo» le obligaba a mantener una postura de reserva, también los intereses de su país seguían una dirección muy distinta. Es cierto que había obtenido el reino colonial africanooriental gracias, y no en último término, a la fuerza desviadora de la Alemania nacionalsocialista; mas para asegurar al imperio, Alemania no podía contribuir con nada. Todo dependía ahora de una política de buen comportamiento, con el fin de cimentar las nuevas conquistas con el apoyo de Occidente. Sin embargo, en el presente caso se trataba de un pensamiento político, y, considerando la presencia cada vez más poderosa de Hitler en Europa, Mussolini lo que ya no pretendía era hacer política, sino también historia: tomar parte en la marcha hacia la grandeza, desarrollar una dinámica, despertar una creencia; la antigua «añoranza por la guerra»[998] debía procurar una satisfacción, así como todas las fórmulas de su destino que conmoviese, y también otras muchas, fuera cual fuese su contenido. Por muy inquietante que se le apareciese la sombría figura del dictador alemán, su osadía, su abandono de la Sociedad de Naciones contra todas las razones del sentido común, su enfrentamiento constante con el mundo, la movilización impresa a las atascadas situaciones europeas, todo ello mortificaba e imponía a Mussolini tanto más cuanto que constituía la auténtica política fascista del escándalo, que era la llevada a cabo por el torpe invitado de Venecia y que imponía a todo el mundo. Preocupado por su prestigio, empezó a considerar la posibilidad de un acercamiento.

La barrera más difícil e infranqueable fue eliminada del camino por el propio Hitler mediante una maniobra táctica: plenamente convencido de que entre amigos, incluso posteriormente, todo podía hallar un arreglo, cedió aparentemente en el asunto de Austria. En julio de 1936 estableció con Viena un acuerdo por el que reconocía la soberanía austríaca, prometía no inmiscuirse en sus asuntos, recibiendo a cambio la concesión de que a los «honrados y decentes» nacionalsocialistas no les sería impedido el ejercicio de una responsabilidad política. Comprensiblemente, Mussolini valoró como un triunfo personal dicho acuerdo. De todas formas, es probable que todavía en esos instantes hubiese sentido temor ante una unión más estrecha con Alemania, de no ser porque las circunstancias, en estos momentos, le hubiesen sido favorables de una forma realmente desconcertante.

Precisamente durante el mes de julio, las potencias que integraban la Sociedad de Naciones retiraron las sanciones impuestas a Italia, aun considerando que habían cosechado muy poco éxito, y con ello abandonaron Etiopía a su destino y, por consiguiente, a su conquistador, no sin verse obligadas a confesar su propio fracaso. Al mismo tiempo, Mussolini podía fortalecer sus planes en España, en cuyo país su intervención superaba ampliamente a la de Hitler, apareciendo ahora como la más importante fuerza fascista del momento. Cuando Hans Frank le visitó durante el mes de septiembre, uniendo a esta visita una invitación de Hitler con las más lisonjeras afirmaciones de predominio italiano en el espacio mediterráneo, antes de proponer la oferta de una colaboración más estrecha, Mussolini reaccionó todavía con abierta y franca reserva; pero se trataba más bien, al parecer, de la indolencia majestuosa del hombre realmente grande. Porque un mes más tarde envió a su hijo político y ministro de Asuntos Exteriores, el conde Ciano, en un viaje de observación a Alemania. Poco después fueron Tullio Cianetti, Renato Ricci, después miles de vanguardistas; finalmente, en septiembre de 1937, el mismo Mussolini emprendió el viaje.

En honor de su invitado, Hitler desarrolló toda la pompa revisteril de que era capaz el régimen. Las decoraciones procedían, como ha asegurado al Gauleiter Wagner de Múnich, en gran parte del propio Hitler o se basaban en sus indicaciones. Una calle formada por hileras de bustos de los emperadores romanos, flanqueada de laureles, recibió a Mussolini, a quien se incorporó automáticamente al más distinguido árbol genealógico de la historia de los estados europeos. Durante la primera conversación que celebraron, Hitler no solo le concedió la más importante condecoración alemana, sino asimismo el símbolo de soberanía del Partido, en oro, el cual solo él lo había ostentado hasta el momento. Con la colaboración del escenógrafo Benno von Arent se había construido en Berlín una calle triunfal de varios kilómetros de longitud entre el Brandenburger Tor y Westend, adornada con guirnaldas y banderas anudadas artísticamente, haces de lictores, cruces gamadas y otros signos y símbolos, constituyendo todo ello una imponente decoración teatral. Unos pilones de un blanco resplandeciente a ambos lados de la calle soportaban los símbolos de ambos regímenes. En Unter den Linden habían sido instaladas centenares de columnas, coronadas con doradas águilas del Reich. Para la noche se habían previsto juegos de luces con los colores italianos verde-blanco-rojo y la bandera de la cruz gamada. Antes de la recepción solemne de Hitler en Berlín, el Führer se había despedido de su invitado; pero cuando el tren especial que conducía a Mussolini alcanzó el límite urbano de la ciudad, en la vía de ferrocarril vecina apareció sorprendentemente el tren de Hitler para acompañar al Duce durante esta última etapa vagón junto a vagón, hasta que finalmente, casi de forma imperceptible, se adelantó ligeramente; cuando Mussolini llegó al Bahnhof Heerstrasse, su anfitrión ya le esperaba en el lugar previsto, ofreciéndole su mano como saludo. De pie al lado de Hitler en el coche descubierto, fuertemente impresionado por la seriedad y la aparente sinceridad de los honores que se le ofrecían, el Duce entró en la capital del Reich. En un campo de maniobras del Ejército le fueron mostradas las armas más modernas y la fuerza agresiva de la Wehrmacht; en la empresa «Krupp», de Essen, se le enseñó la capacidad de la industria alemana de armamento. Inspecciones, desfiles, banquetes y manifestaciones iban turnándose de forma constante. El 28 de septiembre se celebró en el Maifeld, muy cerca del estadio olímpico, una «manifestación popular que representaba a 115 millones de personas», durante la cual Hitler lisonjeó el orgullo de hombre de Estado de su invitado: Mussolini era «uno de aquellos hombres aislados de todos los tiempos», manifestó, «ante los cuales la historia no se prueba a sí misma, sino que son ellos los que hacen historia». Visiblemente emocionado por esta experiencia de la brillantez y de la fuerza que estos días le habían proporcionado, el Duce enfrentó en un discurso pronunciado en alemán la «verdad resplandeciente» a «los falsos ídolos de Ginebra y Moscú: el día de mañana Europa sería fascista». Mucho antes de finalizar su discurso, una fuerte tormenta acompañada de lluvia torrencial obligó a todos los oyentes a dispersarse rápidamente como perseguidos por el pánico, de forma que, repentinamente, se vio completamente solo. Como anotó Ciano con ironía, en el Maifeld «una coreografía maravillosa: mucha emoción y mucha lluvia». Completamente mojado, Mussolini debió buscar el camino de regreso a Berlín. De todas formas, la impresión de su visita a Alemania fue para él algo siempre imborrable.

«¡Yo le admiro, Führer!», había exclamado en Essen ante la visión de un cañón gigantesco mantenido en secreto hasta entonces, pero el sentimiento poseía asimismo validez a la inversa. Si bien Hitler no era muy partidario de los afectos y sentimientos compartidos, sí ofreció al dictador italiano un aprecio y un cariño extrañamente sinceros, casi ingenuos, que conservó por encima de los desengaños de los años posteriores: Mussolini era una de aquellas raras personas a la que podía enfrentarse sin complejos de inferioridad, sin cálculo o envidia. No dejaba de contribuir a ello el hecho de que el otro procedía, lo mismo que él, de un estrato social muy sencillo y que, por lo tanto, no le exigía aquella perplejidad a que le obligaban en casi toda Europa los representantes de la vieja clase burguesa. Su comprensión mutua fue espontánea después del fracaso de Venecia. Basándose en ella, Hitler había establecido en el protocolo que se reservase solo una hora para las conversaciones de tipo político. Es cierto que Mussolini poseía suficiente capacidad de enjuiciamiento, pero el estilo personal practicado por Hitler en política exterior, a base del método de las conversaciones directas, apretones de manos, palabras de honor, correspondía más bien a la parte más fuerte de su forma de ser. A ella se abandonó más y más, bajo la influencia directa de Hitler: extrañamente indefenso, reducido y finalmente consumido también él, como muchos otros. Ya ahora, cuando permitió que las lisonjas y los grandes efectos teatrales le comprasen sus pensamientos políticos, estaba, en el fondo, prácticamente perdido y podía preverse aquel final vergonzoso y sin gloria en la gasolinera del Piazzale Loreto, apenas ocho años después. Porque para él era fundamental, a pesar de la comunidad ideológica con Hitler, no despreciar los intereses básicos que existían entre una potencia débilmente saturada y otra fuertemente expansiva. Hasta qué punto había efectuado el cambio de dirección de una categoría en la política hacia la categoría apolítica de una unión ciega ante el destino, bajo la impresión estimulante de los días de aquella visita, lo mostró abierta y declaradamente una de las frases fundamentales de su discurso berlinés, cuando habló de una máxima fascista y personal de la moral, según la cual el que había hallado a un amigo «debía marchar con él hasta el final»[999].

De esta forma había conseguido Hitler, con una rapidez extraordinaria, realizar su concepto de alianzas en una dirección determinada. Por primera vez en la historia moderna se unieron dos estados bajo un signo ideológico para «una comunidad de acciones… y en contra de las predicciones de Lenin, no lo realizaron dos estados socialistas, sino dos estados fascistas»[1000]. La pregunta era ahora si Hitler podría ganarse al otro compañero ideal, Inglaterra, después de esta alianza que de forma tan ostentosa mostraba la etiqueta ideológica; como si él, basándose en sus propias premisas y objetivos, ya no hubiese dado el primer paso que le conduciría a la fatalidad.

Poco tiempo después de la irrupción en Renania, realizó Hitler un nuevo intento para atraerse a Inglaterra a su lado. Una vez más dejó de utilizar los servicios del Ministerio de Asuntos Exteriores, el cual muy pronto solo desempeñaría papeles de índole técnica para solucionar problemas rutinarios en política exterior; para la realización de sus objetivos centrales prefirió la ayuda de un sistema de enviados especiales. Como estrella rutilante, talento diplomático extraordinario y experto en asuntos ingleses había conquistado fama el comerciante en bebidas alcohólicas Joachim von Ribbentrop, especialmente después de la finalización triunfal del pacto marítimo sobre las flotas. Hitler jugó ahora esta pieza, con el fin de coronar su gran concepción de la política exterior con una alianza con Inglaterra.

Su elección difícilmente hubiese podido ser más equivocada, si bien también más característica en él. Ninguna de las figuras de jefes del Tercer Reich se vio enfrentada al final a un coro tan enorme de voces negativas como Ribbentrop. Amigos y enemigos no solo le negaron todo rasgo de simpatía, sino también toda competencia objetiva. Los favores y la protección que se le venían concediendo al ejecutor estúpido desde el verano de 1935, demuestran con meridiana claridad que Hitler en esta época y en gran medida ya solo precisaba de simples instrumentos y estados de servidumbre. Porque al vanidoso amaneramiento de Ribbentrop hacia afuera correspondía un servilismo casi lunático en su relación interna con Hitler. Tal y como se presentaba, siempre con su frente de hombre de Estado cargada de nubes, su figura correspondía exactamente al tipo de pequeñoburgués encumbrado a partir de 1933, cuando se produjo la mutación de clases sociales que estilizaba sus resentimientos e inclinaciones catastróficas hacia lo demoníaco de la grandeza histórica. Sobre los galones que ostentaban las mangas de sus uniformes diplomáticos de fantasía se hallaba un bordado que mostraba el globo terráqueo, sobre el que se había posado, de forma dominante, el águila del Reich.

A través de un intermediario, Ribbentrop se dirigió ahora al presidente del gobierno inglés, Baldwin, proponiendo una reunión de tipo personal con Hitler: el resultado de esta conversación «configuraría el destino de muchas generaciones», al mismo tiempo que un transcurso triunfal de la misma correspondía «al más grande deseo de la vida» del canciller alemán. Baldwin era un gran irresoluto, flemático y con una simpática inclinación hacia las comodidades de una vida agradable. No sin esfuerzos, así lo sabemos por algunos de sus íntimos, consiguieron los que le rodeaban interrumpir su cotidiano y vespertino juego de solitarios, con el fin de comunicarle algo de las esperanzas y del empuje despertados ante esta reunión de todas las fuerzas dispuestas a la negociación. Sin embargo, Baldwin no halló en principio demasiado gusto ante las complicaciones que iban irremediablemente unidas a este plan. A él, este Hitler no le interesaba, como tampoco le interesaba nada de Europa, y sobre él, como Churchill observó atinadamente, sabía muy poco, pero lo poco que sabía tampoco le había agradado. Pero si dicha reunión debía celebrarse, Hitler podía molestarse y acudir a Inglaterra; a él, personalmente, no le agradaban los viajes por el aire ni sobre el mar, no le agradaban las complicaciones. Quizá, como discutió con sus entusiasmados asesores, el canciller podría venir en el mes de agosto, pudiéndose encontrar en las montañas, en el territorio de los lagos de Cumberland, y de esta forma aquella ronda siguió entusiasmándose hasta muy entrada la noche. El informe cierra con la observación: «Después, todavía un poco de Malvernsprudel y a la cama». Posteriormente se sopesaron otras posibilidades, como la de encontrarse sobre un barco cerca de la costa inglesa; Hitler, personalmente, como legó a la posteridad su antiguo ayudante, «se hallaba radiante de alegría» pensando en el encuentro previsto[1001].

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