Hitler

Hitler


Libro sexto » Capítulo I

Página 84 de 144

Porque entretanto él había completado la gran idea de la alianza con otra idea posterior, incluyendo al Japón. Aquel país del Lejano Oriente había sido ya citado por él, por vez primera, durante la primavera de 1933, conjuntamente con Inglaterra e Italia, como posible compañero de una alianza; a pesar de todas las incompatibilidades raciales, causaba el efecto de una variante lejano-oriental de Alemania: retrasado, disciplinado e insatisfecho; además, limitando con Rusia. De acuerdo con el nuevo concepto de Hitler, Inglaterra solo debía permanecer quieta tanto en la Europa oriental como en el Asia oriental; conjuntamente, Alemania y el Japón, con sus respectivas espaldas libres de amenazas, podrían atacar a Rusia por dos lados distintos y aniquilarla. De esta forma no solo liberarían al Imperio británico de una amenaza muy aguda, sino asimismo al orden reinante, a la vieja Europa, de su más terrible enemigo, asegurándose al mismo tiempo el necesario espacio vital. Se trataba de la idea sobre una alianza antisoviética que abarcaba a casi todo el mundo, perseguida por Hitler desde hacía dos años y que intentó demostrar de forma plausible a su interlocutor inglés. En 1936 se la propuso a lord Londonderry y a A. J. Toynbee.

Hasta el día de hoy no ha sido aclarado de forma conveniente el porqué del fracaso de la prevista reunión con Baldwin, pero probablemente influyó en el mismo la enérgica negativa de Edén. Y si bien Hitler, como informaba uno de los hombres de confianza que le rodeaban, se mostró «muy decepcionado» por ello[1002], especialmente porque los ingleses hubiesen rechazado su cuarto intento de acercamiento, no por esto dejó de insistir. Durante el verano de 1936 nombró a Ribbentrop como sucesor del fallecido embajador alemán en Londres, Leopold von Hoesch. Su misión debía consistir en trasladar a los ingleses el ofrecimiento de una «alianza segura», en la cual «Inglaterra solo tenía que dejar a Alemania las manos libres en el Este». Se trataba, como indicó poco tiempo después Hitler a Lloyd George, «de un último intento» para hacer comprender a la Gran Bretaña los objetivos y las necesidades de la política alemana[1003].

Este intento iba acompañado de una renovada campaña contra el comunismo, «el antiguo antagonista y enemigo hereditario de la humanidad», como lo formulaba Hitler en un giro típicamente teologizante[1004]. La guerra civil española había enriquecido su retórica con una gran cantidad de nuevos argumentos e imágenes. Así conjuró, por ejemplo, «la brutal carnicería cometida con oficiales nacionalistas, el prender fuego a las esposas de dichos oficiales después de haberlas rociado con gasolina, las brutales matanzas de criaturas y niños de pecho de padres nacionalistas», profetizando terrores similares a Francia, la cual ya había pasado a ser gobernada por un frente popular: «Entonces Europa se hundirá en un mar de sangre y lágrimas», anunciaba; «la cultura europea, la cual —fecundada desde la más lejana antigüedad— posee ya una historia de casi dos mil quinientos años, será sustituida por la barbarie más cruel de todos los tiempos». A la vez se ofrecía a sí mismo como baluarte y refugio en aquellas imágenes apocalípticas que tanto amaba: «Todo el mundo puede empezar a arder alrededor de nosotros, pero el Estado nacionalsocialista resurgirá como el platino del fuego bolchevique»[1005].

Sin embargo, esta campaña no produjo los efectos deseados, a pesar de extenderse durante varios meses. Es verdad que también los ingleses eran conscientes de la amenaza comunista, pero su flema, su objetividad y su desconfianza frente a Hitler eran más fuertes que su temor. De todas formas, Berlín consiguió en noviembre de 1936 finalizar con éxito sus esfuerzos y firmar con el Japón el pacto Antikomintern. Este pacto preveía medidas conjuntas de defensa contra las actividades comunistas, obligaba a los contrayentes a no establecer acuerdos unilaterales con la URSS, y en caso de un ataque provocado por la Unión Soviética no tomar medidas que pudiesen contribuir a aligerar la situación. Hitler esperaba que la fuerza de gravedad del triángulo alemán-japonés-italiano sería pronto lo suficientemente fuerte como para otorgarle la presión necesaria a sus intentos con Inglaterra. Por primera vez parece ser que pensó durante este tiempo en obligar al terco Reino insular, mediante una amenaza, para que le concediese camino libre hacia el Este; en todo caso, a partir de este momento, finales del año 1936, ya no descartó la posibilidad de una guerra contra la terca Inglaterra, tanto tiempo cortejada en vano[1006].

Indudablemente, este cambio de dirección era debido, desde el punto de vista psicológico, a un crecimiento de la conciencia de su propia fuerza, producido por el encadenamiento de triunfos anteriores. «¡Somos otra vez una potencia mundial!», dijo el 24 de febrero de 1937, durante la fiesta conmemorativa del día de la fundación del Partido, en el «Hofbräuhaus» de Múnich. En todos sus discursos de aquellos tiempos se percibe un nuevo tono de desafío, así como de impaciencia. Con el balance triunfal y realmente efectivo con que compareció el 30 de enero ante el Reichstag, después de cuatro años de gobierno, retiró «solemnemente» la firma de Alemania de las condiciones discriminatorias del tratado de Versalles. Poco tiempo después se burló sobre los «idiomas esperantistas de la paz y de la comprensión entre los pueblos», precisamente los que había hablado Alemania años enteros después de haber sido desarmada: «Se ha demostrado que este idioma no es comprendido internacionalmente de forma correcta. Solo desde que poseemos un gran ejército vuelven a entender nuestro lenguaje». Y haciendo referencia a la vieja imagen de Lohengrin, la idea del caballero blanco en el que preferentemente se reconocía a sí mismo, manifestó: «Nosotros vamos por el mundo como un ángel amante de la paz, pero acorazado de hierro y bronce»[1007]. Esta idea le comunicaba asimismo la seguridad para su descontento. Es cierto que durante el transcurso de la primavera había realizado un nuevo intento de acercamiento a Inglaterra, con el cual ofreció una garantía para Bélgica; pero al mismo tiempo ofendió el amor propio del gobierno británico al anular la visita previamente acordada de Von Neurath a Londres. Cuando lord Lothian le visitó para una segunda conversación el 4 de mayo de 1937, se mostró muy malhumorado, criticando duramente la política británica, la cual no era capaz de reconocer el peligro comunista, aparte de no saber comprender sus intereses. Siempre había sido, incluso en su época de «literato», sumamente proinglés. Una segunda guerra entre ambos pueblos significaría la despedida de ambas potencias de la historia, aparte de ser ruinosa y sin motivo alguno; en su lugar ofrecía una colaboración sobre la base de unos intereses muy bien definidos[1008]. Otra vez esperó durante medio año a la reacción de Londres. Al no producirse, ordenó nuevamente su concepción.

Si bien el proyecto ideal de Hitler había permanecido incumplido en sus puntos fundamentales, sí había impuesto sus intenciones con una amplitud sorprendente: Italia y el Japón habían sido ganadas, Inglaterra se hallaba dudando, pero afectada en su prestigio, Francia había descubierto su debilidad. No menos importante era el hecho de que había destrozado el principio básico de la seguridad colectiva, reinstaurando en su lugar el «sacro egoísmo» de las naciones como principio político triunfante. Ante aquella situación de rápidos desplazamientos del poder, los estados pequeños, especialmente, acusaron una inseguridad creciente, con lo que aceleraron la disolución del frente contrario: después de Polonia fue Bélgica la que volvió la espalda a la impotente alianza francesa; otro tanto realizaban Hungría, Bulgaria y Yugoslavia, y con el golpe mortal que Hitler había asestado al sistema de Versalles volvieron a resurgir los muchos motivos conflictivos que aquel orden había reprimido, pero no eliminado. Toda la Europa del sudeste se puso en movimiento. Naturalmente, sus hombres de Estado admiraban el ejemplo de Hitler, por cuanto este había superado la impotencia de su país, había eliminado las humillaciones de su orgullo, enseñando a los enemigos de ayer lo que era el temor. Como un nuevo «Dios europeo del destino»[1009], vióse convertido muy pronto en el punto central de un extenso peregrinaje político; sus consejos y apoyos, pesaban. Los estupendos triunfos que había conseguido parecían demostrar la superior capacidad de acción de los regímenes totalitarios; sin posibilidad alguna se quedaron atrás las democracias liberales con su palabrería, sus instancias y sus fines de semana sagrados. François-Poncet, quien solía reunirse con sus colegas diplomáticos de los estados amigos o aliados para el

diner en el restaurante Horcher, ha informado de cómo iban reduciéndose los comensales invitados a su mesa, como sucedía con la célebre

peau de chagrin de la novela de Balzac[1010].

Naturalmente, los efectos de todo ello fueron mucho más profundos en la propia Alemania. Les robó el motivo fundamental de sus dudas a los ya de por sí cada vez menos escépticos y resistentes. Ivone Kirkpatrick, ocupada entonces en la embajada británica en Berlín, ha descrito cuán «desastrosos» fueron los efectos producidos por las acciones en los fines de semana de Hitler, motivados por las indecisiones occidentales: «Aquellos alemanes que habían recomendado precaución, habían sido contradecidos; Hitler se vio reforzado en su creencia de poder permitírselo todo, y, además, los alemanes acudían en número creciente a las banderas de los nazis, sobre todo aquellos que habían estado contra él, al comprobar que no conducía el país a la catástrofe, como habían temido en principio»[1011]. En su lugar cosechaba éxitos, prestigio, respeto. La nación, todavía incierta de su propia conciencia, se vio finalmente representada de forma exigente, derivando de los golpes de sorpresa una furiosa satisfacción sobre el cada vez más importante desconcierto que seguía de aquellos golpes a los vencedores de ayer, hasta entonces tan poderosos: su satisfacción halló la necesidad elemental de una rehabilitación.

Los éxitos del régimen en el interior apoyaban esta necesidad de una forma especial. El país, hasta hacía muy poco tiempo humillado y que parecía unir en su persona todas las crisis y desventuras de su tiempo, debido a una miseria nacional y social que parecía no tener fin, se vio repentinamente admirado como un ejemplo a seguir, y Goebbels denominaba a este inesperado cambio de la situación «el milagro político más grande del siglo veinte», empleando el característico tono de adulación propio[1012]. Llegaban delegaciones de todas partes del mundo y estudiaban las medidas alemanas para la recuperación económica, para la eliminación del problema del paro obrero o el amplio sistema de las prestaciones sociales: las mejoras en las condiciones de trabajo, las subvenciones a las cantinas de las empresas y viviendas, la creación de zonas deportivas, parques, jardines de infancia, concursos de emulación entre empresas, campeonatos profesionales de trabajo o la flota marítima del KdF (Fuerza por la Alegría) y los lugares de reposo y vacaciones para los trabajadores. El modelo de un hotel de cuatro kilómetros de longitud en la isla de Rügen, que albergaba por turnos a docenas de miles de huéspedes, disponía de un sistema propio de ferrocarril subterráneo y obtuvo el Grand Prix en la Exposición Mundial de París, en 1937. Otros observadores también se mostraban sorprendidos ante las realizaciones llevadas a cabo; C. J. Burckhardt celebraba en un escrito dirigido a Hitler «las obras titánicas, como realizadas por Fausto, de las autopistas del Reich y del Servicio de Trabajo»[1013].

Hitler había declarado como finalizado «el tiempo de las sorpresas», durante el discurso pronunciado el 30 de enero de 1937 ante el Reichstag. Sus pasos siguientes se produjeron no sin una lógica desde su punto de partida, que él siempre había escogido premeditadamente antes de emprender sus acciones. Lo mismo que el tratado con Polonia le había facilitado la llave principal para poder irrumpir contra Checoslovaquia, también el entendimiento con Italia le ponía en la mano la palanca contra Austria. Con una movida actividad de visitas diplomáticas de políticos alemanes a Polonia, con las invitaciones cursadas a políticos polacos para que visitasen Alemania, con afirmaciones amistosas y declaraciones de renuncias, Hitler intentó atraerse más y más a los polacos; y mientras hacía declarar a Göring, durante una visita de este a Varsovia, que Alemania se desinteresaba en el asunto del corredor polaco, él mismo manifestaba al embajador polaco en Berlín, Josef Lipski, que la tan discutida ciudad de Danzig se hallaba unida a Polonia y que aquella situación no sería modificada[1014]. Al mismo tiempo intensificaba su unión con Italia. A principios de noviembre de 1937 consiguió de ella, una vez más con la ayuda de Ribbentrop, que se adhiriese al pacto Antikomintern acordado con el Japón. El embajador americano en Tokio, Joseph C. Grew, opinaba en un análisis de este «triángulo político-mundial» que las potencias integrantes «no solo eran anticomunistas, sino que su política y sus prácticas eran completamente contrarias a las empleadas por las potencias democráticas»; se trataba, por lo tanto, de una coalición de pobres diablos que se había propuesto como objetivo el «derrumbamiento del

status quo» reinante. Llama poderosamente la atención que Mussolini, durante las conversaciones con Ribbentrop que precedieron a la ceremonia de la firma del pacto, le indicase que ya estaba cansado y harto de desempeñar el papel de guardián de la independencia austríaca: el dictador italiano se hallaba dispuesto a hacer entrega de dicho

status quo en aras de la nueva amistad. Parecía no presentir que con ello entregaba la última carta que le quedaba en su mano. «Nosotros no podemos imponer la independencia a Austria», opinó él[1015].

El mismo día 5 de noviembre de 1937, mientras se producía esta conversación en el Palazzo Venezia y Hitler le aseguraba al embajador polaco la integridad de Danzig, el mando supremo de la Wehrmacht, así como el ministro del Reich para Asuntos Exteriores, comparecieron por la tarde, poco después de las cuatro, en la Cancillería del Reich. En un discurso secreto de cuatro horas de duración, Hitler les descubrió sus «pensamientos fundamentales»: las viejas ideas de la amenaza racial, el temor existencial y el espacio vital reducido, para las que «solo veía una ayuda realmente única y quizá soñadora» en la ganancia de nuevos espacios vitales, en la creación y desarrollo de un imperio mundial muy grande y perfectamente delimitado y cerrado en el espacio. Estos pensamientos abrieron las puertas a la fase de la expansión, después de la conquista del poder y de los años de preparación.

Ir a la siguiente página

Report Page