Hitchcock

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Cine sonoro » 1934. El hombre que sabía demasiado

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EL HOMBRE QUE SABÍA DEMASIADO

(THE MAN WHO KNEW TOO MUCH - 1934)

Producción Gaumont British, Michael Balcon e Ivor Montagu; Inglaterra. Dirección: Alfred Hitchcock. Guión: Edwin Greenwood y A. R. Rawlinson, sobre una historia de Charles Bennett, D. B. Wyndham-Lewis y Charles Martin. Diálogos adicionales: Emlyn Williams. Fotografía: Curt Courant. Música: Arthur Benjamín. Edición: H. St. C. Stewart. Intérpretes: Leslie Banks (Bob Lawrence), Edna Best (Jill Lawrence), Peter Lorre (Abbott), Nova Pilbeam (Betty Lawrence), Frank Vosper (Ramón Levine), Hugh Wakefield (Elive), Pierre Fresnay (Louis Bernard), Cicely Oates (enfermera Agnes), D. A. Clarke-Smith, George Curzon. Duración: 75 minutos. // Rodada en los estudios de Lime Grove, Gran Bretaña. Estrenada en 1934.

SINOPSIS: El británico Bob Lawrence pasa las vacaciones en Suiza con su esposa Jill, campeona de tiro deportivo, y su pequeña hija Betty. Jill pierde un concurso de tiro, pero se consuela bailando esa noche con Louis Bernard, francés amigo de la familia que es asesinado durante el baile. Antes de morir, Louis confiesa a Bob que es un espía de la Corona y le pide recoger de su habitación los datos vitales de un plan para asesinar a un diplomático en Londres. La banda de anarquistas responsables del complot y la muerte del francés secuestran a Betty, la niña, y la usan para garantizar el silencio de sus padres. Temiendo por la vida de su hija y seguros de la ineptitud de la policía, los Lawrence guardan silencio hasta el último momento mientras hacen intentos desesperados de encontrarla. Bob es capturado por los espías en el interior de un templo muy peculiar. Los espías planean llevar a cabo el asesinato durante un concierto en el Albert Hall. Esperan hacer coincidir el sonido de los platillos de la orquesta con el de la bala asesina. La señora Lawrence se decide y logra impedir el asesinato con un grito que hace fallar al francotirador, que es el mismo contra quien perdió la competición inicial, y que, al huir, guía a la policía hasta el sitio donde están cautivos Betty y Bob. Ahí, tras una pelea a tiros, la niña es rescatada por su madre, quien ejerce su talento cinegético contra el criminal que tiene cautivo a su ojeroso retoño.

Inspiró el argumento de esta película Bulldog Drummond’s Baby, una de las historias policiacas de la serie de Bulldog Drummond (basada a su vez en el acto terrorista del inglés Peter el Pintor, un atentado frustrado por Winston Churchill, entonces jefe de la policía). Cuando abandonó la British International, Hitchcock compró a John Maxwell los derechos de esa obra por 250 libras y se los pasó a Michael Balcon —con quien había reanudado relaciones— por 500. Avergonzado por esa súbita ganancia, Hitchcock mandó hacer al escultor Epstein un busto de Balcon que le costó las otras 250 libras.

El rodaje de El hombre que sabía demasiado transcurrió en un ambiente de bromas pesadas entre Hitch y Lorre, quienes, como señala Spoto, «intentaron emularse uno al otro» y crearon además una estupenda relación de trabajo. El húngaro Lorre se dio a conocer por la película alemana M, el vampiro de Düsseldorf (M, 1930), de Fritz Lang, y Hitchcock incluyó también en su reparto a otro actor, el francés Pierre Fresnay, que tendría un buen papel en La gran ilusión (La grande illusion, 1937), de Jean Renoir.

Después de los sonados fracasos que determinaron su salida de la BIP, Hitchcock estaba sediento de triunfo. Buscaba hacer una cinta de perfecto entretenimiento. Una vez más, después de terminada, se topó con la oposición de C. M. Woolf, pero de nuevo la ayuda de Ivor Montagu convenció al imbécil distribuidor de exhibir la cinta antes de que Michael Balcon regresara de un viaje. El éxito de crítica y público repuso pronto a Hitchcock en el sitio que merecía como gran narrador y conocedor de la técnica y los trucajes. La cinta utilizó el mismo Schüfftan process de La muchacha de Londres, que permitió reconstruir en algunos planos el teatro Albert Hall con espejos y pequeñas transparencias pintadas. Aún hoy, ese truco es casi invisible.

Comparada con la nueva versión de El hombre que sabía demasiado hecha por el mismo Hitchcock en 1956, la crítica actual encuentra inferior la primera. Yo estoy en desacuerdo con ese juicio general, aunque debo reconocer que mi casi nulo aprecio por la segunda versión tiene que ver con odios personales (no soporto a Doris Day ni al mutante que interpreta al niño). Evaluadas las dos cintas en conjunto parece indiscutible la superioridad narrativa de la segunda versión.

Con excepción de John Russell Taylor, la mayor parte de la crítica tiende a calificar a la cinta de 1934 de «muy divertida, pero poco profunda», e incluso «fría, vacía de sentimiento humano». Spoto llega incluso a atribuir a quien la defiende un «esnobismo a la inversa».

A pesar de todas las objeciones mencionadas, indigna la omisión de algunos elementos que merecen quedar como parte de «lo mejor de Hitchcock» y que quiero comentar en detalle.

—El asesinato de Louis Bernard: si en la segunda versión el triángulo amoroso latente entre los McKenna y el francés se dibuja con sutileza, en esta versión es tratado de forma más burda, pero también más divertida, casi irreverente. En el baile donde muere Louis, Bob Lawrence, el marido, le amarra el cabo de un tejido de estambre en un botón de la cola de su jacquet y el francés, mientras baila con la esposa entre la gente, va descosiendo el tejido y dejando un rastro (idea que Hitch intentaría repetir en la segunda versión con un tinte azul, pero que sería abandonada en el cuarto de edición). Cuando el hilo se termina, alguien avisa al francés, que se separa de la mujer para liberarse del hilo. En ese momento se hace un pequeño orificio en el vidrio de la ventana. El ruido es casi inaudible entre los murmullos de la gente. La muerte silenciosa (motivo recurrente en la cinta) marca a Louis con una pequeña mancha roja en su pecho. La sangre se extiende, él la toca, mira a Jill Lawrence, exclama «¡Oh!… mira…», y cae al suelo, moribundo.

Este mismo motivo de «la conciencia casual» de la propia muerte ya había aparecido en El jardín de la alegría, pero encuentra aquí una exposición más precisa y desarrollada. La imagen del tejido que se deshace, además de ser bella y atractiva, da la idea de algo que se acaba. Presagia la muerte cercana, el fin de la vida de Louis Bernard; es profètica de la misma manera en que, al principio de la cinta, Bernard le dice a la pequeña Betty: «Mi último día aquí podría haber sido mi último día en la Tierra…».

La «muerte por sorpresa», ocurrida casi en silencio, es una muestra ejemplar de la economía hitchcockiana, y nos permite compartir el asombro del personaje al darse cuenta de que está muriendo y de que la muerte le ha llegado casualmente, desprovista de drama o de ruido. El absurdo aumenta la dimensión del momento y vuelve remota toda posibilidad de lucha; para poder aceptar la muerte, lo único que el personaje puede hacer es mostrar su marca a la persona más cercana: «¡Oh!, mira…, me muero». El hilo al terminarse (excelente metáfora visual) ha convertido a Bob en cómplice inconsciente del crimen, pues al retirarse del pecho de la mujer, para quitarlo, el francés se vuelve por fin un blanco vulnerable.

—La pelea en la iglesia: los villanos de Hitchcock se ocultan frecuentemente tras fachadas honorables: fábricas de chocolate, tiendas de mascotas, casas elegantes y bellas, consultorios médicos, etc. En esta primera versión de la cinta, la fachada principal es el templo del Tabernáculo del Sol, donde los espías promueven entre los fieles una suerte de trance hipnótico. Ahí llegan Bob y el tío de la pequeña Betty. El tío es hipnotizado y, al ser descubierto, Bob queda atrapado en el interior del templo. A continuación se desata una pelea entre él y los espías, que evitan usar pistolas por miedo a ser escuchados; el pleito se desenvuelve entonces «a sillazo limpio» y el efecto se hace aún más grotesco por el contraste con la imagen del tío, que duerme su sueño hipnótico, y la música religiosa, tocada a todo volumen para ahogar el ruido. La torpeza de los contendientes y la incomodidad de las «armas» utilizadas vuelven a la pelea más tangible y cercana (los pleitos en la vida real carecen casi siempre del glamour de sus versiones fílmicas, y en ellos se golpea con lo que está a mano). Esta pelea, además de seguir provocando risa 54 años después, no ha perdido la calidad de «caos casual» que se nos desea transmitir y que permanece durante toda la película.

—El «anticlimático» tiroteo final: cuando se descubre la guarida de los espías, la policía se aposta en los edificios cercanos y en la calle adyacente para enfrascarse en un tiroteo con los villanos. Durante esta secuencia, ejecutada también casi en silencio, el caos se vuelve otra vez cercano, cotidiano, casi indiferente. Los disparos son opacos, se advierten por sus huellas en objetos que se rompen sin bombo y platillo… crack…, pop…; los modestos ruidos de la muerte, sus efectos, la vuelven casi «de confianza» y por tanto, mucho más eficaz y terrible. Se repite un motivo: la «muerte por sorpresa» de la jefa de los espías, y en medio del tiroteo vemos una secuencia magnífica precisamente por lo anticlimático de su desarrollo (que parece molestar a Spoto): dos jóvenes policías entran en un apartamento, donde habrán de apostarse para la lucha, comentan algo, se preparan, se desvisten, toman sus precauciones y, súbitamente, por accidente, sin mayor gracia, la cortina de la ventana se abre y entra una ráfaga de tiros. Uno de los jóvenes cae con el rostro hacia abajo. Está muerto. Esta siniestra variación del gag del one note man (el cimbalista que cumple todo su ritual cotidiano para transportarse hacia su trabajo en una orquesta y, una vez ahí, toca solamente una nota con sus platillos y se marcha), que transmite todo el cruel humor, toda la ironía del anticlímax, se encuentra únicamente en la primera versión hitchcockiana. Los motivos del «caso casual» y la «muerte por sorpresa» se repetirán en La soga, La ventana indiscreta, Pero… ¿Quién mató a Harry? (The Trouble With Harry, 1955) y, muy especialmente, en Cortina rasgada (Torn Curtain, 1966) y Frenesí.

Spoto concede que la actuación «caballeresco/siniestra de Peter Lorre, como cabeza de la operación del secuestro, es una de las joyas del filme». Sin duda, una de las presencias más fuertes de la galería de villanos de Hitchcock, Lorre muestra un cuidado aspecto amenazador (la cicatriz sobre la ceja, el mechón de canas sobre el cogote) que contrasta con su voz suave y sus modales refinados; golpea a la gente y después pide perdón; toda su actuación está marcada por pequeños acentos de contradicción. Su personaje es la extensión del violador de niños en M, el vampiro de Dusseldorf, y no podemos sino sonreír cuando se refiere a Betty como «una de las niñas más educadas que ha conocido».

La cinta explora además el tema de «amor versus deber», con recursos visuales muy representativos del periodo inglés del director: la luz de neón que marca «blanco y negro» inmediatamente después de iniciada la lucha entre «buenos y malos». (Estos anuncios de neón fueron sustituidos por Hitchcock, después de su periodo inglés, por señales impresas, tales como anuncios de periódico o carteles callejeros).

Siguiendo con el examen de las objeciones al filme, hay una que podríamos calificar de juicio apresurado: la supuesta «frialdad» de los personajes. La idea proviene del contraste marcado principalmente por el estupendo momento de dolor de Doris Day en la segunda película sobre el tema, y que en esta primera versión es prácticamente inexistente. A mi entender, esto tiene una clara razón de ser, que paso a explicar. En la segunda versión se concede a ese momento un tratamiento especial, con toda una secuencia de preparación, mientras que en la primera versión al desmayo de Jill sigue una inmediata elipsis. La emoción se trunca en lo que podría ser su mayor desarrollo y enseguida viene la escena en que el tío y Jill «juegan» y examinan los juguetes de la niña. Russell Taylor opina que «esta secuencia posee una calidad emocional tan fuerte que uno no puede olvidar que el propio Hitchcock tenía una hija única no mucho menor que la del filme cuando este fue hecho, y que debe haberse identificado con la situación». El tratamiento corresponde al estilo de actuación de aquellos días cercanos al cine mudo, que difiere considerablemente al de la corriente que dominaría la segunda mitad de los cincuenta. En 1934 era perfectamente verosímil que el dolor y la angustia de una madre se expresaran con un melodramático desmayo. Así y todo, hay que conceder que el filme adolece de una curiosa falta de «química» entre los actores, tanto protagonistas como antagonistas, que nos aleja de las situaciones dramáticas, pero que funciona a la vez en favor del caos distanciado que propone.

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