Hitchcock

Hitchcock


Introducción

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El cine de Hitchcock, de Robin Wood, por los que comprendemos sus métodos de trabajo, su orientación de la imagen como medio principal del cine, su visión profesional y sus constantes… ¡Ah, las constantes! Los franceses, en medio de un montón de adjetivos y de construcciones intelectuales (muchas de ellas no han resistido el paso de los años) sobre la obra del cineasta, nos dejaron un limpio catálogo de «constantes» que se ha venido complementando con el paso de los años; así pues, podemos entender más a Hitchcock a través de su uso de los espejos, las escaleras (como símbolo de encuentro, de ascenso, descenso, principio y final), las esposas, las fiestas, las mujeres rubias (frías por fuera, pero unas fieras en «la parte trasera de un taxi»), las aves, las joyas, el veneno, los vasos, los monumentos y símbolos nacionales, el estrangulamiento, los disfraces, la comida y bebida, etc., y de su preocupación acerca de los villanos, el orden y el caos, la culpa, el equilibrio (en el sentido físico y existencial), el crimen, el desplazamiento geográfico (viaje) como metáfora de un viaje interior, el valor terapéutico del caos, la sombría imagen materna (durante su época inglesa la figura materna es ausente o positiva, pero a partir de la muerte de su madre se vuelve terrible), la pareja, las apariencias, etcétera, etcétera.

Hitchcock nos ha dejado además testimonio de sus ideas sobre los actores («son como ganado») y de sus «métodos de terror» (para causarles inseguridad y hacerlos sentirse torpes, ineficaces y humildes). Todo esto, según Hitchcock, «sensibilizaba» al actor sin que este lo supiera, en sustratos más profundos de su personalidad, y le permitía interpretar su papel con el matiz de su propia crisis interna, además de un largo inventario de sus despiadadas bromas en el set (la más famosa es la de cuando encadenó a un

staff durante una noche después de darle a beber un fuerte laxante).

La coincidencia de los «descubrimientos» de que fue objeto en dos continentes (

Cahiers en Europa y la televisión en Estados Unidos, y la difusión que de ellos resultó), afirmaron decisivamente la imagen de Hitchcock ante diferentes públicos y lo convirtieron en una de las figuras más importantes del mundo del cine. Alfred Hitchcock se volvió desde entonces un asunto de dominio público, integrado al lenguaje común y la vida cotidiana y más aún desde que las series de televisión han vuelto a ser producidas utilizando el material original en las introducciones de cada episodio, aunque «colorizadas» por ordenador, para ajustarlas a los nuevos episodios y evitar la confusión con los antiguos —¡que casi nunca han estado fuera del aire!—. Su voz y su figura han sido usados en las caricaturas de la Warner Brothers, o de Hanna-Barbera, y en cómics, en películas B y hasta en anuarios escolares («Si no hubiera nacido, lo hubiera inventado Hitchcock»).

Hitch (apodo que él mismo se creó y promovió, pues odiaba que le llamaran

Alfie o

Cockie) siempre afirmó que su mejor caricatura era la que él mismo dibujaba con unas cuantas líneas y que se hizo famosa como logotipo del producto que representaba al «mago del suspenso». Tanto ese apodo como la caricatura pretendían simplificar una personalidad y una obra artística intrincadas y convulsas, quizá, en parte, por estrategia publicitaria, pero no resulta aventurado suponer que además de ese deseo de «empaquetar» limpiamente a Hitchcock, como un producto identificable, haya existido de parte del autor un deseo de control de su imagen pública (e incluso artística) con la simple intención de que el público y críticos lo dejaran en paz: «No tengo importancia, en realidad soy más bien algo acabado en mí mismo», parecía querer decir. Es como la súplica de un animal asustado al científico que desea estudiarlo, un acto empapado de miedo.

Esa imagen impecable que Hitchcock siempre trató de proyectar se reflejaba en su vestir: su ajuar era invariablemente un traje negro con corbata, aun en los días más ardientes del verano. Pero… cuidaba siempre de dejar fuera de lugar el lado izquierdo del cuello de su camisa. Siempre torcido. Claro indicador de que, en medio de tanta perfección, algo extraño debía de estar pasando.

El «periodo americano» del director es una era rica y plena, de frutos maduros, como su serie integrada por

Sospecha, La sombra de una duda y

Encadenados, que exploran el tema de la responsabilidad, la confianza, la traición y la culpa, y obras maestras como

Vértigo (De entre los muertos) (

Vertigo, 1958) y

La ventana indiscreta (

Rear Window, 1954), o el divertimento supremo de

Con la muerte en los talones (

North by Northwest, 1959), cintas que forman parte de su «ciclo catalizador» y que, en pocos años, hacen culminar su evolución de contenido y de forma.

Pero lo más importante de su estancia en Estados Unidos, además de sus cintas (que discutiremos con detalle en la filmografía), es la difusión que encuentra su obra y la influencia que ejerce en el cine de muchos otros directores: John Carpenter, Robert Aldrich, William Castle, Brian de Palma, Richard Franklin, Joel Rubin, Arthur Hiller, Alfred P. Sole (Canadá), Steven Spielberg y David Lynch, por nombrar algunos. Todos ellos (igual que Truffaut o Chabrol) han caído bajo su embrujo y jugado alguna vez a seguir los pasos del maestro con mayor o menor frecuencia y éxito. Es a través de ellos que podemos darnos una idea de lo que es y lo que no es esencial en Hitchcock.

David Lynch emula en

Terciopelo azul (

Blue Velvet, 1986) el tan elocuente malestar que reina en el típico pueblito norteamericano al más puro estilo Grant Wood, influenciado quizás por

Hitch en

La sombra de una duda o en

Psicosis. Con igual fortuna, dentro de la misma línea, corre Joel Rubin con su

El padrastro (

Stepfather, 1987) —cubetazo de ácido para el

american way of life—, Hiller (

Silver Streak, 1976) y Sole nos entregan sus propios tributos a la herencia de Hitchcock muy bien elaborados, pero únicos en sus carreras. Vale la pena destacar la excelente

Alicia, dulce Alicia (

Communion, 1976), de Sole, una amarga y cínica reflexión sobre el mundo infantil estupendamente llevada (además, chamuscan a Brooke Shields, ¿puede alguien pedir más?). Chabrol y Truffaut han adaptado las reglas del maestro a sus propios universos fílmicos, comprendiendo que la base del suspense (entendido como el interés extremo del espectador en un asunto que se presenta) se sustenta en personajes sólidos e interesantes (aun si son cotidianos), entre los que se genera un melodrama de verdadero peso ético y moral, como siempre ocurre en Hitchcock. Carecen de ese peso las creaciones de Richard Franklin, las de Brian de Palma o las de Spielberg, a pesar de su envidiable uso de recursos narrativos. De Palma ha optado por hacer de sus personajes —víctimas y victimarios— simples cifras, piezas de ajedrez cada vez más carentes de matiz, ha transformado sus cintas en vehículos para el lucimiento personal. Veamos si no el papel que juegan los «villanos» en sus trabajos más recientes. No son de ninguna manera figuras con las que podamos tener un acercamiento humano.

Michael Caine, o el

driller killer de

Doble cuerpo (

Body Double, 1984), son el cascarón vacío de

Norman Bates o

Bob Rusk, un pretexto con arma. También ilustra los

hommages hitchcockianos el hecho de que De Palma haya filmado en

Vestida para matar (

Dressed to Kill, 1980) la candente seducción de la rubia Angie Dickinson en la parte trasera de un taxi como una suerte de

trivia test vacío de sentido.

Para hablar de Spielberg, vale la pena relatar su primer encuentro con Hitchcock. El joven director se hallaba en la Universal, mientras Hitchcock rodaba en uno de sus sets. Entusiasmado, Spielberg se preparó para conocer a su ídolo y se encaminó al plató. Ahí estaba Hitchcock, sentado de espaldas. Spielberg lo observó un momento y el hombre ni siquiera volvió la cabeza, pero con un suave ademán llamó a uno de sus asistentes para murmurarle algo. El asistente se encaminó directamente a Spielberg, que se sintió profundamente emocionado, y le dijo: «Joven, por favor, abandone este lugar, molesta al señor Hitchcock…». A pesar de este contacto poco auspicioso, Spielberg crea en

El diablo sobre ruedas (

Duel, 1971) una magnífica cinta de suspense hitchcockiano, en la que el «hombre común» ve sacudida su banal existencia por la irrupción del Mal. En este caso un enorme vehículo que le persigue a través de una perpetua carretera en medio de un paisaje árido y primigenio. Una brillante elección de escenario que le permite transformar este duelo en un asunto de talla mítica.

Además, existe el paralelo entre Hitchcock y Walt Disney, de quien Hitchcock dijo sentir envidia «porque, si no le gustaba alguno de sus actores, lo rompía en pedacitos»), no solo como industria de entretenimiento, sino debido a sus oscuros y retorcidos temas disfrazados de escapismo. Disney era un cineasta profundamente americano, pero que tenía una fuerte influencia europea (especialmente del cine expresionista alemán). Admirador de los ilustradores Victorianos, Rackham, Dulac y Nielsen, Disney compartía con Hitchcock una absoluta convicción acerca del papel que el Mal jugaba en nuestras fábulas cotidianas. Ambos cineastas entendían el principio que Hitchcock enunció en su momento: «Tanto mejor el villano, mejor es el filme», y prueba de ello es la forma en que perviven los perfectos antagonistas de Disney. La «sombra»

jungiana es un elemento primordial para entender el «Ánima» en las historias. Blancanieves o Charlie en

La sombra de una duda (

Shadow of a Doubt, 1943) verán en peligro su inocencia al confrontar sofisticados y atractivos enemigos. Ambos cineastas eran grandes estilistas interesados en un juego moral de luz y sombra. La gran diferencia radica en la enorme ambigüedad, cuando no la perversidad, de los finales en Hitchcock en claro contraste con los

happy endings de Disney.

Hitchcock tendría paralelos temáticos con otros cineastas: parecen compartir, en sus últimos años, la visión decadentista de Erich von Stroheim y la fascinación de Fritz Lang por el crimen. Su admiración por Buñuel fue siempre confesa y es muy claro que ambos hombres tienen en común una fuerte impronta católica y una fascinación por lo perverso, por lo oscuro. Pero todo aquello que en Buñuel es explosión está soterrado en Hitchcock. Buñuel es un anarquista aun en sus formas narrativas, en tanto que Hitchcock es un formalista absoluto. Buñuel deprecia el academicismo, Hitchcock lo ejerce con singular maestría. Ambos eran hombres que vivían una vida de apariencia burguesa y casi monástica pero albergaban en su interior un furioso fetichismo y una inextinguible ferocidad social. Cuenta Buñuel que en un mítico encuentro entre ambos cineastas (durante una comida ofrecida por George Cukor en Hollywood) Hitchcock no dejaba de mirarle con sonriente complicidad mientras le susurraba sobre

Tristana: «¡¡Ah, esa pierna, esa pierna!!».

Hitchcock decía no ver cine (igual que Bergman), pero lo cierto es que asistía a las salas de cine con bastante frecuencia y recordaba claramente las películas más importantes de la filmografía buñueliana. Merece la pena consignar la reacción que provocó en Hitchcock

Sonata de otoño, asentada así por David Freeman:

Una tarde veíamos

Sonata de otoño, de Ingmar Bergman. El filme es una muy rica pero no particularmente cinematográfica batalla entre una madre verbosa [Ingrid Bergman] y su callada y menos exitosa hija [Liv Ullman], Todo el asunto estaba en sueco y evidentemente no era del agrado de Hitchcock. La veía por su cariño hacia Ingrid Bergman y porque, decía, «Ella estará nerviosa por saber mi opinión». […] En su primera aparición [de Ingrid] Hitchcock dice: «Se ve vieja, la han filmado muy mal». […] [Y] más tarde en el filme, cuando ella entra vistiendo un collar de perlas, él gruñe: «Se ve como la reina». Guarda silencio entonces por un rato, pero luego, durante una larga, maravillosamente actuada secuencia entre la madre y la hija, Hitchcock se levanta […], llama a Tony, su chófer, me vuelve la espalda e ignorando la pantalla declara: «YO YA ME VOY AL CINE». Y simplemente así fue.

Hitchcock hizo famoso el sistema del «guión de hierro» y cooperó con la generalización del

storyboard o guión visual, que pasaría a formar parte indisoluble del sistema de rodaje norteamericano. Se transformó en ejemplo de economía, precisión y compromiso con cada proyecto. A él se debe mucho de la «libertad creativa» que permite al cine de ambiente realista darse «licencia sobre la realidad» a fin de lograr su plenitud de expresión. Hitchcock nos dejó su «nuevo testamento» fílmico escrito por el apóstol Truffaut, además de preocuparse por hacer público un impresionante número de ideas y anécdotas irresistibles y muy útiles porque nos permiten intuir su proceso creativo.

Con todo, existe aún hoy una especie alarmantemente longeva de imbéciles empeñados en negar la importancia de Hitchcock. No es el título de

auteur el que interesa rescatar, pero sí la certeza de que el hombre, como dijo Jean Renoir (y el mismo

Hitch, a través de uno de sus personajes), siempre «pintó el mismo árbol» hasta alcanzar en él y con él la perfección y el dominio absolutos.

Hitchcock es el gran maestro de los sentimientos humanos (de las debilidades en especial) y no se limita a ser el «mago del

suspense», título fácil que lo hace ver como el relleno de una variedad en una fiesta infantil. Su filmografía, aun por su cantidad, es ya ineludible en toda historia del cine universal, y, por tanto, merece todas y cada una de las palabras que de ella se han impreso.

A lo largo de cerca de cincuenta años, Alfred Hitchcock mancilló la moral de millones y practicó el mayor y más pulcro envenenamiento de «buenas conciencias» del que se tenga registro. ¡Ah!, pero para llevarlo a cabo, hubo de aplicarse a crear un villano confiable, infalible. Un hombre amable y sereno que ofrece un brillante vaso de leche «cargada», de quien no se puede esperar tal comportamiento. Un profesional responsable a quien los productores confían dinero para crear películas «divertidas». Un anarquista de traje y corbata negros. Un payaso que regala bombones rellenos de cianuro, cuya atractiva apariencia garantiza el consumo. El criminal más perfecto que haya creado nunca

Hitch fue él mismo: Hitchcock, el monstruo confiable del barrio que, contra lo que sucede con otros

auteurs subversivos, siempre fue accesible y obtuvo una gran aceptación popular. Lo sorprendente, entonces, no es solo la calidad de su veneno, sino la adicción que este creó.

La obra de Hitchcock terminó por acercarnos —más allá de los límites que señala la prudencia— al pensamiento convulso, al acto mismo del criminal. Nos hizo adueñarnos de su culpa, olvidando toda seguridad. Cometió el crimen perfecto… 53 veces: nos envenenó el alma con el licor del cine. Nos invitó a mirar el abismo…

Y el abismo nos miró a su vez…

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