Hitchcock

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Periodo norteamericano » 1939. Rebeca

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(REBECCA - 1939)

Producción Selznick Studios, David O. Selznick; Estados Unidos.

Dirección: Alfred Hitchcock.

Guión: Robert E. Sherwood y Joan Harrison, basado en la novela de Daphne du Maurier.

Adaptación: Philip MacDonald y Michael Hogan.

Fotografía (en blanco y negro): Georges Bames.

Música: Franz Waxman.

Intérpretes: Lawrence Olivier (Maxim de Winter), Joan Fontaine (su esposa), Judith Anderson (señora Danvers), George Sanders (Jack Favell), Florence Bates (señora Van Hopper), Nigel Bruce (Giles Lacey), Gladys Cooper (Beatrice Lacey), C. Aubrey Smith (coronel Julyan), Leo G. Carroll (el doctor), Melville Cooper, Forrester Harvey, Reginald Denny, Lumsden Haré, Philip Winter, Edward Fielding.

Duración: 130 minutos. // Estrenada en 1940.

SINOPSIS: La protagonista recuerda los días en que era una humilde dama de compañía de la señora Van Hopper en La Riviera: Llega a Montecarlo el atractivo Maxim de Winter con el supuesto propósito de olvidar a su muy amada esposa Rebeca, recientemente ahogada en el mar. La joven dama de compañía empieza a intimar en secreto con De Winter, que la trata con condescendencia y termina por proponerle matrimonio de manera más bien casual y desenfadada. La señora Van Hopper, que se sentía atraída hacia el aristócrata, pronostica el fracaso de la pareja. Viajan a Venecia en luna de miel y después se instalan en Manderley, la propiedad de De Winter, donde se advierte la personalidad de su anterior dueña hasta en el mínimo detalle. La joven se topa, además, con la indiferencia y el menosprecio de la ominosa ama de llaves, la señora Danvers, que tiene verdadera pasión hacia su difunta patrona y busca cualquier oportunidad para ponerla como ejemplo de elegancia, belleza, etcétera. La joven actúa por eso como una niña atemorizada y tensa hasta el punto de esconder en un cajón los fragmentos de un adorno que ha roto por accidente. Para levantarse el ánimo ofrece un baile de disfraces al que, por consejo de la señora Danvers, acude con un hermoso vestido que fue de Rebeca. De Winter se enfurece y le exige que se cambie de ropa. La señora Danvers incita entonces a su deprimida patrona a quitarse la vida arrojándose al vacío, pero la joven no llega a hacerlo porque la interrumpen los gritos de algunas personas: el mar ha arrojado a la playa el bote en que Rebeca viajaba cuando falleció; en el interior aparece el cuerpo de Rebeca. Max confiesa a su esposa que en realidad no soporta la mínima mención de Rebeca, no por el dolor que le provoca su pérdida, sino porque nunca la soportó y siempre la consideró como un ser cruel y despreciable. Se reinician las investigaciones a petición de Jack Favell, primo de De Winter y amante de la occisa. Todo señala a Max como posible culpable de la muerte de Rebeca, pero se revela la verdad: enterada de que padecía cáncer, ella decidió suicidarse en circunstancias oscuras para aparentar un homicidio y dañar a Maxim aun después de muerta. La señora Danvers prende fuego a Manderley y perece entre las llamas.

El coqueteo entre David O. Selznick y Hitchcock se había iniciado antes de

Posada Jamaica (

Jamaica Inn, 1939) y culminó con el traslado de toda la familia Hitchcock a Hollywood y un contrato de exclusividad con el megalómano productor. Este tenía originalmente para Hitchcock un proyecto titulado «The Titanic», que prometía ser por lo menos un precedente de la aventura del Poseidón; afortunadamente se hundió pronto y dio paso a una de las propuestas originales de Hitchcock, que era filmar

Rebeca, de Daphne du Maurier.

Hitchcock importó a Hollywood su sistema de trabajo visual, «en papel», que ejecutaba en preproducción, y que después se implantaría en todo el cine norteamericano. De ese proceso comenta Leonard J. Leff: «[eran] días y semanas en que él, su esposa Alma, su asistente Joan Harrison y, ocasionalmente, otro escritor, lucharían por encajar su vivo, pero con frecuencia disparatado, sentido de la pirotecnia visual, en una historia coherente». A Hitchcock le gustaba más esa parte del trabajo que el resto del quehacer fílmico. El tratamiento que de eso resultaba contenía, según él «una descripción exacta de lo que vas a ver. Como si trajeras tapados los oídos […]. Es entonces cuando voy con un dramaturgo, y le digo: “aquí está el filme, es solamente un montón de engranajes de acero, como podrá usted ver, agréguele diálogo, luces y fílmese”».

A pesar de lo que pudiera indicar la simple estadística, Hitchcock no tenía en alta estima los valores literarios de Du Maurier, aun cuando llevó a la pantalla tres de sus historias —

Posada Jamaica, Rebeca y

Los pájaros (

The Birds, 1963)—; por eso, y por mera costumbre,

Rebeca fue adaptada con la misma «crueldad» con que

Hitch trataba el material original en que basaba sus argumentos. Ya desde ese momento se estableció una diferencia entre él y Selznick, que luchaba por respetar la obra de Du Maurier, porque llamaría a la taquilla a todos los que habían leído la novela. Afirmaba que era esa decisión de respeto al original literario la que había dado éxito a su producción de

Lo que el viento se llevó (

Gone With the Wind, 1939). Selznick impedía, además, casi cualquier toque de humor en el guión porque pensaba que se trastocaba el estilo gótico de la historia. A pesar de esto, Spoto encuentra el guión «profundo y matizado, ingenioso y universal más allá de la rigidez argumental de Du Maurier».

Con Rebeca [dicen Rohmer y Chabrol] el «toque Hitchcock», que antes había sido solamente una característica discernible, se transforma en una visión del mundo. La espontaneidad sometida a un sistema. Este es un momento crítico para un artista, porque debe cuidarse de no desarrollar tics, o un furor pedagógico. Hitchcock habría de evitar estas trampas. De hoy en adelante los polos de su obra —porque ahora podemos hablar de obra— quedan claros […]. Tal como explica la heroína de

Rebeca: su padre siempre pintaba el mismo árbol porque sentía que cuando un artista encuentra su tema, eso es todo lo que desea pintar[1].

Con esa frase Hitchcock anticipaba lo fundamental de la «teoría del

auteur» que terminaría por «rescatarlo» ante la crítica internacional «seria».

El proceso de

casting se inició con toda la pompa acostumbrada por el productor; este proclamó públicamente (como en

Lo que el viento se llevó) que se buscaría la actriz ideal para el papel. En la búsqueda,

Hitch descartó a múltiples actrices, entre ellas a Nova Pilbeam, hacia quien, según Spoto,

Hitch «se mostró amargamente opuesto» (Rohmer y Chabrol hubieran estado de acuerdo…, seguro), pese a que Selznick la consideraba «casi ideal» para el papel. Finalmente fue elegida Joan Fontaine, a quien Hitchcock siempre había tenido en mente; sería la primera de una serie de actrices a las que el director intentaría moldear, como haría más tarde con Ingrid Bergman, Grace Kelly y Tippi Hedren, a su entera satisfacción en todos los aspectos posibles. Hitchcock gozaba torturando con su típica “técnica de terror” a los actores. A Fontaine la hizo sentir poco menos que una basura durante el rodaje, con el fin, según él, de lograr una actuación más compleja, y a Florence Bates, según cuenta Leonard J. Leff, la recibió en el set a través de un altavoz diciéndole: “Y bien señora Bates…, ¿cuándo fue cuando empezó usted a masturbarse…?”.

En general (salvo con la fría conserva llamada Olivier) el método de Hitchcock parece haber tenido óptimos resultados. Rohmer y Chabrol califican la actuación de Fontaine como la mejor de su carrera y aseguran, no sin razón, que ella fue una de las dos grandes damas protagónicas de Hitchcock, que inspiró a su director igual que lo haría Ingrid Bergman unos años más tarde. Toda proporción guardada, el paralelo es muy acertado. Hitchcock obtuvo de la actriz un aire de candor, vulnerabilidad y pureza que no volvería a encontrar sino en Ingrid Bergman; ambas encarnan por entero a la heroína romántica por excelencia, que transmite con efectividad la sensación de «cordero-que-va-al-matadero». Esta condición resultaba particularmente propicia en

Rebeca, cuya heroína era reducida al punto de carecer de nombre y transformarse en un «vacío perfecto» «para que el público volcara en ella sus más oscuros deseos de autoinmolación, pues

Rebeca no es una historia de amor loco», movida por una pasión devoradora, irrefrenable y avasalladora. No, la historia de amor que se nos presenta en

Rebeca, analizada de manera más fría, tomando en cuenta la actitud más bien paternalista de De Winter, tiende más bien a ser una historia de «amor pendejo[2]», que aceptamos por convención romántica y por la habilidad de Hitchcock para manipular los sentimientos del público. Nuestras emociones cambian tan rápido en la sala que no dan tiempo al análisis, pero permanece en nosotros la sorpresa de que la heroína continúe enamorada del personaje que interpreta Olivier, y al que Robin Wood llama sin rodeos «un pelmazo». El mismo Wood rescata entre las escenas de la pareja central una en la que «al ponerse a ver películas que tomaron en su luna de miel, riñen lamentablemente y el espectador ve al mismo tiempo su felicidad pasada y su desdicha actual, dos etapas de un matrimonio en proceso de disolución», y la «escena de confesión, que prefigura

Atormentada (

Under Capricorn, 1949)…». Ciertamente es en esta secuencia donde la fantasmal presencia de

Rebeca adquiere mayor fuerza y se vuelve casi tangible con la complicidad del espectador.

A la heroína sin nombre se le apodó

Danvers y

Yo (dado que en la novela siempre dice: «Yo pensé… Yo sabía…», etc.) para tener un punto de referencia durante la producción, pero de igual modo se le hubiera podido llamar «Electrita», no solo por su obstinado enamoramiento de una figura abiertamente paterna (recordemos incluso que en su primera «cita casual» el tema de conversación es precisamente el padre de la chica, y que Max se lamenta por ella y se cuestiona «haber permitido» su unión con él, que es un hombre viejo y aburrido), sino porque para consumarse este amor tiene que vencer a tres destructivas figuras maternas: primero, a la oponente material, la señora Van Hopper; después, a la oponente espiritual, la señora Danvers, y finalmente a la oponente mitológica, la madre-esposa confrontada después de muerta en la investigación de su caso. Con esta última confrontación, y a través de la cinta entera,

Hitch maneja uno de los temas más representativos de su obra: el poder que ejercen los muertos sobre los vivos, ya aludido en

El enemigo de las rubias (

The Lodger: A Story of the London Fog, 1927) y

The Manxman (1929), que se repetirá en

Sospecha (

Suspicion, 1941),

El proceso Paradine (

The Paradine Case, 1947),

La soga (

Rope, 1948),

Pero… ¿Quién mató a Harry? (

The Trouble With Harry, 1955), y más profundamente, en

Vértigo (De entre los muertos) (

Vertigo, 1958) y

Psicosis (

Psycho, 1960); en

Sospecha, queda representado por un inmenso retrato.

De los choques entre los antagonistas y la heroína se desprenden sin duda los momentos más memorables de la cinta. Afirmaba un periodista de la época que esas secuencias de tortura psicológica eran lo que más complacía «al señor Hitchcock, aparte de un cheque con varios ceros escritos…». Es a través del enfrentamiento con esas tres figuras que la heroína termina su desarrollo como ser humano y «madura» definitivamente. Incluso su vestuario cambia, se vuelve más serio, «aseñorado». Hitchcock escogió sabiamente no propiciar ningún enfrentamiento entre

Danvers y

Yo después del proceso de maduración de esta última, ya que la frágil Joan Fontaine, aun con sus vestidos oscuros y con hombreras, se hubiera visto en clara desventaja frente a la actriz teatral Judith Anderson, y esto hubiera minimizado sin duda el proceso de crecimiento e independencia que se nos pedía aceptar.

En

Rebeca nos enfrentamos a dos de los más efectivos e inolvidables villanos en la galería de Hitchcock: Jack Favell, que, dice Robin Wood, «suscita algo de la característica reacción hitchcockiana en cuanto a atracción y repulsión simultáneas», y, por supuesto la señora Danvers. Ella no es totalmente desagradable a primera vista, pero tras un momento de reflexión nos damos cuenta de que su característica más destacada es una ciega lealtad a Rebeca, que, con todo y tintes obsesivos, no deja de ser una virtud, al igual que su cuidado y eficiencia en la atención de la casa. Según palabras del propio Hitchcock, con el fin de lograr un efecto de incorporeidad y de omnipresencia, «la señora Danvers casi nunca es vista caminando y rara vez se le mostraba en movimiento. Si entraba en un cuarto en el que estaba la heroína lo que sucedía es que la chica oía súbitamente un ruido y ahí estaba…». También es memorable el plano en el que ambas mujeres avanzan por un mismo pasillo: la heroína iluminada y discernible y la señora Danvers, en penumbra, silenciosa.

La desproporción de estos enfrentamientos se acentúa por influencia de la casa y sus objetos. Manderley es una mansión inmensa, corrupta, que minimiza y aniña a la heroína dentro de sus entrañas ciclópeas, lugar perfecto para una batalla de voluntades, porque a pesar del tema del interrogatorio, en

Rebeca las luchas más terribles se desarrollan en el espíritu, y el cuerpo de ese espíritu es Manderley, finalmente consumida por el fuego para garantizar la independencia de los personajes principales. Aquí valdría la pena hacer notar una cuestión por demás interesante: según Leff, Selznick deseaba que al final de la cinta, durante el incendio de la mansión, «el humo formara una gigantesca R en el cielo»; Hitchcock se opuso alegando que esto opacaría la felicidad de los personajes y propuso en su lugar el

shot final del almohadón, con una R bordada, que se consume en llamas, asegurando así el fin de la amenaza. Todo lo anterior hacía de

Rebeca una historia digerible, con estructura de cuento de hadas para adultos. Sobre esto dice Enrique Alberich:

En un instante de la cinta se alude a la protagonista calificándola como una suave «Cenicienta». Efectivamente, el sentido literal de la historia [y] buena parte de sus elementos remiten bien claramente al esquema de un típico cuento de hadas revestido por el candor. La inocencia inicial de la protagonista frente a la experiencia de un lord ya viudo, un ascenso social inesperado y desprovisto de arribismos (una modesta joven convertida en «gran señora» de la noche a la mañana, como en-un-cuento-de-hadas…). Los celos de la señora Danvers y su enfermiza predilección por Rebeca y el peligro de la pérdida.

Esta mezcla de la Cenicienta y Barba Azul (con su habitación cerrada) garantizaba el total éxito del público. La taquilla, sin embargo, a pesar de haber sido bastante buena, no resultó espectacular. Al terminar

Rebeca, Selznick, que buscaba la receta de un nuevo éxito, decidió «prestar» mientras tanto a su director estrella al productor Walter Wanger.

APARICIÓN DE HITCHCOCK: Pasa junto a la caseta de teléfono en la que habla George Sanders.

NOTA: La cinta obtuvo el Oscar por sus logros de fotografía en blanco y negro y la estatuilla para la mejor película. La evocadora y magnífica partitura de Franz Waxman (escrita además al vapor, a petición de Selznick) no obtuvo el premio que merecía. El Oscar a la mejor dirección se le otorgó ese año a John Ford. Hitchcock jamás obtendría esta distinción por su trabajo.

Basada en la novela homónima de Daphne du Maurier,

Rebeca (1940) inaugura el periodo norteamericano de Alfred Hitchcock.

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