Hija

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Diario 21

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Diario 21

Natalia acaba de ser rebautizada por cuarta vez. Al principio se llamaba Paula. Mis hijas me criticaban la elección, les parecía un nombre poco creíble para alguien de su edad. De pronto recordé que Paula era el nombre de la hija de Isabel Allende y también el de la novela que le dedicó después de su muerte. Imposible seguir llamándola así. Por breve tiempo pasó a ser Candela, pero algo indefinible me molestaba en ese nombre excesivo. Esmé nunca le hubiera puesto Candela a su hija. Por varios meses se convirtió en Luciana, pero lo deseché por ser un nombre de moda. El nombre de un personaje debe ser lo bastante especial como para resultar recordable y no tanto como para sonar raro o ridículo, a menos que esa rareza cumpla una función en la historia.

Natalia habla poco, se la conoce poco. Pero después de todo, sólo tenemos de ella la visión de la madre. Te conozco como si te hubiera parido, dice la frase popular, y se equivoca. Nadie conoce menos a una persona que su propia madre. Nadie sabe menos. Dicen los lingüistas que la prevaricación, es decir, la posibilidad de mentir, es una característica única, definitoria, del lenguaje humano. Muchos animales (los gorilas, las abejas) se comunican de diversos modos, pero no se ha logrado comprobar que sean capaces de mentir. Los seres humanos le mentimos a todos aquellos con los que hablamos además de mentirnos, con nuestra voz interior, a nosotros mismos. Pero a nadie se le miente tanto como a la propia madre, afirmándose con alegría en lo que ella cree saber sobre sus hijos. Es la primera mujer a la que le miente un hombre. Y también una mujer.

Aquí, otra duda. Escribir no es para obsesivos, es como luchar contra la hidra de mil cabezas, por cada duda que se resuelve surgen otras dos, hay que escribir como Heracles, con una antorcha en la mano, cauterizar los cuellos cortados, seguir adelante de algún modo. La duda: ¿qué lenguaje utilizar? ¿Debería Naty hablar en jerga adolescente? ¿En la de su época, que ya no es exactamente la actual? La jerga adolescente es tan efímera… Pero por otra parte, hacerla hablar un argentino neutro ¿no le quita verosimilitud al relato? Me recuerda a las dudas sobre el lenguaje adecuado para relatar una escena erótica que John Cleland, el autor de Fanny Hill, expresa con tanta precisión a través de su protagonista, la autora de esas cartas que conforman su novela. ¿Cómo denominar a los órganos en conflicto, cómo describir la actuación de los personajes? ¿Optar por el lenguaje científico, el lenguaje poético, el lenguaje de la calle?

Borges, desde un aproximación teórica, se expide siempre en contra de la jerga de época. En la práctica confirman lo acertado de su opinión sus propias Crónicas de Bustos Domecq, escritas con Bioy Casares y tan viejas ya, que por momentos resultan incomprensibles, porque se burlan de formas expresivas de las que casi no queda ni el recuerdo. El mismo «El Aleph» sufre bastante la retórica de Carlos Argentino Daneri, desopilante sin duda en su momento, que hoy no remite a ningún modelo.

Sobre mis fuentes. Para escribir este capítulo hablé con dos abogados y un juez.

G. es abogado, no es penalista y es también escritor. Entendió perfectamente mi problema y colaboró en la construcción de la historia. Estaba tan ansioso como yo por establecer la escena del accidente y decidir la conducta de mis personajes. Me ayudó mucho su entusiasmo. Conversando con él me di cuenta de que un homicidio culposo y no doloso, es decir, no intencional, tenía una pena demasiado leve como para justificar el hecho de que Natalia le echara la culpa a Rita. Yo necesitaba que todo fuera más grave, que Naty se estuviera librando de una pena más o menos seria y consiguiera descargarla sobre su amiga (su ex amiga).

El juez con el que hablé había sido también abogado penalista. No lo conocía, llegué a él a través de una amiga común, y me recibió con enorme gentileza y absoluto desinterés en mi problema. En la conversación se hizo evidente que el hecho que involucraba a mis personajes le parecía muy menor, algo que podía resolver cualquiera, una cuestión casi indigna de su jerarquía. Algo así como usar un reactor nuclear para hacer un par de huevos fritos. Se perdía (o se encontraba) en casos mucho más complejos, más graves, más interesantes y me costaba mucho hacerlo volver sobre mi tema. Sin embargo me resultó muy útil su desdén para comprender que debía incluir agravantes. Él fue quien me habló del dolo eventual, citó el caso Cabello (un muchacho que mató a dos personas, tal vez corriendo una picada), elogió la precisión de los instrumentos de escopometría de la Gendarmería.

Y finalmente hablé con Z., un penalista joven, muy inteligente y muy interesante, metido en la práctica cotidiana, que conocía muy bien la relación con la policía y me explicó qué dicen las leyes y cómo funcionan en la realidad, en qué consiste el abandono de persona, cuáles eran los hechos que podrían agravar la situación de mis personajes. Fue él quien me explicó que prefería usar la palabra «asistidos» y no «clientes».

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