Hija

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En casa

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En casa

Mientras buscaba un hijo con aplicación y en secreto, Esmé volvió a su antiguo trabajo de redactora creativa, del que se jactaba de haberse librado y que en realidad extrañaba muchísimo. Ojalá hubiera sabido suficiente francés como para trabajar en una agencia de publicidad en Francia. En hojas sueltas que nunca le había mostrado a nadie, ni siquiera a Guido, Esmé había intentado redactar avisos gráficos como los que estudiaba con atención en las revistas y los diarios franceses. Pero un buen aviso publicitario exige un dominio de la lengua que incluye la conciencia de sus niveles, las diferencias entre el lenguaje escrito y oral, las fórmulas formales y el argot callejero, el recuerdo de las palabras que estaban de moda en la generación anterior, los neologismos que están incorporando los muy jóvenes, el conocimiento de las nanas infantiles, de los dichos y refranes, de las canciones populares, la sutil combinación de juegos de palabras y una compenetración con la historia y la cultura que no se adquiere en pocos años, que un extranjero, a veces, no llega a adquirir nunca.

A partir de la Guerra de Malvinas, gracias, tal vez, a la Guerra de Malvinas, la dictadura se estaba resquebrajando. El último general que había asumido la presidencia se había visto obligado a llamar a elecciones. Por fin, después de muchos años, la propaganda política volvía a cubrir de afiches las paredes de la ciudad. Los diarios, la radio, la televisión, estaban impregnados de política.

Cuando se trata de política, la palabra no es publicidad sino propaganda. Los partidos o los candidatos pagan por adelantado, porque las agencias (y los medios, y las productoras de cine y los fotógrafos y toda la bandada de pequeños vampiros que se alimentan de sangre política en el año electoral) tienen que asegurarse su dinero aunque el candidato o el partido pierdan las elecciones.

Esmé empezó a trabajar otra vez en una agencia, formando parte de un equipo dedicado a atender una cuenta política, un partido muy pequeño, casi familiar, pero con mucha historia y con ínfulas de poder. Varios hermanos se reunían alrededor del patriarca, un economista de fuste que se jactaba de haber sido capaz de detectar y denunciar a tiempo cada uno de los abismos económico-políticos en los que el país había caído por no escuchar a tiempo sus proféticas palabras. Querían que la campaña electoral pivoteara alrededor de ese tema, en el que se sentían sólidos. Era inútil tratar de persuadirlos de que la gente no vota por los pájaros de mal agüero. Pero además (y esto no se podía mencionar) nadie que hubiera profetizado catástrofes y calamidades en Argentina se había equivocado nunca. El padre, los hermanos, los primos, el resto de los parientes y amigos que, en esencia, constituían el partido, eran personas muy inteligentes, brillantes, con las que era un placer conversar acerca de cualquier otro tema y que estaban curiosamente ciegas con respecto al acontecer político, aunque muy bien situadas con respecto al poder económico. La excelente relación de la cúpula del partido con las grandes empresas del país permitía un constante flujo de dinero que alimentaba la profusa y confusa campaña electoral. Muchos directivos de esas empresas estaban persuadidos de la conveniencia de aportar grandes sumas a la campaña del partido, en parte porque aportaban a todas las campañas de todos los partidos, en parte porque se trataba de gente con poder y relaciones como para beneficiar a la empresa aunque no ganaran las elecciones, pero sobre todo porque la agencia de publicidad les devolvía un alto porcentaje de esas sumas, que iba a parar a sus cuentas particulares en el exterior.

Entretanto, el patriarca y sus hijos parecían haber depositado una confianza infinita en el dueño de la agencia, que los seducía con su apostura física: alto, con cara de prócer y una prematura melena blanca, el hombre sabía cómo enamorar a sus víctimas, que se le entregaban tan gozosas como un macho de mamboretá a su devoradora hembra.

El equipo de campaña incluía dos redactores y un psicólogo especialista en encuestas y en investigaciones de marketing. El dueño de la productora encargada de filmar los cortos para la campaña televisiva era también candidato a diputado. Con su pelo teñido de amarillo y su apostura de dandy de la noche porteña (en el límite del disfraz), producía a gran velocidad, de acuerdo con los pedidos de la agencia (que tenía concretos intereses en cada una de las producciones), una serie inagotable de films que iban configurando poco a poco la peor campaña electoral del año que era, al mismo tiempo, por una hábil combinación de factores, la más cara.

Mientras Esmé volvía a la publicidad como quien vuelve a un viejo amor que jamás hubiera deseado abandonar, Guido se despedía para siempre de la abogacía, como quien se libra de una vez por todas de una equivocada pasión de juventud. En Buenos Aires tampoco le encontraba sentido a seguir fingiéndose pintor. Antes de irse de París había vendido a sus amigos y colegas, en una especie de feria americana, casi todos sus caballetes, pinceles, espátulas, óleos y bastidores.

El contrabando de combis de Amsterdam le había dejado una pequeña suma en francos que en Argentina empezaba a tener significado ahora que había terminado la locura de la plata dulce, esa idea delirante, impulsada por la dictadura y repetida más tarde por algún gobierno democrático, que sirvió para enriquecer a pocos y empobrecer a muchos, esa idea de que el peso argentino podía ser más fuerte, más alegre, más sano y sobre todo más comprador que el dólar. Con ese dinero se asoció a un amigo que intentaba llevar adelante una modesta empresa textil.

Fiel, como siempre, al desarrollo teórico de sus intereses, Guido se convirtió rápidamente en un Verdadero Empresario. Sonriendo compasivo y comprensivo ante sus propios desvíos adolescentes, abandonó la ropa informal, siempre un poco sucia de pintura, que había llevado en París, y empezó a exigir que le tuvieran bien planchadas las camisas. Cambió la marihuana por el Lexotanil, se volvió inesperadamente puntual y compró una cantidad asombrosa de corbatas.

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