Hija

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La prueba olímpica

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La prueba olímpica

Esmé creía haber dejado atrás la etapa en que la muerte de su hermana era una quemadura viva, ardiente. No tuvo en cuenta que los años de exilio habían disimulado o atenuado, habían postergado ciertas etapas del dolor.

Regina nunca había estado con ella en París y nada en París se la recordaba. Recién ahora, en Buenos Aires, podía medir el tamaño de su ausencia, que estaba en todas partes. En la plaza donde habían jugado y crecido juntas, en los cafés donde se encontraban al final, en las calles, en los colectivos, en el cine, en los sueños y, sobre todo, en la casa de sus padres. Allí estaba el sillón rojo donde la hacía sentar con los ojos cerrados para empujarla cuando jugaban al Tren Fantasma, estaba la única taza —con dibujos del pato Donald— en la que Regina aceptaba tomar la leche, estaban las colchas a rayas verdes y blancas, con volados, que cubrían las dos camas de la habitación que habían compartido. Estaba ahí, Regina, pesada, insoportable y aparentemente inamovible hasta que a Esmé le empezó a crecer la panza. Y sólo en ese momento, tan lentamente que al principio casi no era posible percibirlo, comenzó a disiparse la monótona presencia de su falta.

Aunque el embarazo parecía eterno, y maravilloso, un estado de gracia que no tenía por qué modificarse (Esmé y tal vez Guido tenían tanto miedo a lo que venía después), todo lo que empieza tiene que terminar alguna vez. Y así fue como Esmeralda se encontró una noche sintiendo contracciones (así eran las famosas contracciones) cada diez minutos y Guido a su lado, con el reloj en la mano, anotando y calculando.

Hacía días que el bolso para llevar a la clínica estaba preparado. Guido y Esmé, que habían asistido con prolija concentración a su curso de preparto, se sentían atletas, maratonistas que después de nueve meses de feroz entrenamiento han llegado por fin al momento de la prueba olímpica. ¡Ahora o nunca! Esmé jadeaba con alegre entusiasmo cada vez que llegaba una contracción mientras Guido le masajeaba la espalda y jadeaba también, casi a la par suyo, con la intención de marcarle el ritmo pero mucho más de lo necesario para marcarle el ritmo. Jadeaban los dos, acompasados, felices, las contracciones se presentaban cada diez minutos y eran apenas dolorosas.

Guido llamó al médico, que pidió hablar con Esmeralda y los tranquilizó todavía más asegurándoles que estaban disponibles, él y su partera, listos para salir en cualquier momento, que volvieran a llamarlo cuando las contracciones se presentaran cada tres minutos, o si había alguna otra novedad.

—¿Qué otra novedad? —preguntó Guido, con cierto temblor en la voz.

—Tapón mucoso —le dijo Esmé, que había estudiado a conciencia.

—Me olvidé. Me olvidé lo que pasa con el tapón mucoso.

—Se pierde —dijo Esmeralda.

—¿Y es normal? ¿Te vas a dar cuenta?

—Es normal y me voy a dar cuenta. También se puede romper bolsa.

—No quiero saber, no me cuentes.

—No pasa nada, Guido, ya nos explicaron, a esta altura no sería grave.

—No me gusta que se rompa nada en la Pecera.

Por el momento, el sexo del bebé era un misterio, y entretanto se habían acostumbrado a llamarlo así: la Mojarrita. Y a la panza, por lo tanto, la Pecera. Como todavía no era posible conocer con seguridad el sexo del bebé antes de que naciera, las abuelas les había regalado una asombrosa cantidad de ropita de bebé de color verde agua, blanco y amarillo patito. Cuando las contracciones empezaron a aparecer en forma regular cada seis minutos, se hicieron también más dolorosas.

Entonces se cortó la luz. Sucedía con bastante regularidad y duraba entre diez minutos y tres días. El departamento de Guido y Esmé estaba en el piso quince.

—Avisale al médico que nos vamos a internar —dijo Esmé, entre una contracción y otra—. Todavía puedo bajar las escaleras, después va a ser más difícil.

Guido iba adelante cargando el bolso en una mano y llevando la linterna en la otra. Esmé se apoyaba en sus hombros y bajaba paso a paso, con cuidado, en la oscuridad. Eran las dos de la madrugada, el encargado dormía y por el momento nadie se había tomado el trabajo de poner velas en los descansos de las escalera. Mientras duraba el dolor, se sentaban en los escalones. Fue una travesía larga y lenta que aceleró la frecuencia de las contracciones. En el segundo piso ya había una vela. Entre el primer piso y la planta baja, había chorreaduras de cera.

—¡Si te resbalás te mato! —dijo Guido, y era una amenaza de amor.

Pero Esmé se resbaló. ¿Cómo sucede exactamente una caída? Una cámara lenta puede mostrarlo en detalle pero para quien cae es casi un misterio, se desarrolla fotograma por fotograma y sin embargo sigue siendo incomprensible, cómo y por qué ese pie se adelantó más allá del límite del escalón, cómo y por qué las manos que se aferraban al hombro de Guido no sirvieron para mantener el equilibrio, cómo y por qué no alcanzó a sostenerse de la baranda. Por suerte quedaban solamente los últimos escalones, las piernas de Guido se interpusieron y frenaron la rodada. Esmé se encontró de pronto en el suelo y aunque tenía la sensación de que la caída había sido lentísima, al mismo tiempo hubiera sido incapaz de reconstruirla, de entenderla. Dolor, dolor, se había golpeado todo el cuerpo, la cabeza pero no mucho, también la panza, y sin embargo no era el dolor de la caída lo que la estaba haciendo gritar, todavía contenida, un gemido bajo control, sino la violencia de una contracción que le impedía percibir cualquier otra sensación.

Ya en la habitación del sanatorio, Esmé se abandonó por completo al dolor, dejó de fingir que podía soportarlo. Estaban en una planta baja, con ventana al exterior. Como en las películas (pero qué es la vida sino una pobre imitación de Hollywood), se aferraba a los barrotes de la cabecera para soportar mejor las contracciones y gritaba, gritaba desaforadamente, sin vergüenza y sin control.

—¡Jadeá, mi vida, jadeá! —decía Guido, asustadísimo, sosteniéndole las manos en las pausas cada vez más breves entre las contracciones, como si en el océano de dolor en el que estaba sumergida Esmé pudiera respirar de otro modo que jadeando. Y jadeaba también él, por solidaridad y para darle el ejemplo, para marcarle un ritmo que Esmé olvidaba, porque su jadeo desorganizado respondía al ritmo interno del dolor que abarcaba todo su cuerpo, toda su mente, y no parecía tener ninguna relación con el nacimiento de su bebé, que ahora era solamente una lejanísima probabilidad de la que ya casi no se acordaba.

De pronto, como una pareja de policías de la tele, abriendo la puerta de golpe, el médico y la partera entraron casi con violencia en la habitación. Los gritos, sin duda, se oían desde la calle. El médico comprobó la dilatación, ordenó que se le aplicara una inyección que serviría para eliminar las contracciones no efectivas, la partera le indicó cómo manejar el dolor, le habló con voz tranquila y firme y Esmé entendió por fin que todo el equipo de indicaciones, ejercicios y técnicas supuestamente naturales que debía aprender y aplicar la parturienta no iban tan claramente dirigidos a ella, a calmar o controlar su dolor, sino que se ponían al servicio de los que estaban alrededor, se trataba de evitar esos desagradables, perturbadores gritos, en realidad la reacción más obvia, más natural del cuerpo, la forma más sencilla de descargar y hasta cierto punto aliviar la sensación de estar partiéndose en dos, que era exactamente lo que le estaba pasando. En dos. Sólo que en este momento no podía ni quería recordar a esa parte de su vientre que estaba a punto de convertirse en otra persona. Comprendía y envidaba ahora a las mujeres indígenas que imaginaba aisladas en la selva para parir tranquilas, solas, en cuclillas, quizá con otra mujer al lado, gritando todo lo que se les daba la gana. Y con todo, su obstetra era tan avanzado, tan generoso, que le evitó la práctica habitual, la tortura adicional del enema. Ya casi no había pausa entre las contracciones cuando el médico decidió que era el momento de entrar a la sala de partos.

—¿Quiere anestesia, Esmé? —preguntó el médico.

—¡Qué pregunta! ¡Claro que quiero! —jadeó Esmé, casi indignada—. ¡Usted es el que tiene que decidir!

Una enfermera le aplicó la inyección peridural, primero fue el miedo de la aguja penetrando entre las vértebras, después una sensación dolorosa y extraña, el líquido, como un lento y enorme remolino, entrando en el espacio epidural, entre la médula y las vértebras, entrando vaya a saber dónde, en una parte de su cuerpo que no existía, que hasta ese momento no había existido.

En esos años los padres, algunos padres, empezaban a participar en el parto, autorizados por los médicos, algunos médicos. Guido ya estaba disfrazado con un guardapolvo blanco, con su gorro y su barbijo cuando una lipotimia lo convenció de que sería mejor desistir de entrar en la sala de partos. Esmé se lo agradeció. Ahora no tenía que ocuparse más que de ella, y al mismo tiempo no la dejaban (pero qué monstruoso horror hubiera sido estar gritando sola, en cuclillas, en medio de la selva), la partera, las enfermeras la ponían en la posición ginecológica, los pies apoyados en estribos que al menos le permitían empujar y sostenerse en el momento de pujar, que ya venía. Casi no sentía las piernas, pero sí sentía las contracciones, aunque ya no eran dolorosas. Puje, puje, decían muchas voces a su alrededor, ahora puje otra vez, como si fuera posible evitarlo, como si no fuera su vientre el que decidía pujar con todas su fuerzas para expulsar de una vez por todas ese cuerpo extraño que ahora, por primera vez, estaba dejando de ser parte del suyo.

Sucia, jadeando, se la pusieron sobre su pecho. Las dos estaban agotadas y tal vez felices. Después se la llevaron para mostrársela al papá y a los abuelos. Después expulsó la placenta. Después algo empezó a cambiar de tono en la sala de partos, las voces afiladas, cierta premura, y Esmé se dio cuenta de que no todo iba bien. Después, mientras el médico realizaba unas maniobras incomprensibles, de las que alcanzaba a ver una parte sin sentir nada, porque todavía estaba anestesiada, la partera le explicó que había una pequeña hemorragia.

—No te preocupes —le dijo—. A veces pasa. Tu útero es un poco perezoso, no se quiere contraer como corresponde, te estamos dando oxitocina para estimular las contracciones.

Unas horas después Esmé estaba casi fuera de peligro, recibiendo una transfusión, en la sala de terapia intensiva. La única forma de detener la hemorragia que amenazaba con llevársela había sido extirparle el útero.

Su hija era increíblemente hermosa y nunca tendría hermanos.

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