Hija

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Jardín y tortuga

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Jardín y tortuga

¿Fue tal vez ése el comienzo? ¿Fue ese episodio en el jardín de infantes? ¿Su reacción ante ese episodio?, se preguntará Esmé muchos años después. ¿No debió haber sido más severa con ella, tener una conversación a fondo, castigarla? ¿Cómo se castiga a una nena de cuatro años? ¿No más golosinas durante una semana, dos semanas, hasta fin de año? ¿Prohibida la hora de dibujitos frente al televisor? Asombroso pensarlo desde hoy, pero no había televisión por cable a mediados de los ochenta, había sólo canales de aire y apenas unos pocos programas infantiles que todos los chicos veían a la vez y comentaban entre ellos. ¿Tendría que haberla castigado o todo lo contrario? ¿No debió protegerla, sacarla inmediatamente de ese lugar que había elegido para ella con tanto cuidado, con tanto amor y temor y aprensión, que eran entonces casi una sola cosa? ¿No debió rescatarla? ¿Fue bueno, fue correcto, dejarla allí, en manos de esa maestra demasiado joven, demasiado psi, demasiado preocupada, esa maestra que prejuzgaba a su hija, que sin duda no la trataba como a los demás chicos, que quizá, de algún modo, la maltrataba?

Esmé entró al jardín harta de que otra vez la llamaran en horas de trabajo. Un día para compartir con los chicos la llegada del Patito Mimoso, otro día para ayudarlos a preparar disfraces de papel, otro día para hablarles de su trabajo, que los chicos de esa edad, de todos modos, no podían entender.

—Si yo no tuviera nada que hacer —comentaba Esmé con las otras mamás, tan fastidiadas como ella—, para empezar no la mandaría al jardín.

Y era mentira, por supuesto, porque Esmé quería, como todos, que su hija fuera precisamente como todos, como cualquier chico de su edad y de su medio social y eso incluía un jardín de nfantes bueno y caro.

A pesar del fastidio, cuando entró al jardín sintió, con alivio, que salía fuera del fárrago de la ciudad para entrar en un pequeño paraíso. Volvió a ver, complacida, el arenero grande, que había sido tan importante a la hora de tomar la decisión. Una decisión dificilísima: Guido y Esmé habían visitado diez jardines diferentes antes de decidir cuál era el más adecuado. La fama de Papelito, el hecho objetivo de que todos los juegos peligrosos estuvieran sobre el arenero (había otros donde el tobogán, el subibaja, la trepadora, que a los ojos de Esmé eran simples trampas mortales diseñadas para herir o matar a su hija, habían sido colocados con indiferencia sobre las duras baldosas del patio), el detalle maravilloso de que los bordes de cemento que contenían la arena estuvieran protegidos con trozos de neumáticos, la sonrisa de las maestras jóvenes, de tez clara y pensamiento progresista, que ganaban un poquito más que en otras instituciones, la experiencia y la sensatez de la directora y, sobre todo, las recomendaciones de otras mamás, todo eso la había ayudado a tomar la difícil decisión de destinar al jardín de infantes de Natalia suficiente dinero como para pagar el anticipo de un departamento, incluso la propiedad completa sumando las cuotas de todos los años de jardín.

Era en horario después de clases y los chicos, con sus delantales a cuadritos rosas y blancos (las nenas) o celestes y blancos (los varones) ya no estaban, pero en la salita amarilla todo evocaba su presencia. Las sillas bajitas, de colores fuertes, las mesitas en las que trabajaban, los juguetes prolijamente apilados en las cajas, a guardar y ordenar/cada cosa en su lugar/ si guardamos y ordenamos/ pronto vamos a jugar, y cuántas veces había tratado Esmé, inutilmente, de provocar el mismo maravilloso efecto de la canción en su casa, en la habitación de Natalia.

La maestra estaba sentada detrás de un pequeño escritorio de fórmica transportable, que usaban para las conversaciones con los padres. Era una chica joven, de pelo muy cortito y sonrisa dulce, en el límite de lo almibarado. A un costado, contra la pared, estaban los ganchos donde los chicos colgaban sus bolsitas. La de Natalia tenía su nombre y una jirafa que Esmé había bordado con torpeza, pero con sus propias manos.

—Natalia es divina —empezó, previsiblemente, la maestra jardinera.

Y siguió enumerando las muchas, las extraordinarias cualidades de Natalia, entre las que brillaba su gran inteligencia y el buen desempeño social, en especial, la ascendencia que tenía sobre sus pares. Esmé escuchaba extasiada, olvidada de su apuro: podría haber permanecido allí durante horas, sumergida en el placer que le provocaban los elogios sobre su hija. Al parecer, Natalia tenía cualidades de líder y era muy importante guiarla en esta etapa de su vida en la que podría llegar a definirse como líder positivo si sus padres…

Si sus padres. Esmé miró a la maestra con angustia. ¿Qué más pretendían de sus padres? Suspiró agotada.

—No sé si sabés lo que pasó esta semana con la tortuga.

¿Por qué la maestra, bastante más joven que ella, la tuteaba? A Esmé le costaba acostumbrarse a los cambios sociales que, cada vez más acelerados, desmontaban las jerarquías que había aprendido a respetar con esfuerzo y dedicación en su niñez de los años cincuenta.

—Sí, me contó Natalia. Fue ese nene problema, ¿no? El mismo que le hizo un chichón en la frente a otra chiquita con el martillo del xilofón.

—Lo de la tortuga fue terrible para todos los chicos —dijo la maestra, bajando la vista, como si el recuerdo de la escena la perturbara al punto de no poder seguir sosteniéndole la mirada—. Apareció flotando boca arriba en el balde de dactilopintura.

—¡Qué horror! —aceptó Esmé, dispuesta a acompañar a la maestra en su duelo. Ahora que la conversación rodaba por otros caminos, le interesaba mucho menos. Miró con disimulo el reloj. En una hora tenía una reunión supuestamente informal, pero en realidad muy importante, con el dueño de la agencia y un nuevo cliente.

—Pensamos que… Bueno, Tavito es un problema, por supuesto. Incluso estamos considerando pedirle a los padres que lo retiren. A pesar de que tiene la edad que corresponde, quizá no esté maduro todavía para el jardín. Y está por tener un hermanito, sabés cómo se ponen.

Pero Esmé no lo sabía ni llegaría a saberlo nunca. Volvió a mirar el reloj, pero ahora sin disimulo.

—Pensamos que… No es sólo Tavito —siguió la maestra—. Eso te quería decir con el tema del liderazgo. Natalia tiene mucha influencia sobre Tavito.

—Me extraña. Ella me lo menciona solamente para contarme los líos que hace. Me quedó la impresión de que es un chico bastante violento.

—Sí, seguro que Tavito tiene problemas pero… Creemos que fue Natalia la que le dio la idea de meter la tortuga en el balde de pintura.

¿Qué tonterías le estaban diciendo? Esmé sintió que la indignación la hacía temblar pero se contuvo. Enseguida captó los matices ridículos de la situación y contestó con una sonrisa cómplice.

—¿Querés decirme que Natalia está acusada de ser la autora intelectual del Pavoroso Crimen de la Tortuga?

La maestra jardinera parecía totalmente inmune al humor o la ironía.

—La tortuga no murió —le dijo severamente—. Pero está internada muy grave.

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