Hija

Hija


Abuelo León

Página 30 de 50

Abuelo León

La segunda vez que Esmé encontró un preservativo en el bolsillo de Guido no fue una sorpresa. Habían pasado varios años y esta vez no era una cajita, sino uno solo, prolijamente envasado en su funda transparente individual. Esmé no tenía puesto el abrigo de Guido, sino que le estaba revisando los bolsillos antes de enviarlo a la tintorería. La función de los preservativos había cambiado mucho, el sida los había devuelto a su sentido original, el que les había dado su nombre oficial: preservar la salud de sus usuarios. Abominados por los hombres de su generación, se habían vuelto, sin embargo, necesarios. Y aunque los hombres se resistieran a cuidarse, muchas mujeres los exigían.

Una noche Naty se quedó a dormir en casa de una amiga que hacía un piyama party. Y a la hora de la cena Guido encontró el preservativo sobre su plato.

—¡Ja ja, seguro que lo encontraste en el saco azul!

—Sí —contestó Esmé. Y tuvo que justificarse: ¿acaso era ella una de esas mujeres que revisan los bolsillos de su marido? —Lo iba a mandar a la tintorería.

—Me lo dieron por la calle —dijo Guido, rápido como siempre, pero menos convincente—. Los estaban repartiendo unos chicos, una campaña de concientización. ¡No me digas que a vos nunca te pasó!

Era posible, por supuesto, pero no era cierto, y Esmé lo sabía y Guido sabía que ella sabía. Sin comentarios, ella aceptó la excusa y decidió guardarla por el momento en el cajón de la excusas, que estaba ya abarrotado de viajes inesperados, horarios de trabajo absurdos, anteojos negros de mujer olvidados en el auto (eran de una clienta de la empresa que nunca los iba a reclamar, explicó Guido, y se los regaló a Esmé como prueba de inocencia), o el intento de hacer pasar por una mancha de grasa de auto el rimmel refregado en la camisa. (¿Había llorado ella, la del rimmel? ¿Había llorado por él?) Los dos sabían que el cajón desbordaba, que ya no cabía ni una sola excusa más, que cuando volviera a abrirse ya no podría cerrarse otra vez.

¿Por qué no avanzaba, Esmeralda? ¿Por qué no seguía adelante, mencionando horarios y actitudes y esas llamadas telefónicas que se cortaban cuando del otro lado escuchaban su voz? ¿Acaso era ella una de esas mujeres que prefieren no enfrentar la verdad, que tienen miedo? Claro que no. Esmé era capaz de imaginarse lo peor y encararlo de frente. Ella era una mujer independiente, fuerte y clara y no tenía miedo. Podía perfectamente vivir sin Guido. Había otras razones que tal vez en este momento, mientras comían sin hablar y sin mirarse (el televisor ayudaba), no podía recordar. Razones para no seguir excavando en ese terreno donde había tierra removida, donde era evidente que había algo enterrado y no precisamente un tesoro. La voz de Guido, por ejemplo, su tono, que cambiaba tanto y tan sin darse cuenta cuando atendía a veces el teléfono y esa maldita palabra, «idem», que pronunciaba en forma ridículamente impersonal. Idem, lo mismo, la respuesta formal y distante más adecuada en esas circunstancias para un te quiero, la respuesta que evitaba el peligroso yo también. No, Esmé no tenía miedo. Nada de miedo. O quizá sólo un poco.

Unos días después Esmé salió de compras con su madre. Naty, que por el momento odiaba todavía las vidrieras, las caminatas y los probadores, se quedó en casa de sus abuelos mirando tele, al cuidado de León. Como cualquier mujer inteligente, Alcira sabía que una de las más sabias máximas del idioma era la que informaba que los de afuera son de palo y en todo lo que tuviera que ver con el matrimonio de su hija tomaba partido por Guido, o tal vez por la institución. Sabía que ni los consejos ni los comentarios de los demás pesaban en la intimidad siempre misteriosa de una pareja. Si el matrimonio se deshacía de todos modos, nadie podría acusarla de haber ayudado a desencadenar la catástrofe. Si la pareja seguía adelante, su hija la odiaría menos cuando recordara sus palabras en favor de su marido. Esmé tenía claro cuál era la posición de su madre y si quería hablar con ella era precisamente por eso, porque necesitaba escuchar argumentos inteligentes a favor de Guido.

En lugar de recorrer negocios de ropa, se sentaron en una linda confitería antigua, remodelada, a tomar un té con masas como los que Esmé recordaba de su infancia. Hablaron durante casi tres horas.

Cuando volvieron a la casa, el sonido de la tele estaba tan fuerte que se escuchaba desde el ascensor, Natalia estaba tranquilamente sentada frente al televisor y el abuelo León había muerto.

Lo encontraron en el dormitorio, tirado en el suelo, al lado de la cama. Tenía puesto el mismo piyama con el que lo dejaron. En los últimos tiempos era difícil convencerlo de que se vistiera si no tenía que salir a la calle. Las dos supieron inmediatamente que estaba muerto. Por el color, por la postura inmóvil y crispada al mismo tiempo, por ese algo más inefable, esa especie de opacidad que irradian los cadáveres. Las dos, sin necesidad de ponerse de acuerdo, fingieron que la situación era grave pero remediable, llamaron a la ambulancia, lo taparon con una colcha azul, como si pudieran abrigarlo de tanto frío. Trataron de que Natalia se quedara en el living pero no pudieron impedir que su carita asustada se asomara por la puerta del dormitorio. Esmé la abrazó como si quisiera volver a meterla adentro de su cuerpo, protegerla del horror de la vida.

El médico de la ambulancia confirmó lo que ya sabían y no se lo quiso llevar. Llevaba muerto unas dos horas ya, les dijo. No se podía saber con exactitud si no se hacía autopsia, pero con esos antecedentes un infarto masivo no era un desenlace raro. El médico era muy joven, muy morocho y estaba nervioso. Tenía un pequeño defecto de dicción que hacía sus palabras un poco confusas, sobre todo para Alcira, que no oía bien. No había mucho que decir, pero el muchacho estaba angustiado y habló largamente de la activación simpáticosuprarrenal, la repolarización cardíaca normal, el aumento de la trombogénesis, la inflamación y la vasoconstricción, como si esas palabras misteriosas, incomprensibles para los legos, fueran parte de un ritual que las ayudaría de algún modo a aceptar lo inaceptable.

Sólo cuando se fue el médico Alcira pudo echarse a llorar y Esmé fue a llamar a Guido. Naty estaba muy callada, acurrucada en un rincón del sillón grande.

En los días que siguieron, Alcira hizo muchas preguntas. Como si saber, conocer los detalles, pudiera servir para volver el tiempo hacia atrás, corregir los errores. ¿No había pedido el abuelo algo dulce? No estaba segura, a lo mejor sí, contestaba Naty, ¿pero acaso a ella no le habían explicado que el abuelo era diabético? ¿Que el azúcar le hacía mal, muy mal? ¿No había una Coca en la heladera?, preguntaba Alcira. Había, explicaba Naty, y ella se la había tomado. Estaba muy fría y muy rica. El abuelo había estado buscando algo en la cocina (azúcar, pensaba Alcira, buscaba azúcar, azúcar, azúcar, sabía que estaba sufriendo una crisis de hipoglucemia y buscaba desesperadamente azúcar) y después se había ido al dormitorio. El azucarero, sin embargo, estaba en su lugar. ¿No había gritado, el abuelo, no había pedido ayuda?

—Mamá, ¿estás loca? Dejala en paz. ¿Vas a acusar a una chiquita de diez años de haberse tomado una coca?

—No estoy loca, no es tan chiquita y no la estoy acusando de nada. Solamente quiero saber.

—¿Saber qué? Papá se suicidó, ya sabés eso. Se fue matando despacito, desde hace mucho. ¿Querías saber más? ¡Podías haber pedido una autopsia!

—Quiero saber por qué, hijita. Por qué mierda, si estuvimos juntos toda la vida, no estaba yo con él en ese momento. ¡Eso quiero saber!

Lo importante, lo único importante, era que la sensación de culpa, la maldita culpa, no dañara a Natalia, la última persona que había visto al abuelo con vida, la que estaba con él cuando se murió.

—¿Extrañás al abuelo? —le preguntó Esmé unos días después.

—A veces sí y a veces no. —Natalia la miró con sus ojos límpidos. —El abuelo tenía feo olor.

Esmé la acarició, conmovida por su transparencia. La vida le enseñaría a mentir. Entretanto, había que hacer algo para contrarrestar esa experiencia atroz, para librarla de la culpa dolorosa de haber sido la última persona que vio al abuelo vivo y no haber podido hacer nada para ayudarlo. Y sus padres decidieron aplicarle a Natalia el único remedio argentino, la panacea nacional para todos los males del cuerpo y el espíritu.

Así comenzó Natalia su primer tratamiento, con una psicóloga especializada en niños que por suerte tenía su consultorio en el mismo edificio donde vivía la familia, un lugar menos adonde llevarla y traerla. Al principio Natalia se negaba a ir al consultorio. Decía que se aburría, que la doctora Eberman siempre quería jugar a las cartas y le salía mal. Que sólo sabía jugar al rummy y a la casita robada. Después dejó de hacer comentarios y sus padres se sintieron aliviados cuando la doctora los citó en su consultorio. Necesitaban información.

Después de un largo silencio incómodo, que al parecer la terapeuta consideraba necesario, la reunión comenzó de un modo bastante tradicional.

—¿Por qué creen que los cité hoy para conversar?

Esmé intentó varias respuestas que cayeron en el silencio. Guido se limitaba a escuchar. La razón que terminó por dar la doctora Eberman era fácil de entender: Naty estaba faltando mucho y además no habían pagado todavía el primer mes.

Guido y Esmé se miraron desconcertados y tardaron un rato en darse cuenta de que Natalia se había quedado con el dinero. Era una suma bastante importante. Pero además, ¿adónde iba cuando les decía que estaba en sesión?

Natalia no intentó negar nada. Les explicó con buenos argumentos que la doctora era tonta (algo que Guido ya había empezado a sospechar), que ella no tenía ningún problema de la cabeza, que a la hora de sesión se encontraba con sus amigas de la escuela en el nuevo shopping del barrio y que se había gastado la plata en milk shakes y golosinas. Que en vez de mandarla a la psicóloga, por qué no le compraban una computadora. Y después hizo que los ojos de sus padres se llenaran de lágrimas.

—Prometo que les voy a devolver todo, hasta el último centavo.

—¿Con qué plata, Naty? —dijo Esmé, severa como nunca.

—Con la plata de mis dientes. ¡Todavía me quedan varias muelas de leche!

A pesar de estar conmovidos por la oferta, Guido y Esmé decidieron que, en efecto, los ratones no le traerían más dinero a Natalia a cambio de las muelas que ya no pondría debajo de la almohada. Le prohibieron ir al shopping por el resto del año. Esmé tuvo una reunión con la maestra que terminó de tranquilizarla. Los parámetros de normalidad en la escuela son claros y son tres: si un chico no molesta en clase, obtiene buenas calificaciones y tiene amigos, es normal. Natalia, según la maestra, estaba perfectamente bien. La muerte de su abuelo no parecía haberla golpeado mucho, no había cambiado su conducta y, como siempre, tenía muchas amigas sobre las que parecía ejercer gran influencia. Decidieron librarla de la doctora Eberman.

—A la fuerza no sirve —dijo Esmé, cuando le contó a su madre toda la historia, muy avergonzada.

—¡Esta chica sale a mí! —dijo la abuela Alcira, riéndose—. ¿No te conté mil veces cuando me quedaba con la plata de la profe de piano y la usaba para invitar a mis compañeras a tomar naranjín y comer sángüiches de jamón y queso en la lechería?

—¡Claro que lo contaste mil veces! ¡A mí y a ella! ¡De ahí sacó la idea!

—Ah, claro. Ahora, como siempre, me vas a echar la culpa a mí. Y bueno, soy tu madre, ya estoy acostumbrada.

Lo cierto es que la niñez de Natalia estaba terminando. Poniendo el oído en el suelo se escuchaba ya el sonido de la adolescencia que se acercaba al galope, golpeando el suelo con sus cascos de hierro.

Ir a la siguiente página

Report Page