Hija

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Diario 16

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Diario 16

Leí en estos días las memorias de un hombre que nunca fue escritor, Emilio Poblet Díaz. Conmovedoras precisamente en lo que menos tienen de literario, esas memorias relatan, entre otras cosas, la historia aterradora de la locura del padre de Emilio. Perdido en su pesadilla psicótica, el hombre trata de matar a su hijito de ocho años, que es todo lo que tiene en el mundo.

No voy a añadir nada nuevo a la antigua cuestión del filicidio, largamente estudiada por psicoanalistas y sociólogos. El amor de los padres hacia los hijos es un amor que incluye una dosis de locura. Una pizca más allá se convierte en odio, incluye el odio. No es sólo por vengarse de Jasón que Medea mata a sus hijos. Es también para librarse de sus hijos, es por sus hijos mismos, por la frenética relación que los une, por esa sensación de dependencia absoluta que provoca el amor maternal. Se depende de lo que se ama. Cuando se ama de manera tan absoluta y brutal, se depende absoluta, brutalmente. ¿Quién quiere en realidad que sus hijos sean independientes? Sólo es independiente de verdad el que no quiere a nadie. El que ama vive la vida del otro, sigue sus vaivenes. Se revive en la sonrisa de un hijo, se muere en su llanto, ¿cómo podríamos no odiarlos? ¿No es natural, entonces, que una madre diga a veces, hablando de sus hijos pequeños, esa frase tradicional y simbólica, me dan ganas de tirarlos por el balcón? ¿No es natural que a veces, en un rapto de locura, los tire y se tire con ellos? ¿No es natural el deseo de matar a quien amamos tanto? ¿Por qué no son una parte nuestra, cómo se atreven a tener sus propios gustos, sus deseos, sus ilusiones, sus saberes, sus esperanzas y no las nuestras? No es aceptable, no es tolerable que sean personas separadas de nuestro cuerpo, de nuestra psiquis. «Tus hijos son hijos del viento», decía en aquellas épocas Gibran Jalil Gibran, gurú (de segunda calidad) de mi generación. Ridícula mentira.

Tal vez por eso la necesidad en mí de esta novela, de esta hija. Mientras la escribo, estoy leyendo otros libros sobre hijos difíciles, algo que parece ser una angustia típica de mi generación, perturbada por lo que vino después, por el resultado, quizá, de nuestra propia rebelión. En Todo cuanto amé, Siri Hustvedt tuvo la inteligencia de contar la historia no a través de uno de los padres del chico, sino de un amigo de la familia. Acabo de terminar La cena, de Herman Koch, una novela casi policial, que tiene la perturbadora habilidad de persuadir, de identificar al lector con los argumentos de un personaje inteligente y sensato que sin embargo es también un monstruo. La cena incluye la idea brillante de mostrar al padre tan horrible, tan deforme como el hijo. Mi Esmé ¿no es demasiado generosa, demasiado buena, demasiado normal? Pero ¿acaso no es así como se siente, como se ve a sí misma, aun a pesar de la culpa, cualquier madre?

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