Hija

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El Desgraciado Accidente

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El Desgraciado Accidente

—Es importante que Natalia siga diciendo la verdad —dijo el doctor Martegut.

Su estudio, su estilo, la zona elegante, el edificio de categoría, la combinación sillones Chesterfield y caoba, eran parte de una estrategia destinada a intimidar a ciertos clientes y provocar en otros la sensación de haber entrado a un ámbito de tradición, reserva, riqueza, linaje, en el que contaría con la concomitante protección que se desprende de esa poderosa combinación de factores. El doctor Martegut era un abogado de mucho prestigio, y había aceptado tomar la causa de Natalia casi como un favor a su padre. Sus ojos claros y su cabeza de prócer contribuían a la impresión de conjunto. No parecía un hombre al que se le pudiera discutir una afirmación. En realidad no era él en persona quien llevaría el caso, sino la doctora Mertens, mucho más joven, impecablemente rubia, con sus trajes de pantalones oscuros y sus camisas blancas. El doctor Martegut hacía breves apariciones, por lo general cuando era necesario hablar de plata.

A Esmé nunca se le hubiera ocurrido ir esa noche con un abogado. Cuando sonó el teléfono, se despertó con el corazón palpitando: la llamada de madrugada, ese clásico del terror. Sentía la carga de adrenalina circular por sus venas, expandirse por todos los recovecos de su cerebro como si se la estuvieran inyectando. En un instante estaba intensamente despierta y alerta. Trató de respirar hondo y concentrarse en lo que le estaban diciendo. A pesar de la sensación de claridad mental, le costaba mucho entender. Un oficial de policía, que percibía su estado de confusión y probablemente estaba acostumbrado a ese tipo de diálogos en la madrugada, le repetía una y otra vez que su hija estaba bien, que no le había pasado nada.

Lo primero que se le pasó por la cabeza fue que se trataba de un secuestro virtual. Sucedía con cierta frecuencia. Los autores eran, por lo general, presos. Los menos sofisticados buscaban a la gente por la guía. Una noche la habían llamado diciéndole que tenían secuestrada a su madre. El tipo sabía su nombre y apellido, la relación entre ellas, y tenía muchos otros detalles, pero la operatoria era tan típica, se había publicado tantas veces en los diarios (circulaban incluso cadenas de mails alertando a los incautos), que Esmé no le creyó, sobre todo cuando se negó a permitirle hablar con Alcira. Esmé cortó y llamó inmediatamente a casa de su madre, que se había ido a jugar al burako con unas amigas. La empleada estaba alteradísima, y le contó con mucha angustia la conversación con los supuestos secuestradores. Era obvio que toda la información se la habían sonsacado a ella, pero a Esmé le hubiera gustado escuchar la voz de su mamá, no sabía exactamente dónde estaba, su celular no contestaba (lo que sucedía con cierta frecuencia, por culpa de la sordera) y no pudo dormirse hasta que Alcira la llamó, después de medianoche, para decirle que ya estaba en su casa y burlarse de su miedo. «No te vas a librar tan fácil de tu mamá.» En la comisaría le explicaron que no valía la pena hacer la denuncia, que los autores estaban presos de todos modos. «Los muchachos se aburren», comentó un oficial de guardia.

Pero la Noche Terrible (en su cabeza Esmé ya la llamaba así) no tuvo dudas. Quizá porque la insistencia del policía en tranquilizarla atizaba su angustia: ese reiterado quédese tranquila que demoraba la explicación de la llamada se comportaba como los movimientos sísmicos que preparan la irrupción de la lava. Pero sobre todo porque casi inmediatamente le pasó el teléfono a Naty y pudo escuchar su voz, su vocecita tan locamente amada, temblorosa, diciendo tengo un problema, mamita. Hacía tanto que no le decía mamita.

—Lo más importante —insistió la doctora Mertens— es que su hija mantenga, a lo largo de todo el proceso, lo mismo que dijo cuando se quebró en la declaratoria. Nosotros nos vamos a encargar de probarlo.

Con la autorización de sus padres, Natalia había obtenido el registro de conductor a los diecisiete años. Manejaba muy bien. Esmé le cedía el volante con toda tranquilidad, con toda felicidad. Y no sólo en el loco, superpoblado, infernal tráfico de la ciudad. Habían viajado un par de veces a la costa y Natalia se había lucido también en la ruta.

La Noche Terrible su hija había salido con el auto, un Volkswagen Gol de color azul que Esmé había comprado con un par de años de uso a muy buen precio y que ahora estaba incrustado en la baranda de cemento de la Costanera, parcialmente destrozada por el choque, rodeado de trozos de material que parecían desprendidos de una demolición, incrustado, el Volkswagen, de una manera casi cómica, como en un dibujito animado. Cinco cuadras más atrás había un cuerpo tendido en el suelo, un cuerpo tapado que Esmé nunca vio y que sin embargo volvería una y otra vez en sus pesadillas, a veces con la cara de su padre.

El auto (era el auto, el auto, se obligaba a pensar, no su hija, ni su amiga Rita, era el maldito auto) había subido el cordón, había atropellado a ese hombre que, convertido en un cuerpo, descansaba ahora sobre el asfalto a la espera de la Policía Científica, había seguido de largo aumentando la velocidad hasta más allá de cualquier límite y había terminado por estrellarse contra el parapeto de hormigón.

La noche era bellísima, perfecta. Las tres de una madrugada cálida de septiembre. Corría una brisa suave, con olor a primavera, que acariciaba la cara con sus dedos frescos. Más allá del parapeto, el río negro bailoteaba y se reía, desbocándose en olitas juguetonas sobre la orilla.

Nunca su hija le había parecido tan hermosa. Natalia tiritaba y le castañeteaban los dientes pero estaba entera, abrazándola a Rita que se deshacía en llanto. Los ojos de Natalia, muy pintados, brillaban en la oscuridad. El maquillaje cargado acentuaba la expresión infantil de su carita.

Había muchos policías y los autos que pasaban aminoraban la marcha tratando de ver lo que había pasado. En un patrullero se llevaron a las chicas a la comisaría, Esmé tomó un taxi.

Guido llegó directamente a la comisaría con un abogado, un muchacho muy joven que, supo después Esmé, cumplía una función de comodín y estaba siempre listo para cubrir emergencias en el estudio del doctor Martegut. Él fue quien asistió a Natalia y la acompañó a declarar ante el fiscal. Claudia, la madre de Rita, se abrazó a Esmé con tanta fuerza que por un momento le cortó la respiración; sería el último abrazo que se darían en mucho tiempo, quizás en el resto de su vida. El padre de Rita no apareció esa noche.

Cuando terminó la declaración en la fiscalía, el abogadito habló con Guido y con Esmé. La situación era confusa, tal vez complicada. Tratándose del auto de su madre, en una primera aproximación la justicia presumía que la conductora era Natalia. A pesar de que el abogado y su padre le habían aconsejado que no declarara (como imputada, no tenía ninguna obligación de hacerlo), Natalia no se podía contener. La chica parecía estar en estado de shock, pero en lugar de paralizarla, el shock la había dejado en un estado de excitación psicomotriz muy común en esa circunstancia. En su declaración empezó por acusarse de todo, casi con violencia, intentando liberar a su amiga de toda culpa, incluso la de partícipe necesario. «Yo manejaba, Rita venía dormida», aseguró. Parecía ansiosa por cargar con toda la responsabilidad del hecho. Sin embargo, ante una pregunta del fiscal que inquiría sobre ciertos detalles aportados por la policía, empezó a cometer errores gramaticales, pasando de la primera a la tercera persona. «Entonces venía por la costanera y pisó el acelerador», dijo de pronto. Y en otro momento, «Cuando se fue para atrás, sentí que volvía a pasarle por encima». (¿Ella, yo, el auto? Ambigüedades del idioma.)

El fiscal era un hombre inteligente y tenía derecho a sospechar algo más. La interrogó con precisión, con sutileza, con severidad y finalmente la chica se quebró, les contó el abogadito: se puso a llorar y confesó la verdad. Que era Rita la que manejaba el Gol. Que, como tantas otras veces, le había permitido ponerse al volante del auto de sus padres, pero por favor, que su mamá no se enterara. Que Rita, aunque no tenía registro, manejaba muy bien. Que a ella, a Natalia, le resultó muy difícil controlar la situación, que estaba asustada, muy asustada cuando Rita emprendió esa carrera loca por la avenida Costanera.

El dueño de un puesto de choripán y bondiola había visto el accidente, el peatón tratando de cruzar por las rayas blancas, con el semáforo en verde, había visto al Gol que, por su alta velocidad, parecía había salido de la nada, había visto el impacto, había visto cómo el auto retrocedía sin ninguna necesidad, volviendo a pasar sobre el cuerpo y seguía su loco, salvaje camino hasta chocar contra el parapeto. Pero no sabía con seguridad cuál de las dos iba al volante. Eran dos chicas jóvenes, de pelo largo, suave y oscuro, difíciles de distinguir desde cierta distancia. Cuando llegó la policía, las dos se habían bajado y estaban juntas a un costado del auto.

Después supieron que la declaración de Rita ante el fiscal había sido mucho más confusa que la de Natalia. Ella insistía en que iba en el asiento del acompañante, que estaba dormida, que no tenía muy claro cómo habían atropellado al hombre y sólo se había despertado del todo cuando se incrustaron en el parapeto de la Costanera.

En esa primera reunión con el doctor Martegut y la doctora Mertens, Natalia no estaba presente. Se habló de responsabilidades y de dinero, se habló de la muy probable demanda civil, del seguro contra terceros, de la figura de abandono de persona, que no era aplicable en este caso, a pesar de la insistencia de los medios, que habían encontrado un tema jugoso para hincar el diente.

—Como usted bien sabe, Guido, por ser casi colega, lo que le pasó a su hija, me refiero al intento de escapar del lugar…

—A la amiga de mi hija —recordó Guido.

—A la amiga de su hija, es bastante común, y se explica por el estado de shock que produce un accidente así, sólo se considera que hay abandono de persona si el conductor huye dejando a la víctima en un lugar donde nadie puede prestarle ayuda.

—Hay situaciones —recordó la doctora Mertens— en que el conductor y su acompañante se han bajado del auto en la ruta para correr a la víctima a la banquina, o meterlo en una zanja. No es el caso.

—¿Prendo el aire? —preguntó el doctor Martegut—. El calor llegó temprano este año.

Se enjugaba la transpiración tocándose delicadamente la piel con un pañuelo blanquísimo, quizá de hilo, el último de los pañuelos de hilo, pensó Esmé, que se abanicaba ferozmente.

La doctora Mertens se concentraba en el caso, el doctor Martegut dejaba su mente divagar por la multiplicidad de experiencias que habían marcado su vida profesional, tenía tantas situaciones, tantas anécdotas que contar, parecía perderse por momentos en un monólogo de viejo.

Esa aparente divagación casi intolerable, que los padres de Natalia soportaban apenas, era parte de una puesta en escena, automática, tal vez ni siquiera deliberada, que los dos abogados llevaban adelante con impecable coordinación. Representando al viejo dúo del bueno y el malo, el doctor Martegut les demostraba lo poco importante del caso, lo sencillo que sería demostrar la inocencia de Natalia, la pequeña penalidad que estaba prevista aun para la conductora del vehículo, de uno a cuatro años, no la encerrarían en un instituto de menores, ni mucho menos la llevarían a la cárcel al cumplir los dieciocho, siempre sería una pena condicional, la intencionalidad hacía toda la diferencia, se trataba de un homicidio culposo y no doloso. Y aunque Esmé se estremecía ante la palabra homicidio, y no parecía atenuarlo la palabra culposo, aunque la idea del homicidio culposo chocara dolorosamente contra las paredes de su cráneo, lo más importante era que no lo había cometido su hija, que su hija no era ni siquiera partícipe necesaria, que su hija era tan inocente como la límpida mirada de sus ojos color miel.

Interrumpiéndolo a veces y completando otras veces sus comentarios, la doctora Mertens adjuntaba la otra parte, la otra visión posible del caso. El doctor Martegut se dedicaba a demostrar lo bien que habían hecho en elegirlos, lo fácil que sería para ellos, con su poder, sus conocimientos, su amistad personal con el juez, liberar a Naty de culpa y cargo, obtener su ¿absolución? ¿sobreseimiento? Esmé incorporaba vocabulario, miraba a Guido tratando de deducir por su expresión qué era lo mejor, hacia dónde tenían que dirigir la proa de ese barco al garete en el que se había convertido lo que alguna vez fue una familia. Y mientras el doctor Martegut comentaba los hechos casi con desdén, como quien desestima, barriéndolas con la mano, la importancia de las miguitas en el mantel, la doctora Mertens se dedicaba a justificar la cifra de los honorarios, les recordaba que el primer supuesto era pensar que era la hija de la dueña del auto quien lo manejaba, que no tenían todavía el informe de toxicología, que el hecho de que estuvieran borrachas o drogadas podía ser un atenuante pero también un agravante, un arma de doble filo en todo caso, según cómo manejara la cuestión el fiscal, todo podía complicarse, por ejemplo, si se comprobaba que solían manejar borrachas, les recordaba que el auto se había subido al cordón, que probablemente (había testigos pero faltaban las pericias) habían vuelto a pasar, por razones hasta el momento inexplicables, por encima del cuerpo de la víctima, que habían escapado, que a los diecisiete años eran ya responsables ante la ley, aunque su situación fuera mejor que al cumplir los dieciocho porque todavía estaban protegidas por la Convención sobre los Derechos del Niño, que no sólo las marcas sobre el pavimento sino, sobre todo, el choque contra el parapeto de la costanera, decía la doctora Mertens, le permitiría a los peritos de gendarmería, a través de los estudios de choque, la escopometría (y aquí intervenía el doctor Martegut para perderse en una gozosa descripción de los nuevos, fascinantes aparatos con los que contaba la institución), establecer la velocidad del auto, la velocidad precisa, demostrada por el grado de deformación del metal y que había una posibilidad, lejana pero no imposible, de ningún modo imposible, de que se considerara el dolo eventual en función de la suma de factores: la alta velocidad, la trepada al cordón, el pasar dos veces por arriba de la víctima, el hecho de que estuvieran manejando intoxicadas y quizá no por primera vez…

Si el fiscal insistía en el dolo eventual y conseguía probarlo, la pena podía ser mucho mayor, incluir cumplimiento efectivo, había casos en que un menor cometía un delito antes de cumplir los dieciocho pero la sentencia que llegaba después de su cumpleaños lo consideraba mayor de edad… La doctora Mertens les recordaba que el juez de sentencia podía llegar a ser particularmente severo, los había, que la difusión mediática que había tenido el caso, aunque el juez quisiera evitarlo, no dejaba de tener peso en sus decisiones, había lugar a que decidiera dar un fallo ejemplar, que sirviera para controlar a otros jóvenes, era posible, a pesar de todo, que fuera difícil, sobre todo, muy difícil, probar que había sido realmente Rita y no Natalia la que manejaba en el momento del hecho, todo lo cual explicaba, justificaba, daba sentido a las cifras agobiantes que el doctor Martegut les estaba informando ya, dando por terminada la conversación.

El hombre muerto. Irremediablemente muerto. Esmé lo recordaba como si lo hubiera visto. Ya sabía su nombre y su edad. Tenía cincuenta y dos años. Dos hijos varones. Había ido a pescar a la Costanera y volvía a su casa. La caña y la caja de pesca habían salido volando con el impacto y aparecieron tiradas por ahí.

Cuando salieron del estudio de abogados, los padres de Natalia fueron a tomar un café para hablar de lo que había pasado, para tratar de ponerse de acuerdo en algunos lineamientos esenciales, para odiarse como siempre y apoyarse el uno en el otro como sucedía a veces. Pero antes de que pudieran empezar a hablar acerca de Natalia, del doctor Martegut, de la doctora Mertens, y sobre todo, acerca de cómo y qué podían hacer para acercarse a la cifra de honorarios, Guido miró a Esmé con culpa, con pena, con un poco de vergüenza y le dijo que se iba del país.

—¿Ahora? ¿Te vas ahora?

—En unos días. El mes que viene.

—¡Pero no podés!

—Lo que no puedo es quedarme. El país se está cayendo a pedazos. Ya somos gente grande. Es mi última oportunidad.

A Esmé se le llenaron los ojos de lágrimas, pero la bronca pudo más que el miedo o la angustia.

—¿La última oportunidad de portarte como un hijo de puta? No creas, todavía vas a tener muchas. Todos los días mientras vivas.

Guido la tomó de los hombros, la sacudió, la obligó a mirarlo.

—¿Pero no ves lo que está pasando?

—Sacame las manos de encima o grito. ¿Justo ahora te vas? ¿Cuando tu hija…?

—Mi hija no hizo nada. Fue la amiga ésa que a mí nunca me gustó. Naty está injustamente acusada y todo se va a resolver. Las dejo en buenas manos, eso me alivia un poco.

—¿Y de dónde vamos a sacar para pagar las buenas manos? ¿Te creés que a mí me va bien?

—No sé, yo eso no te pregunto.

—Me bajaron un cuarenta por ciento del sueldo. Se terminó el reparto de la torta con los bonos de fin de año. Reparto de miseria, hay. Cuando las cosas están así, que la gente no tiene plata para comprar, lo primero que achican las empresas es la publicidad. Yo también estoy grande, Guido. Los creativos jóvenes vienen arrasando. Y con hambre. Ahora vienen recibidos, publicidad es una carrera universitaria… ¿Te vas adónde?

Esmé aflojaba, aceptaba, odiaba. ¿Qué podía hacer para impedirlo? Estaba tan cansada. El peso de la responsabilidad la hacía inclinarse sobre la mesa.

—Estados Unidos. A Evanston. Un suburbio de Chicago.

—¿Y los papeles? ¿Vas con visa de turista? ¿Pensás quedarte ilegal?

Guido miró hacia la puerta como si estuviera evaluando sus posibilidades de escapar. Después se concentró en revolver el café.

—¿Nunca te habló Natalia de mi amiga Shelly?

—La yanqui. Una de las.

—Me voy con visa de fiancé. Quiere decir de novio. Nos casamos allá. Así le dijo su abogado que era lo mejor, mucho más fácil conseguir la green card que si nos casamos acá. Voy a tener la residencia enseguida, en unos meses.

—El braguetazo…

—En cierto modo. Si lo querés ver así.

Esmé volvió a su casa caminando. Necesitaba cansarse un poco, sacarse de encima ese hormigueo que le recorría los músculos agarrotados por la tensión. Había mucha gente durmiendo en la calle, una absurda cantidad de negocios con las persianas bajas y carteles de venta o alquiler. De vez en cuando un carrito tirado por un caballo complicaba el tránsito de la ciudad. Desde que era chica que no veía un carro con caballos en la capital. Pero Esmé no estaba atenta a los signos de la crisis. Pensaba en el muerto, en el hombre muerto, en su cadáver con la cara tapada sobre el asfalto de la Costanera, en su mujer, en sus hijos, pensaba en el momento del impacto, en esa muerte de la que se sentía de algún modo culpable, pensaba en su Natalia, en su Natita, en la angustia que estaría viviendo: aunque ella no manejara el auto, había estado allí, había sentido el golpe, el impacto contra el cuerpo, había sentido cómo las ruedas le pasaban por encima y después también en reversa (se estremeció de horror por un momento) y ahora tenía que vivir con eso, con ese recuerdo clavado en ella, en su carne, para el resto de su vida.

Entró al departamento y fue directamente al dormitorio de su hija. No la despertaría si estaba durmiendo, pero necesitaba verla.

Natalia se estaba despertando. Tenía las mejillas sonrosadas, una más que la otra, por el contacto con la almohada. Los bucles largos y oscuros se enredaban un poco alrededor de su carita. Cuando recién se despertaba, parecía una chiquita de diez años, le llevaba un par de horas asumir el desdeñoso empaque de la adolescencia. Saltó de la cama y corrió a abrazarse con su mamá.

Esmé era poco observadora, pero no pudo dejar de ver que la repisa sobre la cama, donde Natalia exhibía sus muñecos, el último resto de su infancia, había sido vaciada y ahora había allí solamente una piedra grande y clara de forma lisa, rota y rara. Natalia siguió su mirada.

—Es un pedazo de la baranda de la Costanera, ma. Me lo traje de recuerdo.

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