Hija

Hija


El proceso judicial

Página 44 de 50

El proceso judicial

El proceso judicial fue lento, largo, penoso. Mucho más parecido a las amenazas de la doctora Mertens que al gesto de barrer las migas del mantel del doctor Martegut. Y después de todo, ¿acaso barrer las migas del mantel es tan sencillo? ¿No es algo casi imposible, una tarea para la que se han inventado diversos instrumentos, y que sólo se logra a fondo cuando se quita el mantel de la mesa y se lo sacude?

Las pericias de toxicología demostraron que esa noche las dos chicas habían tomado alcohol y éxtasis, que habían fumado marihuana, que ninguna de las dos estaba en condiciones de conducir. Había huellas digitales de las dos en el volante. Esmé hipotecó el departamento para pagarle a Natalia la mejor de las defensas posibles y la tuvo. Varios jóvenes testigos aseguraron que Rita manejaba con mucha frecuencia el auto de Natalia, o mejor dicho, de la mamá de Natalia. Incluso fue posible conseguir la declaración de dos testigos muy importantes para el caso, el hombre que cuidaba los autos que quedaban fuera de la playa de estacionamiento del boliche, y un vecino que estaba en ese momento en la puerta de su casa. Los dos aseguraron haber visto cómo Rita se ponía al volante del Gol a la salida de la disco. Esmé nunca le preguntó a sus abogados cómo habían obtenido esos testimonios tan útiles, tan necesarios. El dueño del puesto de choripán y bondiola cambió su declaración: ahora que tenía la oportunidad de mirarlas bien, se daba cuenta de que sí podía reconocer a la chica que manejaba el auto. Era Rita, sin ninguna duda.

Pero también fue importante la convicción y la energía con la que Naty luchó por defender a su amiga en las distintas instancias del proceso. Después de haberse quebrado en la indagatoria del fiscal, ya no podía volver a declararse culpable. Había que ver, entonces, con qué dolor reconocía, a regañadientes, la culpa de Rita, y cómo trataba de atenuarla dando explicaciones siempre diferentes. Por su parte, con su relato confuso, Rita causaba muy mala impresión en el fiscal y en el juez de instrucción. Cuando hablaba con más claridad, era todavía peor. Por momentos se hacía evidente que estaba repitiendo de memoria (Rita nunca fue muy buena para estudiar) lo que su abogado había tratado de hacerle recordar. Cada vez que hablaba volvía a repetir todo con las mismas palabras. En un careo, la personalidad de Natalia, su claridad, su simpatía personal, su evidente timidez, su esfuerzo por hacer el menor daño posible a su amiga, a pesar de considerarla culpable, su intento, por un momento, de volver a echarse la culpa, hicieron que su testimonio fuera mucho más creíble que las groserías brutales con las que Rita, descontrolada, agredió a su ex amiga. Hasta la doctora Mertens (y eso sí que fue un logro excepcional) terminó por convencerse de que estaba defendiendo a una inocente. Y probar esa inocencia era muy importante, porque la situación se complicaba, ya no era solamente un homicidio culposo, que hubiera comportado prisión en suspenso, el fiscal insistía en la figura del dolo eventual, que estaba surgiendo con fuerza en relación con un caso famoso.

El 30 de agosto de 1999, Sebastián Cabello, que tenía entonces diecinueve años, y circulaba con su auto Honda Civic por la avenida Cantilo, chocó por detrás al Renault 6 en que viajaban Celia González Carman, de treinta y ocho años, veterinaria, y su hija Vanina, de tres años. Como consecuencia del violentísimo impacto, el vehículo en que viajaban las víctimas fue desplazado 92 metros en línea recta y se incendió de inmediato. Madre e hija murieron carbonizadas. Las pericias demostraron que Cabello, que iba acompañado por un amigo, circulaba a una velocidad de 137,65 kilómetros por hora, aparentemente corriendo una picada contra un BMW negro.

El accidente tuvo amplia resonancia mediática y a Cabello se le dictó prisión preventiva. El marido y padre de las víctimas, presa de una crisis nerviosa, golpeó a Cabello cuando éste era trasladado esposado hacia el juzgado. Aconsejado por sus letrados, el joven desistió de impulsar una causa contra su agresor, declarando, a través de sus voceros, que entendía la reacción y el dolor del padre.

En el año 2003 el Tribunal Oral en lo Criminal, a través de un fallo poco usual, condenó a Cabello a la pena de doce años de prisión efectiva por considerarlo autor penalmente responsable del delito de doble homicidio simple cometido con dolo eventual.

Dos años después la Cámara de Casación Penal, sala III, considerando que la supuesta picada no había sido probada, modificaría la calificación del delito reduciendo la pena a tres años de prisión en suspenso. Pero en el momento en que se llevaba adelante la causa que involucraba a Rita y a Natalia, el resultado de la apelación era todavía imprevisible y Cabello estaba preso.

Desde Evanston, Illinois, Guido llamaba por teléfono a su hija, se comunicaban por MSN y después por Skype. A Esmé siempre la había irritado la habilidad de Guido para relacionarse con las novedades tecnológicas. Le parecía impropio de su generación que fuera siempre el primero en incorporarlas. La famosa green card estaba en camino pero no era instantánea. Por el momento, le resultaba imposible enviar dinero. No tenía trabajo pero a Shelly le iba muy bien y, como siempre, él tenía planes, muchos y extraordinarios planes. Cuando estuviera en condiciones de realizar alguno, uno solo y sobre todo cuando terminara esa estupidez, esa causa ridícula, sin sentido, que no le permitía viajar a su hija, se llevaría a Naty con él, prometía, amenazaba. Le pagaría un buen college en Estados Unidos, tierra de promisión. A veces Guido hablaba también con su ex mujer, para tener su opinión sobre las instancias del proceso. Por más que Esmé se lo prohibía a sí misma, por más que trataba de evitarlo, todas las conversaciones con su ex marido terminaban por su parte con un reclamo de dinero, una discusión inútil, mil veces repetida. Lo habitual era que Guido cortara bruscamente en la mitad de una frase.

Como nunca antes, Esmé necesitaba estar cerca de su madre. Después de los setenta y pico, Alcira había desarrollado, entre el cuello y el mentón, una especie de buche de pavo, arrugado y tembloroso. Esmé nunca logró reconciliarse con esa parte nueva del cuerpo de su madre, una mujer siempre tan perfecta, tan fuerte, tan derecha. Era una desprolijidad inconcebible, que la angustiaba casi tanto como las manchas de vejez en las manos de Alcira.

Ahora estaban en la cocina de la casa de Alcira, y no era fácil llevarla allí, ella prefería siempre el comedor, el mantel bordado, la vajilla buena, las masas de confitería, los encuentros programados. Por razones generacionales, Esmé se sentía más cómoda en la cocina, el lugar más cálido de la casa. Tomaban mate, untaban tostadas de pan lactal con queso blanco descremado, Alcira levantaba rigurosamente cada miguita que caía fuera del plato.

—¿Cuántas veces te pedí que comas arriba del plato? —le preguntó a Esmé, con una leve sonrisa.

—¿Cuántas veces en la vida? ¿Un millón doscientas cuarenta y nueve mil?

—Y mirá lo que conseguí…

—Mamá. ¿Vos creés de verdad que el auto lo manejaba Rita?

—Hija, estás muy mal de la cabeza. ¿Qué te importa quién manejaba el auto? Hay una sola pregunta que te tenés que hacer. Quién es tu hija. Punto. ¿Rita es tu hija?

—¿Qué hubiera dicho Regina, mamá? Vos sabés cómo yo la admiraba. Ella para mí era… Nunca hablamos de Regina. Era la que sabía si algo estaba bien o estaba mal. Cuando tenía dudas, yo la miraba a ella, le miraba la cara: ella sabía.

—No hablamos porque no hay nada que hablar.

—Ella era… Hacía lo que pensaba que había que hacer. Hasta el fondo. Vos también la admirabas, mamá. Vos y papá. Y no la podés nombrar porque la seguís queriendo. Regina era tu preferida, no me digas que no.

—No entendés nada. Regina era una imbécil que se dejó matar, la odio.

La cara de Alcira empezó a contraerse y arrugarse como si el buche de pavo se hubiera contagiado de algún modo a toda su piel, a todos sus rasgos, transformándole las facciones en algo blando, húmedo y repugnante, hecho de llanto contenido.

—Era tan joven, Esmé… No te imagines que era mejor. Era solamente joven, exigente, fundamentalista. Después hubiera sido como vos, como yo, como todos. La mataron tan joven… No tuvo tiempo de agacharse, de renunciar, de mentir, de engañarse, de crecer. No tuvo tiempo de nada, no tuvo después, nunca se hizo grande. ¡Y yo la obligué a usar ortodoncia tantos años!

Rita fue declarada culpable de homicidio. El tribunal aceptó la figura de dolo eventual y la chica, que para entonces ya tenía más de dieciocho años, cumplió casi un año de condena en la cárcel, mientras sus abogados apelaban la sentencia. Natalia fue absuelta de culpa y cargo.

Ir a la siguiente página

Report Page