Hija

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Natalia crece

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Natalia crece

Natalia terminó el secundario a duras penas. Obtener el título de bachiller le llevó más o menos lo mismo que duró la instancia judicial. A fin de quinto año, cuando participó con sus compañeros en la fiesta de egresados, le quedaban en realidad seis materias para rendir en febrero y parecía lógico que, bajo tanta presión, le costara concentrarse. A lo largo de los dos años siguientes, fue aprobando poco a poco los exámenes.

Después del Desgraciado Accidente, la directora del colegio se mostró más comprensiva de lo esperable, faltaba poco para terminar el año y pronto se libraría para siempre de las dos indeseables de la manera más pacífica, menos perturbadora para el resto de los padres. En una reunión con Esmé nunca dejó de mencionar el suceso con esas palabras que lo definían y atenuaban: el Desgraciado Accidente. Entre sus compañeros, el Desgraciado Accidente dotaba a Natalia y a Rita de un curioso prestigio, se las trataba con respeto.

El boliche en el que se realizó la fiesta de egresados exigía que participaran como mínimo cuatro adultos. Esmé se negó a ser uno de ellos y se alegró de haberse negado. Como los padres se habían puesto de acuerdo con la disco en controlar el consumo de alcohol (sólo cerveza para los mayores de dieciocho, nada de bebida blanca, no más de dos tragos cada uno). los chicos se emborracharon cuidadosamente en la previa y llegaron a la fiesta en un estado lamentable. Natalia, que ahora medía con cuidado su ingesta de alcohol, estaba apenas alegre, pero Rita, borracha de una manera repugnante y penosa, en mitad de la fiesta se le tiró encima, amenazando con matarla. Puta buchona asesina de mierda, le dijo, te voy a meter tus mentiras en el ano, te voy a romper las tetas a piñas, te voy a gastar la concha con virulana, declararon después los testigos del hecho. Natalia respondió arrojándole a la cara la cerveza que estaba bebiendo, con vaso incluido. Los compañeros, cuyas opiniones sobre la cuestión estaban todavía divididas (aunque de a poco la mayoría se iba comprometiendo a favor de Natalia) no necesitaban más para soltar las ansias de pelear, pegar y romper que suele provocar el alcohol en los muy jóvenes. La fiesta terminó en una pelea colectiva digna de un saloon del Lejano Oeste, que con mucho esfuerzo y después de considerables destrozos en el local, consiguieron dominar los custodios de la disco. Los padres ayudaron como podían, tratando de rescatar o retener a sus hijos.

Mientras durara el proceso, era muy importante que la conducta de Natalia fuera impecable, era sobre todo imprescindible que no realizara ninguna acción en la que tuviera que intervenir la policía. Esmé se preguntaba si debía dejarla o no participar en el viaje de egresados a Bariloche, una ceremonia de iniciación frenética y triste al mismo tiempo, organizada por empresas dedicadas, en primer lugar, a extraer la mayor cantidad posible de dinero de los padres. Participó en una primera reunión con el representante de una de las empresas que consultaron, un chico muy joven que sería también el coordinador del grupo. Se asombró, sobre todo, de la habilidad que tenía el muchacho, un experto vendedor, para hacerles creer a padres e hijos que estaban programando un viaje único y diferente, pensado especialmente para ese grupo tan especial, mientras los hacía entrar en el programa único, obvio, igual para todos, que ofrecían en realidad.

Drogas, alcohol y sexo descontrolados eran los temores de los padres y el deseo de los hijos. A las empresas les daba exactamente igual mientras no tuvieran problemas con la policía. Una amiga, cuya hija había hecho ya el famoso viaje a Bariloche, le contó a Esmé que unos kilómetros antes de que el micro pasara por un control policial, el coordinador les había exigido a los chicos que le entregaran toda la droga y el alcohol que llevaban, con la promesa de devolvérselos después en el hotel.

Cuando conversó el tema con Natalia, ya convencida de que no debía participar en ese viaje y decidida a librar una larga y difícil batalla, su hija sorprendió a Esmé hablando con un lenguaje poco pulido que no solía emplear con sus padres. También en eso era tan distinta su adolescencia: Esmé había enarbolado el lenguaje de la calle, esas palabras que no entraban a su casa, que incorporaba ávidamente cada día y escandalizaban a Alcira y a León. Natalia, en cambio, les hablaba a sus padres en un idioma reposado, neutro, tranquilizador, muy diferente al que usaba con la gente de su edad (Esmé se sobresaltaba, a veces, escuchándola hablar por teléfono). Por eso le resultó inesperado no sólo el contenido, sino la forma en que expresó Natalia su rechazo a participar en el viaje de egresados:

—No voy, mamá, yo estoy en otra. Hay gente que necesita el viaje de egresados para poder chupar, curtir y falopearse a gusto. No me interesa.

¿Qué quería decir, Natalia? ¿Que ella se drogaba y se emborrachaba sin necesidad de excusas? (Esmé se negaba a incluir el sexo en el terreno de sus preocupaciones.)

A pesar de que hubiera querido saber lo menos posible sobre la familia del hombre muerto, a pesar de que se negaba a conocer su cara, su historia, su vida, fue imposible evitarlo. El hombre se había divorciado y vuelto a casar con una mujer más joven. Tenía dos hijos chicos, de cinco y siete años, y un adolescente de dieciocho, de su primera esposa, que atacó violentamente a Rita al salir de una audiencia. Los tres hijos y la segunda esposa eran querellantes. La mujer se negaba a hablar con la prensa. Se limitaba a llorar en todas las instancias del juicio en las que estaba presente. Su situación económica era muy precaria, el abogado que la asistía había aceptado cobrar después de que terminara el juicio civil, cuando pagara el seguro.

—Pobre gente —dijo Esmé, desalentada. Tomaban un café cerca de Tribunales.

—¡Pobre, pobre gente, qué horror! —Natalia subía la apuesta. —Y pobre Rita también, mamá. No sé cómo me sentiría si fuera responsable de algo así.

Esmé la miró fijamente y Naty le devolvió la mirada de sus ojos siempre límpidos, siempre claros, siempre fuertes. De pronto su expresión se descompuso en un gesto de odio.

—No me creés, ¿no? ¡Como siempre! Todos me creen menos vos. Mis compañeros, el tribunal, la gente. ¡Hasta la familia del muerto se da cuenta de que yo soy inocente! Pero vos siempre tenés que pensar lo peor de mí.

—Yo no dije nada.

—Pero nos conocemos.

—¿Nos conocemos?

—No sé. ¿Vos te diste cuenta de que estoy enamorada?

Con una de sus mejores sonrisas y la promesa implícita de una charla de mujer a mujer, Natalia había dado vuelta la conversación. ¿Enamorada? En esos días la doctora Martegut había insinuado que tener una pareja estable era algo que siempre causaba buena impresión en el tribunal.

Pero además, la acusación de Natalia, ¿era acaso completamente falsa? ¿No tenía razón, no explicaba incluso esa idea repugnante que acababa de cruzar su mente sobre el presunto amor de su hija? Y Esmé se preguntó si no era cierto que siempre, a lo largo de toda la vida, el cruel mordisco de la duda había perturbado sus relaciones con su hija. Si no era cierto que muchas veces había acallado casi por la fuerza una sensación de desconfianza, de sospecha, si era de todas las madres o sólo suya, se preguntó Esmé, esa idea atroz de que su hija le estaba mintiendo, o guardándose parte de la verdad, como, después de todo, lo hacen todos los hijos con todos los padres, como lo había hecho ella misma con Alcira, pero más y peor, porque ahora la madre era ella, la responsable, la culpable, la que había modelado esa arcilla que podría haberse convertido en una obra de arte y tal vez no lo era. ¿Y acaso cualquier pequeña desviación, cualquier mínimo error que se alejara del modelo ideal no era culpa suya, enteramente suya? ¿No había sido, acaso, esa sombra de duda, de temor, esa imposibilidad de creer totalmente, de manera ciega y total, en su hija, en las palabras, las posibilidades, las ilusiones, los logros de su hija, lo que había provocado la desviación? ¿No era ella, con su desconfianza, con sus sospechas, la que había causado las imperfecciones que rechazaba como si no fueran su obra, su producto, el resultado de sus propias imperfectas acciones, pensamientos?

Esmé llevaba ahora un peso en el corazón, más que un peso inerte, un monstruo vivo, que se la comía por dentro. ¿Cómo librarse de ese horror, cómo volver a creer en las palabras de Naty, cómo volver a confiar en su mirada? ¿Con quién hablar? No con Alcira, que se entendía perfectamente con su nieta, para bien y para mal. No con sus amigas: hablar mal de los hijos es escupir al cielo.

El novio de Natalia era Lautaro y Esmé no se sorprendió tanto como le hubiera gustado, pero fingió adecuadamente.

—¡Pero creí que lo odiabas! ¡Fue el que te acusó de dealer con la Cachavacha!

—Bueno, estoy más grande, mamá. Nos volvimos a encontrar en un boliche y tenés que ver cómo me pidió perdón. Patético. Me dio pena.

—Hijita, que un chico te dé pena no es una buena base para formar una pareja.

—Pero también lo quiero, mamá, cómo no lo voy a querer, si es un dulce de leche, haría cualquier cosa por mí.

Lautaro, en efecto, estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por Natalia y daba pena verlo arrastrarse delante de ella, convertido en un perrito, siempre con la lengua afuera, ansioso por obtener una mirada, una caricia, un gesto de aprobación. Los padres de Lautaro no se olvidaban de las dudosas razones por las que su hijo tuvo que cambiar de colegio. Natalia no era bien recibida en su casa. Pero tampoco se atrevían a cerrarle la puerta.

La madre del muchacho quiso encontrarse una tarde con Esmé. Lautaro estaba ya en segundo año de biología y era ayudante de cátedra en una materia. Ahora había renunciado a una beca de pregrado para terminar la carrera en una universidad de La Haya. Una oportunidad única, insistía la madre.

—No quería separarse de Natalia —le dijo, sombría.

—Es la vida de ellos… Y las oportunidades únicas no existen. Así como le salió esto, le va a salir otra cosa, es un chico tan inteligente. Pero además, ¿yo qué puedo hacer? ¿Qué podemos hacer nosotras?

—No te pido que hagas nada. Sólo me gustaría saber saber si tu hija lo quiere. Si lo quiere de verdad. Si estaría dispuesta a renunciar a algo por él. A lo que sea. Porque Natalia no renuncia a nada, te diré. Más de una vez lo deja plantado. Lautaro no sabe qué hace, adónde va, ni con quién. Se está volviendo loco.

—¿Eso era todo lo que teníamos que hablar? —preguntó Esmé, cortante.

—También te quería preguntar si son ustedes los que le dan tanto dinero. Porque esa chica maneja mucha plata, Esmeralda. No la puedo acusar de estar viviéndolo a Lautaro, nosotros lo tenemos bien cortito.

Esmé pagó los cafés, se levantó y se fue.

Odiaba a las madres (eran sobre todo las madres de hijos varones) que se empeñaban en demostrar que las malas influencias, las novias o los amigos equivocados, eran los responsables de todo lo que les pasaba en la vida. De todo lo que no les gustaba o no estaban dispuestos a admitir en sus propios hijos.

Mientras tanto, había otro paso que los abogados consideraban necesario: Natalia debía recibir tratamiento psicológico. Esmé, por supuesto, estaba de acuerdo. El gran remedio universal de los argentinos se ponía en marcha otra vez.

Esmé consultó con varios terapeutas, y descartó de inmediato los que utilizaban la expresión «adolescente promiscua», que seguramente jamás hubieran usado con un varón. Esta vez el terapeuta elegido fue un hombre, el doctor Roth. Natalia lo aceptó sin discusión y lo soportó amablemente mientras duró el proceso. Esmé tuvo un par de conversaciones con el doctor, que parecía encantado con los progresos de su paciente. En verdad, desde el Desgraciado Accidente (ya todas las personas cercanas a Natalia empezaban a llamarlo de ese modo) Natalia no había vuelto a emborracharse ni parecía estar fumando marihuana. Si había que creer en las influencias, Lautaro quizá fuera una de las buenas.

En cuanto terminó el proceso, Natalia terminó casi simultáneamente con su noviazgo y con su tratamiento psicológico.

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