Hija

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París era una fiesta a la que no estaban invitados

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París era una fiesta a la que no estaban invitados

Era verdad lo que decía su madre. Todos tenían hijos y eso no les hacía la vida más fácil, pensó Esmé, para justificar otra vez la decisión de postergarlos. En Barcelona se encontraron con los Lúquez, que habían llegado del Perú y vivían con los dos chicos en la piecita de una pensión que les daba almuerzo pero no cena. Los chicos se abalanzaron sobre unas peras verdosas, alargadas, con manchas marrones, que Guido y Esmé habían traído del barco, y se las comieron a dentelladas, sin comentarios, con poca alegría. Pero Ana Lúquez ya había conseguido trabajo en una agencia de publicidad catalana y esperaba el primer sueldo para mudarse, para cenar.

Esa noche tomaron el Talgo a París. Viajaron en un camarote compartido, acunados por el movimiento del tren. Durmieron porque eran jóvenes. Iban a París porque eran argentinos, porque eran latinoamericanos, porque habían leído a Cortázar, porque pensaban que París era La Meca y la Ceca, el sueño del pibe, el cenit y el nadir, el microcosmos del universo, la locura, la maravilla, Gog y Magog, el lugar de la libertad, de la creación, el ombligo del mundo y sobre todo, de la vida bohemia, la ciudad donde el arte se paseaba desnudo por las calles, iban a París porque París era París y se había esforzado arduamente, durante muchos siglos, en la tarea de crear en el mundo esa fantástica ilusión acerca de París.

Nunca se les había ocurrido considerar lo que París pensaba de ellos.

París no los esperaba, no los deseaba, no los quería.

París era una ciudad dura, a la que no le interesaban los inmigrantes pobres. La Ciudad Luz era también la Ciudad Gris. Barcelona les había parecido gris por el estado de sus calles y de sus edificios, por la ropa gastada, el aire cansado y modesto de sus habitantes. En París el sol salía de vez en cuando, en verano y parte de la primavera. En París lloviznaba. Siempre. La famosa llovizna de París era hermosa y literaria durante toda una semana. Pero después seguía. Esmé se despertaba a la mañana, abría los postigos del estudio y se encontraba otra vez con ese techo de nubes que le quitaba las ganas de vivir.

Para vivir, además, había que ganar algún dinero. Para ganar algún dinero, no hubiera sido malo tener papeles en regla, algún tipo de legalidad. Esmé y Guido habían entrado con visa de turista.

Vivían en un sexto piso sin ascensor, con un baño tan pequeñito que se duchaban sentados en el inodoro. Era un estudio, un título agradable y prestigioso desde el otro lado del mar (Querida Lili: ya estamos en París y alquilamos un estudio genial…) pero que en París servía para denominar, de la manera más prosaica, un departamentito de un solo ambiente. Lo alquilaron amueblado. Como el sommier que hacía de cama estaba vencido, lo dieron vuelta y encajaron el colchón entre las patas. Se tapaban con unas frazadas de trama cerrada, manchadas, livianas y abrigadas, rezagos del ejército que habían comprado en el Mercado de Pulgas. Sobre las frazadas extendían, para calentarse, el símbolo mismo de su argentinidad: los gamulanes, esos abrigos de corderito gamuzado, pesados y eficaces contra las noches heladas. Comían por tres francos en el restaurante universitario. Al atardecer miraban con ansiedad y sin dinero las vidrieras de las charcuteries. En la panadería compraban baguettes, en el supermercado compraban manteca y paté de hígado de cerdo que de todos modos era muy rico (se miraban cómplices una vez más), era comida francesa.

París derramaba néctar para atraer a las abejas que la recompensaban con su miel. Pero no podía evitar, en el curso del proceso, que se le pegaran moscas. Incluso las moscas, vistas desde afuera, y gracias al prestigio y la sutil inteligencia de la ciudad, formaban parte de su corona. Pero desde adentro lo que se hacía era combatirlas con insecticidas y palmetas. Esmé y Guido eran moscas. De pronto se dieron cuenta de que, en realidad, los personajes de Rayuela nunca habían sido felices en París, por más que, con la magia de su prosa, Cortázar provocara felicidad en los lectores.

Tener baño y cocina completos, aun sin bañadera, era un privilegio que pocos de sus amigos compartían. Algunos tenían baño pero no cocina. Había quienes compartían un baño en el pasillo con los vecinos de piso. Muchos vivían en chambres de bonnes, esas piecitas mal ventiladas en el último piso, sin baño y a veces tan minúsculas que la cama quedaba encastrada entre las dos paredes.

Trabajaron. Fueron pasando por todos los tristes trabajos de los sin-papeles. Cada tres meses cruzaban la frontera y volvían a entrar para renovar el permiso de residencia como turistas. En una exposición de comida española Esmé consiguió trabajo temporario como camarera, y lo perdió apenas se le cayó su primer bandeja con el vino y las copas.

Los dos repartieron volantes, él ayudó a descargar camiones, ella hizo trabajos de limpieza. Esmé intentó dar clases de español, pero sólo consiguió intercambio por clases de francés. Guido creyó que podrían contratarlo en la cosecha de uva, pero llegó tarde.

El cartero pasaba tres veces por día. Esmé palpaba ansiosamente el buzón buscando esos sobres con el borde celeste y blanco, rotos y pegoteados por una censura que no intentaba disimularse sino que, al contrario, participaba modestamente en la consolidación del terror, esos sobres llenos de papel finito y liviano, papel de vía aérea, llenos de noticias insinuadas, de palabras banales que escondían las historias que nadie se atrevía a escribir. Y si la presencia de su hermana Regina le colmaba los sueños, su ausencia le apretaba las arterias, le quitaba el aire cada vez que metía la mano en el buzón creyendo, contra toda razón, contra toda memoria, creyendo sin saber que creía, desde el puro olvido, que uno de los sobres llevaría su nombre escrito con la letra chiquita y despareja de su hermana muerta.

Los dos tenían pesadillas. Las pesadillas de Guido eran confusas y no podía o quizá no quería contarlas. Se levantaba en mitad de la noche para lavarse la cara con agua fría. Esmé soñaba mucho con los compañeros, los más jóvenes, los que estaban a su cargo, sobre todo con aquellos a los que había seducido y abandonado, aquellos a los que había persuadido de incorporarse a la militancia. Como no sabía sus nombres verdaderos, ni sus direcciones, ni tenía ningún dato que le permitiera comunicarse con ellos, o con alguien que los conociera, no sabía qué les había pasado. Sus caras volvían en sueños una vez y otra vez, y si su hermana volvía viva, intacta y exigente, quizá como castigo, quizá porque eso hacía todavía más doloroso el despertar otra vez a su ausencia, sus compañeros, en cambio, los más jóvenes, aunque fueran capaces de reírse, de comer, aunque hablaran y se movieran en sus sueños, siempre volvían muertos.

Si tenía una hija, le iba a poner el nombre de su hermana. Quería tener una hija para ponerle el nombre de su hermana. Era necesario, era urgente y constante recordar que no quería tener hijos todavía. Pero si tuviera. Si alguna vez tuviera.

Se reunían con muchos otros argentinos y algunos latinoamericanos, todos jóvenes, casi todos exiliados, algunos con sus hijos nacidos en Francia, a los que se les negaba la nacionalidad francesa por ley de sangre y la nacionalidad argentina por ley de suelo. Durante la dictadura, la embajada argentina tenía orden de no aceptar las solicitudes de nacionalización de los bebés nacidos en Europa en esos años, y los chiquitos quedaban con el estatus legal de parias, bebés apátridas a los que sus madres les daban de mamar con culpa, con angustia, con orgullo.

Quizá porque el hecho de estar en París los empujaba de algún modo hacia las difusas fronteras del arte, y también porque Guido no había encontrado ni dónde ni cómo encauzar su vocación y sus inconclusos estudios de derecho, inútiles, imposibles de completar en un país donde había otro idioma y otras leyes, quizá porque los muchos días vacíos entre un trabajito y el otro los llenaban yendo al cine, donde solían quedarse a ver varias veces la misma película en continuado, o visitando museos, los infinitos museos de París, quizá por su amistad con el hijo de Vitale, un pintor argentino radicado en Francia, Guido empezó a hablar de uno de sus antiguos deseos ocultos en su momento bajo la montaña de obligaciones de un estudiante de abogacía y de marxismo. Como marxista no militante pero riguroso, Guido había participado en decenas de grupos de estudio, había leído a Marx y Engels en sus textos originales, sin por eso despreciar a sus divulgadores, como Marta Harnecker, autora de esa biblia generacional que se llamaba Los conceptos elementales del materialismo histórico. Había leído a Gramsci y a Rosa Luxemburgo y a Paulo Freire, había leído, para discutirlos, a los anarquistas, a Bakunin, a Kropotkin, había leído a Trotsky y a Lenin y se sabía literalmente de memoria el Manifiesto Comunista. Pero ahora, en París, quería pintar.

Esmé se sorprendió. No conocía y no sabía si aprobaba esa nueva faceta de su marido. Guido se hizo habitué del estudio de Vitale, se reunía con los viejos y jóvenes amigos del pintor que discutían tendencias y modas del arte europeo, defendiendo sobre todo la antigua y prestigiosa pintura de caballete y atacando los fáciles disparates del arte conceptual.

—El arte no está hecho de ideas. Las ideas son para ustedes —le decía, con cierto matiz despectivo, a Esmé—, para los publicitarios. El arte es realización. El arte es cada pincelada.

Poco a poco se fue impregnando del vocabulario técnico correspondiente y comenzó a ahorrar todo lo que podía para comprarse un caballete, lienzos, bastidores, óleos, pinceles.

—Pelo de marta —decía, con tono reverente, cuando Esmé se azoraba por el precio de un pincel.

El departamento de un ambiente en el que vivían era pequeño, muy pequeño, y cuando comenzó a llenarse de telas, de trapos sucios de pintura, de tarros de pigmentos, de blancos modelos de yeso o coloridos modelos de cera, cuando entró la puerta-mesa en la que Guido mezclaba sus colores, experimentaba con los óleos, carísimos, marca Rembrandt o Windsor and Newton, confinando a un rincón la máquina de escribir de Esmé, la situación se volvió desesperada. El olor, sobre todo, angustiaba a Esmé cuando volvía de la calle y sentía que su pelo, su ropa, su piel, se impregnaban de ese tufo a óleo, aceite de linaza y trementina que a Guido le producía una alegría profunda, difícil de comunicar, que manifestaba respirando hondo mientras se ponía su ropa de pintar, un pantalón y un pulóver viejos y manchados.

Lo más curioso era que Guido no pintaba.

Guido despreciaba los cartones, se oponía a los acrílicos, a los que consideraba un facilismo, trabajaba a la antigua los lienzos de lino, que se negaba a comprar montados ya en los bastidores, mezclaba los pigmentos para obtener una paleta propia, única, su paleta, la que lo distinguiría de todos los demás pintores de este mundo. Usaba una puerta montada sobre caballetes, una gran puerta rota y arruinada que alguien había sacado a la calle para que se la llevaran con la basura y que Guido había logrado hacer entrar al estudio con dificultad y con ayuda. Había latas donde ponía los pinceles (gruesos y finos, chatos y redondos) de acuerdo con su forma. Y sobre las paredes se acumulaban las espátulas. Guido se sentía parte del movimiento de la nueva figuración, que se alejaba de las instalaciones y los happenings para volver a la pintura tradicional. Hacía bosquejos en anotadores de papel especial, y llegaba a plantar, incluso, varias pinceladas en los lienzos. Pero nunca terminaba ninguna de sus pinturas.

En esa época Esmé había conseguido trabajo como au pair y estaba cuidando a un niñito rubio de tres años, hijo de una pareja de suecos, al que sólo le interesaba armar torres de cubos y no le gustaban en absoluto los intentos de su cuidadora de sumirlo en abrazos sudamericanos, en besos que sus padres parecían desaprobar sin palabras, con sus miradas, con su conducta, como si Esmé pretendiera untar las mejillas del niño, siempre tan limpio, tan blanco, tan dorado, con una espesa capa de saliva contaminada con bacterias del tercer mundo.

—¿Y si trataras de dar clases de pintura? Podríamos poner cartelitos…

—No. Ya te dije que no quiero dar clases. Y tampoco quiero hacer artesanías. No quiero hacer nada que sea una caricatura. Prefiero hombrear bolsas en el puerto antes que bastardear el Arte.

Guido siempre decía Arte con mayúscula, no lo bastardeaba y tampoco hombreaba bolsas en el puerto. En cambio había descubierto ese pequeño negocio que podía financiarle su carísima pasión: traer autos usados de Holanda y venderlos en París. En Holanda los autos se desvalorizaban muchísimo, entre otros motivos, porque el precio de la patente era más caro cuanto más viejo era el auto. A los cuatro o cinco años los holandeses se sacaban el auto de encima a precios ridículos. Había que cruzar la frontera sin despertar sospechas y después, con un simple cartelito en el parabrisas, el vehículo se vendía por buena diferencia en París.

Pero sobre todo se había sumado Guido (con la misma dosis de fanatismo con la que se había entregado en su país a discutir el marxismo) a la miríada de Artistas Latinoamericanos que luchaban en París por la pureza del arte sin ejercerlo. Ahora pertenecía a la legión de pintores que no pintaban, escritores que no escribían, compositores que no hacían música, escultores que no esculpían, actores que no actuaban, pero que en cambio se reunían, discutían, bebían (en lo posible, ajenjo) y, más que nada, vivían en París, una actividad que parecía validar sus pretensiones, que en cierto modo los eximía del ejercicio de su arte.

Una mañana Esmé abrió las persianas esperando el sol, que no venía, y después bajó, como siempre, a comprar las croissants para el desayuno (seis medialunas ordinarias, que así llamaban los franceses, tal vez injustamente, a las medialunas de grasa). Llovía. Una carta de Buenos Aires decía que Lucio y Guillermo no estaban. Esmé leyó la frase muchas veces, como si pudiera descubrir nuevos significados en los arabescos de las letras. Eran dos hermanos que habían estado de novios con sus primas. Lucio, el mayor, era rubio, prolijo. Guillermo tenía dieciocho años y el pelo muy enrulado. Ahora no estaban: no estaban. Pensó en llamar por teléfono pero tenía miedo.

Poco antes de que Esmé y Guido se fueran de Buenos Aires, Guillermo y su prima Dorita le habían pedido permiso para dormir en su casa. Estaban cansados, sucios, de mal humor. En la última semana pasaban las noches yendo y viniendo en colectivo: así era estar en la clandestinidad. El departamento de Esmé y Guido también era peligroso. Se quedaron una sola noche.

Esa tarde, en París, Esmé tomó coraje y fue al correo para hablar por teléfono.

—Recibí tu carta. ¿Guillermo y Lucio no están? ¿No están del todo? —se atrevió a preguntar.

—No —le contestó la tía, con su voz enérgica de siempre.

—¿Pero qué quiere decir que no están?

—Quiere decir eso que vos pensás. Quiere decir que no están más, desde hace veinte días. Por tus primas no te preocupes, las fletamos a España.

Esmé tenía la esperanza de que Lucio y Guillermo estuvieran vivos y siguió manteniéndola durante algunos años.

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