Hija

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El Embajador

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El Embajador

Con el paso de los años, lento en su transcurso, angustiosamente veloz en el momento de mirar hacia atrás, la situación de los exiliados fue mejorando. Guido y Esmé consiguieron la residencia legal, el negocio de los autos usados holandeses prosperó, y consiguieron mudarse a otro departamento, un poco más grande, sin cocina pero con baño (tan grande que permitía incluso la presencia de un símbolo de lujo, la bañadera), en un segundo piso. La sensación de alivio que sintió Esmé en el momento de la mudanza desapareció rápidamente en cuanto Guido instaló otra vez sus caballetes, sus óleos, sus solventes y las reuniones de sus amigos, esos pintores latinoamericanos que, salvo alguna excepción, pintaban tan poco como él pero en cambio fumaban cigarrillos negros, Gauloises o Gitanes, creando arte perecedero en forma de volutas de humo que se perdían en el aire casi tan rápido como el sonido de su palabras.

Entre ellos estaba Bilz, un muchacho que insistía en las gruesas patillas Beatles que ya estaban empezando a pasar de moda. Quizá por su eterno buen humor y su simpatía personal, quizá porque hablaba muy bien el francés pero también el inglés, Biltz había conseguido uno de los mejores trabajos del ambiente de los exiliados, aun en una época en que muchos de ellos comenzaban a dominar el idioma, conseguían papeles y emprendían el camino del trabajo legal. Biltz era chofer del embajador de una república africana, al que describía como un negro enorme y generoso, que luchaba contra el francés con todas las dificultades de los angloparlantes, más las que tal vez le proponía su incomprensible y africano idioma natal.

Gracias a Biltz, a su buen inglés y a su encanto personal, Esmé consiguió trabajo como niñera-institutriz de las mellizas africanas.

Eran las hijas del mismísimo Embajador y lo más torturante debía ser peinarlas, pero por suerte no había que hacerlo con frecuencia y, sobre todo, no le correspondía a Esmé, sino a la niñera-niñera. Tenían cinco años, los ojos vivaces y divertidos, la piel de color té con leche y el pelo castaño claro. Usaban peinados complicados pero duraderos que no era necesario desarmar más que una vez por semana. El padre, tan negro que su piel lustrosa parecía emitir un brillo oscuro, era un hombre de talante grave que apenas hablaba con Esmé. Tal como lo había descripto Biltz, era grande y quizás, en algunos aspectos, también generoso: le pagaba bien. Al tomarla a su servicio, después de una larga conversación en la que indagó sobre sus conocimientos y su formación, le había entregado un papel con instrucciones por escrito que incluían detalles sobre la compleja relación con el resto del personal de servicio, rigurosamente blanco: la cocinera, las dos encargadas de la limpieza, los choferes de él y de su esposa, el mucamo de comedor y, sobre todo, la niñera-niñera, una muchacha portuguesa que se encargaba de cuidar a las mellizas, vestirlas, darles de comer, y que parecía bastante celosa de la relación de las chiquitas con Esmé. La preferencia por personal de servicio blanco era característica de las embajadas y los embajadores de los países africanos.

En Argentina casi no había negros. Esmé estaba convencida y orgullosa de no tener ningún tipo de prejuicio racial pero el Embajador la ponía a prueba. Era, por supuesto, totalmente distinto de los negros que barrían las calles de París con un atado de ramas, mientras masticaban algo vegetal y rojo que les teñía los dientes. Y también era muy distinto de sus amigos, los periodistas ugandeses, comunistas hasta la médula, exiliados de su tierra, que complotaban para liberar a Uganda de la dictadura de Idi Amin Dada. Pero el mero hecho de comparar al Embajador con otros hombres negros, en lugar de compararlo con el resto de la humanidad, era un violento signo de prejuicio: Esmé lo sabía, se avergonzaba, y se perdonaba sólo en parte diciéndose que los prejuicios son inevitables y que hacerlos conscientes sea quizás una forma de domesticarlos. Esmé estaba segura de que no eran sus rasgos, ni el color de su piel lo que le provocaba esa mezcla de temor y rechazo, sino su cortesía implacable, rígida, un bloque helado de cortesía que no era posible atravesar. El Embajador se había formado en internados ingleses y había estudiado ciencias políticas en Oxford. Tocaba música clásica con inesperada sensibilidad en el enorme piano de la sala principal.

Su esposa era una chica peruana, tan blanca que parecía pintada a la cal. Pertenecía a una familia empobrecida de la aristocracia local. Sus padres nunca le habían perdonado que se casara con un negro, por muy Embajador que fuese. Cuando se conocieron, él era funcionario de la embajada de su país en Perú y ella no tenía inconvenientes en confesar que la había deslumbrado con su poder económico, la promesa de una vida de cócteles y cenas con un vestido diferente para cada ocasión, autos de lujo y muchas joyas. Era una muchacha frívola, divertida, cariñosa, sus hijas la adoraban y corrían a abrazarla cuando volvía por la tarde, cargada de paquetes, de las excursiones de compras que parecían hacerla tan feliz como se lo había imaginado cuando aceptó casarse con su marido.

En este caso los abrazos latinoamericanos eran vistos con buenos ojos y Esmé nunca tuvo la sensación de que las mellizas tuvieran que pasar por un proceso de desinfección en cuanto se iba su niñera.

Si la llegada de la madre provocaba en las niñas un estallido de alegría, el padre traía a la casa una nota sombría. Vivían en un bello edificio antiguo de la calle Marigny, en un piso enorme, donde cabían veinte estudios como el de Guido y Esmé. Todas las habitaciones eran inmensas y por todas ellas parecía correr un soplo de aire helado cuando abría la puerta el padre de las mellizas.

La tarea de Esmé consistía en entretenerlas unas horas desde que volvían del Kindergarten. Había sido seleccionada para esa tarea por la buena calidad de su francés, por ser hispano-hablante, y por su cultura general. Jugaba con ellas, les leía cuentos en francés y en español, escuchaban música previamente seleccionada por el padre. Criadas en un ambiente de normas rígidas, que ni siquiera su madre se atrevía a desafiar, las nenas se portaban muy bien y rara vez se resistían a una orden o se atrevían a un capricho.

Una tarde Esmé estaba leyendo en voz alta en el cuarto de las mellizas, absorta en las aventuras del elefante Babar, sin darse cuenta de que sólo la escuchaba Joy, mientras que Margaret, la más traviesa de las dos, había salido sin hacer ruido. El exceso de calma y silencio alertó a Esmé, que dejó el libro y salió a buscar a la chiquita, seguida por Joy. Encontró a Margaret en la sala del piano, entretenidísima en una actividad prohibida: se había sacado los zapatos y jugaba a correr y patinar en medias por el piso encerado. No sabían que el Embajador estaba en la casa. Cuando la chiquita se dio cuenta de que su padre la estaba mirando, el susto le hizo perder el equilibrio y se cayó al piso.

Como si no la hubiera visto, el padre avanzó y se sentó en el taburete del piano. Esmé quiso llevarse a las mellizas pero ellas se quedaron allí, cada una en su lugar, como estatuas congeladas. Sabían lo que venía a continuación y sabían que tratar de escapar hubiera sido peor.

Con toda la calma el padre llamó a Margaret. La nena se levantó y caminó lentamente hacia el piano, arrastrando los pies, que parecían resistirse a la orden que impartía el cerebro. Cuando llegó junto a él, el padre le ordenó que se diera vuelta y se agachara. Con tranquilidad, sin la menor alteración nerviosa, sin enojarse, como quien imparte un castigo justo y necesario, eligiendo un lugar del cuerpo donde no le haría daño, el padre le dio un golpe en las nalgas con bastante fuerza como para enviarla hacia delante y casi (pero sólo casi, el cálculo era preciso) golpear contra la pared. Margaret se volvió a caer y esta vez se lastimó con los dientes el labio inferior. Esmé esperaba oírla estallar en llanto, pero la nena sabía mejor que ella lo que le convenía. Se paró y se limpió la boca con el dorso de la mano, en completo silencio, mientras las lágrimas le corrían por las mejillas oscuras. El Embajador ya estaba tocando los primeros compases de un trabajo para piano de Debussy.

—Lávele la cara, Esmeralda —ordenó—. Y que no vuelvan a entrar en esta sala.

Esmé supo que no podía ni quería seguir trabajando en esa casa. Y supo también, por primera vez, algo que ni siquiera el cariño fácil que tenía por las mellizas había despertado en su cuerpo. Supo que quería tener un hijo para no pegarle nunca, para no permitir que nadie le pegara. Fue entonces cuando comenzó a crecer en Esmé esa sensación casi física a la que llamó, en secreto, deseo de hijo.

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