Hija

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Deseo de hijo

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Deseo de hijo

En los seres humanos el deseo de reproducirse no constituye un hecho biológico, instintivo, sino una intención relacionada con ciertas exigencias sociales, que puede aparecer a cualquier edad o nunca. Y sin embargo, cuando una mujer comienza a sentir claramente, como un llamado, el deseo de hijo, muy pronto ese deseo se vuelve necesidad. Aunque se inicie como un mecanismo mental, una decisión que podría considerarse voluntaria, se traslada a continuación a todo el cuerpo, comienza a percibirse como si fuera un vacío que late en la sangre al ritmo del corazón. En el cuerpo humano no hay cavidades que se mantengan abiertas como cavernas, como huecos, los órganos se acomodan ocupando todos los espacios disponibles, la carne se cierra sobre sí misma, no existen los espacios vacíos. Y sin embargo la mujer comienza a percibir la sensación de que un gran agujero le atraviesa el vientre atrayendo vientos helados que la cruzan de parte a parte, casi no reconoce sus brazos como propios, cuando camina por la calle los siente cayendo inútiles a los costados del cuerpo, le duelen los pechos como si se estiraran y se alargaran hacia adelante, y todo lo que ve a su alrededor se convierte en un símbolo que la remite a su deseo, que la encierra en él.

Un hijo. Esmeralda quería tener un hijo y por primera vez se dio cuenta de la cantidad asombrosa de mujeres embarazadas que veía por la calle, aun en París, aun en Francia, donde la baja tasa de natalidad preocupaba al Estado. Incluso las que no parecían obviamente embarazadas podían estarlo. Esmé miraba con envidia los vientres abultados y buscaba en las caras de las demás mujeres, las que no tenían nada que exhibir, cierta sonrisa, cierta mirada, esos signos siempre dudosos, imposibles de comprobar, diferentes para cada grupo cultural, que la sociedad imagina típicos de las embarazadas recientes.

Las parejas de sus amigos y conocidos habían sufrido los embates del exilio. Algunas se habían consolidado como nunca, otras se habían roto y se habían producido nuevas combinaciones en las que además de argentinos y latinoamericanos participaban algunos franceses, por lo general de provincias, con algo de exiliados también en esa ciudad que atraía con fuerza brutal y los recibía a medias. O bien franceses y francesas hijos de inmigrantes y dispuestos, así, a aceptar con más amplitud las diferencias culturales y el francés imperfecto, irritante, de los extranjeros, su dificultad para entender ciertos chistes y juegos de palabras. O bien franceses (entre los que podía haber también hijos de inmigrantes o provincianos) fascinados por el exotismo de esos latinoamericanos a los que consideraban tan decontractés, tan libres, tan alegres, tan buenos bailarines, tan espontáneos (los chilenos, los argentinos, los uruguayos, se miraban divertidos y asombrados cuando escuchaban esta extraña descripción en la que no se reconocían del todo).

Lo cierto es que las viejas parejas consolidadas y las nuevas parejas reconstruidas estaban empezando a tener hijos; con la estabilidad y la mejora laboral llegaba para algunos el primer hijo y para otros, los que habían entrado al país con un bebé o con un niño pequeño, empezaba la segunda vuelta, la posibilidad o la necesidad de lanzar al mundo una nueva vida, en desafío a tanta muerte como la que habían dejado atrás.

En el minúsculo departamento de su amiga Bibiana, que había llegado a París con su marido pocos meses después que ellos, Esmé alzó en brazos al bebé recién nacido, respiró hondo ese olor hecho de regurgitación y orina, agua de colonia y sudor, olor a caca y a ropita recién lavada, y se echó a llorar.

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